Me quiero morir. Terminar con las putas desgracias. Con todas. Porque estoy hasta los cojones de olvidar. Todo el día las dejo de lado, pero están ahí. “Y todo hombre cree que las desgracias que le han tocado vivir son las peores del mundo.” Cierto. Las hay peores que las mías. Pero me la sopla. No las aguanto más.
¿Como cojones se escribe un grito en letras? No me sale. En vez de escribir estoy gritando delante del monitor, pero soy incapaz de plasmarlo. Muchas A's seguidas quedan mal. No reflejan mi voz. Pero quiero gritar! Y no puedo. Aprieto los dientes, pongo cara de enfurecido y salto hacia delante. Sin moverme de la silla, un impulso me hace acercarme al monitor. Brusco, un movimiento brusco. Con los dientes apretados y un ruido con la garganta. Una especie de gruñido. Pero en serio.
¡Quiero una salvación! La muerte o la vida, cualquiera de los dos, pero alguna. Pronto! Pues alejado de ambas estoy. Una puta decadencia de mí mismo, una agonía. Es lamentable. Me arrastro por el suelo y, después de largos años tirado avanzando costosamente con los brazos, me he cansado. No puedo avanzar más. ¡Me rindo! Y como mañana me venga la puta solución de siempre, el olvido, dará la vuelta de una patada en la jeta. Por puta.
Miento. Sé que no lo haré. Sé que el olvido, con su voz dulce, aplicará sus técnicas sobre mí, y yo se lo permitiré. Como siempre.
¡Gilipollas! Eres una puta mierda de tío. Muérete. Pero no te mates. Sólo muérete. Eres débil pero no tanto. No te dejo. ¡Gilipollas! Y esque me da asco. Me doy asco. Puaj!
Me piro, a enfadarme un rato, mientras espero a la voz dulce del olvido. ¡Que cojones dulce! ¡Pero si es una zorra! Es la puta salida fácil dentro de mi absurda moral o ética. Porque yo mismo me limito, ya ven ustedes.
Qué asco.
Al parecer toca hablar. Acerca de un tema, de dos, de tres, o de uno, de dos, o todos, o lo que sea. Hace poco rato caminaba por la calle, mirando a la gente a los ojos. Da asco ver la simpleza de la que estamos fabricados todos nosotros. Somos los más egoístas de los seres, y aún siendo la “raza dominante” y supuestamente inteligente, somos los más idiotas. Los menos avispados, vaya. Hemos alcanzado el nivel intelectual suficiente como para poder preguntarnos acerca de nosotros mismos, y aún teniendo esa capacidad de reflexión característica e inherente a todos nosotros (los humanos), permitimos que otros lo hagan en nuestro lugar. Así, germinamos la semilla de nuestro propio lamento y nuestras amarguras, llenando nuestro tiempo con lo que nos dicen que hagamos. No somos más que esclavos, torpes pero trabajadores, pues de mañana a noche pasamos las horas obedeciendo.
¿Obedeciendo a quién? Obedeciendo a alguien tal vez menos inteligente pero sí más avispado que nosotros. Pues ese alguien, nuestro esclavizador, nuestro maestro, ha conseguido nada más y nada menos que reneguemos nuestra propia naturaleza. “Huimos de los sentimientos como si de la peste se tratase (...)” decía Frédéric Beigbeder. Y no se equivoca. Lo que está bien y lo que está mal, lo correcto y lo incorrecto, el bien y el mal, la verdad y la mentira, ... todo ello nos lo han implantado a fuerza bruta, no nos está permitido elegir, no podemos obedecer a nuestros impulsos. “Negar nuestros impulsos es negar precisamente lo que nos hace humanos.” Muy cierto esto también. Por eso mismo vivimos en una sociedad “deshumanizada y atomizante”, pues el maestro, esclavizador, dios, o como deseen llamarlo, así lo decidió, pues así, probablemente, consigue demostrarse a sí mismo su poder.
Como ya he mencionado, es el ego la única razón que mueve al ser humano. Nadie hace nada si no es por su bien o por beneficio propio. Nadie, y aunque en numerosas ocasiones sólo sea visible en un nivel subconsciente, ahí está el egoísmo humano, su característica principal (e instintiva, al parecer). María Teresa de Calcuta hizo cosas buenas, es cierto, hizo mucho por los demás. A eso se le denomina “buen acto”. Pero aún siendo cierto que trabajó por los demás, no lo hizo para los demás, sino para ella misma. Así alimentaba ella su ego, pues trabajando por los demás ella se sentía bien. Recibía su recompensa por parte de los demás, y así lograba sobrevivir, pues disfrutaba con lo que hacía. Y aunque no disfrutase, no significaría eso que no esté ese ego presente, esa cualidad instintiva, sino que es más profunda de lo que su propia mente alcanza a reconocer en sí misma.
Aunque lo parezca, no critico esa postura, no podría hacerlo, pues ella (María Teresa de Calcuta) contribuyó con cuerpo y alma en la mejora del mundo, se esforzaba por aquello en lo que creía, en un mundo que gracias a su trabajo ella podría considerar mejor. Que lo fuese o no es otro tema. Pero adoro esa fuerza y, aunque basada en excusas creadas por el propio ser humano para sus propias salvajadas, basada en un mero método de control, pudo actuar en consecuencia.
No me veo capaz de olvidar ese instinto que seguro yo también tengo, pues acostumbrarme a ello es lo mejor que puedo hacer. El hecho de haber reconocido tal capacidad, habilidad, característica, ... y haber sido capaz de etiquetarla es algo de lo que debería sentirme orgulloso. Pero no lo hago. Y no me importa. El tiempo me ha enseñado, entre otras cosas, que ese ego del que llevo rato hablando no es malo (que tampoco es bueno lo he aprendido hace poco), solamente es. Y no debo tratar de cambiarlo, pues sería como detener el mayor motor vital, el cual mueve a todos y cada uno de los humanos. Así lo dejaré, rodando como ha estado haciendo hasta ahora.
Observando desde una óptica algo genérica, pero tomando por asumido todo eso del egoísmo, cabe destacar que el bien y el mal, el negro y el blanco (y toda la escala de grises), lo correcto y lo incorrecto, el sol y la lluvia, ... todo está escrito, todo está en alguna clase de librejo que demuestra nuestros patrones de conducta, nuestros denominados “impulsos” que ya no existen como tales, nuestros deseos más íntimos y nuestros gustos más personales, no son más que secciones del libro. Para eso tenemos la teoría de la cebolla que me mostró un amigo: todos nosotros somos iguales, todos tenemos diferentes capas, pero colocadas en diferente orden; eso es lo que diferencia a un individuo de otro. Diferencia, no separa ni margina, pues estaría fuera de la cárcel de la que todos somos prisioneros.
Curiosa teoría. En mi opinión, sin embargo, no somos así. Bastante similar es mi versión, pero no igual: cierto es que los humanos estamos hechos a capas, pero no todos tenemos las mismas; esto, junto al orden de las mismas, nos hace diferentes. Sin embargo, aún teniendo diferentes “capas”, no escapamos de unas normas (impuestas a fuerza bruta, ya lo he dicho). Todas las capas están perfectamente definidas y documentadas, anotadas, escritas, revisadas y limitadas. Posiblemente en el librejo ese de antes. Así, todas las posibles combinaciones están numeradas y bajo control, no pudiendo surgir ninguna clase de anomalía ni nada similar. Lo mismo pasa con los colores: cualquier color que el ojo humano es capaz de reconocer se puede reducir a una combinación, de mayor o menor simpleza, del magenta, cian y amarillo. Así somos.