Se dice que algunas cosas nacen de la necesidad o por azares del destino; sin embargo, prefiero pensar, al igual que Alejandro Jodorowsky, que elegimos nuestro destino y que nada de lo que nos ocurre es producto de la casualidad; en todo caso, esta promesa de proyecto (que no proyecto de promesa), surge por la fuerza de la causalidad (sic); es decir, por una serie de circunstancias o señales que tratamos de leer [...] -según Kundera- como leen las gitanas las figuras formadas por el poso del café en el fondo de la taza; señales que convergen y estallan en este momento y lugar determinado, como una supernova, para bañarnos con su brillo, para vivir el sueño con los ojos abiertos y a plena luz del día; señales, pues, que tienen su razón de ser y estar.
Por todo, las causalidades (sic) vienen con augurios, con presagios, y se van dejando huella, confirmando sin decir palabra (en tanto signos), ya que no la necesitan; volando todavía desde no sé cuándo, desde no sé dónde, hasta esta mágica locura de muchachos volviéndola fantástica y real; metáfora de luz, de más allá: un acto poético en sí mismo. Y a la pregunta del ¿por qué se hace?, sólo queda responder socráticamente con otra pregunta: ¿Por qué no?
Humberto Eco lo define como el lugar en el cual es fácil entrar pero difícil salir, porque además en su interior quedamos sometidos a una serie de opciones de resultado imprevisible, como imprevisibles resultan, en forma y fondo, los contenidos.
Labyrinthus resulta ser un viaje, proceso de búsqueda en el cual el viajero está propenso a perderse y no. Claro que habría que preguntar al viajero si su objetivo es alcanzar el centro, la salida o el final, puesto que las palabras pueden o no representar la misma cosa.
En labyrinthus la búsqueda es en sí un encuentro; el movimiento, una constante; lógica Hegeliana. Labyrinthus, como el mito del cual parte, se antoja cambiante ya que, de lo contrario, perecería en su intento.
Lévi-Strauss expone de entre las premisas que los mitos conllevan, aquella que apuesta por la transformación como esencia del mito. Podríamos decir -afirma Héctor Arruabarrena en el prólogo a la edición castellana de Mito y significado-, que un elemento puede ser seguido mientras va transformándose (proceso en que iría perdiendo su categoría de elemento para convertirse en función) y sólo de esta manera. Si en el camino desaparece, se habrá extinguido su eficacia pues sólo permanece “vivo” en tanto se transforma. Y es que, como indica Roland Barthes, se pueden concebir mitos muy antiguos, pero no hay mitos eternos.
De esta forma, labyrinthus vive de la cotidianidad pero sin ser una descripción fiel, más bien una interpretación, una muestra de la complejidad en lo sencillo. Por ende el escritor se convertirá a su vez en viajero dentro de un sitio que se crea con cada nuevo paso.
Para el viajero, labyrinthus es un mapa; al principio, un mapa de vida no escrito. Mapa que, con cada paso del caminante, se nutre de imágenes. Mapa construido, si se quiere, de manera semejante a la escritura automática de los surrealistas, pero no. Labyrinthus no está supeditado a una estética definida. Labyrinthus es una forma de vida.
Finalmente, labyrinthus no pretende más que entablar una comunicación efectiva con el visitante, hablar desde mi infancia a la infancia del otro -como sugiere la escritora argentina Graciela Montes-, y así reciclar los desechos de la modernidad jugando con sus propios elementos para encantar serpientes y volver a sonreír.