Cada mañana cuando cruzaba la puerta del centro él estaba allí. Fingir que la rutina que acompaña a un acto puede volver invisible nuestro alrededor no lo desmaterializa, no lo vuelve opaco. Nuestros pies conocen el camino, nuestros ojos se acostumbran a esquivarlo e incluso nuestros oídos prestan atención a lo trivial, “Por favor servicio de limpieza pasillo tres, servicio de limpieza pasillo...” La rutina es seguridad, la rutina nos otorga conocer y ponderar todas las opciones de aquella que al final siempre escogemos. La rutina es el índice del libro de una vida que no circulará más despacio porque sus hojas apenas difieran entre ellas.
Él estaba allí, sentado en un banco. Yo ya dentro del edificio buscando el ascensor, quizás hoy podría ir por las escaleras. Ascensor. Mis dedos ya buscan solos pulsar el botón de mi piso y después el de cerrar las puertas. Si tengo suerte nadie llama y puedo subir directamente. Hoy no, “Buenos días, ¿a cual sube?”.
En mi oficina me dedico a repasar los correos pendientes, notas e incluso las cuentas de material que el hospital aún debe. Lo peor son sin dudas las notas o los adjuntos a los presupuestos. Hay gente que comete la estupidez de caer en la idea que al ir sus palabras acompañadas de su grafía en un escaso texto, irrumpen en el terreno de lo divino e inmortal, por pobres y miserables que estas sean. Creen en la grandilocuencia del papel y la tinta como lo perpetuo y eterno como si sus razones fuesen mucho más grandes que las demás.
Ahogo mis pensamientos mientras sigo pasando hojas. Quedan seis horas. Cuando baje él seguirá allí. Es una certeza, allí llorando sobre el banco mientras sus manos sujetan su cabeza. Llorando mientras las lágrimas se escurren por los pliegues de sus arrugas.
Que triste es llorar porque no se recuerda por lo que se llora.