Thomas Sopz era una de esas personas cuya vida está hecha a base de coser muy juntos pedacitos diferentes de noches juntas. Ahora estos se rasgaban e iban despidiéndose de su dueño, lentamente, pues la vida a su fin se deshace de su huésped en finos hilos de mesura hasta que esta por fin se acaba.
En esos momentos en los que uno ve su vida, Thomas recordó, echó su vista atrás porque el presente ahora carecía de interés.
Ella era una dama con quién había conocido el sol. Su vida radiaba luz cuando la sentía cerca, las viejas calles de Viena no eran sino enormes ríos de exuberante libertad por los cuales ambos corrían juntos. Allí conoció el amor, allí aprendió a escribir sólo para darle palabras al mundo que él, Thomas Sopz, había conocido de su mano y veía ahora a través de ella. Sus palabras y prosa eran vivas, tenían el poder de invocar la realidad que el sentía a su lado, y hacerla patente en cualquier lugar y en cualquier momento en forma de cartas que él le entregaba al verla.
Un día ella faltó a su cita. No avisó. Estuvo esperando toda la noche. En su mano una carta, en su corazón una grieta. Ella nunca volvió a aparecer. Thomas escuchó que esta había conocido a un caballero inglés a través del padre de la muchacha. Ahora estaban prometidos.
Cada noche siguió marchando por Viena como alma en pena buscando la ilusión perdida en rincones que ahora sólo ahogaban su alma. Cada calle era un puñal en su ser, y al poco estos empezaron a sesgar su corazón. En su habitación mezclaba prosa y alcohol en unas cartas que nunca dejó de escribir.
Una noche, su aletargada atención fue atraída por los gritos de fiesta en una casa burguesa. Se acercó a la ventana y allí estaba ella. No hay palabras para describir la emoción que causa encontrar algo tan amado cuando la ilusión de volver a hallarlo ha muerto. Aún si existiesen, Thomas Sopz no podría llegar a conocerlas porque sus ojos recayeron inmediatamente en la figura del hombre que estaba con ella, y en como la cogía.
Esa noche el alcohol haría el resto. El peso del mundo era demasiado para seguir teniéndolo en cuenta.
Al poco tiempo Austria entró en guerra con Servia y Thomas fue llamado al frente. El resto carece de sentido.
Allí tumbado en una trinchera, abrazado a su macuto dónde portaba ya amarillas las cartas que aún conservaba. Allí mismo fue donde Thomas Sopz exhaló su último respiro.
Su cuerpo fue traído como el de otros tanto caídos en batalla. Al tiempo su familia recibió una carta, ¿ironía de quién en sus últimos momentos se sintió a ellas más apegado que a su vida? En ella ponía que Thomas Sopz murió sirviendo a su país.
Lo que no sabían de Thomas Sopz es que su vida realmente acabó una noche, cuando atraído por sonidos de fiesta, se asomó a una ventana.