Ayer se inauguró el 70° Congreso sobre Bibliotecas e Información, en el Teatro Colón. La conferencia inicial estuvo a cargo de Tomás Eloy Martínez. El diario La Nación lo citó:
Desde su rincón, podía observar a todos sin ser observado. El Libro reposaba mansamente, seguro en sus manos (acunado en sus brazos, casi podría decirse). Vio a la monísima Pato ir y venir con encargos y pedidos. La larga cola de alumnos se fue disipando lentamente; había comenzado uno de esos períodos breves en los que Patricia podía concentrarse en alguna lectura y los alumnos hacían uso de su bibliografía. Gerardo nunca se preocupó por comprender ese comportamiento casi inconsciente (del inconsciente colectivo, probablemente) por el que el alumnado tendía a apiñarse para efectuar cualquier tarea: iban al bar todos juntos, iban a pedir libros todos juntos, iban a leerlos todos juntos, iban a consultar a los profesores todos juntos, preparaban los exámenes todos juntos... En síntesis, un verdadero placer por el amontonamiento.
Pero al fin había llegado el descanso para la monísima Patricia, que se concentraba en leer algo que la vista de Gerardo (su buena vista) desde allí no podía captar. Entonces la miró a ella: era bonita, por cierto, pero no podía concebirla ya como una mujer. La belleza que veía en ella era casi abstracta, como la Venus de Boticelli. Belleza en estado puro, un mero deleite visual. Como la negra tapa del Libro, con sus letras doradas...
En eso, la puerta volvió a cerrarse con su estrépito terrorista, e irrumpió en el recinto una extraña pareja. Dos muchachos jóvenes, de veintipico cada uno, entraron a la biblioteca sin hablarse, pero era notorio que estaban en compañía.
Rara compañía, a juzgar los elementos de cada uno. El primero que apareció tenía un aspecto que Gerardo no pudo dejar de reconocer como balín: cabello rubio (oscuro, mejor dicho oscurecido, quizás por el agua de Buenos Aires), prolijamente cortado y peinado con raya al costado, estatura media, algo delgado, con ropas sobrias en las que predominaba el gris, un reloj discreto pero seguramente caro y zapatos lustrosos. El segundo, en cambio, no compartía nada con el otro: cabello negro, algo largo y despreocupadamente al natural (sauvage, como dirían los franceses); ropajes indistinguibles por la insistente preeminencia del negro (que borraba los contornos entre las prendas) cubrían su estirada figura que, sin embargo, no tenía esa tendencia natural en los altos a encorvarse sobre el cuello; al contrario, había altivez y seguridad en el porte del oscuro jovenzuelo.
Gerardo los miraba y no podía creer que estuvieran juntos. La cara de asco que el primero no podía ocultar, y cierto desprecio reflejado en el rostro del otro parecían convertirlos en irreconciliables enemigos. Pero allí estaban, los dos juntos ("juntitos") dirigiéndose a la monísima Pato. Gerardo, con suma curiosidad, los observó durante un rato más largo del que habría gastado con cualquier alumno corriente. Antes, claro, volvió a echar un vistazo a esa primera carátula, adornada con hermosos dibujos, y aspiró otra vez el aroma añejo de las págnas amarillentas. Ya, faltaba poco, pronto estarían por fin juntos.
Habló primero el más alto, el de apariencia más rebelde ("premeditadamente rebelde", pensó Gerardo, tan afecto él a las adverbiaciones). El joven se recostó ligeramente sobre el mostrador, como quien se apoya en la barra de un bar, y Gerardo vio en esos movimientos un fluir natural, instintivo. Habló a la monísima Patricia clavando su mirada en los ojos de la muchacha. El otro se limitaba a presenciar el diálogo, traqueteando los dedos impacientes sobre la madera. Patricia abrió los ojos celestes expresando de manera literal todo el asombro que le provocaba lo que aquél joven decía. Ella les dijo algo, y la extraña pareja, a su vez, quedó paralizada. El muchacho balín cesó el traqueteo y sus mejillas blancas se tiñeron de rosa. El otro abandonó su postura de bar y se incorporó en un movimiento, como si fuera un conscripto en presencia de "su capitán".
Gerardo se sonrió, no sabía bien por qué, pero pensó que allí acababa una secuencia humorística, como los sketches mudos de Benny Hill. Apartó su mirada de la escena y volvió al Libro.
Tomó con sumo cuidado la hoja de la primera carátula entre sus dedos índice y pulgar izquierdos. La elevó suavemente y la depositó sobre la página en blanco, que reposaba sobre la tapa pesada del enorme volúmen, que a su vez reposaba sobre la mesa. Apareció la segunda carátula. Repetía el título y los dibujos de la primera, pero esta vez añadía texto, aunque en caracteres tan elaborados que un simple golpe de vista no bastaba para captar su contenido.
Como una mosca entrenada, Gerardo sintió crecer una sombra cerca suyo, la vio prolongarse lentamente, invadiendo de a poco el suelo, luego la mesa y finalmente las páginas de su Libro. Sintió también los pasos ahogados en la alfombra, pisadas gatunas que se aproximaban silenciosamente, pero con firmeza. En el momento indicado, con la velocidad que el miedo otorga al cuerpo (como la de una mosca), cerró el volúmen y alzó la vista.
El joven balín le preguntó, mientras el otro indagaba inquisitoriamente los ojos de Gerardo:
—¿Usted tiene el Nekías?
Con el cuello del abrigo subido hasta las orejas, cubrí la distancia que separaba mi casa de la morada de la anciana. En el trayecto, pasé junto al silencioso edificio de ladrillos oscuros, ahora muerto, pero que en sus entrañas albergaba universos enteros de aventuras, conocimientos y misterios. Sentí pena al comprender que, con seguridad, después de esa noche ya nada volvería a ser como antes. Pero debía seguir adelante, y así lo hice.
Cuando llegué ante la puerta de la mujer, vi que estaba entreabierta. Llamé y no obtuve respuesta. Entonces, empujé con suavidad la fría madera, y entré.
Inmediatamente, apareció ante mi vista la escultura de un ángel. Estaba a la derecha del vestíbulo, instalada encima de un pequeño pilar, junto a una meceta de lo que me pareció una planta de helechos. Pasé al living. Un enorme sillón enfrentaba el hogar, donde ardían varios leños. En un modular se amontonaban otras esculturas, de forma y tamaño variables, pero siempre representando el mismo motivo: ángeles. En las paredes de la sala, rostros y figuras angelicales me observaban desde platos, bustos, cuadros y bajorrelieves.
Me asaltó cierta aprensión. Y recordé la obsesión que pueden producir determinados objetos sobre algunas personas, y que en ocasiones las llevan a la locura. Borges, si no recordaba mal, había hallado un nombre para eso: zahír.
Marga Zuhar entró en la habitación, proveniente de lo que, supuse, era la cocina. En sus manos, cruzadas sobr el pecho, apretujaba un enorme mamotreto de vistosa encuadernación. La tapa mostraba la figura de un ángel, en vivos colores que contrastaban con el fondo negro de la cubierta. A la luz de las llamas provenientes del hogar, los ojos de la figura resplandecían con un fulgor rojizo. Y ese extraño fulgor parecía dotarlos de una apagada vida propia.
La anciana me indicó con un gesto de la cabeza el sillón. Quería decir que me sentara. No sé por qué, pero obedecí. Acto seguido, siempre con gestos mínimos, Marga depositó el libro en mis manos y me indicó que lo mirara.
Al tomarlo, comprobé cuán liviano era. Tenía el peso de una pluma, si bien su consistencia era dura y viscosa al tacto. De súbito, las llamas de la chimenea se avivaron. Brillantes lenguas de fuego tomaron forma humana y comenzaron a danzar una danza hipnótica, mientras chispas más pequeñas que semejaban fuegos de artificio saltaban aquí y allá, como si estuvieran celebrando un secreto y silencioso ritual. Toda mi percepción se modificó de manera terrible. Pavorosa, mortal... y definitiva.
Marga, los leños, los brazos del sillón, las paredes, el sauce llorón que se bamboleaba con la brisa nocturna tras la ventana que daba al jardín, el piso de madera; todo desapareció, para mí. Sólo percibía el libro, las innúmeras efigies de los siervos del Señor y las llamas; las flamígeras formas que presentaban un color azulado, profundo y abismal.
Sobrevino una orden superior a mi voluntad, que me hizo abrir el libro, pasar sus hojas de seda y comenzar a leer. Fue más fuerte que mi débil determinación de negarme, y mis ojos empezaron a pasear, página tras página, por el texto, desandando con lentitud el inevitable derrotero que me llevaría a saber, a comprender el por qué de la ausencia definitiva de la anciana tras el mostrador de la biblioteca, el por qué de su orden que me llevó hasta allí, l futuro por qué de mi desparición de todos los entornos y lugares que antes frecuentaba...
El por qué de mi actual contemplación de quien ahora lee, en el mismo gran sillón donde yo fui iniciado en los Secretos Superiores, la misma obra y la misma escena abominable, culminante, irreproducible aquí. La escena de la página 666, cuando el visitante, el ángel caído, se revela por fin al protagonista, y lo arrastra sin apelaciones posibles al Reino de la Oscuridad.
El momento en que una llamarada azulina extiende sus tentáculos y envuelve al lector. El grito es apagado por la risa sobrenatural que brota de las paredes, y que lo engulle, lo consume, se apodera de él y lo sumerge en las profundidades de la muerte en vida.
Entonces, un cambio se produce en el libro. Todos aquellos lugares donde se lee el nombre del visitante experimentan una mutación. La tinta dorada inicia también una danza obscena, y reconfigura los carácteres hasta reemplazar todo rastro del antiguo ángel por el nuevo condenado.
Así ha sido desde tiempos inmemoriales. Así se transmite el legado de la Sabiduría. Y así seguirá siendo hasta el fin de los días en el apacible pueblo, en la regia biblioteca erigida por la maldición.
Sé, como supe entonces, que mañana despertará en ese sillón y no recordará nada. Sé, como supe entonces, que ocupará mi lugar. El mismo lugar en el que yo suplanté a Marga. Sé que no se le hará necesario aprender la disposición de los pasillos y estantes. Sé que dará, a su elegido, un trato preferencial. Sé que un día desaparecerá. Sé que nadie se preguntará qué fue de él. Como nadie se preguntó qué fue de mí. Como nadie se sorprendió de mi presencia tras el mostrador. Como nadie se sorprendió del devenir natural de la vida... tan falaz.
Una vida hecha de llamas azules que castigan el pecado de la curiosidad. El pecado de buscar siempre la llegada, la meta, el final del libro.
Y en realidad, no hay final. Pues el visitante se erige en el ideal del Autor Perpetuo, demiurgo de una historia escrita a partir de la devoración.
Al entrar, el timbre del teléfono se hacía oír. Rápidamente, me abalancé sobre él y atendí. Tenía el pálpito de que debía ser ella, la bibliotecaria, que me llamaba para asegurarme que al día siguiente, por fin, podría elegir un libro para deleitarme, como antaño. El orden trastocado en desorden regresaría a su cauce normal.
Nada más atender, comprobé lo falaz de mi intuición. Quien estaba al otro lado de la línea resultó ser un viejo compinche de mis años mozos, que había recordado, según sus propias palabras, que en unos cuantos días más se cumpliría un nuevo aniversario de nuestra graduación. No recuerdo nada más de aquella charla. Sí sé que fue corta, pues yo no me encontraba particularmente interesado en hablar con alguien; con más razón todavía, si esa persona no podía asegurarme que al día siguiente no se repetiría la rutina. Que llegaría al portal y vería que sólo se trataba de un mal sueño.
Además, en el momento que había levantado el auricular, un rayo de certeza atravesó mi mente: la anciana desconocía por completo mi numeración, del mismo modo que yo ignoraba su número telefónico.
Cuando colgué, me hundí en el sillón. Estaba sentado junto a la mesita que soportaba el aparato telefónico y las gruesas guías, también telefónicas. Tanto la del pueblo y sus alrededores como la de la gran ciudad que se alzaba a varios kilómetros de distancia, en dirección nordeste. Dí un respingo al percatarme de lo obvio...
¡La guía telefónica! ¡Bendito invento! Ella podía aydarme. No tenía más que pasar sus páginas y hallaría la solución a mi problema. Por supuesto, conocía el nombre de la anciana. Se llamaba Marga. Pero había un inconveniente, aun antes de empezar la búsqueda: el nombre no me era suficiente; necesitaba su apellido, que se me hacía por completo oscuro.
Como siempre, un pequeño detalle imprevisto hacía fracasar el plan trazado. ¿Qué hacer? No tenía forma de averiguar cómo se apellidaba esa anciana, y en consecuencia tampoco podía desentrañar su número telefónico. Llegué a la conclusión de que la única forma de salir del atolladero era hojear las páginas de la guía una por una, buscando el nombre "Marga" y discando el numero correspondiente. Y, si Marga respondía el llamado, preguntarle sui era ella la bibliotecaria.
Exactamente dos horas y cuarenta erróneas Margas después, me encontraba a punto de llegar a la última hoja del listado y no había conseguido ubicar a esa mujer. Pero ahí, donde se leia "Zuhar", aparecía el nombre. Casi por inercia, apunté el número en una hoja y luego disqué.
Cinco laaargos timbrazos pasaron, hasta que Marga levantó el auricular.
—¿Hola? —Aunque la voz me resultaba familiar, algo en su melodía no terminaba de coincidir.
—Sí. ¿Con Marga, por favor?
—Soy yo. ¿Qué se le ofrece?
—¿Usted atiende una biblioteca? —La pregunta no fue respondida de inmediato con un rotundo "no", como en todas las demás ocasiones. A través de la línea me llegó el sonido amortiguado de una respiración dificultosa. Luego, Marga contestó.
—Efectivamente. ¿Quién es usted?
A duras penas logré contener el grito de alegría. Carraspeé y me di a conocer. No pareció sorprendida, pero sí un tanto molesta. quiso saber qué quería y, cuando le conté mi temor de que ya no volviera a la biblioteca, se rió de mí. su risa, a diferencia de la musical y cálida que yo le conocía, fue sarcástica y funesta. Me tildó de fanático o maniático incorregible, me amonestó severamente por no ser capaz de controlar el poder que librejos de cuarta ejercian sobre mí, etc., etc. No referiré todo lo que me transmitió, en helado monólogo, durante los veinte minutos siguientes, pero en verdad no parecía la maternal anciana que yo había conocido. No, no era la Marga que siempre había estado tras el gran mostrador de madera lustrosa, entre volúmenes variados, en largas tardes de recomendaciones y consultas, durante años y más años. Así se lo hice notar. Para mi sorpresa, simplemente me invitó a concurrir a su casa de inmediato.
—Le convieen, mi muchacho. Tengo aquí un ejemplar que usted nunca podrá leer si no viene antes de medianoche. Y le digo más: si no aparece por aquí, su querido refugio, su templo literario o como guste llamarlo, ya no contará conmigo —hizo una pausa, como si quisiera medir el efecto de sus palabras sobre mí, y prosiguió—. En realidad, por más que usted concurra a la cita, nunca más me verá detrás de ese mostrador.
Algo, una premonición quizás, me convenció de que sus afirmaciones eran ciertas. Le aseguré que iría en un momento, a lo que ella escuetamente respondió:
—Procure llegar antes de la medianoche —, y colgó.
No había logrado que Marga me diera precisiones mayores sobre ese raro ejemplar del que hablaba, pero me sentía inquieto. Pensé, y tenía razón, que ese libro tenía mucho que ver con el aislamiento repentino de la anciana. Pero no entendía por qué pretendía darme a leer esa obra, pues sabía muy bien que un fanático, o quien profesa una devoción exacerbada por un escrito que, cree, nadie más conoce, suele llevarse el secreto a la tumba. En efecto, muchas veces el acto de lectura de un libro parece revelarnos todo un mundo que, de alguna manera misteriosa, nos impulsa a querer resguardarlo, impidiendo que otros tengan acceso al mismo, creando un santuario particular, egoísta si se quiere, que nos acompaña hasta el fin de nuestros días.
No parecía ser el caso de Marga, pero mientras reflexionaba sobre la cuestión miré la hora, y supe que debía darme prisa...
Desde muy pequeño, el universo de los libros ejerció su fascinacion sobre mí. Mi vida se vio acompañada por la capacidad de asombrarme y dejarme atrapar por cada nuevo libro que caía en mis manos. Siempre fui un lector voraz y atento, principalmente de ficciones. Y en el pueblo donde nací, donde vivo y donde espero morir, con la sabiduría que otorgan los años que no pasan en vano; en ese pueblo había un lugar que estaba lleno de ficciones, aventuras, romance, intriga, suspense, terror, horror, humor... en fin, todo lo que se encuentra en los libros, por muy malos que sean a veces. Era la biblioteca, situada exactamente frente a la plaza del prócer.
No recuerdo cuándo había empezado a visitarla, pero sí estoy seguro de que la biblioteca del pueblo era mi segunda casa. En los últimos años, antes de los sucesos que me llevaron a ser esto que soy ahora, pasaba las tardes, y a veces el primer tramo de las noches, devorando los volúmenes que se añejaban sin prisa en los muchos e incontables estantes de la biblioteca. La mayoría de las veces, la anciana que atendía el mostrador, y que se encargaba de asesorar a los ocasionales lectores, permitía que volviera a mi morada con algún texto de inestimable valor. Porque reconocía la devoción que mi persona profesaba hacia sus tesoros. Esa confianza se fue construyendo y afianzándose a lo largo de los años, a medida que me convertía en el único lector que se apersonaba prácticamente a diario en el recinto. Así, a lo largo de una cantidad imprecisa de años, fui el depositario absoluto de su confianza.
A cualquier otro individuo le impedía retirar libors más allá del espacio destinado a la lectura. En mi caso, por el contrario, repetía una y otra vez sus recomendaciones de cuidado, responsabilidad y puntualidad en la devolución, y me armaba un primoroso paquetito que yo regresaba a su hogar en la fecha fijada por la señora bibliotecaria.
Todo marchó de maravillas durante mucho tiempo. Hasta esa tarde fatal, cuando me llegué ante el gran portón enrejado del reducto literario par excellence y... lo encontré cerrado. Ningún cartel, ninguna notificación. Nada aclaraba la causa del inesperado acontecimiento. Y nadie supo darme una razón. Como yo, muchos desprevenidos detuvieron sus pasos ante la brillante reja azabache y, tras un lapso de espera variable, según pude observar, se marcharon en medio de murmuraciones; algunas, de dudoso gusto.
Fui yo el único que permaneció toda la tarde, hasta la irrupción de la noche, junto a la puerta. Abrigaba la secreta esperanza de que la bibliotecaria hiciera acto de presencia de un momento a otro. Sin embargo, pese a toda mi fe, nada sucedió. Finalmente, debí abandonar la silenciosa mole que albergaba en sus entrañas tantos títulos todavía inexplorados por mi vista. Me marché, sí, resignado ante la evidencia de que la anciana no iría ese día. La primera vez en muchos, incontables años.
Pero, ¡ay!, no la última...
A lo largo de los siguientes tres días, la escena de la llegada ante el pórtico y el hermetismo de éste se repitió, siempre con idéntico resultado: tras varias horas de angustiosa espera, nadie acudió a abrir la puerta. Nadie allanó el camino hacia las aventuras y los saberes que aguardaban más allá, invisibles a las miradas tras los discretos cortinados que protegían los ventanales.
fue entonces cuando me convencí de que algo funesto había sucedido con mi vieja amiga. Tomé la determinación de averiguar el motivo de sus reiteradas ausencias, y decidí hacerle una visita, a fin de interiorizarme sobre la cuestión. Sin embargo, no tenía la más remota idea de dónde moraba. Con seguridad, su domicilio estaría emplazado en la vecindad, pero ninguna de las muchas personas que consulté consiguió darme precisiones sobre su paradero. Abatido, regresé a mi hogar...
Los modos del atardecer difieren de un punto del mundo a otro. En algunos la puesta del sol es brusca y no se anuncia, como cuando se apaga la luz en una habitación sin ventanas; en otros se torna lenta, casi exasperante, y su residuo es una claridad rojiza, sanguinolenta, que perdura hasta que las sombras se apoderan del paisaje. Sólo entonces, tras el necesario preámbulo de incertidumbre y lucha, avanza la noche e inicia su reinado triunfal.
Pero los poderes de la noche nada pueden hacer contra la mayor oscuridad del saber, contra las magias y ciencias que no han sido reveladas a ser viviente alguno, y que en algún momento escogen por sí mismas a un iniciado e inician, sí, el verdadero Reinado de la Oscuridad. Precisamente, la noche ya se apagó; todos los minúsculos puntos de luz que el cielo exhibía hace unos pocos minutos fueron desplazados por la negrura más intensa. y sé que esa señal significa algo: mi misión está llegando a su exitoso final.
Alguien lee.
El hogar está en llamas. La luz amarillenta proyecta figuras dantescas por detrás del amplio sillón que enfrenta, a una distancia prudencial, el simulacro de Infierno. Como si estuvieran dotadas de vida propia, las sombras beduinas bailan al ritmo de las corrientes de aire, en la pared del fondo. La única puerta de la habitación sin ventanas está cerrada. La consecuencia es una mezcla de admiración y miedo; sensaciones humanas, que se confunden en quien lee con fascinación el mamotreto de más de novecientas páginas. Está sentado en el sillón, y el libraco le muestra con descaro los números dibujados con hilos de oro en el margen inferior izquierdo y derecho, en las respectivas hojas de seda. Sus manos sostienen con delicada firmeza el extraño libro, y sus ojos se desplazan con fluidez por la silabeante superficie del texto. El número que se desnuda a la mirada es aterradoramente significativo, cabalístico, demoníaco: 666.
Es en esa página maldita donde se narra el hecho que marca la apoteosis de la trama, el punto culminante: el protagonista cruza su existencia con el visitante. Ambos personajes confluyen en un punto de la narración, a partir del cual ya nada será como antes. El visitante, un personaje enigmático, puesto en segundo plano al principio, gana protagonismo conforme avanza el relato, y en ese encuentro con el protagonista se devela todo su poder.
Lamentablemente, desconozco el título de la obra; incluso dudo de que tenga un autor. En verdad, muy pocos tienen la suerte de recordar esos datos, tras leer el monumental tomo y la historia que en sus entrañas se revela. Mi caso puede ser tomado como paradigmático, porque a duras penas logré sobrevivir a los efectos que la lectura tuvo sobre mí; aún hoy, no me siento completamente seguro de haber pasado la prueba.
En un resto de mi memoria, sobreviven los recuerdos de una vida anterior, que se niegan a dejar esta entidad en que me he convertido...
¿Te acuerdas?
Yo me acuerdo de que habíamos merendado, y después emprendimos el regreso. Volvíamos con pasos tranquilos, medidos, como si intentáramos alargar lo más posible el momento. Y entonces, en esa esquina, el semáforo se puso en rojo. Paradójicamente, fue como una luz verde. Te miré, tomé tu cara entre mis manos y...
Y fue Marelle:
Y fue Rayuela:
Desde el inicio mismo de la lectura, sentí un leve asco. Asco que se potenció a medida que avanzaba la lectura. Y hoy, a menos de 100 páginas del final, estoy absolutamente convencido: hay que matar a Ignatius J. Reilly.
Habbi, cuando termine de leer el libro, ¿qué hago? ¿Lo quemo para matar, simbólicamente aunque sea, al tipo ése, o...? =P
Anoche, revisando entre mis papeles.
(Entre esos papeles que guardo, por una u otra extraña razón, desde hace años. Entre esos papeles que no se resignan al olvido. Y que suelen llamarme, como entre susurros, cuando abro algún cajón. Y que suelen tentarme a releerlos, ofreciéndose impúdicamente a mi mirada, en su altiva desnudez.)
Anoche, revisando entre mis papeles, encontré una pluma negra.
Y entonces, lo recordé.
Cierta noche aciaga, cuando, con la mente cansada,
meditaba sobre varios libracos de sabiduría ancestral
y asentía, adormecido, de pronto se oyó un rasguido,
como si alguien muy suavemente llamara a mi portal.
"Es un visitante -me dije-, que está llamando al portal;
sólo eso y nada más."
¡Ah, recuerdo tan claramente aquel desolado diciembre!
Cada chispa resplandeciente dejaba un rastro espectral.
Yo esperaba ansioso el alba, pues no había hallado calma
en mis libros, ni consuelo a la perdida abismal
de aquella a quien los ángeles Leonor podrán llamar
y aquí nadie nombrará.
Cada crujido de las cortinas purpúreas y cetrinas
me embargaba de dañinas dudas y mi sobresalto era tal
que, para calmar mi angustia repetí con voz mustia:
"No es sino un visitante que ha llegado a mi portal;
un tardío visitante esperando en mi portal.
Sólo eso y nada más".
Mas de pronto me animé y sin vacilación hablé:
"Caballero -dije-, o señora, me tendréis que disculpar
pues estaba adormecido cuando oí vuestro rasguido
y tan suave había sido vuestro golpe en mi portal
que dudé de haberlo oído...", y abrí de golpe el portal:
sólo sombras, nada más.
La noche miré de lleno, de temor y dudas pleno,
y soñé sueños que nadie osó soñar jamás;
pero en este silencio atroz, superior a toda voz,
sólo se oyó la palabra "Leonor", que yo me atreví a susurrar...
sí, susurré la palabra "Leonor" y un eco la volvió a nombrar.
Sólo eso y nada más.
Aunque mi alma ardía por dentro regresé a mis aposentos
pero pronto aquel rasguido se escuchó más pertinaz.
"Esta vez quien sea que llama ha llamado a mi ventana;
veré pues de qué se trata, que misterio habrá detrás.
Si mi corazón se aplaca lo podré desentrañar.
¡Es el viento y nada más!".
Mas cuando abrí la persiana se coló por la ventana,
agitando el plumaje, un cuervo muy solemne y ancestral.
Sin cumplido o miramiento, sin detenerse un momento,
con aire envarado y grave fue a posarse en mi portal,
en un pálido busto de Palas que hay encima del umbral;
fue, posóse y nada más.
Esta negra y torva ave tocó, con su aire grave,
en sonriente extrañeza mi gris solemnidad.
"Ese penacho rapado -le dije-, no te impide ser
osado, viejo cuervo desterrado de la negrura abisal;
¿cuál es tu tétrico nombre en el abismo infernal?"
Dijo el cuervo: "Nunca más".
Que un ave zarrapastrosa tuviera esa voz virtuosa
sorprendióme aunque el sentido fuera tan poco cabal,
pues acordaréis conmigo que pocos habrán tenido
ocasión de ver posado tal pájaro en su portal.
Ni ave ni bestia alguna en la estatua del portal
que se llamara "Nunca más".
Más el cuervo, altivo, adusto, no pronunció desde el busto,
como si en ello le fuera el alma, ni una sílaba más.
No movió una sola pluma ni dijo palabra alguna
hasta que al fin musité: "Vi a otros amigos volar;
por la mañana él también, cual mis anhelos, volará".
Dijo entonces :"Nunca más".
Esta certera respuesta dejó mi alma traspuesta;
"Sin duda - dije-, repite lo que ha podido acopiar
del repertorio olvidado de algún amo desgraciado
que en su caída redujo sus canciones a un refrán:
"Nunca, nunca más".
Como el cuervo aún convertía en sonrisa mi porfía
planté una silla mullida frente al ave y el portal;
y hundido en el terciopelo me afané con recelo
en descubrir que quería la funesta ave ancestral
al repetir: "Nunca más".
Esto, sentado, pensaba, aunque sin decir palabra
al ave que ahora quemaba mi pecho con su mirar;
eso y más cosas pensaba, con la cabeza apoyada
sobre el cojín purpúreo que el candil hacía brillar.
¡Sobre aquel cojín purpúreo que ella gustaba de usar,
y ya no usará nunca más!.
Luego el aire se hizo denso, como si ardiera un incienso
mecido por serafines de leve andar musical.
"¡Miserable! -me dije-. ¡Tu Diós estos ángeles dirige
hacia tí con el filtro que a Leonor te hará olvidar!
¡Bebe, bebe el dulce filtro, y a Leonor olvidarás!".
Dijo el cuervo: "Nunca más".
"¡Profeta -grité-, ser malvado, profeta eres, diablo alado!
¿Del Tentador enviado o acaso una tempestad
trajo tu torvo plumaje hasta este yermo paraje,
a esta morada espectral? ¡Más te imploro, dime ya,
dime, te imploro, si existe algun bálsamo en Galaad!"
Dijo el cuervo: "Nunca más".
"¡Profeta -grité-, ser malvado, profeta eres, diablo alado!
Por el Diós que veneramos, por el manto celestial,
dile a este desventurado si en el Edén lejano
a Leonor , ahora entre ángeles, un día podré abrazar".
Dijo el cuervo: "¡Nunca más!".
"¡Diablo alado, no hables más!", dije, dando un paso atrás;
¡Que la tromba te devuelva a la negrura abisal!
¡Ni rastro de tu plumaje en recuerdo de tu ultraje
quiero en mi portal! ¡Deja en paz mi soledad!
¡Quita el pico de mi pecho y tu sombra del portal!"
Dijo el cuervo: "¡Nunca más!".
Y el impávido cuervo osado aun sigue, sigue posado,
en el pálido busto de Palas que hay encima del portal;
y su mirada aguileña es la de un demonio que sueña,
cuya sombra el candil en el suelo proyecta fantasmal;
y mi alma, de esa sombra que allí flota fantasmal,
no se alzará... ¡nunca más!
Niño golpeado. Héroe salvado. Pequeño ladrón. Voz de coros. Chofer de camión. Representado engañado. Cantante ignorado. Luchador grecorromano. Parroquiano sombrío. Bailarín de tango. El primero aceptado. Oyente de una hora. Confidente de medianoche. Enamorado perdido. Buscador desesperado. Debutante cantor. Renunciante empleado. Chofer leal. Sufrido despechado. Lazarillo fiel. "Un amigo". Víctima salvada. Refugiado temeroso. Compañero confundido. Deseo reprimido.
Juan Molina, mataste a la puta pero no lo recordabas. Te dictaron perpetua y adentro comenzaste tu carrera. Después del traslado te visitó Gardel. Más tarde recordaste todo, cada puñalada. Te sacaste la corbata, cantaste el último tango y saltaste hacia el punto final. Sol-do.
Definitivamente, Errante en la sombra es una excelente novela musical. La lectura ideal para los fríos días de otoño e invierno. =)
Escena N° 1: Jonathan deambula por entre las enormes mesas donde se exhiben diversas clases de libros de diferentes autores, diferentes editoriales y diferentes precios. Podemos inferir que se halla en una librería. En realidad, está yéndose de la librería, a punto de salir al frío de la avenida. Y entonces, paralizado se queda. Extiende el brazo y tom delicadamente a Alicia y la hace suya.
Escena N° 2: Jonathan y Patty deambulan por entre las góndolas repletas de mercaderías variopintas de un hipermercado. En eso, él detiene bruscamente el andar del carrito y manotea algo de un contenedor. Prácticamente, secuestra a Gabo y lo mete casi a la fuerza dentro del carrito, hecho lo cual reanuda presuroso la marcha.
Pregunta: ¿Cómo se llama la obra?
Respuesta: "Los libros me pueden".
Pues sí, hay dos libros nuevos que se suman a los que esperan pacientemente ser leídos.
Alicia en el país de las maravillas, libro ilustrado que incluye Alicia a través del espejo y La caza del Snark, más el plus de algunos ensayitos sobre la obra de Lewis Carroll, todo en 394 paginitas, con edición y traducción de Luis Maristany.
Noticia de un secuestro, 329 páginas con la crónica del secuestro de la periodista Maruja Pachón, el 7 de Noviembre de 1990. El año pasado, este libro fue mencionado en el Seminario de Periodismo y Literatura dictado por Víctor Pesce en la carrera de C.C.C. (F.C.S.-U.B.A.). Se lo presentó como ejemplo de la novelización de los sucesos encarada por la non-fiction; y, si bien no se recomendó expresamente su lectura, hay que decirlo, yo tenía ganas de leerlo, desde ese entonces. Finalmente, lo haré en el transcurso de las próximas semanas. Hasta posiblemente lo utilice para la monografía final que debo presentar para aprobar el seminario. =)
Nota del Autor para el Autor: Jonathan, hacéme el favor, y tratá de no escribir la monografía tan... rítmicamente. Esa cantinela del tipo presentar para aprobar está bien para las boludeces del weblog, pero en un trabajillo académico queda bastante descolgado, ¿entendiste? =P
Bonus del Autor para el Lector: Alice's Adventures in Wonderland, así, en su idioma original. ;)
Nunca es tarde para una buena lectura, de ésas que te dejan algo, un resabio de aventuras que te hacen cosquillas en el estómago. Así, demoré tres noches en leer 20.000 leguas de viaje submarino. El amigo Julio Verne, merced a su capitán Nemo, me llevó a pasear por debajo de las aguas que conforman los océanos Pacífico, Índico, Atlántico y Antártico.
Ciertamente, la mezcla de ficción y realidad que realiza Verne es inquietante. Así, nombra y describe las regiones y los mares por tod@s conocid@s... pero añade datos curiosos. Por ejemplo, hay un túnel natural y subterráneo que conecta el Mar Rojo con el Mediterráneo en pocos minutos (y no es el Canal de Suez); un cementerio submarinoescondido en el océano Índico, en un paraje inaccesible para los tiburones, donde entierran a los tripulantes del submarino que fallecen; un islote que provee a Nemo del carbón necesario para el funcionamiento del Nautilus, y cuya mina es el interior de un volcán apagado; la Atlántida, ubicada alrededor de la isla de Tenerife, en territorio español... Y, lo realmente inquietante, Verne nos cuenta que en el punto exacto donde está el Polo Sur hay... un mar.
Cuando leí esa parte, no lo entendí. Acostumbrado a las modernas imágenes fotográficas que me enseñan una inmensidad blanca de hielo, me pregunté de qué estaba hablando ese tipo. Pero, una vez hube terminado la lectura, se me ocurrió que, tal vez, el genio de Verne anricipó, no el futuro inmediato de ese continente, sino el futuro a largo plazo, cuando los estragos del efecto invernadero se hagan patentes en el descongelamiento de los polos.
Y el final me deja con la incertidumbre más completa: ¿qué sucedió con el submarino? ¿Logró escapar del remolino que lo arrastraba? ¿Continuó asolando los mares en busca de venganza? O, por el contrario, ¿llevó a sus tripulantes hacia una muerte horrible en los abismos? Vos, que también leíste este libro inquietante y genial, ¿qué pensás?
El hombre desborda una fantasía cálidamente oscura. Además de dirigir buenas películas, despunta el vicio de la escritura en pequeños poemas.
Diminutos seres, tan extraños ellos, que desfilan por las páginas de un libro también extraño. Tal vez por esa cualidad, resultan queribles. Y tendemos a enternecernos cuando leemos palabras como las que componen La melancólica muerte del niño ostra, tal el nombre de las estrofas que le dan título al libro.
Espero que disfruten este pequeño regalo de Pascua. Eso sí, una recomendación para los padres: No hagan esto en sus casas... =P
Su larga luna de miel
en la isla de Capri fue
Para la cena el mesero
les puso un solo platillo:
un gran caldo de mariscos.
La novia pidió un deseo.
Y el deseo se realizó.
Dio al fin a luz un bebé.
Pero éste ¿era humano o no?
Bueno, quizá. Tal vez.
Diez dedos en pies y manos,
y demás órganos sanos.
Podía sentir y escuchar.
Pero ¿normal? No, ni hablar.
Este engendro antinatura,
Este cáncer indecente,
Era la imagen viviente
de toda su desventura.
Ella se quejó al doctor:
No es hilo de mi madeja.
¿De donde sacó ese hedor
a salmuera, pez y almeja?
Y ha sido usted afortunada.
Yo la semana pasada,
traté; a una niña con pico
y tres orejas. ¿Me explico?
Si es mitad ostra su niño,
búsquese a otro a quien culpar.
-Y añadió con cierto guiño -
¿Se ha puesto a considerar
una casita en el mar?
No sabían como llamarlo.
A veces le decían Carlo
y a veces -con voz perpleja-
eso que parece almeja
Encogido el corazón,
Ninguno en verdad sabía
si el chico ostra algún día
rompería el caparazón.
Los cuatrillizos Montalvo
cierta vez se lo toparon.
Le espetaron un ¡Bivalvo!
y enseguida se escaparon.
Una tarde en que llovía,
Carlo se sentó en la calle.
Y miró arremolinarse
el agua en la alcantarilla
Aparcada en la cuneta,
conmovida y afligida,
su madre daba salida
a su congoja secreta.
Ya se habían acostado
una noche, y ella dijo:
Cariño, huele a pescado
y yo creo que es nuestro hijo.
Y aunque dicen que una dama
debe callarse esas cosas,
me parece que le endosas
tus problemas en la cama.
El probó cuanta loción
pudo hallar en el mercado.
Tenía el cuerpo colorado
y comezón, comezón.
Y de rascar y rascar
la piel le empezó a sangrar
El doctor, tras una pausa,
dijo: El remedio a su mal
podría ser su misma causa.
Las ostras, como sabéis,
dan gran potencia sexual.
Supongo que si os coméis
a vuestro niño podréis
saciar el ansia carnal.
Se acerco muy de puntitas,
muy a oscuras y en celada,
porque no notara nada
quien le daba tantas cuitas.
Y en voz muy baja le dijo:
Carlo queridísimo, hijo:
no quisiera interferir
ni causarte desconsuelo.
Pero ¿has pensado en el cielo,
o te has querido morir?
Carlo parpadeo al oírlo
pero no le dijo nada.
Su papi apretó el cuchillo
y se aflojó la corbata.
Cuando lo levantó en vilo,
Carlo le mojó el abrigo.
Y en su boca ya la valva,
se escurrió por su garganta.
En la costa lo enterraron,
en la arena, junto al mar.
Una oración murmuraron
y se fueron a cenar.
Una cruz que daba pena
marcaba su sepultura
y unas letras en la arena
prometían vida futura.
Pero al subir la marea
una ola grande y fea
borró sin pena ni gloria
para siempre su memoria.
De regreso en el hogar,
él se le empezó a acercar.
Le besó y le dijo: Bella,
hagamos otra faena.
Pero esta vez –susurró ella-
pidamos que sea una nena.
En décembre 1978, j'ai fait l'amour avec une Muchacha punk. Disons que "faire l'amour" est une expression, parce que l'amour je l'avais fait bien avant mon arrivée à Londres et ce qu'elle et moi avons fait, ce tas de choses que nous "avons fait" elle et moi, n'était pas de l'amour ni même -et je vais le prouver- un amour: c'était ça et juste ça. L'intéressant dans cette histoire, c'est que la Muchacha punk et moi "couchions ensemble". Autre expression, parce que toute chose aurait été égal si nous n'avions pas renoncé à notre position bipède, -intégrant ça (l'amour) aux rites du sommeil: l'horizontal, l'obscurité de la chambre, l'obscurité de l'intérieur de nos corps: ça.
En diciembre de 1978 hice el amor con una muchacha punk. Decir "hice el amor" es un decir, porque el amor ya estaba hecho antes de mi llegada a Londres y aquello que ella y yo hicimos, ese montón de cosas que "hicimos" ella y yo, no eran el amor y ni siquiera –me atrevería hoy a demostrarlo–, eran un amor: eran eso y sólo eso eran. Lo que interesa en esta historia es que la muchacha punk y yo nos "acostamos juntos". Otro decir, porque todo habría sido igual si no hubiésemos renunciado a nuestra posición bípeda, –integrando eso (¿el amor?) al hábitat de los sueños: la horizontal, la oscuridad del cuarto, la oscuridad del interior de nuestros cuerpos; eso.
Lo que sigue son extractos de una entrevista realizada a Martín Caparrós en Agosto del 2001, a propósito de su novela Un día en la vida de Dios, publicada por Seix Barral.
Porque Dios es un hombre viejo, con largas barbas blancas, sentado en el cielo.
Sí, en nuestra cultura judeocristiana, en sentido estricto, sin duda. Sin embargo, dentro de la cultura judeocristiana, hay restos de momentos previos al que cristalizó la Biblia, en los que Dios era femenino. Y esos restos todavía se ven incluso en algunos pasajes del Antiguo Testamento. Es lo que ha quedado de esa idea primera de que Dios era femenino. Se supone que la mayor parte de las culturas han tenido diosas, el rol creador de la mujer es evidente. Más que el de los hombres.
(...)
Una parte divertida del libro es la de Abraham y Sara y el faraón en Egipto. Es una visión un poco picante de la historia del patriarca que se narra en el Antiguo Testamento.
Parece picante porque nadie lee la Biblia. A mí me sorprende encontrar que la Biblia dice con toda claridad que Abraham se hace pasar por hermano de Sara porque al faraón le gustaba Sara como mujer y la deseaba. Entonces, él, para sacar algún beneficio a la belleza de su mujer, se hace pasar por su hermano. Eso está en la Biblia, está en el Antiguo Testamento, ahí sí que no inventé nada. Sin embargo, se tiende a pensar que esos grandes libros son como los curas quieren hacernos creer que son. En general son una síntesis de todo lo humano, están llenos de crueldades increíbles, de bajezas notables, de sexo y droga y rock and roll, de todo lo que hay en la vida de los hombres. Son relatos sobre los hombres que toman como pretexto a un Dios para contarse.
En la novela usted trata de mostrar cómo hace Dios para entender este mundo extrañísimo que inventaron sus hombres. ¿Cuál es su estrategia?
Lo que hace Dios es venir de tanto en tanto a este mundo, encarnarse en alguien y tratar de completar su aprendizaje. Y lo completa tanto que termina despreciando y odiando a los hombres. Elegí momentos sucesivos de la historia. Esos momentos terminan conformado ese día en la vida de Dios, el día en que se ocupa de ese pedrusco lejano que llamamos la Tierra. Es una sucesión que elige distintos momentos en la historia de la humanidad, desde el caso de un luchador egipcio en Tebas, del 2000 A.C. hasta la época de la construcción de la bomba atómica en Los Alamos. El tono del texto es bastante homogéneo. Todas esas escenas están contadas por el mismo narrador, que es Dios, y no va a andar cambiando de tonos por 100 años más o 300 años menos. ¡No le vas a pedir esas minucias!
(...)
(Un día en la vida de Dios, su novela) es un paseo de lo más picaresco que puede parecer ambicioso desde cierta chatura en la que a veces nos regodeamos. Y yo no pienso en mi actitud como escritor. Escribo. Esa me diferencia de cierta tradición en la literatura argentina en que está llena de escritores que piensan en su posición de escritor. A mí me divierte más escribir.
(...)
Si yo fuera un creyente de verdad, trataría de disimular por todos los medios que Dios es responsable de este desastre. Lo que me atrae de la historia es esa especie de desesperación que le agarra a Dios cuando se da cuenta de que los hombres que inventó no entienden nada, cuando ve que los hombres que inventó inventaron a su vez sus dioses que no tienen nada que ver con ella que es una especie de pobre trabajadora venida a menos, mal considerada en su empleo. Ver cómo intenta hacer algo con eso sin conseguirlo, sin lograr torcer el rumbo de esa necedad, y cómo finalmente termina hartándose de todo y dándole a los hombres su merecido, me hace gracia.
Cuando usted habla de sus lecturas, menciona libros históricos, antropológicos, filosóficos. ¿No lee literatura?
Yo soy generoso y olvido. Es cierto que leo más historia, antropología, ensayos que literatura.
¿Lo nutre más para sus libros?
No. Para nutrirme prefiero los fideos. Y sin embargo esta novela es el resultado de la lectura de un libro bastante malo del autor de La naranja mecánica, Anthony Burgess, que a mí me parece un gran autor menor, aunque tiene una novela genial como Poderes terrenales. Estaba leyendo un libro muy malo de él que creo que se llama Ultimas noticias del mundo. No tenía nada que ver con mi tema, pero me hizo pensar en esta idea de la visión subjetiva de Dios. Lo cual demostraría que la literatura se multiplica a sí misma. ¿Para qué sirve la literatura sino para producir más literatura que a su vez sea consumida como literatura para que a su vez produzca más literatura?
¿También la mala?
Sí, la literatura ha perdido casi toda relación con el mundo y funciona en ese círculo cerrado. Y así estamos, bienvenido sea.
(...)
Estoy cada vez más principista. Leo solamente los inicios de los libros. Estuve leyendo el principio del último libro de Don DeLillo porque me gusta mucho el baseball. Luego empecé a leer el famoso principio de Moby Dick, de Melville. Y estoy a punto de desarrollar una hipótesis sobre la cual sólo hay que leer principios, porque son los sectores de los libros en los que los autores más han trabajado. Suelen ser los mejores. Por otra parte, para dedicarse a una forma de la lectura histérica que sería como la más productiva, esa lectura que te deja con las ganas, habría que leer sólo principios. Una lectura que no resuelva.
¿Que no se consuma?
Claro, que no se consuma, que no resuelva sus propias contradicciones y, por lo tanto, trate de crear alguna contradicción que opere sobre lo exterior. Para eso habría que leer sólo principios.
(...)
Dios, totalmente ofendida e indignada con lo que los hombres han hecho del mundo, les da, o cree que les da, los medios para acabar con ese mundo, que en este caso sería la bomba atómica. Después ella descubre que ni siquiera ha sido capaz de eso.
Algunos de los rasgos que suelen atribuirse con insistencia a la narrativa del siglo XX aparecen aquí: el narcisismo, la ficción dentro de la ficción, la escritura que narra la historia de la escritura, la concentración extrema de los tiempos.
En cuanto a la condensación de los tiempos, para cada cual un día puede sugerir cosas muy distintas. Para Dios y para mi novela, un día es el tiempo que dura poco más o menos la historia humana. Así que su vida dura todo eso. Una figura quizá sí bastante conocida en la literatura contemporánea es la del narrador que no termina de entender lo que narra. En ese sentido, Dios me parece como el mejor ejemplo de eso, una narradora que no consigue entender lo que está contando. Lástima que lo que está contando es la historia del mundo. Y en cuanto a estas otras características de las que hablabas, del narcisismo, de la autoreferencia, espero que por una vez no me acusen de estar haciendo mi autobiografía cuando cuento la vida de Dios.
Cada vez, con el paso del tiempo y de los años, disfruto más de la lectura. Tal vez por eso, pese a que tengo menos tiempo para sentarme a leer, o para estar tirado en la cama sosteniendojeando un libro, no me resigno a alejarme de ellos. Ni siquiera el blogging logra que sienta desapego por lo que es vertido en hojas impresas y encuadernadas.
Y tengo que admitirlo: ya no soy un devorador de palabras. Ahora, en vez de leer casi con desesperación, intentando llegar al final lo antes posible, saboreo cada capítulo, cada página, cada párrafo, cada oración, cada palabra. Deslizo mis ojos por la superficie, acariciándolas, palpándolas, saboreándolas. Hago del ritual de la lectura una ceremonia secreta, privada, casi pornográfica, obscena. Y lo disfruto, qué duda cabe.
Tal vez por eso, el volumen de libros que he leído en estos últimos nueve meses ha sido ciertamente menor que el de la primera parte del año 2003.
Libros nuevos (12): Lolita (novela - Vladimir Nabokov), El General en su laberinto (novela - Gabriel García Márquez), Chávez y la Revolución bolivariana (conversaciones - Luis Bilbao), Todo un hombre (novela - Tom Wolfe), Caballo de Troya I (novela - J. J. Benítez) -que dejé por la mitad, cuando me enteré de que son 6 libros escritos hasta el momento, de una presunta serie de 12; pienso retomarla luego-, La tormenta del siglo (novela guionada - Stephen King), La chica que amaba a Tom Gordon (novela - Stephen King), Historias de fantasmas (relatos - Manuel Vázquez Montalbán), El umbral de la noche (relatos - Stephen King), Lentejuelas (novela - Gary Jennings), El Enviado (investigación - J. J. Benítez), Sombra de la sombra (novela - Paco Ignacio Taibo II), y, actualmente, me encuentro en plena lectura de Azteca, excelente novela del mismo Jennings.
Libros releídos (1): Una vez más, volví a leer El Hobbit (novela - John Ronald Reuel Tolkien). No hay caso, no me canso de releer las aventuras en la tierra Media. Próximamente, volveré a inmiscuirme en El Silmarillion, y en la trilogía capital, El Señor de los Anillos. =)
Estadísticas: Nueve meses, es decir, doscientos cincuenta y cuatro días, y apenas trece libros leídos. Promedio aproximado: un libro y medio por mes. ¿Alarmante? Sí, tengo que admitirlo. Pero, como ya dije, la lectura es cada vez más gratificante y atenta. Entonces, no me preocupa en exceso.
Ahí, en una apreciable pilita, están esperando a ser leídos:
- Rojo y negro (novela - Stendhal).
- La Teoría de la Relatividad (ensayos - Albert Einstein y otros).
- El embajador de la China (teatro - Marco Denevi).
- Un guapo del 900 (teatro - Samuel Eichelbaum).
- Una vida difícil / Judith y las rosas (teatro - Conrado Nalé Roxlo).
No están en la pilita, pero tengo pensado leer:
- La segunda parte de Azteca (novela - Gary Jennings).
- Caballo de Troya I, II, III, IV, V, VI (novela - J. J. Benítez).
- Adán Buenosayres (novela - Leopoldo Marechal).
- Del asesinato como una de las bellas artes (ensayo - Sir Thomas De Quincey).
Y bueno, hay que decirlo: se aceptan recomendaciones. =)
Dicen que los amores incondicionales son aquellos que no reconocen realidades o, mejor, aquellos que se las saltean olímpicamente. Me ha pasado sólo tres o cuatro veces en lo que llevo de vida, enamorarme con un amor del tipo incondicional, ciego, intemporal. Y en este post revelaré uno de esos amores. Sí. Un amor literario, si se quiere, pero indestructible.
Cada vez que vuelvo a leer Rayuela, la sensación vuelve a hacerse carne. No es Oliveira quien protagoniza la novela: es Julio. Me veo recorriendo el París del cincuenta y pico con él, mientras fumamos Gauloises; nos guarecemos de la lluvia, sólo para ir a caer en el concierto de Madame Trépat; visitamos los cafés de la Ciudad Luz, el Louvre, les Champs Elysées; traveleamos baldosa por baldosa la totalidad del Barrio Latino; oímos un solo de Stan Getz, al tiempo que admiramos el dibujo mondrianesco del subterráneo de París; sucumbimos a la muñeca Pola, y por sobre todo a los encantos tan torpes de Lucía, La Maga, La Sybile... Ahí andan Etienne, Wong, Perico, hasta el fantasma Morelli y su huevo decompuesto, sus papelitos sujetos con alfileres de gancho...
Al final, Julio me toma de la mano y saltamos de golpe y porrazo a Buenos Aires, para ir a encontrarnos, regresar a Traveler, Manolo Traveler y el gato calculista en el puerto; a la idiota, abnegada Gekrepten; a Remorano, Ovejero y el 18 que exige "¡Muerte al perro!"; a Talita con yerba y clavos en el medio de un tablón... Y es ahí, en el capítulo 56, donde me doy cuenta de que no es Julio, de que es oliveira, su doppelgänger, su perfecto doble, el que cae desde un segundo piso...
Porque Julito no ha muerto. Ni siquiera la leucemia pudo con él, que mirálo, está acá, conmigo, escribiendo esto que vas a leer mañana o pasado, quién sabe, como yo ahora releo este fragmento Satchmo, este fragmento jazz, este fragmento música que te regalo como muestra de lo grande que es mi amado Julito.
Detrás de Louis vienen los chicos de la orquesta, y ahí está Trummy Young que toca el trombón como si sostuviera en los brazos una mujer desnuda y de miel, y Arvel Shaw que toca el contrabajo como si sostuviera en los brazos una mujer desnuda y de sombra, y Cozy Cole que se cierne sobre la batería como el marqués de Sade sobre los traseros de ocho mujeres desnudas y fustigadas, y luego vienen otros dos músicos de cuyos nombres no quiero acordarme y que están ahí yo creo que por un error del empresario o porque Louis los encontró debajo del Pont Neuf y les vio cara de hambre, y además uno de ellos se llama Napoleón y eso es un argumento irresistible para un cronopio tan enormísimo como Louis.
Para esto ya se ha desencadenado el Apocalipsis, porque Louis no hace más que levantar su espada de oro, y la primera frase de When its sleepy time down South cae sobre la gente como una caricia de leopardo. De la trompeta de Louis la música sale como las cintas habladas de las bocas de los santos primitivos, en el aire se dibuja su caliente escritura amarilla, y detrás de esa primera señal se desencadena Muskat Ramble y nosotros en las plateas nos agarramos todo lo que tenemos agarrable, y además lo de los vecinos, con lo cual la sala parece una vasta sociedad de pulpos enloquecidos y en el medio está Louis con los ojos en blanco detrás de su trompeta, con su pañuelo flotando en una continua despedida de algo que no se sabe lo que es, como si Louis necesitara decirle todo el tiempo adiós a esa música que crea y que se deshace en el instante, como si supiera el precio terrible de esa maravillosa libertad que es la suya. Por supuesto que a cada coro, cuando Louis riza el rizo de su última frase y la cinta de oro se corta como con una tijera fulgurante, los cronopios del escenario saltan varios metros en todas direcciones, mientras los cronopios de la sala se agitan entusiasmados en sus plateas, y los famas llegados al concierto por error o porque había que ir o porque cuesta caro, se miran entre ellos con un aire estudiadamente amable, pero naturalmente no han entendido nada, les duele la cabeza de manera horrorosa, y en general quisieran estar en sus casas escuchando la buena música recomendada y explicada por los buenos locutores.
Una cosa digna de tenerse en cuenta es que además de la inmensa montaña de aplausos que caen sobre Louis apenas ha terminado su coro, el mismo Louis se apresura a mostrarse visiblemente encantado de sí mismo, se ríe con su grandísima dentadura, agita el pañuelo y va y viene por el escenario, cambiando frases de contento con sus músicos y en un todo satisfecho de lo que está pasando. Luego aprovecha que Trymmy Young ha enarbolado su trombón y está produciendo una fenomenal descarga de sonido concentrado en masas ametrallantes y resbalantes, para secarse cuidadosamente la cara con su pañuelo, y junto con la cara el pescuezo y yo creo que hasta el interior de los ojos, a juzgar por la forma en que se los restriega. A esta altura de las cosas vamos descubriendo los adminículos que se trae Louis para estar como en su casa en el escenario y divertirse a gusto. Por lo pronto aprovecha la plataforma donde Cozy Cole semejante a Zeus profiere rayos y centellas en cantidades sobrenaturales, para guardar una pila formada por una docena de pañuelos blancos que va tomando uno a uno a medida que el anterior se convierte en sopa. Pero naturalmente todo ese sudor sale de alguna parte, y a los pocos minutos Louis siente que se está deshidratando, de modo que aprovecha de un terrible cuerpo a cuerpo amoroso de Arvel Shaw con su dama morena para sacar de la plataforma de Zeus un extraordinario y misterioso vaso rojo, angosto y altísimo, que parece un cubilete de dados o el recipiente del Santo Grial, y beber de él un líquido que provoca las más variadas dudas e hipótesis por parte de los cronopios asistentes.
En La vuelta al día en ochenta mundos, Siglo XXI, 1967.
LA MIRADA AIRADA DE UN EXPERTO
Un honor inmerecido
La decisión de otorgar a Stephen King el premio anual de la Fundación Nacional del Libro por su "contribución distinguida a la literatura norteamericana" es otro hito del indignante proceso de entumecimiento de nuestra vida cultural. En el pasado describí a King como un escritor de novelas baratas, pero tal vez eso sea demasiado amable. No tiene nada en común con Edgar Allan Poe. Es un escritor terriblemente malo, cosa que puede comprobarse frase a frase, libro a libro.
La industria editorial cayó muy bajo al conceder a King un premio que anteriormente había otorgado a los novelistas Saul Bellow y Philip Roth y al dramaturgo Arthur Miller. Al hacerlo, lo único que se reconoce es el valor comercial de sus libros, que se venden por millones pero no hacen nada por la humanidad excepto mantener a flote el mundo editorial. Si ese va a ser el criterio en el futuro, entonces tal vez el año próximo el comité dé el premio a Danielle Steel, y seguramente el Nobel de literatura sea para J. K. Rowling.
Esto forma parte de un fenómeno sobre el que escribí hace un par de años, cuando me pidieron mi opinión sobre Rowling. Compré y leí Harry Potter y la piedra filosofal. Fue un proceso muy doloroso. La escritura era espantosa; el libro era horrible. A medida que leía, advertía que cada vez que un personaje salía a caminar, la autora escribía que el personaje "estiraba las piernas". Empecé a hacer una marca cada vez que esa frase se repetía. Sólo me detuve cuando ya había hecho varias decenas de marcas. No lo podía creer. Rowling tiene la mente tan llena de clisés y metáforas muertas, que no sabe escribir de otra forma.
Cuando escribí eso en un diario, me criticaron. Me dijeron que J. K. Rowling es lo único que leen ahora los chicos y me preguntaron si, después de todo, no era mejor eso que no leer nada. Si Rowling es lo que hace falta para que abran un libro, ¿no es algo positivo? No lo es. Poco después leí una elogiosa reseña de Harry Potter del propio Stephen King. Había escrito algo del tenor de: "Si los chicos leen Harry Potter a los once o doce años, cuando crezcan van a leer a Stephen King". Y no estaba ironizando.
Nuestra literatura y nuestra cultura se van entumeciendo, y las causas son muy complejas. Tengo 73 años. En el curso de una vida dedicada a la enseñanza de la literatura en lengua inglesa, vi cómo se iban degradando los estudios literarios. Es muy poco lo que queda de las humanidades. Mi asistente de investigación me dijo hace dos años que en cierto seminario, el docente había dedicado dos horas a decir que Walt Whitman era racista. Eso no es ni siquiera un desatino ingenioso. Es intolerable.
Empecé mi carrera enseñando a los poetas románticos. En la década de 1950 y principios de los años 60 se entendía que los grandes poetas románticos eran P. B. Shelley, William Wordsworth, Lord Byron, John Keats, William Blake, Samuel Taylor Coleridge. Hoy, sin embargo, son Felicia Hemans, Charlotte Smith, Laetitia Landon y otras que no saben escribir. En muchos programas se enseña a Aphra Behn, una dramaturga de cuarta línea, en lugar de a Shakespeare.
Hace poco, en el funeral de mi viejo amigo Thomas M. Green, de Yale, tal vez el profesor de literatura renacentista más destacado de su generación, dije: "Temo que algo muy valioso haya terminado para siempre". En la actualidad hay cuatro novelistas norteamericanos que siguen trabajando y merecen nuestro elogio. Thomas Pynchon sigue escribiendo. También está Cormac McCarthy, cuya novela Blood Meridian es comparable a Moby Dick, de Melville, y Don DeLillo. A pesar de ello, el premio de este año recae en King. Es un terrible error.
© Los Angeles Times y Clarín. Traducción de Cecilia Beltramo
Esa es la vida de Bradbury: un ir y venir de pasiones literarias, algunas compartidas, algunas propias; un largo y fervoroso diálogo con él mismo que desde joven se tomó el hábito de volcar (él diría "vomitar") sobre el papel.
(...)
¿Sigue sintiendo aversión a la tecnología?
Nos están bombardeando con toda clase de máquinas: TV, email, radio, teléfonos, celulares. Estamos obsesionados con estos aparatos que la mayor parte del tiempo no necesitamos. Yo le pregunto a la gente: "¿Para qué vas a usar esto?" ¡Basta! El otro día me subo al avión para ir a Nueva York, y el tipo que se me sienta al lado abre su laptop. Entonces yo le dije: "Por Dios, dejá esa cosa. Necesitás dos o tres horas lejos de toda esa porquería". Otra vez, veo antes de subir al avión a dos hombres que están hablando entre ellos, muy ocupados, celulares en mano. Al subir, uno de los dos me pide si no le cambio mi asiento para sentarse con su amigo. Y yo le dije: "No, no lo voy a hacer. Ustedes necesitan una vacación uno del otro. ¡Vamos, relájense, duerman un poco!" El hombre estaba furioso, pero durante el viaje durmió. Al bajar del avión me dio las gracias.
¿Será que usted puede evitar usar una computadora porque casi no corrige?
En parte. Pero además esos aparatos son ineficientes. Se equivocan. Una vez me regalaron una computadora, y el teclado era tan sensible que cuando lo toqué se disparó rrrrrrr. Lo aguanté un tiempo y dije: "Yo no me equivoco con mi máquina de escribir, ¿por qué me tengo que aguantar esto?" Y la regalé. Además no me gustan las pantallas, me gusta el papel y la tinta. Es más personal.
(...)
En Farenheit, los personajes terminan memorizando los libros para salvarlos del incendio. ¿Qué libro salvaría usted?
(Piensa...) A todos los prefacios de G.B. Shaw, reunidos. Son tan fascinantes como sus obras o más. Él era un charlatán compulsivo, un coleccionista de ideas, y tenía maravillosos debates con G.K. Chesterton en los años 20. Me hubiera encantado estar ahí. Y además, si yo los recitara, la gente pensaría que soy inteligente.
(...)
Siempre le advierto a la gente que no miren los noticieros: son puro funerales y hambruna.
Pero todas esas cosas ocurren...
Pero no se puede contar sólo eso. También hay buenas noticias todos los días. Deberían ir a los aeropuertos y las estaciones de tren y ver la felicidad. Me encanta ver cómo la gente viene y se va, con lágrimas de felicidad, o de tristeza por tener que separarse. Hace unos años hice un largo viaje en tren, y al bajar en una estación vi a dos jóvenes recién casados, y a los padres de ella que estaban ahí para despedirlos. La pareja se iba, se independizaba. Todos lloraban. Y yo los miré y lloré también. Hace unos años estaba en el aeropuerto de Denver y llegó una enorme familia de la India, con todas las mujeres vestidas con esos maravillosos saris y los hombres en hermosos trajes, y pasaron como un barco por delante de mi vista. Los miré y me dije: "¡Qué hermosos que son, mi Dios! ¿Sabrán lo hermosos que son?". Estas cosas jamás salen por tevé.
(...)
¿Cree que existe el Cielo?
A todos nos gustaría, ¿no? Si uno tiene grandes amores en su vida, no quiere pensar en no volver a verlos nunca más. Siempre albergamos una pequeña esperanza. Pero realmente no sabemos.
¿Va a la iglesia?
No necesito una iglesia. Tengo una iglesia, soy el cura, soy el obispo, soy el Papa.
Pero si existiese el Cielo, ¿cómo lo imagina?
Con mis hijas, mi esposa y mis amigos. Sería igual. Claro, si pudiera conocer a Shaw y a Shakespeare ya que estoy ahí, sería muy feliz.
Shaw también escribió hasta muy grande, ¿no?
Sí, tenía 97 cuando Dios le dio por la cabeza con un bate de béisbol. Si yo sigo escribiendo a los 90 como Shaw, voy a estar muy satisfecho.
(...)
¿Se arrepiente de alguno de sus libros?
De ninguno. Uno tiene que respetar a la persona que fue, quienquiera que haya sido. Hay que dejar a esa persona tranquila: hizo lo que pudo, y eso no se debe corregir. Todos mis libros me representan en distintas etapas de mi vida.
Con todo lo que sabemos hoy de Marte, ¿escribiría de otra manera sus Crónicas Marcianas?
No. Yo escribo mitos. No importa lo que Marte resulte ser, de hecho es un planeta muy inhóspito. No hay vida allí en este momento. Nosotros lo habitaremos. Pero mis historias llegarán y serán leídas en Marte a la noche muy tarde, por personas que quieren imaginar que afuera de las paredes de su comunidad marciana, mi Marte existe. Cuando el viento sople a la noche, mis fantasmas volverán a vivir, dentro de cientos de años. Pensarán: "Bueno, quizás este no sea el Marte verdadero, pero me gusta más el Marte de Ray, así que me voy a llevar Crónicas Marcianas a Marte, y lo voy a leer allí." Esto me hace sentir sensacional.
(...)
Angela había terminado de leer lo que estaba escrito en una servilleta de papel, y la había doblado.
-En el fondo sos un blando -le había dicho-. Mostrás una coraza en apariencia impenetrable, pero sos la clase de cachorro que aprende a defenderse un rato después de que lo mataron.
-Y yo que me creía el poeta maldito. Al final resulta que soy un perro, ¿no? -había retrucado Julián, picado por el mote de "cachorro".
-Un perrito faldero, puede ser -había asentido Angela. Después, había mirado su reloj-. Las seis. Hora de irse, jovencito.
Darsteller no le había contestado. Solamente había podido mirarla embobado, como durante casi toda la noche, incapaz de resistirse al influjo de esos ojos asesinos, que desde el vamos lo habían petrificado en esa postura idiota. ¿Cómo era posible que nunca se la hubiera cruzado, ni siquiera en un miserable pasillo? Angela estudiaba su misma carrera, en su misma universidad, pero jamás habían coincidido en ningún curso. Y había tenido que encontrársela justo esa noche, en ese sitio. No sabía si agradecerle a Dios por haberle enviado semejante ángel, o si blasfemar como la tal Rose Keller, pero por iniciativa propia.
-Pero, ¿cómo te ubico? -había pretendido ganar un poco de tiempo. No había logrado elaborar una estrategia verosímil para llevarla a casa. Por primera vez en su vida (la amorosa, sensual o sexual, al menos), Julián había sentido que no tenía el control de la situación, como si la gracia de una simple mirada femenina lo hubiera amordazado y atado de pies y manos.
-A lo mejor, acá -había respondido ella, sin dudar, y se había levantado.
-Y si no, ¿dónde?
Angela lo había mirado, y Darsteller había sentido que sus entrañas ardían, consumidas por un fuego de hielo, mientras ella se sonreía y murmuraba:
-¿En serio te gustaría volver a verme?
-Por lo que más quieras -se había apurado él.
La sonrisa de Angela había mostrado la satisfacción de las palabras esperadas, y ella, al tiempo que se alejaba sin tan siquiera un beso de despedida, como llevada por un viento que arrastraba vahos de Vida y de Muerte, envuelta en sombras que parecían emanar de su propia naturaleza, había exclamado con voz susurrante, levemente ronca:
-Tal vez, tu alma…
La estatua Julián Darsteller había tardado veinte minutos en recuperar las nociones de tiempo y espacio. Había saltado de la silla, revoleando la cabeza en todas direcciones, buscándola… pero ya no estaba. Se había ido.
Como una tromba, Julián había salido al exterior. Amanecía, pero las nubes negras seguían cubriéndolo todo con un manto de lúgubre ominosidad. A lo lejos, el traqueteo de un tren se hacía oír, sofocado por algún que otro auto que circulaba por ahí, mientras éste se alejaba. Darsteller se había parado en el medio de la calle, y había observado la lejanía en ambas direcciones, buscando una silueta negra que se empequeñeciera con leve andar. Pero no había nadie.
"¿Fue un sueño?", se había preguntado. Una voz ominosa, lúgubre, burlona, había resonado en su cabeza: "No, es el comienzo de tu pesadilla, mon amour". Sade debería quedar para otra oportunidad, por lo visto...
No volvió a leerlo, desde entonces. Y ahora esperaba como un idiota, mientras a su alrededor se escurrían las horas (y los entes) hacia ninguna parte. Una furia súbita lo asaltó. ¿Cómo era posible que una mujer lo obsesionara así? No había derecho. Se levantó con brusquedad del taburete, arrojándolo al suelo y chocando, en el desequilibrio que acompañó a la explosión del impulso, con una pareja que estaba abrazada a su lado, muy ocupada en lo suyo. Él ni siquiera se disculpó, y enfiló derechito para el rincón donde estaban reunidas unas jovencitas, casi púberes.
Julián se levantó de la cama deslizándose entre las sábanas blancas y pecaminosas de una habitación desconocida. El desnudo cuerpo blanco y rubio de una adolescente (con sus padres de viaje) reposaba plácidamente a un costado, sumido en un profundo sueño de ángeles sedosos.
"Ángeles, sí", pensó Darsteller, "pero no Angela". ¿Qué le estaba ocurriendo? ¿Acaso ya no se conformaba con atrapar en sus garras a doncellas desprevenidas, es que su alma putrefacta ya no se contentaba con corromper las primeras y hermosas flores de la primavera? Ángela, era ella quien ensombrecía el paisaje. Sus alas desplegadas en un vuelo inalcanzable eclipsaban el sol cálido e infernal de los pensamientos libidinosos de Julián.
Se vistió con sus ropajes negros (su indumentaria de caza), en silencio, y abandonó el hogar de su víctima sin que ni siquiera las arañas lo notaran.
Esa vez también había diluviado con violencia. Maldita primavera, cargada de humedad. Maldita, sí, por más que tanta agua derramada sobre el cuerpo de algunas desprevenidas señoritas había contribuído a una mejor y más explícita apreciación de la mercadería que podían ofrecer. Sin embargo, demasiados buitres sobrevolaban los campos, por lo que Julián, entre asqueado y rencoroso, había optado por refugiarse en la barra y llenarse, esta vez el estómago, de fría y espumosa humedad.
También en aquella ocasión, el espejo había sido su aliado. Una mueca, mezcla genuina de sorna y disgusto, cruzaba como una cicatriz el rostro de Darsteller, que había visto cómo un gavilán, todo músculos de acero ("a base de anabólicos, sin dudas"), y probablemente cerebro de mono, importunaba una tras otra a las damiselas de un numeroso grupete, atrincheradas en un rincón. Ellas, por su parte, lanzaban miradas invitadoras, llenas de lascivia, todo en derredor, ofreciéndose impúdicamente a los machos, pero ejercitando también el más calculado sadismo. Se hacían las difíciles, en otras palabras.
"Mirá, traje tetas y culo, y ni se te ocurra ponerme una mano encima, miserable", había concluído Julián. "Histéricas, se visten así solamente para provocar el deseo, pero después se niegan sistemáticamente a lo que ellas mismas anhelan". Su estado de ánimo no era el mejor, por lo que había decidido que esa no sería una noche propicia. Extrañamente, la lluvia lo había puesto de pésimo humor. Pensó en salir de ahí, volver a la quietud del hogar, tal vez poner un buen disco -Coleman y sus memorias sangrientas no estarían nada mal, dadas las circunstancias- y olvidarse del mundo vacío y previsible, cargado de inercia, gracias al amigo marqués de Sade y su bonita obra.
"Tan bonita en la vida como en el papel", había pensado Darsteller, mientras acudían a su memoria las palabras capitales que lo habían llevado a querer explorar la obra del marqués. Palabras extraídas de una nota aparecida en algún flatulento suplemento cultural, ya no recordaba ni en cuál ni cuándo, pero muy poderosas desde el punto de vista de la velada persuasión.
"Ese hombre tenía el fuego sagrado dentro suyo, sin dudas", había asentido Julián para sí mismo, y había comenzado a levantarse, dispuesto a desaparecer. Pero en ese preciso instante lo había detenido una voz.
-Y vos, ¿tenés fuego?
Darsteller se había congelado en seco. Automáticamente, casi un acto reflejo de autoprotección, había dirigido la mirada hacia el espejo, e intentado atisbar por sobre su hombro, pero sólo había visto su propia silueta negra recortada por entre las botellas. Se había dado cuenta en el acto, por el tono inconfundible de la voz, de que era una mujer. Sin embargo, ya había decidido que esa noche no quería compartir su lecho con ninguna de aquellas rameras baratas (o gratis, pero histéricas). Había endurecido el gesto y se había vuelto, dispuesto a enfrentarse con la mina y echarle su más rotundo "NO" en la cara, cargado de aliento a cerveza. Pero la palabrita no había aflorado a sus labios. Ni siquiera había podido.
Siempre digo que la frase que mejor define mi relación (más bien, podría decir, mi apego casi enfermizo) con la lectura es: "Un libro es un buen amigo". Sin lugar a dudas, a lo largo de los años, esa amistad intimista (en cierta medida, más voyeurista que intimista, en tanto que leer un libro es como espiar el diario íntimo de un amigo) se alimentó incesantemente. Y hoy puedo decir, no sin orgullo, que me deleita sumergirme en los marginales recovecos de un libro, en la sabrosa inmediatez de un articulo, en el rompecabezas de la lectura fragmentaria de obras más abarcativas... en fin, me fascina como el primer día emprender la aventura que cada escrito me ofrece.
Llegando ya a mediados de año, se me ocurrió ponerme a repasar la lista de todo lo que he leído en estos seis meses, tanto por placer como por obligación académica. Y la fría estadística es esta:
Libros nuevos (13): Abaddon el Exterminador (novela - Ernesto Sábato), Drácula ( novela - Bram Stoker), Frankestein (novela - Mary Shelley), Fueiserá (ensayos - Ray Bradbury), El informe de Brodie (cuentos - Jorge Luis Borges), Historia de dos ciudades (novela - Charles Dickens), Cuentos de los años felices (cuentos - Osvaldo Soriano), El país de las últimas cosas (novela - Paul Auster), El extranjero (novela - Albert Camus), A sangre fría (novela), Música para camaleones (cuentos, retratos y notas - Truman Capote), Restos humanos (novela - Alvaro Abós) y La civilización en debate (ensayo - Alberto Lettieri).
Libros releídos (13): Ficciones (cuentos - Jorge Luis Borges), El factor humano (novela - Graham Greene), El Hobbit (novela), El Silmarillion (cuentos - John Ronald Reuel Tolkien), Aventuras de Sherlock Holmes (cuentos - Arthur Conan Doyle), Esfera (novela - Michael Crichton), La venganza de Nofret (novela), El misterio de Listerdale (cuentos), Poirot infrige la Ley (cuentos - Agatha Christie), El juguete rabioso (novela - Roberto Arlt), ¡Viven! (novela - Piers Paul Read), Sobre héroes y tumbas (novela - Ernesto Sábato) y Robin Hood (novela - Anónimo).
Artículos, cuentos, ensayos, fragmentos (15): Literatura, crónica y periodismo (artículo - Aníbal Ford), Los pobres dickensianos (fragmento - Gertrude Hummelfarb), Los placeres de la imaginación y otros ensayos de The Spectator (fragmentos - Joseph Addison), Una modesta proposición y otras sátiras (fragmentos - Jonathan Swift), Aventuras de Rocambole (fragmentos - Pierre-Alexis Ponson Du Terrail), Regueros de tinta. El diario Crítica en la década de 1920 (fragmentos - Sylvia Saitta), Aguafuertes porteñas: Cultura y Política (fragmentos - Roberto Arlt), La gracia del lector crítico: Nalé Roxlo y el Ulysses de Joyce (artículo - Víctor Pesce), Antología apócrifa (cuentos - Conrado Nalé Roxlo), Dos mil quinientos años de literatura policial (ensayo - Rodolfo Walsh), Estructura del "suceso" (ensayo crítico - Roland Barthes), "Marginalia" (fragmentos), Los crímenes de la calle Morgue (cuento - Edgar Allan Poe), Publicado en Toronto. 1920-1924 (fragmentos) y Los asesinos (cuento - Ernest Hemingway).
Reduciendo atrozmente cualquier sentimentalismo, animosidad y/o reflexión suscitada por todas las palabras que conforman cada uno de esos escritos a mero cálculo de Perito Mercantil, podría decir que, en seis meses, y sin contar los nombres de la tercera lista, leí 26 libros, entre nuevos y ya existentes. Un promedio de 4,33 libros por mes. Hummm... me parece que es demasiada poca lectura para 182 días, ¿no?
En fin... lo cierto es que, tras repasar el listado precedente, me doy cuenta de que incorporé varios autores nuevos a mi catálogo; y cada nuevo autor es como un mundo que será preciso empezar a explorar en profundidad. Esa es, pues, mi meta para lo que resta de este 2003.
Y usted, GOLLUM, ¿cómo anda de lecturas?
Muy bien, Don GOLLUM...
Los versos "(...) A mí se me hace cuento que nació Buenos Aires, / la juzgo tan eterna como el agua y el aire...", fragmento mínimo de un poema de Borges, fueron el detonante de mi odio sempiterno hacia ese engendro. Tan sólo con palabras, se erige en atentado blasfemo hacia las leyes de la causalidad, del encadenamiento y concatenación lógica de los acontecimientos, históricos y personales. ¿Cómo osa pretender la existencia desde siempre y para siempre de una ciudad que, se sabe, fue fundada en 1536 por Don Pedro de Mendoza? Él no tiene la capacidad ni los fueros para decidir cuándo comenzó la existencia de algo que lo supera; no puede pretenderse Rey del Mundo, Demiurgo Supremo, porque Borges y su obra no son más que un punto (sucio) sobre la faz de este planeta.
Hay otra cosita que me hace odiar a Borges, y es su petulancia y sus aires de superioridad. ¿Quién es él para decir que el Cementerio de la Chacarita posee un status inferior al de la Recoleta? Yo juraría que el quía jamás salió del circuito Barrio Norte - Recoleta - Palermo. Y es el caso que la Señora Muerte, como bien lo dijo GOLLUM, no hace distinciones. Lástima que no se acordó de Borges antes, en su más tierna infancia. Nos habría ahorrado la lectura de un montón de palabras vanas, intrascendentes y estúpidas.
Sé que a algunos les caerá mal todo esto. Pero es la verdad. Desde la primera vez que lo leí, lo odié. Lo odié con el odio más odioso que puedan imaginarse. Y lo sigo odiando, y cada vez que leo su apellido, cada vez que oigo nombrarlo, una nueva gota de odio hace nido en mí. Y será así hasta el final de mis días. Y ningún intelectualoide de café, o petulante, conseguirá que mi idea de lo que es Borges se modifique. Es una simple, lisa y llana cuestión de piel.
Les digo más: Si yo fuera Hitler, ya habría ordenado quemar toda su obra.
¿Y qué?
Empecemos por el final. ¿Verdaderamente hay, en Tolkien, lo que se dice un "final feliz"? Desde la lógica del cuento de hadas, esto es, alcanzar el objetivo de la aventura, pues sí que hay un final feliz. Pero vayamos un poco más al fondo: los elfos abandonan la Tierra Media, y con ellos los magos, los hobbits que tomaron contacto con el Anillo y casi todas las demás criaturas fantásticas. La Tierra queda a merced de los hombres que, no lo olvidemos, "ante todo desean el poder". En definitiva, si bien "los malos se llevan la peor parte" (¿deberíamos incluir a Gollum entre "los malos"?), el Mal en sí, sin encarnarse en nadie, termina prevaleciendo. De hecho, ya había ganado antes de que la última batalla se hubiese librado. Los elfos abandonaban la Tierra Media porque su tiempo ya se había cumplido, no porque Sauron los echara. Aún antes de que el malvado se hiciera poderoso, todo aquel mundo maravilloso estaba inexorablemente condenado a terminar . Podía hacerlo de mejor o peor manera, pero acabaría.
Porque ALGO había ocurrido antes de Sauron, antes del Anillo y antes de muchas cosas. Algo ya había marcado el destino del mundo y había quedado olvidado por una suma grande de otras cosas que fueron ocurriendo. Todos olvidamos, por un instante, aquél acto antiguo. Pero ahí está, dando sus últimos coletazos en el medio de la gran batalla. Sin embargo, el final, el verdadero final, no es producto de ninguna de las cosas que ocurren en el transcurso de El Señor de los Anillos.
Entonces, si bien es cierto que nada sucede porque sí, no creo que todos "deban rendir cuentas" ni "atenerse a las consecuencias". Esto suena a Justicia divina, al Gran Hacedor. Prefiero pensar que, con cada uno de sus actos mundanos, los peronajes (y las personas) van tejiendo lentamente su destino final: algo hecho hoy, puede tener consecuencias diez (o veinte, o tresceintos) años más adelante.
En la versión tolkineana de este proceder, pareciera que los actos de "los malos" terminaran conduciéndolos al mismo final que el de todos los "malos" de hollywood (así, con minúsculas), es decir, acabar muertos y enterrados. Pero en la versión "real", la de nuestra vida diaria, cada pequeño acto forja nuestro destino de maneras impredecibles, sin que Tolkien pueda salvarnos... o eliminarnos.
Quizás por eso invocamos tan seguido al azar: las consecuencias no predichas de actos menores se nos asemejan a antojos de la suerte. A su vez, hacemos tantas cosas por día que jamás podremos controlar todas y cada una de las derivaciones de todas y cada una de nuestras idioteces. Pero, por sobre todas las cosas, con el correr de los segundos, el objetivo de nuestra vida tiene menos influencia de la que mi estimada matriz nos quiere señalar. Nuestro "objetivo" es sólo el motor de la máquina, la zanahoria del burro. Es lo que nos hace mover, pero nada más...
Todo es construcción, es verdad, pero no la perfecta construcción del arquitecto, dirigida con conciencia y siguiendo un plan divino; no, es la anárquica construcción de una ciudad, con sus casas sumándose sin control en torno a un eje desaliñado, con sus calles retorcidas diseñadas por el devenir del tiempo, con su desorden natural.
Nada sucede porque sí, todo es construcción pero... ¿dónde está Tolkien para darnos un final feliz?
Como se ve, el título es ilustrativo. Me permití citar esas dos palabrejas suyas, Don GOLLUM, porque, siguiendo su consejo, medité sobre un par de cositas. A saber:
Estoy convencido de que NADA SUCEDE PORQUE SÍ. En todo momento, hay un objetivo, un fin que cualquier bicho racional quiere alcanzar. Inclusive, a veces no importan demasiado los medios que se utilizan para llegar a la meta, ¿no le parece? Eso de arrancarle a Frodo el Anillo Único, por considerarlo propio, vaya y pase. Pero que encima reclame la propiedad del dedo de Frodo y también se lo arranque... hummm, creo que voy a vomitar.
Para mí que Gollum tenía bien claro el poder que le confería el Único, y por ese motivo no se resignaba a separarse de él. Perseguía el poder por el poder mismo, ni más ni menos. Supongo que ése era, de última, el objetivo del Istari Saruman, el Blanco. ¿Sabían que se encerró por años en Isengard para estudiar la ciencia de los Anillos, y terminó deseando hacerse con el poder supremo que emanaba de esos cachivaches? Pero Saruman fue reflexivo y paciente, claro. Sutil y engañoso. Sádico, más bien... Y todo al divino botón, porque su fortaleza de Isengard terminó hecha pomada a manos de Gandalf & Co., y él no tuvo mejor ocurrencia que escaparse del cautiverio al que fue confinado tras su caída. ¿Y saben lo que hizo? Se fue derechito para La Comarca, aprovechando que Frodo (y Gandalf otra vez, y Aragorn, y Gimli, el enanito del hacha, y Legolas el elfo, y Sam, y Pippin, y Eowyn, y...) se habían ido de paseo a la covacha de Sauron, a ver si podían "devolverle" lo que era suyo.
Pero es sabido: en la literatura clásica hay que terminar como corresponde, y cuando el hobbit (con un dedo menos y todo) y sus compadres vuelven a casita, se ocupan de mandar al viejo Mago a mejor vida, y chau poder.
¿Por qué siempre son los malos los que se llevan la peor parte? Al final, Mordor queda hecha popó du can, Gollum se cocina con anillo y todo, Sauron se esfuma andá a saber dónde, Saruman termina acribillado en La Comarca, y los Orcos kaput. ¿Por qué siempre los malos se llevan la peor parte, repito? Simple: NADA SUCEDE PORQUE SÍ, y al final todos tienen que rendir cuentas, o atenerse a las consecuencias de sus actos. Por una sencilla cuestión de causa y efecto.
Así que, redondeando lo que nunca cierra, este post será causa de su efecto: suscitar respuestas o comentarios por parte de mi coequiper y los lectores, espero. Y a la espera quedo, entonces. Porque, al fin y al cabo, "todo es construcción"..
Segunda entrada:
No hay salida, pero hay entrada. El caso es que me voy dos segundos (me esfumo porque, se sabe, no hay salida por dónde irse) y ya me aparece un cero a la izquierda, otro a la derecha, uno arriba y (ahora) abajo. La Matriz se empecina en analizar una canción en inglés compuesta por un (hasta hace poco) adolescente rebelde, devenido en adultito rebelde, que acabará siendo un viejo rebelde, y que las mismas circunstancias de la vida lo han transformado (como a mí) en un ser amargado y tirste que (a diferencia de mí) lucra con su estado de coma.
El hecho es que hay algo cierto en los dichos mátricos, a saber: que Gollum provoca compasión y odio a la vez. Sin dudas, el mejor personaje de El Señor de los Anillos (de quien, por simpatía, he adoptado el nombre) es la desdicha con patas: él no quiso encontrarse el Anillo, no quiso caer en su influjo, no quiso perderlo, no quiso caer prisionero de Sauron, no quiso ser torturado, no quiso ser capturado por los elfos, no quiso errar sufriendo por toda la Tierra Media, no quiso ver el Anillo en manos de otros... Pero todo eso le pasó. Sólo una cosa le sale bien a Gollum: acaba recuperando SU Anillo (¿quién más, sino él y Sauron, pueden reclamar su legítima posesión?). Medítenlo.
Por lo pronto, en algún momento aclararé por qué he optado ser Gollum en el mal llamado "ciberespacio". Adelanto, sí, que no ha sido el azar quien lo ha querido así. No. Hubo reflexión. En el mundo de máscaras que son los "chats", las "webs" y los "blogs", he decidido que la mía fuese lo más representativa de lo que (casi) soy en el mal llamado "mundo real". Mediten también sobre ello, oh innominados lectores...