UNO De todas las costumbres del hombre, una de las más fascinantes es la de mirar un mapa. ¿Qué miramos cuando miramos un mapa? Para empezar, una abstracción de algo a escala real y que -a no ser que seamos millonarios dispuestos a pagarles millones de dólares a los rusos- difícilmente veremos durante nuestras vidas y que no tenemos certeza alguna de que contemplaremos después de muertos, porque siempre está la posibilidad de que nos toque el Infierno, o que el Paraíso tenga vista al Purgatorio.
DOS En la escuela, creo, nos obligan a calcar mapas de la realidad una y otra vez para que así, piensan, no nos extraviemos en los mapas de nuestra imaginación. Miramos muchos mapas durante nuestra infancia -buscando dónde queda exactamente la Malasia de Sandokán o la Patagonia de Verne- pero, con los años, vamos perdiendo la costumbre de abrir y de entrar en los Atlas y de preguntarnos por qué le habrán puesto ese color a ese país, ¿uh? Ahora son los mapas los que nos patean la puerta y vienen a abrirnos los ojos a nosotros, tan ocupados en mirarnos el ombligo. Esos mapas que aparecen en blanco y negro en páginas de diarios y que nos informan sobre "escaladas de violencia", o sobre "tragedias ecológicas", o sobre "condiciones climáticas". Flechitas, íconos, cifras, infografías. Mapas de lugares donde hay muertes, porque ya no quedan mapas misteriosos que te ofrezcan la vital posibilidad aventurera de descubrir algo desconocido. Mapas trazados a partir de la implacable pupila de los satélites espías que nos calcan al detalle. Mapas que saben mucho más de lo que sabemos nosotros por más que -como los modernos mapas del genoma- describan esa tierra no del todo firme y esos océanos íntimos en los que nadamos hasta ahogarnos o, con suerte, ir a esa isla desierta con capacidad limitada para una palmera, un mensaje, una botella, un náufrago.
TRES Retratos de personas mirando mapas: Julio César, Napoleón, Adolf Hitler, Darth Vader... Hay algo de conquistador en todo aquel que mira un mapa y hay algo de conquistador también en la primera vez que miramos el mapa de la Isla del Tesoro (trazado por Stevenson a partir del contorno de un estanque en una plaza frente a su casa en Edimburgo) o de la Tierra Media (porque Tolkien necesitaba todo un mundo donde poner el idioma que venía inventando desde los ocho años). Hubo un tiempo –basta con hojear esos libros nuevos que recolectan papeles antiguos– en que todos los mapas estaban imbuidos de las posibilidades de la literatura porque, sí, todo se encontraba peligrosamente cerca y felizmente al lado de las mejores ficciones. Mapas de tierras planas, de cielos desbordantes de dioses, de mares habitados por monstruos. Se trazaban mapas como se narraban leyendas. Era fácil perderse con sólo salir a dar una vuelta y la gente rara vez salía de los pueblos en los que había nacido a no ser que partiera en busca de fortuna o de desgracias, siempre, con un mapa para perderse y encontrarse doblado en ese bolsillo que siempre limita con el corazón.
CUATRO Stevenson y Tolkien y tantos otros –en épocas en que todos los mapas comenzaban a ser ya verdaderos, confiables, útiles–, optaron por el refugio de mapas propios, de lugares que no existían pero que, todavía hoy, a mí me siguen pareciendo más legítimos y dignos de ser que esos absurdos kilómetros de arena que se disputan los israelíes y palestinos o esas montañas de roca muerta que arden aquí y allá cada vez que a alguien se le ocurre que es hora de salir a probar los bombarderos. Con el progreso hemos ganado mucho mejores mapas pero cada vez los respetamos menos. Pensamos que ahí están, que ya no cambian más. Y entonces los damos por hechos, dejamos de mirarlos y no nos damos cuenta de que hay una sola e imperial América velando por la suerte buena o mala de sus colonias; que Europa no deja de asustarse de sí misma; que Africa es una tierra desolada; que para algunos paranoicos China vuelve a ser un Peligro Amarillo (por más que en mi mapa aparezca de color verde); que la Tierra se mueve, se rasca y que nosotros somos las pulgas o, ugh, los mocos en ese pañuelo que alguien dijo –con soberbia de cartógrafo ciego– es apenas un pañuelo.
Mirar un mapa desde afuera es mirarlo todo y, al mismo tiempo, mirarse a uno ahí adentro. Y uno siempre es diferente, único, cambiante.
Hay mapas para todo menos, por suerte, para mirarse mirando un mapa.
Hay un dicho popular que sentencia: "Una imagen vale más que mil palabras". Horacio, evidentemente, lo confirma.
Y a las 15.00 del Sábado vi cómo el micro que te llevaría al sur se alejaba de la terminal. Una larga semana empezaba a correr. Una larga semana en la que, lo sabía y lo confirmo, me sentiría como un vagabundo baudelaireano, un errante caminando por la ciudad. Solitariamente acompañado por mi sombra que se arrastra por el suelo y se trepa a las paredes, nada más...
Empecé, pues, a seguir las calles de la Capital. Primero, la Plaza San Martín; luego, la peatonal Florida, hasta su muerte a manos de Av. De Mayo. Pasé, entonces, por el Tortoni, crucé 9 de Julio... siempre con paso tranquilo, esquivando los rayos calcinantes del sol, disfrutando de la vista que me ofrecían los escaparates en las librerías de viejo. Y ahí, a una cuadra del Congreso Nacional, una bonita edición en tapa dura de Rojo y Negro, de Stendhal, pasó a engrosar mi biblioteca.
Pero mi derrotero no terminaría allí. Crucé ante las escalinatas del Congreso y tomé Entre Ríos, hasta que llegué a la Avenida Independencia y comencé a subirla... para recalar en casa de un amigo de esos que la fugacidad de la vida universitaria te presenta y, excepcionalmente, hace que la amistad perdure en el tiempo.
Era su cumpleaños, o más bien el festejo de su cumpleaños, esa noche. Y ahí estuve, entretenido en los preparativos, bebiendo gaseosas, degustando empanadas y todas las cositas que hay habitualmente en un cumpleaños, observando como encerrado gestos, actitudes, dichos y situaciones de los demás invitados... y las horas pasaban.
Las horas pasaban, y se hicieron las 4 de la mañana del Domingo. Fue entonces cuando bajé los ocho pisos y me lancé al derrotero inverso, que me llevaría hasta Callao y Rivadavia, donde el 60 llegaría media hora después, acercándome al hogar.
Mientras caminaba por la ciudad tan vacía, tan silenciosa, tan "brillante", empecé a pensar que estarías viajando cerca de la costa, más cerca de Puerto Madryn, más lejos de Buenos Aires; tal vez dormida, tal vez despierta; con la nariz pegada a la ventanilla, o aspirando el suave aroma de las páginas de un libro... pero inexorablemente alejándote de mi, de mi mano que se extendía hacia vos, buscando alcanzarte y acariciar tu mejilla... y cuando miré hacia abajo me vi circulando, no por la acera, sino por el asfalto, cerca del cordón, mientras los taxis pasaban a mi lado. Y me sonreí, evocando mi costumbre en mi barrio de suburbio, donde tranquilamente puede uno circular por el asfalto, donde no hay los ruidos ensordecedores del tráfico, donde la siesta de la tarde se respeta, pero donde también hay un bar que permanece abierto durante toda la noche. Y pensé en dirigirme hacia allí, pero conforme avanzaba el viaje, el sueño, el cansancio, se apoderaban de mi cuerpo...
De modo que enfilé directamente al hogar, y este flâneur se recostó en un mullido colchón y sucumbió al sueño, no sin antes enviarte, último gesto de acercamiento, un beso.
Bienvenidos a la versión 4.0 de PLACEBO, realizada con MovableType. Como es de esperar, me llevará un tiempo adaptar las plantillas y secciones que conforman el weblog a mi estilo, pero el sitio ya es operable.
También, pasaré la totalidad de los comentarios powered by HABBICOMMENTS, alojados en Clikear, al sistema de MT (a mano, obviamente), l omismo que las imágenes. Tiempo al tiempo, todo estará en su lugar.
De modo que los invito a dejar sugerencias, opiniones y demases en los comentarios, si lo desean.
Y, quienes me tengan en sus links, agradecería mucho que cambien la URL vieja por la actual.
¿Por qué será que me asalta la sensación de que el océano se tragó a un amigo? ¿Por qué extraño tanto aquellas tardes de café, cuentos y charlas apasionadas? ¿Por qué casi no he vuelto a escribir un relato completo desde entonces? ¿Por qué me he encerrado en mí mismo sin dejar que alguien llegue ahí al fondo, donde la chispa eterna pareciera languidecer? ¿Por qué siento tanto la falta, por más que dentro de veinte años pueda volver a sentarme en ese mismo bar con ese mismo querido amigo y volver a los viejos buenos tiempos? ¿Y por qué justamente el tiempo se encargará de que nada vuelva a ser como fue? ¿Por qué la lluvia y un sincero e-mail me ponen tan triste, asesinado por la nostalgia de algo que todavía es, más allá de las fronteras?
Y yo creía que ya se me había pasado.
...y empezaste el año con una sonrisa, con esperanzas y con belleza... sólo para observar, unos días después, cómo esa huída ilusoria se trocaba en horror, tragedia, desesperanza y fealdad...
Y entonces te aovillaste, como si pretendieras hibernar en el medio de la gran urbe infernal durante todo el verano... oso figurado que buscó la seguridad conocida de su caverna.
Tu refugio, lejos del estruendo metropolitano de Buenos Aires, la gran ciudad a la que no quieres volver.
(De momento y hasta que las circunstancias lo exijan)
Observas la evolución de los días con una mezcla de temor y euforia falaz. La tormenta interior que te lleva a esconderte pasará, pasará, pasará... y si no pasa, desnudarás tus garras para cobrarte venganza contra el mundo exterior que te acorrala...
No, "venganza" no es la palabra. En todo caso, impondrás tu naturaleza superior ante las demás creaturas del Señor.