Con el cuello del abrigo subido hasta las orejas, cubrí la distancia que separaba mi casa de la morada de la anciana. En el trayecto, pasé junto al silencioso edificio de ladrillos oscuros, ahora muerto, pero que en sus entrañas albergaba universos enteros de aventuras, conocimientos y misterios. Sentí pena al comprender que, con seguridad, después de esa noche ya nada volvería a ser como antes. Pero debía seguir adelante, y así lo hice.
Cuando llegué ante la puerta de la mujer, vi que estaba entreabierta. Llamé y no obtuve respuesta. Entonces, empujé con suavidad la fría madera, y entré.
Inmediatamente, apareció ante mi vista la escultura de un ángel. Estaba a la derecha del vestíbulo, instalada encima de un pequeño pilar, junto a una meceta de lo que me pareció una planta de helechos. Pasé al living. Un enorme sillón enfrentaba el hogar, donde ardían varios leños. En un modular se amontonaban otras esculturas, de forma y tamaño variables, pero siempre representando el mismo motivo: ángeles. En las paredes de la sala, rostros y figuras angelicales me observaban desde platos, bustos, cuadros y bajorrelieves.
Me asaltó cierta aprensión. Y recordé la obsesión que pueden producir determinados objetos sobre algunas personas, y que en ocasiones las llevan a la locura. Borges, si no recordaba mal, había hallado un nombre para eso: zahír.
Marga Zuhar entró en la habitación, proveniente de lo que, supuse, era la cocina. En sus manos, cruzadas sobr el pecho, apretujaba un enorme mamotreto de vistosa encuadernación. La tapa mostraba la figura de un ángel, en vivos colores que contrastaban con el fondo negro de la cubierta. A la luz de las llamas provenientes del hogar, los ojos de la figura resplandecían con un fulgor rojizo. Y ese extraño fulgor parecía dotarlos de una apagada vida propia.
La anciana me indicó con un gesto de la cabeza el sillón. Quería decir que me sentara. No sé por qué, pero obedecí. Acto seguido, siempre con gestos mínimos, Marga depositó el libro en mis manos y me indicó que lo mirara.
Al tomarlo, comprobé cuán liviano era. Tenía el peso de una pluma, si bien su consistencia era dura y viscosa al tacto. De súbito, las llamas de la chimenea se avivaron. Brillantes lenguas de fuego tomaron forma humana y comenzaron a danzar una danza hipnótica, mientras chispas más pequeñas que semejaban fuegos de artificio saltaban aquí y allá, como si estuvieran celebrando un secreto y silencioso ritual. Toda mi percepción se modificó de manera terrible. Pavorosa, mortal... y definitiva.
Marga, los leños, los brazos del sillón, las paredes, el sauce llorón que se bamboleaba con la brisa nocturna tras la ventana que daba al jardín, el piso de madera; todo desapareció, para mí. Sólo percibía el libro, las innúmeras efigies de los siervos del Señor y las llamas; las flamígeras formas que presentaban un color azulado, profundo y abismal.
Sobrevino una orden superior a mi voluntad, que me hizo abrir el libro, pasar sus hojas de seda y comenzar a leer. Fue más fuerte que mi débil determinación de negarme, y mis ojos empezaron a pasear, página tras página, por el texto, desandando con lentitud el inevitable derrotero que me llevaría a saber, a comprender el por qué de la ausencia definitiva de la anciana tras el mostrador de la biblioteca, el por qué de su orden que me llevó hasta allí, l futuro por qué de mi desparición de todos los entornos y lugares que antes frecuentaba...
El por qué de mi actual contemplación de quien ahora lee, en el mismo gran sillón donde yo fui iniciado en los Secretos Superiores, la misma obra y la misma escena abominable, culminante, irreproducible aquí. La escena de la página 666, cuando el visitante, el ángel caído, se revela por fin al protagonista, y lo arrastra sin apelaciones posibles al Reino de la Oscuridad.
El momento en que una llamarada azulina extiende sus tentáculos y envuelve al lector. El grito es apagado por la risa sobrenatural que brota de las paredes, y que lo engulle, lo consume, se apodera de él y lo sumerge en las profundidades de la muerte en vida.
Entonces, un cambio se produce en el libro. Todos aquellos lugares donde se lee el nombre del visitante experimentan una mutación. La tinta dorada inicia también una danza obscena, y reconfigura los carácteres hasta reemplazar todo rastro del antiguo ángel por el nuevo condenado.
Así ha sido desde tiempos inmemoriales. Así se transmite el legado de la Sabiduría. Y así seguirá siendo hasta el fin de los días en el apacible pueblo, en la regia biblioteca erigida por la maldición.
Sé, como supe entonces, que mañana despertará en ese sillón y no recordará nada. Sé, como supe entonces, que ocupará mi lugar. El mismo lugar en el que yo suplanté a Marga. Sé que no se le hará necesario aprender la disposición de los pasillos y estantes. Sé que dará, a su elegido, un trato preferencial. Sé que un día desaparecerá. Sé que nadie se preguntará qué fue de él. Como nadie se preguntó qué fue de mí. Como nadie se sorprendió de mi presencia tras el mostrador. Como nadie se sorprendió del devenir natural de la vida... tan falaz.
Una vida hecha de llamas azules que castigan el pecado de la curiosidad. El pecado de buscar siempre la llegada, la meta, el final del libro.
Y en realidad, no hay final. Pues el visitante se erige en el ideal del Autor Perpetuo, demiurgo de una historia escrita a partir de la devoración.
CLAP, CLAP, CLAP!!!
Muy bueno Mr, valió la pena esperarlo.