Enero 24, 2008

Arquitecturas genéticas

El nuevo proyectar ecológico-medioambiental y el nuevo proyectar cibernético-digital
Por: Alberto T. Estévez

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Arquitecturas genéticas: no se trata sólo de un nombre metafórico… Nuevos materiales, nuevas herramientas, nuevos procesos, deben dar necesariamente nuevas arquitecturas… Pero, según en boca de quien, esto puede resultar revolucionario o desastroso, emocionante o despreciable, libertad absoluta o su limitación. El mundo por venir y el fin del mundo conocido luchan entre si y se dan la mano, toda una contradicción.
Ciertamente, tras milenios de historia, hasta el momento el ser humano debía conformarse con actuar tan sólo en la superficie de las cosas. Hoy ya puede traspasar esa frontera y descender a un nivel de acción molecular, incidiendo incluso en el diseño genético, en las cadenas de programación que luego desarrollan por si solas elementos vivos naturales. Esto además lleva consigo una posible comparación directa con el mundo cibernético-digital: también puede pensarse en el diseño de las cadenas de programación que luego desarrollan por si solas elementos informáticos artificiales.
Bien, pues es la hora de aplicarlo a la arquitectura. De comenzar a trabajar con todo ello, para desarrollar los primeros escalones que nos lleven a esta nueva realidad que la ciencia y la tecnología ya permiten. Cuando esos elementos vivos naturales y/o informáticos artificiales pueden ser ya parte integrante del hecho arquitectónico. Desde una arquitectura avanzada contemporánea, contrapuesta -en superación- al ecologismo pintoresquita y contrapuesta -en superación- al uso del ordenador como mero sustituto del dibujo manual: un nuevo proyectar ecológico-medioambiental y un nuevo proyectar cibernético-digital, que empieza a contar cada vez con más ejemplos, de arquitectos y obras.
Hay imágenes de cuentos y visiones, de sueños populares, como aun dibujadas delicadamente a plumilla, anticuadas y nostálgicas, que de pronto pueden coger un colorido nuevo. Vivir en el estómago palpitante de una ballena, de un ser animado, monstruoso o no, habitar dentro de un árbol, sobre él, o en el interior de una montaña cubierta de verde. Viejas utopías que ya pueden ser nuevas realidades.
Pero atención, por que no se trata tan sólo de realidades virtuales, de reflejos cambiantes. No se habla aquí de espejismos de ordenador, de los que ya se ha escrito demasiado. Estas líneas no se refieren ni siquiera a las metáforas ampliamente estudiadas que se establecen desde la biónica, desde mecánicas y formas aplicadas por imitación o inspiración en los ingenios de la naturaleza. Nada que ver con todo ello, ya obsoleto cuando a lo que se alude es a la más pura y dura realidad. O mejor dicho, a lo que es una incipiente realidad. Cuya novedad consiste en descubrir que la semilla apenas acaba de abrirse y por eso es el momento crucial para empezar a vigilar su crecimiento. Justo ahora es cuando debe hablarse sobre su futuro para preparar la llegada de los frutos.

Un poco de historia nada más…

El siglo XIX los experimentó y el XX trajo la incorporación definitiva a la arquitectura de materiales claves nuevos. Se revolucionó la secular construcción del pasado, verticalizante, a compresión, de piedra y ladrillo, y se inició la moderna construcción del presente, horizontalizante, a tracción, de acero y hormigón. Nuevos materiales, permiten nuevas técnicas, ofrecen otras libertades espaciales y formales; distintos lenguajes arquitectónicos en evolución; el clásico, el moderno, y últimamente el de la naturaleza… Pues a partir de ahora se revolucionará la mencionada moderna construcción del presente, horizontalizante, a tracción, de acero y hormigón, y se iniciará la genética construcción del futuro, organicizante, viva, de carne y hueso. Y podremos decir que el siglo XXI los experimentó y el XXII trajo la incorporación definitiva a la arquitectura de materiales claves nuevos. Vivimos tiempos increíbles, irrepetibles, pues en nuestros tres siglos pasado, presente y futuro (XIX, XX y XXI), están pasando tres tradiciones arquitectónicas (del clasicismo, de la modernidad y de la naturaleza), con tres formalizaciones claves (verticalizante, horizontalizante y organicizante), correspondientes a los tres sistemas estructurales básicos (a compresión, a tracción y vivo).

El nuevo proyectar ecológico-medioambiental

Los primeros arquitectos modernos sensibles a la ecología, que ya utilizan nomenclatura técnica específica relativa al cuidado medioambiental y a las energías alternativas sostenibles, tenían su punto fuerte ahí mismo, pero su imagen arquitectónica dejaba mucho que desear, siempre limitada y tosca. De ahí que ante tan desolado panorama el abajo firmante, desde 1983, iniciase él mismo la búsqueda de una arquitectura cuya virtud no fuese únicamente ser ecológica y punto. Y no es hasta ahora, por parte de las generaciones más jóvenes de este cambio de siglo, que se está empezando a llegar a resultados también formales más que dignos, llenos de soltura, inteligentes y astutos a la vez.
En el bien entendido de que lo que aquí se define por un nuevo proyectar ecológico-medioambiental es uno muy concreto que empieza a despuntar en estos últimos cinco años. Pero su nombre puede llevar a engaño, pues no tiene nada que ver con el que habitualmente se llena la boca con las palabras ecología, medioambiente, contexto, cuidado del entorno, sostenibilidad, etc. Se han usado tanto y por tantos que han acabado por desgastarse. Y quien las suele usar normalmente rechaza este nuevo proyectar al que el texto se refiere, ya que este se sitúa en el polo opuesto del habitual pintoresquismo y del que confunde ecología con conservacionismo.
Y con esto se llega al meollo del tema, anunciando propiamente el nuevo proyectar ecológico-medioambiental no como el que crea “en” la naturaleza a conservar sino el que crea “con” la naturaleza. Y más allá, el que crea la naturaleza misma. Por tanto, no tiene sentido el estar acorde con el entorno pues se trata precisamente de crear de nuevo ese entorno. Y esto por que, igual que antes con la pintura y escultura, la arquitectura como objeto cerrado (figura) a situar en un contexto abierto (fondo) se ha superado al romperse todo límite. Figura y fondo se han fundido ya para siempre en cualquier campo humano del que se hable.
Por eso mismo pierde su interés el crear “como” la naturaleza, pues a partir de ahora se puede inventar una naturaleza nueva cada día. Claro que desde Antoni Gaudí hasta Santiago Calatrava, todos los que proyectaban “como” la naturaleza han sido un paso histórico necesario, de aproximación y entendimiento desde la arquitectura (2), pero hoy ya son eso, historia.
Ahora bien, antes de llegar al nivel de producción real de arquitectura genética, un primer paso que se está verificando y extendiendo cada vez más es incluir elementos vivos como partes integrantes del mismo hecho arquitectónico.
Muchas veces para mejorar el funcionamiento físico y hasta estructural del edificio. Pero no tiene por que ser sólo por motivos funcionales. Los ejemplos más avanzados de esto los ofrecen gente como Dennis Dollens e Ignasi Pérez-Arnal (3), Duncan Lewis (4), Adrian Geuze (5), François Roche (6), junto a las modestas aportaciones de las obras del autor de este texto. Son siempre casos en que lo utilizado son elementos vegetales previamente existentes o sus anhelos. De momento es lo más económico. El siguiente paso será la mejora genética de esos elementos vivos aplicados, luego su mejor integración, para culminar con la creación de una casa viva toda ella. Un árbol con calefacción. De hecho, hoy en día esto ya sólo es una cuestión de dinero. Y para ejemplificarlo se puede acudir a los mismos tópicos de la lucha ecologista. Si alguien me diese lo que vale un avión caza de última generación se le puede devolver un espacio vivo de arquitectura genética.

Das Andere”: Genetic design

Y si esto en la arquitectura, también en todo lo demás, en “lo otro”, en el objeto, mobiliario, vestido, etc. Vestirse nuestra piel con piel viva. Aunque para Adolf Loos era un contrasentido recubrir un material con el mismo material, en este caso vida sobre vida. No obstante, la arquitectura genética puede hacer realidad la utopía loosiana del espacio recubierto de pelo blanco para el dormitorio de su esposa (7), que no era más que un remake de la naturaleza. Y se haría sin matar a ningún animal (al contrario, ¡creándolo!). Sin que nadie sufra. Sin traba alguna. Con las formas, texturas, colores que uno quiera. Pelo sedoso larguísimo hasta los pies de tonos plata brillante o rojo irisado. Con murmullo de mar incorporado y perfume a jazmín. Diseñando nuevos seres vivos cada día, por lo que lo ideal sería inventar sonidos y olores inéditos.
Acabaremos acostumbrándonos, pues al fin y al cabo se trata de un proceso creativo similar al de cualquier arte, sólo que cambiando el óleo, el bronce y la piedra por cadenas de ADN. Por eso, que nadie se piense que por tener estas nuevas posibilidades en la mano dejará de ser humano, ya que siempre se actúa con un material previo, aunque sea a nivel molecular, nunca sacado de la nada. En todo caso, tan sólo cabría el límite sobre la manipulación de seres humanos, que tienen conciencia propia y por tanto una dignidad personal intocable y única en el mundo conocido. Esto es fácil de entender, pues procede del mismo acuerdo que tenemos entre nosotros de ni matarnos ni comernos los unos a los otros. Claro que no todos lo respetan, pero no por ello dejamos de salir a la calle.

El nuevo proyectar cibernético-digital

De la misma manera, el nuevo proyectar cibernético-digital aquí referido está mucho más allá de quien utiliza el ordenador tan sólo para dibujar mejor y más rápido lo que durante siglos se ha hecho a mano, pues en esto no hay variación sustancial alguna de la arquitectura resultante. También en este caso las palabras han sido demasiado usadas y pierden su fuerza original. De lo que se trata es de entender el mismo software como el material con el que trabajar. Cortando las amarras con lo que tan sólo son representaciones gráficas de algo previo que fluye desde un cerebro externo. Con el mismo esfuerzo que pusieron los artistas de las vanguardias históricas en romper con las apariencias físicas que nos rodean, al entender que el color, la textura, el gesto mismo es la materia de su arte y no la imitación de lo existente. Así llegaron a la abstracción. Así saldrá una arquitectura coherente y a la altura de los nuevos medios.
Y para hacerse una idea de lo dicho, lo mejor es también dar algunos nombres.
Los ejemplos más avanzados de esto los ofrecen arquitectos como Bernard Cache (8), Karl S. Chu (9), Mark Goulthorpe (10), Marta Male, Marcos Novak (11), Kas Oosterhuis (12), todos ellos también implicados en la ESARQ. Pero, cuidado, por que cuando medio mundo aún anda como loco por las piruetas gráfico-informáticas holywoodienses más parecidas a un espectáculo de variedades que a otra cosa, desde Europa ya construimos “de verdad” mediante procesos íntegramente digitales. Ya no son meros conceptos, dibujos o maquetas irrealizables, donde los requerimientos constructivos no forman parte del entendimiento proyectual, como suele pasar en esas escuela-espectáculo. Es espacio real. Útil, firme y bello (aunque sus tres contrarios también pertenezcan a la arquitectura moderna). A escala uno/uno, diseñado y producido todo él cibernéticamente, con la infraestructura de última tecnología que dispone la ESARQ: máquinas de CNC (13) y de MJM (14) guiadas por programas aplicados por primera vez a la arquitectura. Por que ahí está la clave, hacer viable para la edificación real la conexión entre el diseño del ordenador y su producción a máquina. Algo que también por fin ahora ya es posible: una construcción física, robotizada y que puede hasta ser permanente…
Una torre de Babel hecha realidad. Es pensar una nueva arquitectura desde dentro del nuevo medio mismo. Otra vez, en superación de un simple “plotter 3D” que tan sólo hace las mismas maquetas que hasta hoy se hacían costosamente a mano. Superación posibilitada por la gran diferencia que aporta el nuevo software con el que se está trabajando. Y es que pueden incluirse en todo momento las variabilidades propias de una puesta en obra real. Y como las variaciones se pueden automatizar, y a la máquina le da igual hacer 100 piezas todas iguales que 100 todas distintas, como tienen el mismo costo sean iguales o diferentes, se ha llegado al fin de uno de los mayores mitos de la modernidad, la producción en serie uniforme. He aquí pues otro tema: la evolución del lenguaje de la arquitectura a lo largo de los tiempos se corresponde no sólo con una evolución de los materiales sino también de los procesos de producción. Los objetos clásicos en el pasado se hacían uno a uno, a mano. Los objetos modernos en el presente se hacen en serie, a máquina, todos iguales. Los objetos genéticos en el futuro se harán también automatizados, pero todos diferentes.
En definitiva, el arquitecto ya no ha de pensar en una forma final sino en un proceso. El arquitecto, como el genetista, diseña el software, la cadena de ADN artificial (o natural, en su caso), que ella misma convertirá en producto edificado. Y tanto puede crear un individuo sólo como una raza entera, con infinidad de pequeñas variaciones automatizadas. En una automatización de la variabilidad que no tiene por que ser sólo fruto del azar. Arquitectos, creadores de razas de edificios: suena bien, pero extraño, con demasiadas connotaciones que no tienen nada que ver con la arquitectura. Cuando el arquitecto del futuro ya no tendrá albañiles a sus órdenes sino ingenieros genéticos.

Epílogo

¿Pura utopía o realidad cercana? Edificios cuyas paredes y techos crecen de carne y piel, o por lo menos de texturas vegetales, que la genética puede llegar a desarrollar, con la calefacción radiante incluida a través de sus venas y sangre refrigerante, aportadora del oxígeno necesario para la respiración, y sin necesidad ya de enyesar, pintar y repintar. Y también desde la cibernética se construyen solos, sin parar, día y noche, superando por fin las enormes limitaciones de la industria de la construcción, de hecho, aún inmersa en la artesanía. Superación absoluta del ideal moderno de tipificación y prefabricación en serie. Ninguna forma cerrada: disolución total del objeto aislado, ahora en perpetua construcción, en su ecosistema, incluso creador del mismo. El arquitecto sólo ha de proyectar la cadena de programación generadora de todo, y eso ya lleva a un edificio en permanente cambio, vivo. Absoluta ciber-eco fusión…
Quién será el nuevo Cristóbal Colón? ¿Quién será el primero en obtener un software artificial que sea idéntico al software natural, al ADN?, softwares clónicos, de manera que el arquitecto pueda simular con él, gráficamente, el diseño de casas genéticas con las mismas cadenas de información (los mismos unos y ceros) que usa la naturaleza… La “puesta en obra” sería inmediata…
Ciertamente, las utopías de hoy son las realidades de mañana.
Alberto T. Estévez es doctor arquitecto, diseñador e historiador del arte, fundador y director de la ESARQ (Escuela Técnica Superior de Arquitectura) - Universitat Internacional de Catalunya (UIC), en Barcelona: la primera escuela en España con un departamento propio de Ecología y Arquitectura, desde el que se imparte docencia desde primero hasta el último curso de la carrera de arquitectura, y luego hasta el postgrado. Sobre el autor se puede visitar la página http://arquitectes.coac.net/estevez/ y sobre este tema ver también http://enredando.com/cas/entrevista/entrevista48a.html

Notas

(1) Esta línea de investigación está dirigida por Alberto T. Estévez con la participación de otros investigadores como José Juan Barba (2000-2003), Mark Burry (2002), Bernard Cache (2000-2001), Pietro Caruso (2002), Karl S. Chu (2002-2003), Dennis Dollens (2000-2003), Evan Douglis (2003), Agustí Fontarnau (2001-2003), Eleni Gigantes (2002), Mark Goulthorpe (2002-2003), Duncan Lewis (2000-2001), Marta Malé (2000-2003), Marcos Novak (2002), Kas Oosterhuis (2003), Affonso Orciuoli (2000-2003), Ignasi Pérez-Arnal (2000-2003), Francois Roche (2003)). Se pueden seguir resultados de la misma por ejemplo en http://www.unica.edu/esarq/geneticarq

Escrito por Parafrenia a las 12:52 AM | Comentarios (0) | TrackBack

Noviembre 06, 2007

La «religiosidad popular». En torno a un falso problema

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Por: Manuel Delgado Universidad de Barcelona

1. La invención de la «religiosidad popular»

Alfred Fouillée (1838-1912) fue un filósofo francés que intentó crear una síntesis entre corrientes de pensamiento que en su época aparecían como contrapuestas y que él intuyó conciliables. Por un lado, el análisis psicológico con la metafísica y, por el otro, el nuevo naturalismo determinista con el positivismo espiritualista. Creó una ingeniosa teoría que designaría como de las ideas-fuerza, recogida en su obra principal, La psychologie des idées-force, y que ahora es objeto de una considerable reivindicación. Las ideas-fuerza venían a ser la resolución de la dicotomización inteligencia-voluntad y de la división, creada por el monismo psicofísico y el racionalismo idealista, entre la libertad práctica y la necesidad gnoseológica. Del mismo modo, se le considera uno de los fundadores de la «psicología étnica» en Francia. Llobera le ha dedicado no hace mucho una respetuosa evocación (1989: 65-94).

Es fácil imaginar el tipo de sensaciones que debieron embargar al autor de tan sesudas tesis cuando, a principios de siglo, le fue dado contemplar en las calles de Madrid, por Semana Santa, cómo grupos de penitentes se automortificaban, entre llantos y alaridos de las mujeres, para evocar los sufrimientos del Cristo de la Pasión. El resultado de su indignada reflexión quedó así escrito:

Cuando no es tan invasora y conquistadora, la fe española no se reduce con frecuencia sino a la práctica maquinal y formalista. No es entonces el espíritu lo que salva, sino la letra. Calderón nos muestra, en su La devoción a la Cruz, a un hombre que ha cometido todos los crímenes, pero que, habiendo conservado desde su infancia el respeto por el signo de la redención, obtiene al final la misericordia divina, todo ello con la aprobación del público. Esto es la salvación, no por las obras, ni tampoco por la fe interior, sino por los ritos exteriores. Así, en las manos de España deviene el cristianismo alterado en su propia esencia. Esta exterioridad es contraria al verdadero espíritu del cristianismo, a la gran y constante tradición que enseña que el valor de los actos viene de dentro. Esta es la verdadera ortodoxia: debe convenirse, para ser justos, que la católica España ha sido muy frecuentemente heterodoxa, alimentando ella misma en su fuero interior la herejía que tan despiadadamente había perseguido en el exterior (Fouillée 1903: 153-154).

Otro ejemplo, ahora procedente de un literato español, de la personalidad de Ramón del Valle Inclán, contemporáneo de Fouillée. Gran conocedor del folclore religioso español, cuyo repertorio habría de emplear con abundancia en sus obras, Valle Inclán hacía pronunciar a su más entrañable personaje dramático, el poeta ácrata y ciego que protagoniza Luces de Bohemia, las siguientes palabras, cuando departe en la barra de un bar con Don Gay y Don Latino de Híspalis, sus correligionarios anticlericales:

Max Estrella. Ilustre Don Gay, de acuerdo. La miseria del pueblo español, su gran miseria moral, está en su chabacana sensibilidad ante los enigmas de la vida y de la muerte. La Vida es un magro puchero; la Muerte, una carantoña ensabanada que enseña los dientes; el Infierno, un calderón de aceite albando donde los pecadores se achicharran como boquerones; el Cielo, una kermés sin obscenidades, a donde, con permiso del párroco, pueden asistir las Hijas de María. Este pueblo miserable transforma todos los grandes conceptos en un cuento de beatas costureras. Su religión es una chochez de viejas que disecan el gato cuando se les muere (Valle Inclán 1974: 22).

Tanto en un caso como en el otro el denominador común reside en la esperpentización de lo que aparecía como la extravangante práctica religiosa española, orientada de una forma no excesivamente distinta a la de otros países donde el predominio correspondía, en materia de religión, al cristianismo no reformado. Lo que se explicitaba no era sino la desazón producida en aquellos comprometidos con la esfera de lo culto (lo propio de élites instruidas, lo escrito, etc.) ante unas costumbres religiosas que no podían aparecer sino como el dominio de lo absurdo y lo irracional y que se situaban en la periferia o al margen de la religión teológica eclesialmente homologada. Resultaba evidente que la escasa vocación metafísica de la religión practicada tenía muy poco que ver con las pretensiones de honda espiritualidad que caracterizaban las corrientes de fe institucionalizadas en forma de iglesia, y que las estrafalarias historias y los ritos enajenados que conformaban el sustrato religioso para la mayoría de ciudadanos del sur de Europa le debían más bien poco a las laberínticas y cavernosas especulaciones de los teólogos responsables de la dogmática ortodoxa.

Lo que para literatos y filósofos de finales de siglo pasado y principios de éste había sido motivo de desprecio y escándalo, a veces de fascinación afectada, era, además, para ciertos estudios de la época un objeto al que aplicar los métodos y categorías adecuados a las reglas del juego del discurso científico. Ante ellos, escritores, pensadores, científicos, apologetas todos de la única palabra audible, se desplegaba un paisaje cultural extraño y gesticulante en que los objetos y los comportamientos alusivos a lo sagrado se agitaban enloquecidos al margen de lo aceptable y constelaban un universo que parecía hallarse dominado por el desquiciamiento, la mueca y el del delirio. Con algunos clavajes precarios en el sistema dogmático oficial, la religión practicada por los campesinos franceses, españoles, italianos, griegos, pero también por los habitantes «premodernos» de sus ciudades, constituían una auténtica exaltación de lo insensato y afirmaban sin recato ni disimulo su tenida por excesiva idolatría. Por aquel imperio de la exageración pululaban con aparente desorden lo ingenuo y lo abominable: historias imposibles habitadas por divinidades crispadas, sensuales, agonizantes...; pasajes demenciales, ritos desapacibles en los que se confundía lo atroz, lo sublime y lo obsceno; hábitos culturales en que cohabitaban el éxtasis de la sensualidad apenas controlada y el de las más brutales puniciones y de los actos de sangre. Un arrebato permanente, obsesivamente basado en ritos y mitos de crueldad y violencia y en una moral del linchamiento divino, pero también en leyes invisibles que se pronunciaban en un lenguaje hiperamoroso que recurría una y otra vez al dialecto de la carnalidad.

A los científicos les correspondía aportar luz acerca de qué es lo que justificaba no sólo tanto desvarío en sí mismo, sino cómo cabía explicar que tal colección de disparates fuera la religiosidad realmente seguida, obedecida y reconocida como tal por millones de habitantes de aquella misma Europa que decía representar las fases más envidiables del hombre en evolución y que se hallaba plenamente embarcada en la tarea de colonizar el mundo presuntamente incivilizado.

No resultaba tolerable tal desacato interior. Era urgente liberarse de la impertinencia religiosa de las masas y poner su comportamiento piadoso en línea con los proyectos de unificación cultural de Europa primero, del planeta entero después. Para ello fueron convocados los científicos del hombre y la sociedad, para que peritaran sobre las absurdas costumbres cultuales poco, mal o nada domesticadas. La primera tarea fue la de acotar el terreno a estudiar y dónde actuar quirúrgicamente. En el caso particular de la realidad religiosa euromediterránea y de otras zonas del viejo continente, la Iglesia oficial ya se había pronunciado condenando gran número de sus variantes a la marginalidad respecto de su propio sistema de representación. Eso en el mejor de los casos. Para otras muchas modalidades, el estatuto merecido había sido el de prácticas o creencias «supersticiosas», «paganas», «mágicas»..., o simplemente «profanas», situadas parasitariamente alrededor de la liturgia o el panteón aceptable. La designación que en una primera instancia recibió este ámbito fue el de baja religión. También el alemán de aberglaube o creencia pararreligiosa o seudorreligiosa, o el de missglaube, «lo que se aparta o va contra una religión o lo que deriva de otra anterior». Más adelante este enfoque recibió denominaciones más sofisticadas, como la que proponía Eliade cuando hablaba de «catrofanías caducas o decaídas». Alonso del Real hablaba de «cristalizaciones supersticiosas de creencias y saberes legítimos», y se refería a las narraciones sobre santos o vírgenes diciendo que «suele tratarse de relatos de innegable gracia poética, inofensivos y que si los llamamos superstición es por estar de más» (Alonso del Real 1971: 15, 33, 67).

Para las ciencias humanas (antropólogos, sociólogos, historiadores, psicólogos...) la zona aislada pasaba a convencionalizarse bajo el epígrafe de «folclore religioso» y era situada junto con los otros dos frentes de la alteridad a redimir o a condenar, esto es, el fuera o el antes de la única lógica posible. Los ritos y los mitos de los pueblos primitivos e incivilizados y los ritos y los mitos de la ancestralidad, del pasado remoto de la propia cultura que no habían aceptado desaparecer bajo el empuje del supuesto avance moral que creía verse desde el evolucionismo social ingenuo, aparecían como formando un mismo magma insensato que había que someter a una misma tarea de exorcismo y destierro. Desde el primer momento, las sociedades folclóricas nacen en Francia con el saludable objeto de ayudar a salvar a su país del estigma que supone su propia vergonzante religiosidad. Freud y el psicoanálisis contribuyen a la cruzada descubriendo la función neurótica de tanto desatino mítico-ritual. Tylor, por su parte, convoca, concluyendo su Cultura primitiva, a los antropólogos al penoso deber de destruir todas las supersticiones deplorables, propias de algunas formas de una religiosidad grosera. El mismo Durkheim corroboraba la presencia de comportamientos e ideas religiosas desestructuradas o desarticuladas, atados contra natura al presente por la inercia o por el empecinamiento de las gentes:

A un tiempo, se explica que puedan existir grupos de fenómenos que no pertenecen a ninguna religión constituida: es que no están ya integrados en un sistema religioso. Si uno de los cultos de los cuales acabamos de hablar llega a mantenerse por razones especiales mientras el conjunto del cual forma parte ha desaparecido, no sobrevivirá más que en estado desintegrado. Eso ha sucedido en tantos cultos agrarios que se han sobrevivido a sí mismos en el folclore. En ciertos casos, ni siquiera es un culto, sino una simple ceremonia, un rito particular que persiste bajo esa forma (Durkheim 1986: 45).

En efecto, la invención del folclore religioso fue, a su vez, la de los survivals o supervivencias, «las costumbres irracionales conservadas por los pueblos civilizados y caracterizados por su falta de conformidad con las pautas existentes en una cultura avanzada» (Hodgen 1936: 89-90). Su estudio pasaba a ser del orden del de lo fósil y momificado, de los restos de los naufragios de la historia, del eco distorsionado que nos llega de la memez de los antiguos. Todo un escaparate de reliquias, a cual más estólida. Segmentos flotantes a la deriva en la cultura.

Para los reformistas religiosos, los teólogos, aquel era el mundo de las sacralizaciones caídas o degeneradas. Para los reformistas científicos lo era de las supervivencias huérfanas de estructura. Cualquier cosa menos reconocer que aquella parada de estridencias en que consistía la religiosidad seguida por la mayor parte de la sociedad tuviera algún sentido, fuera de satisfacer la exuberante fantasía de las gentes sin instrucción. Fuera como fuese, la delimitación territorial quedó establecida como marco específico de actuación desde el dogma eclesial y desde las ciencias sociales, muy especialmente desde la antropología. Para ambas miradas, la insólita geografía a jurisdiccionar pasó a recibir un tipo de designación común: religión popular, religiosidad popular, catolicismo popular, cristianismo popular, etc.

La esfera de la llamada religión popular, antes folclore religioso, obtuvo el protagonismo de múltiples estudios, desde estrategias diversas y con resultados siempre provisionales y reconocidamente insuficientes en cuanto a clarificaciones. La historia de las teorías sobre la religión popular ha sido en realidad la de la incomodidad y la perplejidad de los estudiosos ante unos hechos culturales que desafiaban los esquemas tradicionales de conocimiento y control científico y que hacían inoperantes las técnicas habituales de actuación. Es como si se tratase de una especie de zona pantanosa en la que habitara crónicamente la confusión y de donde resultara casi imposible sacar algo en claro. Hace ya algún tiempo, un lúcido artículo de Joan Prat (1983: 49-69) ponía en evidencia la esterilidad de más de un siglo de reflexiones acerca de la forma de ser religiosamente de lo que las estrategias de inspiración gramscianas hubieran llamado las clases populares o subalternas (obviamente, la inmensa mayoría de la población). El desconcierto que entonces embargaba a los investigadores que osaban penetrar en aquel a la vez exótico y dominante paisaje no es mucho mayor que el que experimentan los contemporáneos. Entre unos y otros, decenas de artículos, libros y congresos no han conseguido sacar el tema del cul-de-sac inicial.

La lectura atenta de toda la literatura sobre la religión o la religiosidad popular, a lo largo de varias décadas, no ha hecho sino explicitar la impotencia explicativa ante las presencias religiosas extrañas o de homologación difícil, precaria o imposible, incluso dentro de un buen número de países europeos, por mucho que la evidencia misma desmintiera cualquier intento por presentarlas como marginales de otra cosa que del sistema religioso oficial. Esto es, las prácticas que se catalogan como de conceptualización conflictiva no son minoritarias, clandestinas, sectarias o algo por el estilo, ni siquiera pueden aceptar la consideración de subculturales, y cuidado ahí con la confusión, que ya detectara Vovelle como frecuente, entre religión popular y cultura popular (Vovelle 1985: 168). Son, bien al contrario, las seguidas por amplios y mayoritarios sectores sociales, que las prefieren incluso a las convencionalizadas por la Iglesia. Pues bien, lo que se ha dicho acerca de todo ello no consigue hacernos saber finalmente si la religión popular existe o no existe fuera de la cabeza de sus inventores ni, caso de existir, qué es lo que debemos entender que es o en qué diablos consiste.

2. Teología y religión popular

Cualquiera que sea su desarrollo, toda teoría sobre la religión popular se alimenta de una dicotomía que opone a ésta aquella otra que suele ser denominada religión oficial. La relación entre estas dos modalidades puede establecerse de distintas formas. Una de las más divulgadas tendencias alrededor de la religión popular, o mejor en este caso, de religiosidad, cristianismo o catolicismo popular, parte de la premisa de que sólo existe la religión católica y que las prácticas piadosas llamadas populares son la manera que tiene ésta de darse entre los lugares «bajos» del sistema de estratificación social, incapaces de acceder a la sofisticación del discurso teológico aceptado. La jerarquía eclesial, como queda patente en el documento oficialmente distribuido «para la reflexión de los obispos», titulado El catolicismo popular en el sur de España, publicado en 1975, está convencida de que...:

La médula de esa religiosidad popular es puesta por muchos estudiosos del problema en el conjunto de actividades colectivas que se forman ante unas especialísimas situaciones en las que el grupo humano hace sus experiencias de descubrimiento de lo sagrado y misterioso, que se ha hecho presente en ciertos sucesos, fuerzas y fenómenos de este mundo (...) debido a sentir la necesidad de expresiones más accesibles para aquellos para los que las fórmulas litúrgicas, cuyo lenguaje bíblico y teológico no consiguen comprender y cuyo clima resulta demasiado austero para su exuberante sensibilidad imaginativa (citado por Moreno 1982: 90-91).

Los antropólogos y folcloristas de inspiración romana han abundado en esa dirección de concebir la religiosidad popular como una mediación. Por mediación se entiende en teología una estructura apriórica constituida por signos, costumbres, palabras, gestos, cultos, etc., a través de los cuales lo santo deviene naturalmente experimentado o revelado. Así es como la religión única, o la Religión, con mayúsculas, como señala Prat (1983: 50), pasa a convertirse en religión vivida. La antropología confesional ha explicitado en numerosas oportunidades sus preferencias por este tipo de enfoques centrados en categorías experiencialistas. Así, un especialista en «religiosidad popular», el padre G. Llompart:

La Iglesia cuenta con una serie de ritos religiosos de carácter oficial, la liturgia --misa, predicación, sacramentos--, mediante los cuales comunica la gracia y la salvación a sus fieles. La liturgia tiene un eco y provoca unas reacciones en el fondo del alma popular, las cuales poseen un dinamismo y una propia especificidad. Así brotan, crecen, se entrelazan y florecen las creencias, los usos, las modalidades de la religiosidad popular (Llompart 1969: 221).

Otro estudioso católico, Lluis Duch, habla de religión popular identificándola con la religión de la inmediatez, con el catolicismo vivido... Las resonancias mistagógicas son en cualquier caso inevitables: «Percibir el sentido de la propia vida es hacer la experiencia de la inmediatez del hombre con la fuente, con el fundamento, con la profundidad de su propia existencia» (Duch 1976: 251). Es así como la práctica piadosa consuetudinaria para aquello que se da en llamar el pueblo, es decir, la mayoría de las personas, implica un contacto con esa supuesta elementalidad primigenia de la religión cristiana, liberada de contaminaciones o perversiones intelectualizantes, una forma en especial frontal de contestación contra la «racionalidad técnico-económica burguesa» (Duch 1976: 210). Es la religión, en fin, de las «gentes sencillas», del «hombre simple», la «religión viviente» (Duch 1976: 251).

Tanto una actitud como otra aceptan la evidencia de que existe un sistema religioso teológicamente estructurado y con alto dintel de elaboración especulativa y que eso es lo que se da en llamar la religión católica oficial, en tanto es la que reconocen con valor de vertebralidad las instancias jerárquicas de la institución eclesial. Pero también existen, y además de una forma aparatosa y generalizada, comportamientos conceptualizados como relativos a lo sagrado por los actuantes, y por tanto técnicamente religiosos, que tienen un acomodo frágil, artificial o inviable en el sistema anterior y que, según las opciones, si sitúan con respecto de él bien independientemente, bien parasitándolo. Lo que ocurre es que, en ambos casos, lo que se plantea es la omnipresencia en la vida social de una práctica religiosa sólo relativamente aceptable desde el dogma. Si existe autónomamente es, con mucha diferencia, mayoritaria. Si su existencia se produce de manera dependiente, su entidad viene dada porque, en realidad, es la forma real de ser, de darse la religión católica.

Manteniendo la dicotomización religión oficial versus religión popular, la mayoría de antropólogos con pronunciamientos sobre el tema han reconocido que ambas instancias son inseparables en su existencia real en las sociedades. Sus elementos aparecerían de continuo superponiéndose, imbricándose, articulándose, hasta hacerse un sólo corpus y convertir en artificiales los intentos de desglosamiento. La tendencia entonces consiste en presentar el modelo religioso aceptado preferentemente en la vida social como la consecuencia de una u otra forma de sincretismo. Este enfoque ha estado muy divulgado y es parte consustancial de los discursos vulgares sobre las liturgias de tipo festivo, por ejemplo, en las que el encastramiento entre prácticas populares y oficiales que se presume existe se antoja evidente. Este sincretismo, sostienen los defensores de su realidad, es la consecuencia de la colusión entre una religiosidad atávica, de tipo paganizante, mágico, supersticioso, etc., desde la óptica dogmática, que constituiría el sustrato auténticamente popular de la síntesis, y los elementos de significación eclesial, que han resultado de la imposición de los principios religiosos de las clases hegemónicas o dominantes.

Esta perspectiva ha tenido bastante éxito al aplicarse por toda una pléyade de autores pertenecientes a la llamada historia de las mentalidades y por un buen número de antropólogos interesados en la cultura popular, lo que ha procurado un número ingente de trabajos sobre el tema, más bien socorrido, del carnaval. Se trata de los planteamientos del tipo «triunfo de la Cuaresma sobre el Carnaval», por decirlo a la manera como lo hacía un artículo de Martínez Shaw (1984: 83). Por descontado que ese tipo de desarrollos se cimentan en el invento teológico de la división cristianismo-paganismo, absolutamente inexistente fuera de la mente de aquellos que se han empeñado en presentar la historia del cristianismo como la de una religión diferente e histórica (el problema de «los otros dioses»). En realidad, la división pagano-cristiano o profano-religioso en una misma sistematización litúrgica, por ejemplo de orden festivo, ni siquiera goza de respetabilidad para una teología seria y atenta. Josef Piepper, por ejemplo, se percató de que las corridas de toros con que se celebraba en Toledo el Corpus son tan religiosas, en el sentido cristiano, como las procesiones o las misas (Piepper 1974: 42).

De cualquier modo, lo cierto es que la existencia de anudamientos entre fe teológica y religiosidad popular, que dan lugar a sistemas que aparecen como unificados, es algo completamente aceptado desde la jerarquía de la Iglesia, incluso en su expresión más incontestable, es decir, la del propio Papa, en este caso Pío XII, que decía:

Pero es necesario no perder de vista que en los países cristianos o que lo fueron en otros tiempos la fe religiosa y la vida popular forman una unidad comparable a la unidad del alma y cuerpo. En las regiones en que esta unidad se conserva todavía, el folclore no es una supervivencia curiosa de una época pasada, sino una manifestación de la vida actual que reconoce lo que debe al pasado, prueba de continuarlo y de adaptarlo inteligentemente a las nuevas situaciones» (Pío XII 1953: 5).

La profesión de fe funcionalista del Pío XII nos advierte de lo que de problemático y aún contradictorio tiene la actitud de la Iglesia hacia la práctica religiosa real, completamente plagada de gestos y objetos con un valor dogmático débil. Por una parte se siente desconfianza hacia una realidad religiosa que se controla mucho menos de lo que se piensa y, por supuesto, de lo que se quisiera. Muchas veces a años luz de la razón teológica, y de su pariente la razón sociológica, lo que se da en llamar religiosidad popular sitúa la vida religiosa del pueblo de Dios muy cerca del diablo o de los dioses deformes y obscenos que aún amenazaban desde lo arcano la rectitud de todo culto.

En otros casos la voz es de alarma ante una expresividad religiosa que aparece como refractaria ante los intentos directivos de la Iglesia. F. Gabriel Llompart, por ejemplo, apunta los peligros que implica la dificultad fiscalizadora de la teología y la necesidad de una vigilancia eclesial de las costumbres religiosas populares. El texto no tiene desperdicio:

La persona del Salvador es aquí considerada [se refiere a una oración popular al Cristo crucificado] teniendo en cuenta su alma cuerpo, sangre, agua del costado y llagas. Patente aquí este afán de sensitiva concreción, este ansia de apoderamiento siempre sincera, pero a veces no bien equilibrada. Esta es la razón por la cual la piedad precisa del regulador de la liturgia y de la tutela de la autoridad religiosa.

Tengan presente que esta misma oración del alma de Cristo tiene un extraño y tardío doblaje referido al alma de la Virgen:

Anima de la Verge, illuminau-me
Cos de la Verge, guardau-me
Llet de la Verge, alleteu-me
Llanto de la Verge, purificau-me...

Yo no digo que esta oración en un determinando contexto cultural fuera más que de mal gusto, pero sí pienso que nos señala el derrumbadero por el cual, abandonada a sí misma, puede precipitarse la religiosidad popular. La amenazan la subjetivización y la superstición. Peligra que rompa con la jerarquía de los valores y emprenda una absurda absolutización. Existen zonas fronterizas ambiguas en las cuales se disciernen con dificultad la religión y la superstición. Pero, a veces, yendo cuesta abajo, no nos damos cuenta de nada hasta que en un recodo tomamos consciencia clara de que hemos salido de las lindes de la piedad popular y hemos dado con nuestros huesos en la misma guarida de la magia» (Llompart 1969: 234-235).

Siempre entre la resignación, la alarma, el escándalo, el paternalismo y la vigilancia cuasi policial, la Iglesia romana ha observado los movimientos y actitudes de la religión tal y como acontecía realmente en la sociedad con suma atención. Aquí reside la clave que explica el por qué el fenómeno que conocemos como religión o religiosidad popular ha perdurado casi de manera exclusiva dentro del mundo industrializado en los países de tradición católica o, a lo sumo, anglicana. La opción del cristianismo reformista protestante fue la de desembarazarse de manera harto expeditiva y hasta sangrienta del problema, entre otras cosas enviando a la hoguera a centenares de miles de personas. Pero el catolicismo no pudo jamás hacer tal cosa, por mucho que cabe suponer que lo hubiera deseado. Digamos que existían ciertas dificultades de índole técnica que lo impedían o, cuando menos, lo hacían difícil.

En primer lugar, la distinción Cristo-otros dioses antiguos, cristianismo-paganismo y la exaltación del catolicismo como religión monoteísta eran cosas que sólo podían acontecer con un mínimo de convicción en el seno mismo del discurso teológico. Fuera de éste eran simplemente imposibles e inaplicables y nunca se habían dado. No se trata sólo que, desde una óptica histórica, el cristianismo fue una religión oriental-mistérica más en la Antigüedad, privilegiada por factores relativos a la lucha por la defensa y la conquista del poder político en Roma, que no tuvieron nada que ver con su presunta superioridad moral ni con la historicidad de su panteón. Se trata, simple y llanamente, que, si entendemos por paganismo lo que entienden los teólogos, el catolicismo practicado es y ha sido siempre una religión absoluta e incontestablemente pagana, es decir idolátrica y politeísta. Eso es algo que ya notara Sigmund Freud cuando consideraba con desdén la pretensión católica de homologarse con su supuesta predecesora, y teológicamente no pagana, la religión judaica, sobre todo en lo que hacía a sus vanos intentos en devenir una fe monoteísta:

En cierto sentido, la nueva religión representó una regresión cultural frente a la anterior, la judía, como suele suceder cuando nuevas masas humanas de nivel cultural inferior irrumpen o son admitidas en culturas más antiguas. La religión cristiana no mantuvo el alto grado de espiritualización que había alcanzado el judaísmo. Ya no era estrictamente monoteísta, sino que incorporó numerosos ritos simbólicos de los pueblos circundantes, restableció la gran Diosa Madre y halló plazas, aunque subordinadas, para instalar a muchas deidades del politeísmo, con disfraces harto transparentes. Pero, ante todo, no cerró la puerta --como había hecho la religión de Atón y la mosaica que le sucedió-- a los elementos supersticiosos, mágicos y místicos, que habrían de convertirse en graves obstáculos para el desarrollo espiritual de los dos milenios siguientes» (Freud 1974: 125-126).

Pero no era sólo eso. Existía también el imperativo teológico, en apariencia paradójico pero explicable, como veremos más adelante, según el cual no había más solución que escuchar y hasta obedecer en cierto modo las majaderías, insolencias, imprudencias y necedades que conformaban la piedad popular, que ya deberíamos empezar a llamar la piedad social. Me refiero al axioma vox populi, vox Dei, es decir, la consideración teologal que concede al pueblo de Dios, al componente humano de la Iglesia como corporación, la virtud de ser fuente de verdad doctrinal. La cuestión está recogida de manera inequívoca en los textos de obediencia y, así, en el capítulo II de la constitución dogmática sobre la Iglesia, correspondiente al Concilio Vaticano II, se puede leer la siguiente fórmula:

El conjunto de fieles, que han recibido del Espíritu Santo la unción sagrada, no puede equivocarse en el creer, y esta propiedad particular, que lo caracteriza, la manifiesta mediante el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo, cuando desde los obispos hasta los fieles laicos de la periferia ofrecen su consentimiento universal en materia de fe y de costumbres (citado por González 1973: 167).

Los conflictos derivados de esta orientación no son en absoluto de naturaleza filosófica. Tienen una impronta grave en la política proselitista de la Iglesia, máxime en un momento como el actual en que la ideologización del discurso religioso ha provocado una crisis en cuanto a eficacia simbólica que se ha traducido en crisis de feligresía y de freno en el proceso expansionista, al menos en la Europa suroriental. Eso es lo que explica el que los estudios de religión popular hayan corrido tantas veces por cuenta de sectores confesionales. La política populista del aparato eclesial no puede dejar de atender a cómo lo que ellos llaman catolicismo popular «reinterpreta las formas religiosas oficiales» (Marzal 1976: 129). Las estrategias eclesiales del tipo teología de la liberación, iglesia del pueblo, etc., saben del valor empírico de los estudios sobre la religiosidad social y son conscientes de que su labor de propaganda necesita nutrirse de sus informaciones, precisamente por la necesidad técnica de introducirse en la «lógica teológica popular» (Vidales 1976: 173). En uno de los textos más recurrentemente aludidos de esta orientación, Dios y la ciudad, J. B. Metz señalaba:

No hay nada que la teología necesite con tanta urgencia como la experiencia religiosa contenida en los símbolos y las narraciones del pueblo. A ellos tiene que acudir, si no quiere morir de hambre. Los conceptos teológicos son raras veces expresión de experiencias nuevas. Con frecuencia reproducen simplemente denominaciones de experiencias pasadas. Más que nunca necesita la teología, para poder ser teología y no dedicarse sólo a la historiografía de la propia disciplina, el pan de la religión, de la mística y de la experiencia religiosa de la gente sencilla» (Metz 1975: 136).

Como se ve, el problema, tanto para el científico social como para el especialista en temas de religión, se plantea como un intento de solventar el carácter enigmático, insólito y desconcertante de un campo semántico que se da en llamar la religión popular. Ésta existe en relación de oposición, dependencia o yuxtaposición con algo que se entiende es la religión oficial, un sistema teológico que se da en llamar el catolicismo, del que se acepta que es la religión, sin calificativos. De ahí proviene, es cierto, la inspiración temática y repertorial, pero los axiomas más sustantivos de su discurso pasan ignorados y desapercibidos en la religión practicada y son sustituidos por comportamientos de apariencia «borrosa, inculta, espontánea y poco elaborada racionalmente» (Oliveira, citado por Prat 1983: 58) y que vehiculan, caso de hacerlo y no ser absolutamente insignificantes, un discurso moral e ideológico incomprensible.

La cuestión de cómo definir y contornear la presunta «religiosidad popular» resultará irresoluble para cualquiera, antropólogo, sociólogo o filósofo religioso, que acepte el apriori de que es en torno a la palabra de la Iglesia católica, apostólica y romana como conviene vertebrar cualquier discurso sobre la religión socialmente ejecutada. Por supuesto que aquí resulta aplicable la apreciación de Spiro (1972: 124), acerca de que la conducta religiosa sólo puede ser explicada a partir de una teoría sobre la existencia de la religión. Lo que sucede es que resulta cuestionable el que esa religión, en tanto que institución que reconocemos en la cultura, sea la que los teólogos elaboran y que la Iglesia reconoce. Esto significa que la presunción de que la modalidad del culto real corresponde a las propuestas doctrinales oficiales, más allá de su simple nominalidad, no puede conducir sino a convertir sus claves explicativas en un auténtico punto ciego para la mirada analítica.

3. Lo intrínseco y lo extrínseco. La «religión popular» y «los sistemas de creencias»

El carácter obstaculizador que tiene la tendencia a primar el valor que se tiene por nodal de la religión oficial, que es lo que en última instancia provoca la connotación teológica de la mayoría de discursos sobre la religiosidad popular, viene agudizado por otra cuestión que aún contribuye a confundir más este ámbito de análisis. Esta cuestión está relacionada con la suposición, aceptada por algunos científicos y de clara génesis teológica también, de que un sistema religioso es ante todo un sistema de creencias, un malentendido que extendió ampliamente la sociología funcionalista americana y que se ha venido cultivando hasta el momento con una cierta imprudencia (ver Sádaba 1991), hasta ser finalmente recuperado y devuelto a la primera línea de la actividad interpretativa por el neopragmatismo de C. Geertz.

La base del catolicismo, en tanto que sistema religioso de fundamentación teológica, se encuentra en la diferenciación entre fe y religión. Si el valor «religión» ya hemos indicado que remite al sistema de las mediaciones, «fe» implica un valor epicentral en tanto que se entiende que es la experiencia o adhesión personal a lo sagrado lo que se expresa en un sistema religioso. Así pues, una religiosidad que no recoja la fe como justificación última simplemente no merece tal conceptualización. Como señala un autor católico, Leclerq: «En la medida en que se borra de las conciencias el sentimiento de la trascendencia divina, el cristianismo se envilece. Y en la misma medida pierde su influencia transformante» (Leclerq, citado por Urteaga 1962: 64).

Como se recordará, la razón del desprecio que Fouillée o Valle-Inclán explicitaban en relación con las prácticas del folclore religioso, venía dada por lo alejadas que éstas estaban de la esencialidad espiritual e intelectual de la religión entendida como instancia de profundización metafísica. En efecto, la religión popular aparecería como un entramado más bien estúpido de «supersticiones purificadas de preocupación científica y teológica», por decirlo como lo hacía Saintyves (1932: 54). Junto a la aparatosidad de sus leyendas de temática sagrada y de sus protocolos rituales colectivos y privados, la religiosidad llamada popular demostraba de continuo una indisimulada desatención hacia los etéreos conceptos relativos a la experiencia íntima de lo santo. Esto resultaba así prácticamente por definición. Un artículo publicado por la jesuítica La Civiltà Cattolica señalaba que las características que cabía atribuir a la religiosidad popular eran: corporeidad, ritualidad, humanidad, búsqueda de la gracia temporal, festividad, etc. (De Rossa 1962: 114); es decir, valores todos ellos alejados de la pureza de la religiosidad privatizada que la Reforma acuñara y que la Iglesia asumiría como propia desde Trento.

La cuestión era que la religión practicada por la mayor parte de la sociedad no sólo no era casi en absoluto espiritual, sino que además se permitía la insolencia de desplegar una auténtica exaltación de la teluricidad. Esto es, y como señalaba Francisco Umbral refiriéndose precisamente a aquellas mismas autopuniciones rituales que escandalizaran a Fouillée, «se trata de una religión que vive obsesionada con el cuerpo, aunque hable mucho del alma» (Umbral 1986). Esto, en el caso español, ha sido destacado por los observadores cultos, ya sea con simpatía: «La religión del español no es abstracta, no es un dogma incruento, ni un distante contacto intelectual con un Dios inaccesible. Es un cálido abrazo, una mano y una herida» (Kazantzakis 1984: 32-33); ya sea con desconfianza y desprecio: «El español es católico por conveniencia, por tradición o por costumbre, más no por esa convicción que nace del profundo conocimiento de una doctrina y su compenetración con ella o de una larga deliberación o de una lucha íntima» (Granados 1969: 15).

La ausencia de vocación espiritualista en la religión popular de temática cristiana, con su obsesiva insistencia en situaciones míticas pasionales y con un elevadísimo nivel de formalismo de sus actuaciones rituales, ha forzado otro tipo de división entre la religión supuestamente oficial y la supuestamente popular. La primera sería esencialmente intrínseca y la segunda extrínseca, tal y como han sugerido Meslin (1972) y Belmont (1989).

Lo que resulta es que --y debe plantearse esto con la sencillez con que se da-- una colosal cantidad de practicantes religiosos en los países donde ha lugar a hablar de religión popular no son en absoluto creyentes. Por ejemplo, quienquiera que haya analizado la composición de cualquier peña de varones organizados para la devoción al Cristo, Virgen o Santo que se quiera, llegará inevitablemente a la constatación de que la mayor parte de sus componentes no sólo no son creyentes, sino que puede resultar previsible que sean blasfemos habituales u hostiles en mayor o menor grado a la instancia eclesial, es decir, abiertamente anticlericales.

El planteamiento, desde la antropología y tal y como lo ha hecho, por ejemplo, Susan Tax (1978: 195-214), de la división fe versus religión, como una fórmula mucho más ajustada a la realidad que la oposición estereotipada como religión oficial versus religión popular, suele poner de manifiesto la manera como la praxis religiosa consuetudinaria es un sistema de representación en el que la fe juega un papel poco relevante y como su ejecución en absoluto exige que los concursantes tengan creencias (en la figura de un orden cósmico divino, de un más allá, etc). Esto subraya la importancia de reflexiones como las que proponía Jean Pouillon (1989: 45-54) en torno a la eficacia operativa para los etnólogos del empleo del verbo creer, de difícil aplicabilidad a otras culturas distintas de la nuestra, a lo que podríamos añadir que ni siquiera en ésta su debilitado valor semántico puede considerarse una contribución clarificadora.

Todo esto viene a implicar que la religión popular, si es que resulta finalmente que es algo, es cualquier cosa menos un sistema de creencias. El comportarse como un buen cristiano, participando de manera activa en las actividades rituales que comporta dicha condición, es algo perfectamente compatible con la carencia absoluta de fe, algo que, por cierto, ya habían notado en su día Marc Augé (1982: 43-53) y que la Belmont formulaba explícitamente: «Se puede ser católico ferviente y practicante sin ser creyente» (Belmont 1989: 57).

4. La religión

Como enseñara Lévi-Strauss al final de El totemismo en la actualidad, un criterio básico en antropología es considerar que la religión difícilmente puede ser, por su propia condición nebulosa, un objeto de ciencia (1980: 150-151). Corresponde, pues, darle el tratamiento de un sistema de conceptualización como otro cualquiera. Por descontado que hay culturas, como la nuestra, en las que la religión sí que es un territorio identificado como en gran medida exento. En estos casos, el antropólogo se dirige al campo donde se produce la manipulación mítica o litúrgica de símbolos socialmente entendidos como sagrados --es decir rituales-- como lo haría hacia cualquier otra institución de la cultura, interpretando como tal lo que Kardiner definía en tanto «cualquier modalidad fija de pensamiento o de conducta, mantenida por un grupo de individuos (es decir por una sociedad), que puede ser comunicada, que goza de aceptación común y la infracción o desviación de la cual produce cierta perturbación al individuo o al grupo» (Kardiner 1975: 32).

En el primer sentido, la religión llamada el catolicismo, tal y como aparece formulada por las instancias teologales, lo es --una religión-- en la medida en que es un sistema de conceptualización en que lo santo es el valor central. Los obstáculos surgen cuando el científico (que ha rehusado el uso del término religión en el sentido a la vez teológico y vulgarizado, a la manera como se habla del budismo, islamismo, etc.) intenta identificar algo conocido como la religión católica con una institución encastrada en la cultura y emanada de ella y de sus necesidades. Pero la historia de la Iglesia católica es, en cierto modo, la historia de su lucha por conseguir un acomodo en la sociedad a la que dirigía sus mensajes propagandísticos, lucha en la que casi nunca ha obtenido éxito absoluto. O dicho de otro modo: en los países donde ha tenido influencia, la religión eclesial ha debido luchar desventajosamente contra la indiferencia e incluso la hostilidad de la mayor parte de la población, que la ha marginado de su vida religiosa, accediendo finalmente a otorgarle un papel inestable, de cuya fragilidad hay innumerables ejemplos históricos bien ilustrativos.

La Iglesia ha sufrido de muchas maneras la tragedia permanente de ver cómo la ideología por ella emanada tenía un eco social más bien restringido. Como señalaban Abercrombie y Turner en su relectura de la teoría marxista al respecto (1985: 151-181), la ideología dominante nunca ha conseguido ir mucho más allá de ser la ideología de los dominantes, sin dominar realmente casi nada en la dinámica social, sobre todo cuando nos alejamos de ese campo específico de lo político en el que, hasta hace bien poco y quizás hasta ahora mismo, sólo una minoría se ha sentido sinceramente complicada. Martin Goodridge ha desarrollado una muy documentada descalificación del tópico de la Edad Media como una «edad de fe», refiriéndose al campesinado inglés, francés e italiano (Goodridge 1975: 381-396), del mismo modo que la desconexión entre los campesinos y la religión teológica en la época preindustrial aparece como incontestable en un buen número de trabajos de historia (Le Bras 1956; Heer 1963; Martin 1969). En contra de lo afirmado por Juliano (1986: 25) --por lo demás maestra y amiga--, el cura rural nunca consiguió cumplir eficientemente su misión de propagador de la doctrina oficial y mucho menos a través de la confesión, tal y como ha estudiado competentemente Turner (1977: 29-58). Las dificultades de la Iglesia en hacer de sus representantes difusores del dogma ha sido bien estudiado desde los trabajos de Marcilhay (1964) y Delumeau (1971). Por lo demás, y en general, la inoperatividad en sociología y antropología de un término tan vago como el catolicismo, en cierto modo su inexistencia en la práctica sociocultural, es algo brillantemente explicado por un famoso trabajo de Bourdieu (1985: 295-334) y aplicado de forma inmejorable por Caro Baroja en su insustituible libro sobre la historia religiosa en la España de los siglos XVI y XVII (Caro 1978).

En cualquier caso, el ejemplo español resulta casi estridente y no es nada casual que el protestante Richard Wright, en su España pagana, llegara a la simple conclusión de que éste ni siquiera era todavía un país católico, en el sentido de que lo que estaba pendiente aquí no era la Reforma sino la misma cristianización (Wright 1968: 265). Los datos estadísticos son contundentes al respecto y hacen incomprensible la afirmación de Prat de que «la misa es la práctica religiosa seguida por un mayor número de personas, pertenecientes a todas las clases sociales, y esto desde siglos» (Prat 1983: 49-69). Hoy, España puede presumir de ser uno de los países católicos menos católicos del mundo, con un nivel de participación de fieles en el principal acto litúrgico oficial por debajo, por ejemplo, de los Estados Unidos, como comentaba no hace mucho y con preocupación una revista eclesial (De Andrés 1985: 79-89). El fenómeno ha sido registrado en las últimas décadas en varios trabajos sociológicos (Doucastella 1957: 375-387; 1967; 1975: 131-162; Güel 1973), tanto para el ámbito rural como para el urbano. Y no es que la situación haya empeorado. Los datos relativos a la religiosidad de finales del siglo pasado y de principios de éste muestran un abandono muy agudizado, salvo en las clases sociales altas, de la observancia dominical (Arbeola 1975; Cabeza 1985: 101-130). La inquietud está justificada sobradamente, no sólo por la poca piedad oficial demostrada por los españoles, sino también por la furiosa forma como se ha puesto de manifiesto su hostilidad hacia el estamento eclesial a través de un anticlericalismo feroz, expresado en varias oportunidades en que las coordenadas históricas han permitido la efusión de un contencioso que ha querido resolverse en motines de claro signo iconoclasta.

Esto último nos puede servir para conectar con otro asunto no menos intrigante. La falta de apego por la praxis litúrgica oficial sucede paralelamente a una fidelidad extrema por ciertos cultos tradicionales. Ordóñez Márquez, en su trabajo sobre la religiosidad en la Huelva de los años 30, no podía por menos que escandalizarse cuando, en plena apostasía y con un fondo político anticlerical, las masas no tuvieran inconveniente en continuar paseando sus santos:

Las prácticas piadosas, faltas de fondo vital, quedaban reducidas casi a tradiciones folclóricas y a expresiones esporádicas del sentimentalismo religioso, donde la fe era fácilmente suplantada por la superstición. Así se explica la intervención masiva de los pueblos en las fiestas religiosas tradicionales, que todavía en los últimos momentos de la República trascendía las mismas leyes laicas y opresoras de la religión (Ordóñez 1968: 253).

El anticlericalismo, por lo demás, había puesto en evidencia el sorprendente criterio selectivo de los españoles a la hora de destruir todos los objetos religiosos accesibles, salvo aquellos que estuvieran integrados en un sistema de religiosidad que resultara cultural, y por tanto psicológicamente también, significativo. Hugh Thomas hace notar cómo:

Era raro que los vecinos de un pueblo quisieran matar a su propio cura o quemarle la iglesia, a menos que fuera un hipócrita o amigo de la burguesía. En semejantes casos se dejaba actuar a gentes que vinieran de otros pueblos. No era corriente que los españoles quemaran una iglesia o una imagen local (...) El arzobispo de Valladolid llegó a decir: «aquella gente estaría dispuesta a dejarse matar por su Virgen local, pero no tendrían ningún inconveniente en quemar las de sus vecinos» (Thomas 1968: 35).

No es extraño que Lisón Tolosana, en uno de sus primeras publicaciones, relativa a la población aragonesa de Chiprana, llamara la atención sobre lo que de paradójico tenía el que el pueblo se volcara con una devoción absoluta a honrar a su santa patrona en tanto la práctica religiosa en relación con el culto oficial casi no existiera durante el resto del año (Lisón 1957: 114). Yo mismo pude escuchar en Estella, en el verano de 1985, cómo el sacerdote se dirigía a una iglesia excepcionalmente llena de público diciendo: «¿Lo hacemos por escuchar la palabra de Cristo, por vivir la fe o por aprovecharnos de este desparramamiento de los placeres...? Hay gente que está muy en contra de la Iglesia, que está muy lejana de ella y que en estos momentos convive con nosotros. Es, en cierta manera, una contradicción» (Diario de Navarra, 5 agosto 1985). Hace algunos años, el cardenal Vicente y Tarancón advertía sobre los peligros de una política de estímulo a fiestas religiosas que lo eran sólo en apariencia, puesto que su fondo era de un catolicismo más que dudoso (en Interviú, 15 septiembre 1986).

Cuando se someten a consideración estos elementos y otros muchos más que no harían sino abundar en esa misma dirección, lo que resulta obvio es que si a algo es aplicable el concepto de marginalidad o incómodo no es a la llamada religión popular con respecto a la religión oficial, por el simple hecho de que ésta en realidad no existe o existe de manera precaria y débil en la propia práctica social. La situación es precisamente la inversa: es la religión de la fe y la teología la que encuentra dificultades de articulación en la religión que se practica, por mucho que procedan de ella muchos aspectos repertoriales y nominales. No resisto la tentación de ilustrar esta evidencia con una información de origen literario, perteneciente a la novela Río Tajo, de la que es autor uno de los grandes de la novela social española, el entonces comunista Cesar M. Arconada. La escena se produce cuando el sacerdote de un pueblo castellano decide no participar en una celebración tradicional, dejándola sin sanción ni presencia oficial:

El cura creía que la fiesta de los pastores estaba aguada y que él, cabezón y defensor de los intereses de la Iglesia, se había salido con la suya. Para qué decir lo que ocurrió cuando le avisaron de que los pastores traían a la Virgen en procesión, como todos los años, pero sin la cooperación religiosa. Se puso hecho un basilisco. Gritaba, daba puñetazos en el aire, se daba golpes en la coronilla. En ninguno de sus sermones había estado tan expresivo.

--¡Esto es una burla intolerable a la Santa Religión! ¡Adónde vamos a parar! ¡Ya no hay respeto a nada, yo no hay conciencia en las gentes! ¡Hasta los pastores están envenenados por las malas doctrinas de los enemigos de Cristo!

Y después de la indignación, la resolución:

--¡Pero ahora van a ver quién soy yo! ¡La Virgen es de la Iglesia y no se puede jugar con ella! Se terció la capa, se puso un solideo que cogió de la percha; y salió a la calle a grandes zancadas. (...)

El cura llegó donde estaba la Virgen, abriéndose paso por entre los grupos. Le salían las palabras atropelladas. Comenzó a gritar:

--¡Quién manda aquí! ¿Hay alguno de la cofradía? ¡Herejes, más que herejes! ¡Sacrílegos! ¡Sacrílegos!

Y en esto llegaron las autoridades de la cofradía, con el Sabio Legüilla a la cabeza. Se abrieron paso. Llegaron al portal donde estaba la Virgen, sobre el altar. Con gran serenidad, el Sabio Legüilla dijo:

--¡Vamos a ver! ¡Vamos a ver! ¿Qué quiere usted aquí, señor cura?

Pero el cura no estaba para suaves palabras de amistad. Se atropelló. Con vivo manoteo, dijo gritando desaforado:

--¡Qué esto que habéis hecho es una canallada y no os lo perdono! (...) ¿Pero es que Dios no está por encima de vuestra gana? ¿Es que las cosas de la Iglesia no merecen vuestro respeto? ¡No lo olvidéis, Dios todopoderoso castigará estas herejías! ¡Y muy pronto! ¡Y además, de quién es la Virgen, vamos a ver, de quién es la Virgen!

El presidente no tuvo necesidad de contestar. Muchas voces, alrededor, por la calle, por distintos lados, afirmaron rotundos:

--¡Nuestra, nuestra!

El cura, ya completamente desbordado, ciego, gritó:

--¿Cómo vuestra? ¡La Virgen es mía, de la Iglesia, y ahora me la llevo!

Y lo que sucedió a continuación fue algo tremendo que nunca se borrará de la memoria. El cura, lleno de rabia, se abalanzó sobre la Virgen. ¡Para qué quiso más la gente! De un empellón se metieron en el portal los que estaban en la puerta y la presión de los de atrás los arrastró hasta el borde mismo del altar. Había apechugones y codazos porque todos querían meterse a defender a la Virgen. Se oía un denso rumor y gritos, y brazos amenazadores en alto. Toda la capilla, hecha de colchas se bamboleaba. No se sabe si fue el cura o fue la gente, lo que sí sucedió es que una mano cualquiera, entre aquellas apretadas gavillas de manos, agarró el manto de la Virgen y esta calló sobre las cabezas de la gente. Todas las velas encendidas se vinieron abajo sobre el altar, y comenzaron a arder las flores de trapo y las sabanillas. Ante el fuego, la gente huyó fuera, atemorizada, pasando por encima de la Virgen que quedó deshecha.

Ya en la calle, unos se dedicaron a traer herradas de agua para apagar el fuego y otros grupos increpaban al cura que, arañado, con el manteo roto, trataba de evadirse de la refriega ante el mal cariz que tomaba (Arconada 1978: 67-68).

Esta secuencia, narrada en clave cómica pero no por ello menos verosímil, nos advierte del tipo de relación que implican los anudamientos que supuestamente se verifican entre las dos religiones (la popular y la oficial), en el sentido de que es la teológica la que tiene problemas de puesta en estructura, no en relación con la religión popular, sino, y digámoslo ya, con la religión real, que es la que impone los contenidos, tolerando sólo que la Iglesia ejercite su poder titulándolos e incorporándose parasitariamente los más moderados. Es decir, no sólo resulta insostenible el tópico vulgar de que la Iglesia ha impuesto los contenidos de sus doctrinas a la presunta religión popular, sino que, bien al contrario, han sido muchas más las veces en las que ha tenido que ceder y asumir una religiosidad socialmente vigente, compuesta por elementos que eran ininteligibles para el discurso teológico y que con frecuencia repugnaban a su proyecto de dignificación interiorizante. La Iglesia tuvo siempre que soportar, además, la sistemática y descarada apropiación social, aquella squatterización de la que hablaba Vovelle, de sus objetos y lugares de culto.

Aquí reside la gran paradoja que el aparato eclesial se ve condenado a repetir. La única manera de divulgar los mensajes de su sistema religioso es vehiculándolos mediante actitudes y conceptos que le son ajenos, y a veces contrarios. Para ganarse un cierto grado de articulación social, la Iglesia debe constantemente cristianizar el folclore y folclorizar el cristianismo. La religión que las gentes practican es, a la vez, un medio y un obstáculo, su principal aliado y su peor enemigo.

El catolicismo, entendido como religión teológica, es, ante todo y casi únicamente, la religión en la que creen y que practican los teólogos y la paupérrima minoría para la que sus arcanos significan. Para la sociedad lo que hay es otra cosa. Joan Prat ha propuesto llamarlo experiencia religiosa ordinaria; es decir «conjunto completo de comportamientos, ritos, concepciones, vivencias, representaciones sociales y símbolos de carácter religioso que en un marco concreto --espacial y temporalmente-- sustentan unos individuos también concretos» (Prat 1983: 63). Gutiérrez Estévez ha sugerido la fórmula sistema religioso de denominación católica, aquel en que, al margen de su procedencia, «todos los elementos están estructurados en un único sistema que organiza su experiencia y proporciona determinadas energías simbólicas para vivir en sociedad» (Gutiérrez 1984: 154).

Ambos trabajos constatan lo más constatable, algo que más adelante Córdoba Montoya haría notar en su atinado trabajo sobre la génesis ideológica de esa noción (Córdoba 1989: 70-82): el que religión popular no es un término aceptable para la antropología y que el contenido que habitualmente se le asigna a lo que corresponde es a la estructura de ritos y mitos, de prácticas y creencias relativas a cosas socialmente consideradas como sagradas, que tienen un valor institucional reconocido por la comunidad, que constituyen modalidades de acción social y vehículos de expresión vehemente de una determinada ideología cultural. Llamar a esa estructura experiencia religiosa ordinaria o sistema religioso de denominación católica es legítimo y preferible a la artificial religiosidad popular. Lo que ocurre es que el valor de tales nociones se acerca al del eufemismo, porque, en antropología y cuando ha lugar a ello --es decir, cuando existe un espacio sociocultural exento a que referir tal categoría--, el nombre que recibe el conglomerado de esas prácticas y creencias no es otro que el de, sencillamente, la religión.

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Octubre 09, 2007

Londres y la velocidad

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Por: Jorge Omar Viera

Las ciudades son como los muertos. Las conservamos en la memoria con la imagen de nuestra experiencia, con el mismo amor, indiferencia u odio, y aunque sabemos que siguen progresando en forma inexorable hacia su apogeo, su decadencia o su destrucción, el cambio que experimentan a través del tiempo, sin nosotros, nos resulta inimaginable. ¿Cómo podrían sobrevivir sin nuestra memoria? Imposible. El mundo sin uno, sin la propia mirada, nos parece imposible.

Y sin embargo la mayor parte del tiempo –a menos que tengamos el privilegio de presenciar la fundación, destrucción o abandono de una ciudad (Brasilia y Pompeya serían ejemplos ilustres)– las ciudades nos han precedido y con mucha mas certeza nos sobrevivirán. Para consolarnos de nuestra redundancia, conviene pensar en las ciudades como naves, que realizan un viaje incierto y a las que a veces abordamos por un tramo del camino. Luego siguen su marcha.

De allí a asignarles una velocidad hay sólo un paso.

¿Y a qué velocidad se mueve Londres y cómo es posible medirla?

La velocidad es un concepto relativo que depende del punto de observación. Si nos situamos una mañana en el portal de Victoria Station o bien en el pretil de London Bridge de o cualquiera de los catorce puentes que cosen las orillas del río, tendemos a pensar que la ciudad se mueve al paso de sus multitudes. Si abordamos uno cualquiera de sus medios de transporte, adquirimos su velocidad y su perspectiva. Luego está el problema de que la ciudad misma se desplace, expandiendo sus fronteras e incrementando su población.

Para muchos habitantes de los pueblos linderos del antiguo Londinium –por ejemplo los moradores de campiñas bucólicas como Hampstead o Mile End o Clapham–, la ciudad vino una mañana a tocar a sus puertas. Hacia mediados del siglo XIX se produjo una explosión demográfica y cartográfica que llevó a Londres a duplicar su tamaño y su población. Si hoy día vamos a cualquiera de sus barrios y nos dejamos llevar por indicios pueblerinos como un silencio perfecto roto de cuando en cuando por el ladrido de un perro o el sonido del viento entre el follaje o la campanilla del camión del lechero, la ciudad nos parece lenta e incluso rural; si hacemos la caminata hasta la calle principal o la estación más cercana de Metro o de tren –pongamos una de las estaciones de cristal y acero del perímetro de la línea Jubilee– tendemos a pensar que hemos sido engañados y que en realidad estamos en el interior de una máquina acelerada o en la turbina de un motor sobre la que un ingeniero gracioso ha pintado escenas campestres.

Vivir en Londres es vivir a varias velocidades y en varios mundos y épocas. Una diferencia de unas pocas calles o unos pocos minutos puede sumirnos en un período o una cultura diferentes. Traspasar una valla es a veces traspasar un milenio; y meterse por uno de los callejones que separan las hileras de viviendas en forma de monobloque o terraza es a veces pasar del sórdido complejo industrial en ruinas a la avenida más marchosa o al barrio residencial más coqueto o al parque recién florecido de rosales y canteros de tulipanes o al patio de una iglesia gótica poblado de lápidas cuyos nombres han sido borrados por la lluvia de cientos de años. Una humilde cerca de jardín separa generaciones y continentes, y uno se queda con la impresión de que la contigüidad en el espacio es contigüidad en el tiempo. No solamente la ciudad se comporta como una máquina, sino como una máquina de viajar.

Fue Le Corbusier, el arquitecto que escribía como un poeta, quien propuso ya a principios del siglo XX en su libro Hacia una arquitectura, que podemos pensar una casa –y por extensión una ciudad– como una máquina de habitar. Una casa o una ciudad son un espacio dinámico, capaz de múltiples funciones. Las ciudades, estirando hasta el límite el aforismo de Le Corbusier, son también máquinas dotadas de su propio movimiento y de su propia velocidad. Las ciudades son medios de transporte y si me apuran, diré que las ciudades son máquinas del tiempo.

Según nos enseñan los astrofísicos, la idea del viaje en el tiempo es posible –y plausible– a condición de que alguien decida financiar la investigación y sostenga el esfuerzo y el apoyo de un número n de generaciones de científicos durante un tiempo indeterminado. Mientras no exista esa posibilidad, deberemos conformarnos con viajar hacia el futuro usando el combustible de nuestra propia vida y abordando el complejo medio de transporte que es una ciudad. La paradoja de este movimiento es que nuestra lentitud lo vuelve casi imperceptible.

Toda ciudad es el río de Heráclito y se diría que no existe sino para destruir nuestra ilusión de permanencia. Toda ciudad se mueve en el tiempo y la idea de velocidad le es inherente. Podemos pensar en la ciudad misma como un medio de locomoción que nos cobija a medida que crecemos y avanzamos y al igual que nosotros lo hace en una sola dirección.

Londres produce más que ninguna otra ciudad la sensación de estar dentro de una nave y al igual que un crucero, la sensación de ser un viaje dentro de un viaje y de que el destino no es tan importante como la travesía misma.

Para quien vive y ama la ciudad, Londres se transforma no solamente en una nave, sino además en un destino. Como medio de transporte, la ciudad es lo más parecido a la máquina del tiempo de Wells. Y como máquina del tiempo, la ciudad parece cumplir con lo que Stephen Hawking llama "la conjetura de protección cronológica": una ciudad no puede sino desplazarse hacia el futuro.

En los más salvajes sueños compensatorios de los londinenses –compensatorios a causa de su clima, su carestía, su soledad, su neurosis– imaginan que no es necesario viajar a ninguna parte ya que Londres no es más que el futuro del mundo y algún día todo el mundo será Londres.

Sólo se trata de esperar, sin moverse del sofá ni dejar de asir el asa de la misma noble taza de té frente a la pantalla en la cual ha de aparecer en cualquier momento un periodista de la BBC World diciendo que Londres acaba de aterrizar en un pueblito del medioeste americano o del sudeste asiático.

Si visitamos una ciudad de vez en cuando, o quizás una sola vez en la vida, nos parece como si al dejarla atrás se quedara detenida por obra de un conjuro. Tratamos a las ciudades con cierta condescendencia, pensándolas como estaciones o puntos en el mapa. Las pensamos inertes y siempre a nuestra espera. Acaso, nos decimos, no volverán a existir hasta la próxima vez que les dirijamos la mirada. ¿Acaso Londres queda suspendida en un sortilegio de Bella Durmiente cada vez que me ausento de ella?

Para las ciudades vale más que para ninguna otra cosa el bello oxímoron de Octavio Paz: "la fijeza es siempre momentánea". O tal vez: "la fijeza nunca es enteramente fijeza y siempre es un momento del cambio". Hacemos una fotografía frente al Taj Majal como quien pesca una trucha del río o caza una mariposa en una jungla. Miramos la foto, miramos el pescado, pinchamos la mariposa en un cartón y la enmarcamos: así nos creemos que el río, la jungla y Nueva Delhi siguen siendo los mismos. Pero las ciudades nos hacen trampa, cambiando mientras las observamos o alterando la impresión que tenemos de ellas de la noche a la mañana y entre una y otra visita, si acaso tenemos ocasión de verlas más de una vez. Luego está el hecho de que la ciudad misma viaja y si bien nos creemos sus protagonistas, sus habitantes, no somos más que sus pasajeros.

Si la ciudad es un medio de transporte, lo es tanto físico como espiritual. En una ciudad uno se desplaza con el cuerpo y viaja también con la mente. La ciudad es desde luego un objeto físico, pero también es un objeto metafísico: es una máquina de recorrer y de meditar; una máquina del tiempo y un ordenador de la memoria. En Londres, como en pocas ciudades, esta noción se vuelve espectacular porque la ciudad trazada en círculos concéntricos tropieza con su propio pasado y porque su población de seres vivos es equivalente a su población de fantasmas. En toda ciudad uno viaja a través del espacio, pero sobre todo a través del tiempo (aunque con más frecuencia nos demos cuenta de lo primero que de lo segundo). En Londres la travesía se complica aún más porque además de desplazarse por el espacio y por el tiempo, uno se desplaza por los universos paralelos de una Babel de más de doscientas lenguas y culturas: Londres es el ómnibus a bordo del cual recorremos nuestra fantasía y somos a la vez recorridos por la fantasía de los otros.

La máquina de viajar
En un mundo de varias velocidades, Londres ha importado los ritmos de sus antípodas: ha exportado un imperio y ha adquirido un universo; se ha apropiado del campo que la rodeaba y lo ha vuelto ciudad, y a través de la construcción de rascacielos comienza a hacer suyo el cielo por el que durante tanto tiempo se dejó subyugar. A cambio ha exportado la pesadilla decimonónica a los trópicos; la voluntad victoriana triunfa en los talleres techados de chapas donde personas sin nombre y sin derechos manipulan a cuarenta y pico de grados centígrados la ropa de abrigo que los londinenses utilizaremos en el inviertoño. Londres no es solamente la ciudad que vemos sino el turbio espectro de su historia diseminado por todo el planeta. En muchas ciudades se encuentran restos de Londres y se detecta la tracción a sangre que comenzó con los latidos de su era industrial.

Máquina de viajar, máquina de máquinas. Dickens la llamaba Villa Carbón (Coketown) y el historiador de las ciudades Lewis Mumford, “la colmena oscura”, sugiriendo un infierno compartimentado de laboriosidad en penumbra. El escritor Ford Maddox Ford decía que “Londres comienza donde empiezan los árboles negros”, los plátanos que soportaban una persistente capa de hollín. Hay algo lúgubre en la energía de Londres, incluso en nuestros días. Hay una calma ominosa que encubre las más perentorias urgencias. Dentro de un motor, no percibimos la velocidad: son todos pequeños movimientos de émbolos y pistones, sinergias que no parecen tener finalidad ni fin.

El industrialismo victoriano quebraba el cuerpo –los hombres y las mujeres y los niños se reventaban en el mercado de trabajo como si fueran caballos–. El utilitarismo post-industrial se dirige al alma; en un sistema de nanotecnologías, circulación de electrones, fulminación de datos, magnetizaciones y secuencias digitales, la apuesta organicista de la industria es por el control del motor invisible que da verdadero acceso al corazón humano. En la City de Londres las almas se quiebran a menudo. Los participantes voluntarios en la aventura saben que tienen un tiempo promedio de cinco años para entrar y salir del juego con una suma de dinero y su cordura y sensibilidad intactas. La incidencia de enfermedades mentales que incluyen estrés, síndrome de fatiga permanente, ataques de pánico, depresiones agudas, suicidios, manías depresivas, colapsos nerviosos, anorexia, fobias, desórdenes afectivos estacionales y otras condiciones psicológicas, permanecen en el mismo limbo de legislación que el raquitismo, la desnutrición, el índice de mortalidad infantil o la falta de sanidad e higiene victorianas. A una velocidad X en Kbs informáticos, las almas de la City de Londres se rompen, se pulverizan o se endurecen hasta adquirir el filo del diamante.

Los aburridos empleados de la City que en sus horas muertas u ociosas hacen una gira por páginas web porno, pueden ser amonestados o despedidos en base a la información que proporciona el departamento de informática de la empresa, si bien la intención de estos controles no es atrapar rijosos operadores de bolsa sino detectar transacciones de datos de espionaje industrial o traiciones a los protocolos de imagen de la compañía.

El fenómeno es global y puede afectar tanto a un empleado de British Petroleum en el desierto argelino como a un monje budista en un templo de Chiang Mai o a cualquiera que disponga de un ordenador en cualquier punto del mundo. Pero en Londres es la concentración física de un ejército de cientos de miles de empleados corporativos en la milla cuadrada de la City y el área anexa de los Docklands lo que la vuelve espectacular. La comunidad es electrónica y los vínculos virtuales, pero la disposición en “planta libre” de las oficinas organizadas en forma de mil hojas en los ingentes rascacielos es la continuación del taller victoriano por otros medios. Villa Carbón se ha transformado en Villa Pentium. La colmena oscura de las fábricas teñidas de hollín se ha transformado en el panal cristalino con anillas de acero y ventanas de cristal inteligente que regulan la luz del sol.

El empleado de la colmena cristalina sigue siendo el hombre o la mujer de la multitud victoriana apretando el paso por las mismas calles y los mismos túneles a los que se han añadido incrustaciones tecnológicas. Los horarios siguen siendo larguísimos, pero ahora el empleado acude –en algunos casos mediante el incentivo de un bonus y en la mayoría de los casos sólo por conservar el trabajo– por su propia voluntad. El ojo del empleador sigue siendo implacable pero gran parte de su supervisión ha sido delegada a los sistemas informáticos o a la peer-supervision, o sea el control de los empleados entre sí. El empleado de la colmena cristalina no tiene escapatoria sino hacia el interior de la pantalla-celdilla donde remueve diariamente su cera de datos y deja constantemente las huellas de sus dedos y de sus pensamientos. El viaje a la colmena sigue siendo infausto –en muchos casos más largo y más peligroso que en el siglo diecinueve– y la calidad insalubre de la vida se ha desplazado del eje físico al eje mental.

He aquí una cara escondida, inquietante, de la velocidad de Londres: puede parecer un enclave caótico bajo la administración de vetustos poderes post-imperiales; una ciudad-estado gobernada por una burocracia decadente, morosa y al borde del colapso; pero tan cierta como su desorganización es la eficacia de sus sistemas de control y casi todas nuestras acciones son filmadas y casi todos nuestros movimientos registrados y pasibles de escrutinio. Los ataques terroristas del 7J 2005, no han hecho más que exacerbar –y servir de justificación política– a esta tendencia a la supervisión desaforada.

En una ciudad donde hasta un sándwich se suele pagar con tarjeta de crédito durante las prisas de la hora de almuerzo, casi todo lo que hacemos deja huellas electrónicas. Casi todos los días escribimos un diario espectral que incluye nuestras comunicaciones por email o teléfono móvil, nuestras visitas a sitios en la Internet, nuestras transacciones en cajeros automáticos o nuestras compras con tarjetas de crédito o de débito. En materia de microsegundos dejamos huellas perdurables que se almacenan durante meses o años en los servidores de compañías o departamentos estatales. Los datos que se obtienen sobre nosotros pueden ser utilizados por los departamentos de publicidad y marketing de las corporaciones (fastidioso), por los servicios de inteligencia (inquietante), por revendedores de datos personales para fraudes financieros o fragua de identidades (siniestro). En la vida cotidiana nuestros conocidos pueden dejar huellas electrónicas con la crueldad más inocente: muchos ligues que uno hace en bares o discos ni siquiera se toman el trabajo de dejar un mensaje en tu contestador telefónico. Asumen, con toda naturalidad, que al llegar a casa vas a marcar el 1471 e informarte del último número que ha llamado a tu línea. En su defecto puedes revisar la lista de llamadas perdidas en tu móvil y entonces tendrás, si quieres, la opción de llamar de vuelta al interesado o la interesada. En muchos casos son las máquinas las que se llaman entre sí durante días o semanas antes de que dos voces humanas se encuentren, si acaso superan alguna vez la timidez electrónica. Los mensajes textuales son otra manera de esquivar la voz. Pero la persona que no responde el teléfono no está necesariamente coqueteando ni haciendo el amor con una tercera persona: lo más probable es que esté entretenidísima destruyendo facturas y papeles firmados con su flamante shredder o “destructor de papel” a fin de tratar de borrar alguna de sus huellas nunca mejor dicho digitales. No tal vez un magnífico hobby de fin de semana, pero muy comprensible en una sociedad donde no hay cartoneros sino carroñeros de datos que revuelven la basura en busca de membretes de resúmenes bancarios y números de tarjetas de crédito.

Sometido a la fuerza centrípeta de la ciudad –a su irresistible gravedad– el cuerpo se nutre y se mima hasta donde es posible, aunque sea con bocadillos que, no importa qué sabor se elija, saben más o menos a lo mismo y se compran en tiendas similares y resultan tan insatisfactorios como inocuos. Las compañías que requieren el auto-secuestro de sus empleados han comprendido por fin (y este es un avance sobre los utilitaristas victorianos) que el cuerpo es una máquina que requiere un reciclaje periódico de energía y suelen disponer de gimnasios o pagar abonos a “Health Clubs” cercanos a los que es posible hacerse una escapada, correr media hora en el tread-mill, darse una ducha y volver a trabajar. Las compañías pequeñas y medianas no pueden ni soñar con ofrecer estos beneficios y tratan de compensarlo con una salida ocasional al pub, en general un viernes, donde los empleados tienen la oportunidad de emborracharse por cuenta del patrón (y una ilusión de democracia, ya que el patrón se emborracha con ellos). Cafeína sofisticada a precios exorbitantes de Starbucks por la mañana, sándwich triangular en aséptico envase de plástico transparente de Pret-a-manger y alcohol o cigarrillos o aspirinas o calmantes o porros o líneas de coca por la noche –salpicadas por la ocasional escapadita a la máquina expendedora para adquirir un “chocolate-fix” – forman la dieta que regula el desempeño corporal. El cuerpo debe conformarse con esta dieta y con el ejercicio que realiza durante la frenética pausa de 15 o 20 minutos para engullir el bocadillo entre las 12:30 y las 13:30 –hora a la que todo el mundo sale en hordas a la calle y se forman filas en cafeterías, delis, tiendas de comidas rápidas y farmacias–. El espíritu nada tiene que ver con todo esto. El espíritu, como solía decir el Dr. David Whittington, mi médico de cabecera en Londres y un sarcástico genial, dejó de existir hace un par de décadas por decreto de Margaret Thatcher y por lo tanto ya no debemos preocuparnos por él (y mucho menos en la City de Londres, donde no se conocen transacciones espirituales y las ideas de náusea existencial, sentido de la vida, azar o fatalidad de Dios, fugacidad de las cosas, tempus fugit, angst, cosmovisión, eternidad o moral son academicismos muy difíciles de presentar en proyecciones de Powerpoint). A la mente no le falta de qué ocuparse y es conveniente utilizarla como un procesador de datos que se enchufa a un tomacorriente de Villa Pentium, y ya. El alma, por último, puede solazarse con las vistas sobrecogedoras desde las ventanas que dominan la ciudad iluminada al caer la noche –que no son para nada desdeñables– pero no hay mucho más que ofrecerle.


Momentum
Fui un niño fantasioso que creció en la época de la carrera espacial americano-soviética y que presenció con ojos fascinados, en un desvencijado televisor de colegio, el alunizaje de Armstrong, Aldrin y Collins en 1969. De aquella infancia sideral –o acaso sólo lunática– tal vez me venga la idea de que las ciudades –y en especial las megalópolis– son como planetas que nos hacen pensar en su masa, en su gravitación y en su velocidad. Son fenómenos gaseosos y a la vez sólidos de magnetismo y frenesí. La conversación que producen en torno a su existencia es una suerte de "música de las esferas". En esa música podemos a su vez distinguir tempo y ritmo y en el sonido de los nombres de las ciudades, igual que en un fraseo musical, una variación de resonancias que es a la vez infinita y única para cada uno. Escribimos "Shanghai, 1832", o "Berlín, 1939" o "Río de Janeiro, 1981", o "Londres, 1995" y lo que para otros es apenas el pié de página, para uno es una historia de vida que pugna por ser escrita.

Londres proyecta su influencia sobre el mundo entero y su vocación de astro se deja sentir aún estando en su centro. El mejor lugar desde el cuál experimentar su fulgor y su gravitación es el London Eye o Noria de Londres. El London Eye es la metonimia de Londres –la parte minúscula que remite al todo gigantesco–. Es el ojo que contempla su propia belleza. Pero el London Eye es además la metáfora más espectacular del tempo y del ritmo de Londres, y de su velocidad maquínica, y quizá ésta sea la razón de su éxito fenomenal entre el público desde su construcción para los festejos del milenio: una imponente rueda de acero que se eleva junto a Westminster, en la ribera Sur del río. Cada uno de sus rayos culmina en un pod o cápsula de vidrio en la cual van los pasajeros. Desde cualquiera de sus cápsulas, apenas mecida por el silbido del viento, se diría que la ciudad está detenida a fin de dejarse observar. A la distancia, cualquiera diría que es la Noria de Londres la que está detenida. Sin embargo la noria tarda solamente cuarenta minutos en efectuar una rotación sobre sí misma, y no se detiene nunca.

El London Eye es, con sus 135 metros de altura, la mayor noria panorámica del mundo y de la historia. La palabra noria, con su connotación a la monotonía del trabajo forzado, no es la más feliz para describir esta estructura a la vez leve y monumental. La palabra noria trae desde el fondo de la memoria cuentos aciagos de caballos obligados a girar de continuo en el interior de molinos o antiguos tiovivos. (Pero noria proviene del árabe nā‘ūrah, y suena también a rueda de jardín andaluz, o de patio magrebí, que extrae el agua de los pozos y gira formando una constelación de gotitas brillantes). En las ferias de infancia, siempre había una noria con su contorno iluminado por hileras de lamparillas recortando su circunferencia en la noche. Algunos la llamaban “rueda”, que es una descripción sucinta y técnica. Pero en la mayoría de los casos, en el Cono Sur, la conocíamos con el nombre de “vuelta al mundo”, que viene como anillo al dedo para describir al London Eye.

Una revolución completa del London Eye dura unos cuarenta minutos y durante ese tiempo se tiene la sensación de iniciar una vuelta al mundo en globo. De lejos, parece como si la rueda estuviera inmóvil. Al ras del suelo, hay que apresurarse un poco para entrar, ya que anda a un cuarto de la velocidad a la que anda una persona, y no se detiene nunca. A bordo, se tiene la sensación de flotar en una tenue ráfaga de viento. El London Eye tiene primos en todo el mundo y un antecedente célebre es la rueda de Earl's Court, que se construyó como parte de la Exposición de Earl's Court de 1894-95 y estaba ubicada cerca de la estación West Kensington, al Oeste de Londres. Un reclamo victoriano escrito por un tal George Birch, en The Descriptive Album of London, c.1896 la describía como la posibilidad de:

“…experimentar los fascinantes efectos de una ascensión en el aire, sin los peligros a los que se expone un globo aerostático (efectuar un ascenso más alto del que se esperaba, y evitar la improbabilidad de aterrizar de una pieza).”

La rueda de Earl's Court que funcionó entre 1895 y 1909 era una réplica de la célebre Ferris Wheel que había sido la atracción principal de la Exposición de Chicago de 1893. Se elevaba a 92 metros de altura y su rotación era controlada por dos motores a vapor de 50hp. La rueda en sí misma pesaba 500 toneladas, sumadas a las 600 toneladas de los rayos que soportaban el eje. Cada rotación duraba 20 minutos. Las cuarenta cabinas tenían capacidad para 40 pasajeros y no era infrecuente que la rueda se detuviera a causa de desperfectos técnicos mientras las cabinas de cristal estaban llenas, dejando varados a los pasajeros por tiempo indefinido. El 21 de mayo de 1896 a las 19:40 la rueda se detuvo y no fue sino hasta el mediodía del día siguiente cuando el último de los pasajeros consiguió ser evacuado. La Banda de la Guardia, que tocaba en el terreno de la exhibición, siguió interpretando música hasta altas horas para entretener a los pasajeros atrapados, y cada uno de ellos recibió la suma de 5£ de London Exhibitions Limited a manera de compensación. Al día siguiente del percance, se formó una fila de unas 11.000 personas con la esperanza de quedarse atascados en la rueda a fin de cobrar sus cinco libras de compensación, convirtiendo así el desperfecto de la rueda en un incentivo a su popularidad. No es raro que en la época se volviera una humorada frecuente culpar al fallo de la rueda por la tardanza en volver a casa. La rueda sobrevivió hasta 1906/7 cuando dejó de ser lucrativa y cayó bajo la piqueta de la demolición.

Tal vez fueran estos fantasmas de falta de lucratividad, peligro o extravagancia los que echaron cierta sombra sobre los proyectos para la construcción de la Rueda del Milenio, el otro nombre del London Eye en vísperas de las celebraciones del año 2000. Como siempre que se intenta algo arquitectónicamente provocativo, no faltaron los agoreros. Algunas cosas nunca cambian: el periódico The Builder escribía a principios del siglo XX a propósito de la rueda de Earl's Court:

''Tenemos tan poca simpatía por esta clase de tonto juguete sensacional como por la torre Eiffel… Es una pena que el esfuerzo y el costo empleado en su construcción no se haya dedicado a una finalidad más útil que propulsar coches atestados de idiotas alrededor de un círculo vertical''

Convengamos con los redactores de The Builder en que una vuelta en la Rueda del Milenio es la manera más inútil y hermosa de viajar. No nos transporta a ningún sitio y sin embargo al bajar parece como si volviéramos de otro mundo, tal vez de otro planeta, o tal vez de echar una mirada digna de Dios sobre una ciudad que es en sí misma como un planeta.

La inmensa circunferencia gira despacio, pero más veloz de lo que pudiera suponerse a la distancia. El filo del atardecer dibuja un momento en el tiempo y según somos propulsados hacia el cenit alguien dice “it´s gaining momentum” –está ganando velocidad– y comprendo que no existe mejor manera de expresarlo sino con la palabra latina importada por la lengua inglesa: “momentum”, una palabra mágica que resume tiempo y movimiento, impulso y duración.

Aristóteles pensaba que el movimiento circular es perfecto. Pensaba que la Tierra, como una esfera inmóvil, estaba en el centro del universo y que alrededor de ella, incrustados en esferas concéntricas transparentes, giraban los astros y planetas, propulsados por un último motor inmóvil, que actúa directamente sobre la última esfera, más allá de la cual ya no hay nada. Es difícil no ver su teoría, tan errónea como bella, ilustrada en esta contemplativa “vuelta al mundo”.

Las ciudades son como los planetas, y las ruedas de feria como vueltas al mundo y si no me hubiera tocado girar por el mundo en forma literal, aquellos giros en las ruedas de las ferias de infancia habrían bastado para propulsar mi fantasía durante toda una vida, ya que siguen siendo la ilusión del viaje nunca igualado: viajar es siempre imaginar y todos los viajes estaban contenidos en la primera Vuelta al Mundo. ¿Son vehículos las ciudades y dan la vuelta al mundo sin moverse o nos hacen girar como idiotas en una rueda vertical? No lo sé, pero sin duda nos hacen pensar en la velocidad y se comportan a veces como medios de transporte. ¿Son máquinas y, acaso, máquinas de viajar? Si lo son, procuramos disimularlo. En verdad, las ciudades son organismos o mundos enteros y como si fueran planetas que estuvieron allí antes que nosotros y seguirán estando allí cuando nos hayamos ido. Y en cada regreso a cada ciudad que hemos visitado, incluso la propia, nos vemos traicionados por cambios de ritmo y de lugar, de tempo y de superficie. El hecho de que la persona que regresa nunca sea la misma no contribuye a aclarar las cosas.

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Julio 24, 2007

TRES PUNTOS, SUSPENSIVOS, SOBRE EL LIBRO OBJETO

Un sugestivo y personal recorrido por las experiencias y las cualidades que se agrupan bajo la expresión "libro objeto".

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Por:Guillermo Daghero(*)

"El arte es, ustedes lo recuerdan, un ser marionetiesco, yámbico-pentápodo, y -esta propiedad está refrendada también mitológicamente por la alusión a Pigmalión y su creatura- falto de hijos." Paul Celan [1]

UNO Varias son las vías de acceso al imaginario del librobjeto. Algunas consideraciones sobre el lugar que el objeto libro ocupa en el espectador, en el lector, nos enfrentan a un capítulo distinto del libro, donde se hace perceptible un lenguaje otro. Más universal, más ligado a la forma. Lugar de lo posible manipulable, de lo apenas verbal -en algunos casos- y extraño -en la mayoría. Puede pensarse en una categoría que tiene que ver con el ojo, con las lecturas y con la materialidad de la cosa.
Indicios de indicios. Los manuscritos impresos en papiros, rollos y pergaminos. Luego códices, hasta convertirse en libros de gran formato, poco manejables, adornados e ilustrados: "incunables" que no estaban destinados a la circulación del saber sino considerados objetos sagrados, cuidados, respetados como tales y sin difusión (casi).

Con la aparición del papel y el desarrollo de la industria papelera, el libro -tradicionalmente hablando- es concebido como instrumento de transmisión (¿?).
Desde la literatura infantil aparecen las ediciones de libros para ver, algunos táctiles, otros, verdaderas piezas de orfebrería donde se mixtura el color de las imágenes, con una voz lectora y la posibilidad del armado de un mundo en cualquier sitio (libro-maqueta) (("colección Walter Benjamin" [2] de libros antiguos para niños)).

La mirada hace del libro un objeto, una cosa: cuerpo ejemplar volumen libro.
Aventurando algunos pareceres, cuántos libros posan y reposan acumulando partículas del ambiente convirtiéndose en librescas alimañas: libros no-leídos; libros pesados (libro-plomo); libro objeto de mudanzas (libros heredados). Cuántos otros en la mesa de luz, años enteros, vidas enteras: libro sagrado (?bibl-?), libro-ritual (misal), libro-santuario (Mallarmé).

Libro leído = objeto abandonado: libro de culto.

Libros y más libros parados, acostados (libro cerrado). Más y más letras muertas (libro de los muertos: escrito en papiro que acompañaba al muerto en la tumba).
Cuántas veces nos encontramos en una librería y tentados por tantos, tenemos que decidir por adquirir un libro, un ejemplar de esa edición. Es ahí cuando la tapa (el container, el envase del contenido) juega en esa decisión con un entrar por los ojos. Este pararse frente al objeto libro nos remite a un acto primario e instintivo donde el ojo y la mirada pelean-se. Encuéntrase in situ lo pequeño con lo grande. Los mundos. El ojo hace de órgano mapamundi (libro de la sabiduría) y ligero chequea el pasado del sujeto. La mirada es para adelante: la que ayuda a caminar, a ver lo que tenemos en frente.

Hablar d e s p a c i o: el libro es aún inédito, el libro está agotado.

Libro robado, desaparecido. El libro se ha prestado.

El ojo es el encargado del rutinario ejercicio de la mirada. Este acostumbramiento produce cierta madurez (más-duro) del objeto arrastrándolo a un campo visual. Podría decirse que un libro es objeto de sí mismo: un librobjeto = un objeto-libro (lugar ocupado en el espacio para pensar el lenguaje).

DOS ... "el arte -pareciera decirnos, con Cornell- lee siempre un libro interior que habla de la ciudad del alma", escribe María Negroni [3] en El arte del ladrón.

Cecilia Vicuña, poeta y performer chilena, radicada en USA, trabaja desde los años '60 indistintamente con manuscritos, objetos, ediciones únicas, limitadas, seriadas y no seriadas sin perder sutilezas en cualquiera de sus resultados (en "Book No Book", en the Woodland Pattern Book Center, en Milwaukee, USA, sept. 2001, reunía una selección de los libros realizados entre 1965 y 2001).

Dejar marcas sobre los renglones de una lámina de cebolla entonces...

En los distinto haceres, suele utilizarse el libro como soporte: libros que se reconocen como objetos en forma de libro. Libro como recipiente. Libro de trabajo (Mark Lammert); libro-común-contenedor (de la traducción de 34 hojas escritas en reversos de facturas, hojas de almanaques y volantes, la editorial Gallimard publica dos libros -de los 526 manuscritos en letra gótica microscópica- de Robert Walser); libro-de-llevar (de bolsillo, fetiche, compañero: género de arte de viajeros) [4]. Libro como formato ideal para mostrar: libro de escritores (edición de autor, libro original, libro único; edición diamante [príncipe: la primera de una obra]); libros de poesía ("5 metros de poesía", libro acordeón de Carlos Oquendo de Amat, 1927); de poesía concreta ("Caixa Preta", Augusto de Campos, 1974); de poesía visual y sonora ("2 ou + corpos no mesmo espaço", Arnaldo Antunes, 1997). Libros conceptuales; libros de intervención; libros de imágenes (Christian Boltanski); libros performáticos; libro-catálogo (libro de libros).

Otro es el costado sutil y sensible del libro como objeto: libro que es por sí mismo una obra y no un medio de difusión de una obra. Libro de artista: categoría de las artes visuales que dentro de sus particularidades reconoce al poema-objeto (Joan Brossa) y al librobjeto; libros táctiles (Marie Orensanz); Librobjeto: libro autónomo, pieza única, distinta y distante. A veces manipulable, otras, inmóvil (libro-bola de Gérard Duchême, colección Galerie Caroline Corre, París).

Dicha taxonomía permite transparencias e inflexiones que remiten a obras algunas aunque el librobjeto esconda el ojo en su valor objetual.

Un libro como objeto guarda su condición de auténtico. Al decir de Baudrillard: "autenticidad: (ser-fundado-en-sí-mismo)"... "habla del origen de la obra, de su fecha, de su autor, de su signo" [5]. La condición de ser del librobjeto es-ser-obra (librobra). Objeto único, original; objeto de pasión, por ende objeto coleccionable (in útil). Lo visible en un librobjeto es la idea hecha a base de despojo y síntesis. El guiño reside en los elementos que lo componen, y de las muchas lecturas que puedan hacerse de sus materiales. Ahí la pupila del zahorí; las aproximaciones al blanco. Un librobjeto habla -sin decir palabra = mudo- de una obra cualquiera que tiene como objeto ser visto, manipulado y pensado.

TRES Libro raro: una rareza ("Pomelo" [6]; La Poesía Chilena [7]; Mar Paraguayo [8]"; "Instan" [9]; ) o pequeñas perlas editadas. Ediciones banales. Multiformes. Interdisciplinarias. Libros híbridos. "Ceci n´est pas un livre" [10].

Más de uno se impacientó ante un librobjeto presagiando el destino del libro.
"El libro no es una imagen del mundo, aún menos un significante (...). No nos hallamos frente a la muerte del libro, sino frente a otra manera de leer. En un libro no hay nada que entender, pero hay mucho por utilizar. No hay nada que interpretar ni significar, sino mucho por experimentar. El libro debe formar máquina con alguna cosa, debe ser un pequeño útil sobre un exterior" [11].
Muchos experimentan este hacer-libro como un saberlo-hacer-todo; como verdaderos "momentos de epifanía (... momentos particulares en que todo parece condensarse en su máxima energía y plenitud ... momento de deslumbramiento en la vida común, algo que quisiera retener las horas, que quisiera existir plenamente en un mundo cerrado, circular y feliz)" [12] de autor. Las más de las veces este hacer libro está emparentado a un pedido de ocasión, a una etapa experimental de autor paralela a su búsqueda o alguna tentativa de venta más accesible. El librobjeto entendido como recinto = mental (libro-condenado) es un don de pocos autores. Un género sin crítica, sin ojos (casi)((descuidado)).
Sin más calificativos, un librobjeto contiene lo que cualquier obra: fugacidad.
Bajo este aire vale inventar un lenguaje moderno a través del lenguaje común.

(*) Guillermo Daghero nace en la localidad de Oliva (Provincia de Córdoba), en el año 1967. Trabaja en la rehabilitación de la enfermedad mental a través de quehaceres artísticos. Ha publicado los siguientes libros: "La construcción", (1996), edición de autor; "Buenos días a todos menos a uno" (1998), Ingenio Editorial; "la eme" (2000), Ingenio Editorial, y "h de hombre, de silla" (2002), junto a Natalia Blanch, edición limitada.

Notas:
[1] Paul Celan: El meridiano, traducción y notas de Pablo Oyarzun Robles, Intemperie Ediciones, Santiago, 1997.
[2] Walter Benjamin: Escritos, La literatura infantil, los niños y los jóvenes, Ed. Nueva Visión, Buenos Aires, 1989.
[3] Charles Simic: Totemismo y otros poemas (sobre el arte de Joseph Cornell), Alción Editora, Córdoba, 2000.
[4] Enrique Vila-Matas: Historia Abreviada de la literatura Portátil, Anagrama, Barcelona, 1996.
[5] Jean Baudrillard: El Sistema de los Objetos, Siglo Veintiuno Editores, México,1997.
[6] Yoko Ono: Pomelo, Ediciones de la Flor, Buenos Aires, 1970.
[7] Juan Luis Martínez: La Poesía Chilena, Ed. Archivo, Santiago, 1978 (dicha edición consiste en una caja negra [500 ejemplares. 399 numerados] que en su interior contiene una bolsita con tierra, le sigue un escrito breve y varias partidas de defunción acompañadas al dorso de la bandera de Chile).
[8] Wilson Bueno: Mar Paraguayo, Intemperie Ediciones, Santiago, 2001. A modo de prólogo de esta edición Néstor Perlongher dice que "Mar Paraguayo no es un poema para contarse por teléfono". M.P. es una excelente obra escrita de otra forma. Al nombrarlo como libro raro, es sólo para hacer hincapié en la invención de un lenguaje (que puede entenderse como lenguaje otro) y desmitificar algunas prioridades de juicio de valor estético para encasillar los libros.
[9] Cecília Vicuña: Instan, Kelsey St. Press, 2002.
[10] "Esto no es un libro" (tr.) LIVRES D´ARTISTES -Collection Semaphore, Centre Georges Pompidou/BPI et Editions Herscher, París, 1985.
[11] Gilles Deleuze y Félix Guattari: Rizoma, Pretextos, Valencia, 1980.
[12] Carlito Azevedo: Sublunar, prólogo de Heitor Ferraz Mello, colección bikebik, tsé-tsé, Buenos Aires, 2002.

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ARQUITECTURA NÓMADA

Una incursión por el territorio de una arquitectura débil, por una ciudad incómoda consigo misma.
Imágenes de una masa informe, indiferenciada, sucia, gris. Un déja vu en cada esquina; "le limpio el vidrio, doña?".

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Por: Federico Litvin + Diego Bari

El pibe de los astilleros nunca se rendía
Tuvo un palacete por un par de días
Rapiñaba montado a los containers
El maldito amor que tanto miedo da
[1]

La imagen de ciudad ya no es más la gran manzana, ahora es "la gran limosna"; ya no es un sinnúmero de oportunidades: es una última chance. La ciudad contenedora que nace con el día se vacía de noche, dejando sólo su epidermis impermeabilizada como única opción de uso. La noche disfruta de un manto más homogéneo; la ciudad pierde altura y gana profundidad. La noche en la ciudad no transcurre sólo en polos comerciales concentradores de actividades compatibles. Hay "otra noche" y tiene infinitos matices, acontece en toda la ciudad. Sólo que esta noche no tiene respuesta arquitectónica o urbanística que le permita alcanzar el grado de lo políticamente correcto. Esta arquitectura de noche está obligada a ser nómada: lleva su subsistencia a cuestas y sólo toca a la ciudad en aquella piel, dejando apenas sólo rastros de su paso…

Arquitectura Nómada

Nómada es aquella arquitectura, y los fragmentos de ciudad en que se inscribe, que no acaba de cuajar en la estructura urbana, ya que posee un componente de movilidad y una capacidad de desplazamiento importantes, y que, por diversas causas, (re)presenta unas condiciones y rasgos al margen o directamente ajenos a la lógica imperante.

Estas causas serán inherentes al carácter o a la cultura nómada de sus habitantes-usuarios-constructores: gitanos en Europa del Este, tribus ganaderas africanas, etc., o tendrán sus orígenes en otro tipo de procesos, producto de economías y políticas harto conocidas. Así encontramos también nuestras propias tribus urbanas: noctámbulos, homeless, chicos de la calle…, junto con otros grupos de desplazamiento forzado: nuevos pobres, inmigrantes internos y/o externos, desocupados temporales o "temporales de desocupados", y un largo etcétera. Son estas tribus con itinerarios propios, lugares, tiempos: gente que aparece en la ciudad por la noche y construye un paisaje totalmente distinto al de día; con ritmos y ley propia -la ley de la calle-, códigos de lenguaje particulares, otras formas de hacer y, sobre todo, otro concepto de ciudad muy distinto al del "común de la gente", inclusive -y principalmente- al de los arquitectos…

No meros habitantes, usuarios o constructores, sino todo ello a un tiempo; esta arquitectura es definida a menudo sólo por la simple presencia de un grupo que hace un uso alternativo de espacios convencionales; que llevan su arquitectura a cuestas. Sin embargo, estos grupos son en sí mismos arquitectura nómada; la transportan en sí mismos, como los beduinos sus tiendas. Nómada sería entonces la necesidad antes que la condición de nuestras (no tan) nuevas tribus urbanas…

Esta no-arquitectura, y esta ciudad no ciudadana, es una contraciudad, sin la cual la ciudad no nos parece posible. Es tal vez la expresión colectiva de la apropiación de los no-lugares, de los "espacios basura" [2]. Existe (y consiste?) en los lugares de los no-lugares, aquellos que resultan residuales a las lógicas de desterritorialización.

Características

Arquitectura nómada son las tribus urbanas, los asentamientos irregulares, las villas, favelas, los squatters, okupas: son los "excluidos necesarios" o los excluidos de siempre…

Algunos rasgos de esta arquitectura más bien indefinible (por lo débil) son su provisionalidad -que no es su efimeralidad-; una aparente autonomía y espontaneidad, una no-planificación, pero una permanencia. No se proyecta, pasa. No tiene un lugar; tiene lugar. No es "sólida", ni eventual; es más bien cíclica, recurrente. A diferencia de otras manifestaciones urbanas, ésta tiene una gran memoria de lo propio como bagaje y de lo adquirido como potencial de futura renovación.

Una arquitectura expulsada y obligada a forzar permanentemente nuevos límites extramuros dentro de la propia ciudad, en nombre de extraños umbrales urbanísticos; aquella a la cual no se le reconoce urbanidad. Está referida casi directamente a la "contraciudad", a la otra cara de la ciudad habitualmente conocida y aprehendida. Lo curioso es que gran parte de la población mundial habita en estas arquitecturas nómadas en ciudades limítrofes de sí mismas…

Ecología urbana, el viaje de la ciudad (in)migrante.

La proliferación y difusión aparentemente indiscriminadas, sin lógica visible, de estos grupos y estas arquitecturas conforma una suerte de arquitectura y urbanismo nómadas, migratorios, que al igual que los extranjeros y los no-ciudadanos no consiguen integrarse, ni a duras penas, a la dinámica de la ciudad.

Esta desintegración, la imposibilidad de coexistencia y aceptación social, una mutua intolerancia e incomprensión, contribuyen en mucho a la fricción y a la "contaminación" urbana, a la degradación material y mental del paisaje urbano y de las condiciones de vida, desde higiénicas y sociales hasta estéticas. Sobra decir que los que resultan principalmente afectados son los propios no-ciudadanos, los excluidos o los no incluidos, doblemente víctimas de dos formas de un mismo perverso mecanismo…

La falta de carácter de esta arquitectura, pero también su prepotencia, su falta de urbanidad, su descuido, son claros síntomas de que mucho no anda bien. Y, a un tiempo, esa agresividad y esa potencia son buena parte de la energía de la ciudad; en estos ámbitos parece latir la ciudad. Muertos o adormecidos muchos de sus centros tradicionales u oficiales, estos espacios informales alternativos son reductos de vida urbana. Encuentros, negocios, juegos, contactos, ocurren de maneras más o menos espontáneas y muchas veces más efectivas, menos artificiales y artificiosas. Lugares donde no todo es consumo, sino más bien subsistencia; no entretenimiento, sino juego; no tanto formato, sino forma; no tanto contenedor, sino algo, al fin, de contenido… Lugares más que espacios, (un picado más que pokémon, en suma).

En un esquema urbano que reproduce bastante fielmente el estado de cosas de nuestras sociedades y economías neoliberales, la arquitectura nómada resulta al desarrollo urbano lo que los inmigrantes a la actividad económica: mano de obra barata, disponibilidad, las variables más variables de toda la estructura urbana: ocupan como pueden sus resquicios. Es la representación espacial de las válvulas de escape a través de las cuales se liberan las presiones y tensiones económicas y sociales (de allí el cuento de "villas de emergencia", y la brutal política de "ante la duda, eche -o golpee, o explote- a un extranjero", tan de moda por el primer mundo… y por los otros, de paso).

La arquitectura informal y nómada representa un eslabón importante en el ecosistema urbano -o peor, en la jungla de cemento. Cumple o puede cumplir funciones fundamentales en la renovación y el reciclaje de los espacios y las prácticas cotidianas. Por ejemplo, los "squatters", como factores no sólo de regeneración urbana y social sino como proceso arquitectónico y hasta filosófico, con ejemplos tanto en sentido positivo como negativo…

"(...) la ocupación representa más que una metodología arquitectónica, más que sólo una forma de vida, resistencia sociopolítica o vía de regeneración urbana (…) el squat es un lugar que tiene lugar en lo que la arquitectura fue y en lo que podría ser; es arquitectura constantemente al borde de la extinción, … es una promesa de lugar") [3]

"Absolutamente Moderno"

Mientras tanto, sería ésta una real "arquitectura flexible", la más aggiornada, hipermoderna, intercambiable, híbrida… y con todas las demás bondades que la vanguardia artística/arquitectónica/urbanística de hoy no puede, no sabe o no quiere encontrar, o que distorsiona para su conveniencia; en la que los conceptos/atributos de movilidad, flexibilidad y demás son un argumento, un (falso) discurso, o un pretexto; en resumen, el paradigma de nuestros tiempos…

"Es posible que en un futuro el mundo se avenga a reconocer los okupas de hoy como aquellos con una visión más ilustrada acerca de la frontera urbana" [4].

Quizás es ésta la movilidad real, la otra cara de la movilidad; cuando el término se asocia no al club de millaje y al jet-lag o a la tecnocracia de los intercambiadores, intermodales, celulares y portátiles de a bordo, sino al desarraigo, a la inestabilidad, a la incertidumbre permanente, a la imposibilidad de prever nada en absoluto, ni siquiera -y sobre todo-, nuestra existencia/subsistencia cotidiana…

Inquietudes Sueltas

Si la arquitectura y el urbanismo no pueden, ni con los viejos métodos ni con las nuevas fórmulas, ¿no será tiempo de empezar a (re)formularse las preguntas? ¿No estaremos desenfocando o equivocando el objeto? ¿Por qué seguir intentando sobre lo mismo, pero -y aquí reside la gran diferencia- sin esperanza?

¿Qué estamos buscando? Nos gobierna el descontento, nos domina esa vaga idea no de impotencia sino como de que "el problema" fuera inconmensurable, inabarcable desde el principio y por principio… Y al mismo tiempo, un irrefrenable deseo de acometer contra los molinos de viento; y, a diferencia del convencimiento y fe de Don Quijote, la incertidumbre y el desasosiego de no estar seguros de creer siquiera que no sean molinos…

¿Cómo resolver la intrínseca contradicción entre la condición efímera y volátil de nuestros tiempos con la propia condición perdurable de la arquitectura, si no su pretensión de eternidad, sin caer en banales y estériles analogías? ¿Cómo retomar, para un sistema cultural basado en la inercia y la pesadez, aquellas primitivas arquitecturas nómadas, temporales y flexibles…?

¿Cómo responder con diseño a esta condición, que tan particularmente elude conceptos tradicionales, que es tan difícil de aprehender? Más aún, ¿son sus espacios, sus formas -construidas o "institucionalizadas"- susceptibles de diseño? ¿Puede el diseño aportar algo en este campo? ¿O es que debe restringirse a un segmento más tipificable, más confiable, menos escurridizo…?

Mientras tanto, esta no-ciudad, la contraciudad es un fenómeno que en su esencia es la propia condición de transformación de la ciudad…

Notas:
[1] Estrofa de la canción "El pibe de los astilleros", del grupo Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, de su disco "La Mosca y la Sopa", Del Cielito Records, Bs. As., 1991.
[2] Cfr. Rem Koolhaas, en Arquitectura Viva N° 74. Sept./Oct. 2000.
[3] Gil Doron, "Rethinking the squat", en Archis, N° 5, Dic. 2000.
[4] Nile Smith, "The New Urban Frontier", en Archis, N° 5, Dic. 2000.


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Julio 15, 2007

Elementos Vitales.Las construcciones de Kafka

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Por: Zenda Liendivit

Experimentar una obra es en principio un asunto corporal. Es sabido que cada época habita el mundo a su manera; habitar es inherente al ser humano; el horror al vacío también. Hay creación porque hay formas de vida que buscan otras formas allí donde no hay nada; formas que se desean para, en última instancia, seguir siendo. El arquitecto, como todo artista, entabla con el agua, con el viento, con la tierra, quizás con un "otro", un duelo de voluntades para que su obra se mantenga erguida y sólida. Para que sea. Ocurre en forma frecuente que al transitar por las calles de una ciudad moderna experimentemos algo de este choque de voluntades, como si sus elementos —donde estamos incluidos— formaran parte de una trama invisible, un inquieto entretejido que los contiene y los rebasa y donde cada hilo traza sus propias líneas de acción, sus insondables leyes. Un entretejido que, en última instancia, es silencioso. Algo de esto ocurre con la arquitectura literaria de Kafka, la que tan pronto como nos seduce, nos invita a recorrerla, también nos extraña. Kafka proyectó murallas, castillos, construcciones laberínticas y móviles; proyectó largos corredores, pasillos, escaleras y agobiantes habitaciones; funcionarios, ayudantes, ordenanzas y leyes invisibles; cuerpos mutantes y cruzas. Decimos Kafka y rápidamente desfilan frente a nuestros ojos los lugares comunes. Pero ¿cómo están construidos estos espacios?
Deleuze afirma que "lo esencial en Kafka es que la máquina, el enunciado y el deseo formen parte del mismo y único dispositivo, que dé a la novela su motor y su objeto ilimitados." La justicia, el extrañamiento, la imposibilidad, la derrota, la esperanza, la culpa, el juego imposible, el fracaso, las ambigüedades, las contradicciones, fluyen en los relatos a través de cuerpos movidos por el deseo. Pero los personajes de Kafka no son aquellos seres con los que nosotros, los lectores, nos familiarizamos de inmediato, aquellos que nos hacen padecer su suerte en carne propia. Por el contrario, Kafka nos obliga al merodeo, a mantener con ellos cierta distancia. ¿Por qué? Porque más que personas los personajes son construcciones que relacionan las diferencias, que las comunican, que las desvían; son espacios que tanto pueden hacer entrar en vecindad como distanciar el mundo y su afuera, lo que pertenece y lo que está excluido, las certezas y el abismo, generando enfrentamientos y, a la vez, complicidades. K, el personaje de El Castillo, es consciente de que está fuera del mundo, pero quiere acceder a la meta suprema, quiere llegar al castillo, ese sitio un poco decepcionante que se levanta allá a lo lejos y cuya distancia parece siempre variable. Para lograrlo debe atravesar los intrincados corredores que encarnan en Frieda, Barnabás, pero sobre todo en Olga, la "doblemente recusada"; debe acceder a Klamm, el decadente y escurridizo funcionario que habita el mesón señorial. En igual medida, Joseph K, el personaje de El Proceso quien no sabe que está fuera del mundo, debe recorrer a Leni, al pintor, al abogado, a la mujer del ujier, para aspirar a la vana ilusión de que existe una salvación frente a su condena. Y serán ellos los que, en ambas obras, marcarán las trayectorias de cada uno de sus fracasos. Pero esta relación de cuerpos con lugares construidos —corredores, pasillos, castillo, mesón— no es una cuestión metafórica: la carne y la sangre se prolongan en mamposterías, maderas y ruedas asesinas, funcionando como conjuntos espaciales regidos por leyes que siempre se nos escapan. La habitación sin ventilación del pintor Titorelli, en El Proceso, se funde con su cuerpo en las miradas de las niñas y en el salto del juez sobre su cama, la que se halla atravesada frente a la puerta que lo comunica con… las oficinas de la justicia; así ocurre también con las cabezas agachadas y las espaldas encorvadas de los espectadores y el techo de la sala de audiencias. O con el aparato que inscribe en el cuerpo del condenado su propia sentencia, en La Colonia Penitenciaria. Arquitectura que respira indistintamente por los mismos poros: cuerpos orgánicos, flujos, deseos y materia inerte. Por otro lado, las disposiciones constructivas de los cuerpos determinan también los desplazamientos. Así, como si fueran los ladrillos de un edificio, que se colocan de acuerdo a la finalidad de la pared a levantar, los personajes pueden ubicarse en bloque, como cuando Joseph K se encamina a la muerte llevado por dos hombres ("…los tres formaban una especie de bloque, del que no se hubiera podido destruir a uno de ellos sin destruir a los otros. Realizaban una cohesión que casi no se puede obtener en general sino con la materia muerta…"); en línea desplazada, como el padre que se eleva buscando el cielo y se sostiene del techo mientras el hijo se arroja del puente buscando el infierno, en La Condena; en fragmentos, como en La Muralla China; en círculos; encimados, de a dos, de a tres, acurrucados, entrelazados; como reflejos unos de otros, como Artur y Jeremías, los ayudantes de K ("…Tan sólo os distinguís por los nombres, y en lo demás, os parecéis el uno al otro como… una víbora a otra"). Interminables agrupaciones que actúan en múltiples direcciones, en diferentes planos, y que no solamente se relacionan con otras; también lo hacen con ellas mismas a través de oscilaciones, caídas, tanto para aproximarse como para extrañarse. Como le sucede a K, quien al hacer el amor con Frieda se siente en "una tierra extranjera en la cual ni el aire conservaba ya partícula alguna del aire natal…" (El cuerpo excluido de K vuelve a excluirse y tal vez con ese doble movimiento, de alguna forma, retorna momentáneamente al mundo). Una construcción está solicitada por ciertas fuerzas, y a la vez genera otras. Estas mismas formas de relación de espacios, que por lo general tienden a la reducción, a la asfixia, al agobio, provocan el efecto contrario. Reaccionan con la fuga, y en esos desvíos también se transforman. Ejemplos hay muchos; Gregorio Samsa, en La metamorfosis, es el usual. O Joseph K, quien se va embelleciendo por el reflejo de la muerte que avanza como una luz verdadera sobre su rostro. Arquitectura entonces nómada, de espacios abiertos y cerrados, estancos, contiguos, comunicantes, desplazados, transformados, en fuga, arquitectura de construcciones mixtas que debido precisamente a esta imposibilidad de aquietar y aquietarse no puede jamás echar fundaciones sólidas, el único suelo que conoce es el vacío. Y así como una ciudad o un edificio acontecen en un determinado tiempo histórico -esto es, las luchas que llevan a cabo los arquitectos para erigir sus obras se mueven dentro de un contexto dado por la historia, las leyes conocidas, las costumbres etc.-, el tiempo de la obra en Kafka es siempre un tiempo incesante. El presente fluye, sin agotamiento posible, "nunca hay que acabar con lo indefinido; nunca aprehender como inmediata, como ya presente, la profundidad de la ausencia inextinguible" dice Blanchot refiriéndose al error en que incurre K con su impaciencia por llegar a la meta. En cada gesto se abre un abanico de posibilidades múltiples en un tiempo que los acompaña y que se supedita a ellos —"¡Qué días breves, qué días breves!" exclama K; había salido por la mañana en dirección al castillo, se había topado con obstáculos, había tardado un par de horas y había vuelto al mesón… de noche—. Hubo un pasado, del que poco se sabe, salvo algunas leyendas que se erigen con la fuerza de la ley. Si existe alguna trascendencia, algún absoluto, está siempre fuera de alcance. O está muerta y sólo quedan sus rumores, sus ruinas, como está muerto, siempre muerto el emperador de la China.
Tal vez, y sin pretensiones de oscurecer ni aclarar nada, la iluminación de esta arquitectura nómada y que acontece en un tiempo sin reposo hable en forma elocuente. El claro oscuro. Rara vez hay demasiada luz, rara vez oscuridad total. Los espacios viven en penumbras: algo siempre vamos a comprender de lo que dicen (de allí la multiplicidad de comentarios que ha generado la obra de Kafka); algo siempre se nos va a escapar. Va a fugar hacia el infinito, seguramente sobrevendrá el silencio.

Escrito por Parafrenia a las 10:11 PM | Comentarios (1) | TrackBack

Arquitectura Plurifamiliar Nómada. Lugar de llegada, lugar de partida.

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por: Hernán Guerrero Figueroa

Introducción
El diseño arquitectónico para construcciones nómadas pone de manifiesto que su solución va más allá de sola solución de necesidades del hombre. Esta condición nómada del hombre, es ante todo una posición de vida; en donde la respuesta arquitectónica debe considerar otros campos de conocimiento como el de las humanidades para encontrar alternativas de diseño que respondan a la realidad de ese hombre.

"Los caracoles construyen una casa que llevan consigo. Así el caracol está siempre en casa, viaje donde viaje"
Gaston Bachelard

A un poco tiempo ya de entrar en un nuevo milenio, no es muy frecuente considerar a las tiendas u otras construcciones provisionales como arquitectura, a pesar de que millones de personas vivieron, viven y vivirán en ellas temporal o permanentemente. "Constatamos también que con pocas excepciones ninguna dirección artística ha sido vinculada exclusivamente con la construcción de tiendas. Los motivos son diversos. La historia de la construcción y la arquitectura se ha ocupado comprensiblemente solo de la búsqueda y mantenimiento de obras o ciudades completas o parcialmente conservadas y no en cambio de las tiendas u otras construcciones provisionales. La historia del arte considera la tienda en sus representaciones gráficas como un elemento decorativo o como un elemento que da un significado a una acción" 1
Parto de concebir que las viviendas nómadas también son arquitectura pues implican una posibilidad de cobijo para el hombre, responden a sus necesidades físicas y también espirituales. En ellas esta claramente manifiesto que su hábitat implica mucho más que la satisfacción física de cubrirse de las inclemencias del clima, es ante todo manifestaciones de la actitud nómada ante la vida, que poseen muchas personas. El ser nómada no es una actitud de los últimos tiempo, el hombre desde que aparece en la tierra ha optado por vivir en un solo sitio o el estar viajando de un lugar a otro teniendo así diversidad de asentamientos.
Esa condición de nómada ha determinado un tipo especial de techo, cuyo diseño como es obvio determina ciertas condiciones que le son inherente a este tipo de arquitectura. "La casa proyecta una enorme sombra, si no como abrigo, como metáfora, viva, muerta y mezclada. Es el receptáculo de nuestros sueños y anhelos, recuerdos e ilusiones. Es, o al menos creo que debería ser, el instrumento de la transición del estar al bienestar". Por lo tanto como arquitecto es mucho lo que se puede hacer, no creo que se debe seguir pensando que estos asuntos no son de nuestra competencia profesional porque la arquitectura tiene que ver de una u otra forma con todos los que la habitamos, "ninguna arquitectura que trabaje a favor del hombre en lugar de contra él está superada". 2

Hipotesis

"Los marginales han vuelto a descubrir lo que hace tiempo fue olvidado por las sociedades más sofisticadas, que su cobijo puede encarnar su filosofía" 3
Bill Voyd

Las comunidades nómadas latinas se asientan en un lugar determinado bajo condiciones de arraigo favorables a su condición humana, contando con un diseño arquitectónico propio de cada comunidad que le permita al interior un rápido, eficaz y fácil asentamiento y al exterior un modelo inserto que guarda cierta relación con el entorno urbano y rural.
El ejercicio arquitectónico toma como herramienta de diseño el trabajo del arquitecto con la comunidad donde conocer sus condiciones, necesidades, expectativas y forma de vida para luego traducirlas en una respuesta de diseño es fundamental, pues en estos lineamientos encuentra bases que le permiten una solución que salga del mismo hombre que habitará esa arquitectura.

Hombre y Mito

"El que vive en tiendas, disponible y sin equipajes, es el que corre hacia Dios." 4
Cf. Ex 13,20

"Toda sociedad tiene su propia concepción del universo. Sus miembros saben decir qué forma tiene el mundo, quién lo creó, si fue creado, cómo aprendieron los hombres a cultivar la tierra y a fabricar los instrumentos, qué posición tiene la sociedad tribal frente a las demás, quién instituyó sus reglas sociales. Muchos de estos conocimientos están contenidos en los mitos guardados por la tradición tribal". 5
El anterior planteamiento realizado por Melatti nos reafirman que los mitos son ante todo narraciones de acontecimientos cuya veracidad no es puesta en duda por los miembros de una sociedad. Muchas personas piensan aún hoy en día, que los mitos nada más son descripciones deformadas de hechos que realmente ocurrieron. En realidad, según lo afirma el mismo autor y siguiendo con la misma cita "todo indica que los mitos tienen más que ver con el presente que con el pasado de una sociedad. Aunque las narraciones míticas siempre colocan los acontecimientos de que tratan en tiempos pretéritos, remotos, no dejan de reflejar el presente, ya sea en lo que toca a las costumbres o en lo que toca a los elementos tangibles, como los artefactos-" 6

Mito Generador de Cobijo Nómada

Si existe el día, también existe la noche, si existe la tierra es porque contamos también con el cielo. Son muchos las descripciones que nos hablan del hombre de las cavernas que paso luego a tener una vida sedentaria. Sin embargo si contamos con este tipo de hombre también debemos contar con el hombre nómada que tendrá como opción de vida el de trasladarse siempre de un lugar a otro.
Herskovits hablando del hombre prehistórico plantea que nuestra deuda con este hombre es impresionante, "todos los descubrimientos básicos de las técnicas que caracterizan los modos actuales de vida se hicieron en una época en que la economía del hombre se caracterizaba por el uso de herramientas de piedra" 7 y nos da una amplia perspectiva de la primera revolución del hombre, la neolítica donde el hombre vivía con una economía cazadora y recolectora, lo cual hizo posible una serie de sistemas económicos y sociales que solamente podían subsistir a base de una alimentación segura y abundante proporcionada por la domesticación de animales y el cultivo de plantas.
Siguiendo con la idea de ese hombre nómada encontramos también evidencias relacionadas a la existencia de sus tiendas desde periodos antiguos, como es el caso de la pintura sobre la superficie de las cavernas, "en algunos murales aparecen numerosas figuras semejantes a tiendas, llamadas tectiformes, que según se cree son diagramas de construcciones de madera". 8
Ahora bien, la idea del hombre nómada la reafirma Joseph Rykwert cuando menciona que "Wright en su libro The Living City publicado por primera vez en 1945 habla de que la humanidad estaba dividida en moradores de cavernas, agricultores y tribus nómadas de cazadores-guerreros; y podríamos encontrar al nómada saltando de rama en rama en la frondosa enramada del árbol, sujetándose en el enroscado extremo de su cola, mientras el estólido amante del muro buscaba su seguridad escondiéndose en algún agujero del terreno o en una cueva ¿el mono¿ ... El habitante de las cuevas se convirtió en el hombre de las cavernas. Empezó a construir ciudades, su dios era un maligno asesino...
Erigió su dios dentro de un misterioso pacto. Cuando pudo, hizo a su dios de oro, Y aun lo hace. Pero su hermano, más andarín y viajero, ingenió un alojamiento más adaptable y esquivo: la tienda plegable, Era el aventurero y su dios, un espíritu tan devastador o tan benéfico como el mismo". 9 Y continua esta cita afirmando que los buenos y los malos no permanecieron separados: Las conflictivas naturalezas humanas han conquistado, han sido vencidas, se han casado y vuelto a casar; han producido otras naturalezas; fusión en unas cosas, confusión en otros.
"Wright presenta al nómada como prototipo de demócrata, mientras que el agricultor cavernícola es la encarnación de la antidemocracia. Wright pensaba que" en cuestión de cultura la sombra-sobre-la-pared ha parecido hasta ahora predominante. Por eso esta emergiendo un tipo humano capaz de cambiar rápidamente del antiguo gran muro. En la Capacidad de cambiar tenemos el nuevo tipo de ciudadano. Lo llamaremos demócrata". 10 Esta división de la humanidad en malos terrícolas y buenos y espirituales constructores de tiendas no es mas que una variante entre Caín y Abel, entre el bien y el mal, entre el blanco y el negro todo como una lógica de opuestos.
Debido a las anteriores anotaciones reafirmo que este hombre nómada genera entonces un tipo diferente y particular de arquitectura acorde a su condición de desplazamiento, y es allí donde ese peregrinar hace parte de la vida del hombre, va consigo donde quiere y forma parte de su vida, condición que debe tenerse en cuenta en el diseño arquitectónico.

Peregrinaje

Al parecer disponemos de pocas fuentes para investigar las primeras tiendas utilizadas por el hombre en los principios de la historia. Las primeras conclusiones y pruebas convincentes según Frei Otto nos las aportan las excavaciones de campamentos que datan de 30000 años. En las culturas primitivas más elevadas encontramos amplias descripciones y sobre todo muchas representaciones precisas. Las tiendas más conocidas cuyo origen data de 3 milenios atrás es la -tienda de Dios- de los Israelitas que durante sus 40 años de éxodo peregrinaron por el desierto viviendo sin duda en tiendas. En la Biblia se menciona que "desde Ramses se llega a Sukot". 11
Los interpretes de los nombres afirman que entre los hebreos Sukot significa tiendas. La tienda fuera de satisfacer sus necesidades de techo representó para ellos el cambio a la libertad. Ya no estaban cubiertos por palacios de esclavitud sino que estaban cubiertos bajo tiendas de libertad. Era ante todo un peregrinar en busca de Dios.
Por consiguiente y teniendo en cuenta las diferentes descripciones que encontramos en la Biblia podemos concluir que para el pueblo conducido por Moisés el peregrinar era ante todo una nueva actitud de vida. En la tienda de Dios se guardaba el arco con las tablas de la ley. Al pasar los Israelitas a la vida sedentaria, la tienda móvil se transforma en el tabernáculo y finalmente en el templo de piedra.

Hombre y Permanencia

"Quisiera que me trajeras una tienda tan ligera que un solo hombre pudiera transportarla en la palma de la mano y lo suficientemente grande para que cupiera en ella mi corte, me ejercito y el campamento. Petición del sultán de la India a su hijo Ahmed realizada a través del hada Pari Banu en un cuento de las mil y una noches" 12
Permanecer un día, un mes, un año o toda una vida en una tienda es para el hombre nómada todo un reto, el cambiar de un lugar a otro implica vivenciar cada espacio, no importa el día en que se tenga que partir; vivir cada instante en una tienda como si fuera el último momento del que se dispone para ser feliz.

El Nido

Según lo cita Gaston Bachelard "El pintor Vlaminck, viviendo en su casa tranquila, escribe: El bienestar que experimento ante el fuego cuando el mal tiempo cunde, es todo animal. La rata en su agujero; el conejo en su madriguera, la vaca en el establo, deben ser felices como yo". 13 Físicamente el ser que recibe la sensación del refugio se estrecha contra sí mismo, se retira, se acurruca se oculta, se esconde.
El Nido toma imagen de reposo, de tranquilidad, se asocia inmediatamente a la imagen de la casa sencilla y viceversa, el transito no puede hacerse mas que bajo el signo de la simplicidad. Simplicidad que asociada a aspectos de su forma, construcción y utilización nos marca un nuevo partí de diseño.
Frei Otto nos muestra la siguiente cita que habla de la petición del sultán de la India a su hijo Ahmed realizada a través del hada Pari Banu en un cuento de las mil y una noches. "Quisiera que me trajeras una tienda tan ligera que un solo hombre pudiera transportarla en la palma de la mano y lo suficientemente grande para que cupiera en ella mi corte, me ejercito y el campamento" 14
Trae a colación la idea milenaria de casa nómada, donde la ligereza, tamaño adaptable, versatilidad y posibilidad de transporte con los criterios con que hoy describimos las construcciones nómadas.

La Movilidad

La movilidad es fundamental en el hombre nómada, ya que rebasa el hecho físico del desplazamiento. No sólo es el hecho en sí del movimiento el que interesa, sino también es importante destacar lo que se genera con esa movilidad, como por ejemplo las enseñanzas que se transmiten, las vivencias que se comparten, entre otras.
En las caravanas árabes por ejemplo, se congregaban grandes cantidades de estudiantes y eruditos a los pies del maestro; en este recorrido se conseguían grandes conocimientos que llevaron a futuros desarrollos de los pueblos. Los Israelitas en todo su peregrinar durante 40 años transmitieron de generación a generación todo su conocimiento para aplicarlo en su nueva vida.
Es importante también tener en cuenta la movilidad como elemento de percepción del hombre, ya que "La percepción del ambiente ayuda al individuo a establecer la comunicación y la interacción social con otras personas, a identificar características importantes del ambiente y a disfrutar de una variedad de experiencias estéticas. Una forma importante en que la percepción ayuda a regular las actividades del individuo en proporcionarle la información necesaria para orientarse en el ambiente" 15
La siguiente teoría citada por Yona Friedman nos ratifica la condición de percepción. Teoría general de la movilidad: el empirismo de los cambios 1961. "El mecanismo cerebral humano no permite la percepción de un fenómeno de un objeto estacionario o uniforme. Toda percepción implica fundamentalmente un cambio de calidad (una diferencia) entre uno o varios componentes del fenómeno o del objeto observado y los de los demás objetos o fenómenos. Todo objeto o fenómeno completamente invariable o uniforme es fatalmente inexistente para nuestros sentidos o para nuestros instrumentos de medición.
Ejemplo: la estructura de todas las lenguas humanas señalan este hecho, la composición de una frase precisa inevitablemente del empleo del verbo, es decir del empleo de una acción. Ahora bien una acción es un cambio". 16
En consecuencia la actitud humana se funda en las percepciones, es evidente que toda actitud es función de los cambios de nuestro ambiente o nuestra conciencia. Toda acción humana consiste en un milenio de influir en los cambios de conciencia o de ambiente. Este hecho implica ocuparse prácticamente tan solo de los cambios que pueden verse influidos.

Hombre e Inicio

"El mundo es grande, pero en nosotros es profundo como el mar" 17
Rilks

Generalidades

Ver el mundo sin salir de la casa es sólo una de las ventajas que la actual arquitectura no ofrece. El sedentario ignora las viviendas menos convencionales, como casas sobre ruedas o trineos, o flotantes, que añadieron un toque de aventura a la arquitectura doméstica del pasado. Lo más parecido que se conoce es el automóvil, al que la sociedad de las metrópolis ha investido con el prestigio de las funciones de un segundo hogar. Pero hasta ahora carece de hogar y de suelo habitable, rasgos esenciales de cualquier casa que se respete. Rudofsky hace la siguiente descripción referente a las viviendas móviles en donde es importante destacar el sentido que le da a un hecho histórico frente a una realidad construible, quizá esta no sea la descripción mas completa sobre el fenómeno pero creo que es un punto de partida con el cual se puede seguir trabajando.
"Los trailers son lo más parecido a un domicilio móvil, pero, como la mayoría de los vehículos modernos, están limitados a los caminos, que es quizás la razón por la que muchos de ellos nunca se mueven. Aunque a ningún jinete se le ocurriría pasar largo tiempo montando un caballo amarrado al poste, la mayoría de los habitantes de trailers nunca han pensado en viajar en ellos. Amarrados por impuestos y tarjetas de crédito, el trailer les sirve de hogar permanente.
Las viviendas móviles de generosas proporciones, capaces de viajar por el campo abierto, fueron otrora indispensables para los nómadas. Los escitas orientales, por ejemplo, los junetes de la estepa, según Esquili -vivían en chozas de ramas en el aire, sobre sus coches de buenas ruedas-, en constante movimiento entre el Danubio y el Don. Tales chozas eran redondas o rectangulares y divididas en dos o tres habitaciones. Sus muros eran de mimbre o de ramas unidas por correas, y revestidos de barro o fieltro contra la lluvia y la nieve. Las más chicas se movían sobre cuatro ruedas, las mayores sobre seis, y las arrastraban varias yuntas de bueyes.
Heródoto, que visitó Escitia en su viaje a Persia y es el responsable de nuestra costumbre de llamar escitas a todos los habitantes del sur de Rusia, nuestra casi envidia por su independencia: -No tienen ciudades ni fuertes y llevan consigo sus viviendas a dondequiera que van; habituados además a disparar desde el caballo, ganaderos y no agricultores, con sus carros por única casa ¿cómo no han de ser inconquistables¿- Feroces en la guerra, en la paz se dedicaban a perseguir y domar potros salvajes. Para ellos la vida sin caballos era tan inconcebible como para nosotros sin automóvil. Hasta después de la muerte lo necesitaban, y un escita rico podía llevarse a la tumba cien caballos. Pero la vida de los escitas distaba mucho de ser precaria: como comían carne de caballo, no tenían dificultad para transportar sus provisiones, y ordeñaban a las yeguas, con cuya leche hacían queso y kumis, una bebida alcohólica.
Puede resultarnos consolador saber que una vida tan intensa, con tal de la abundante en proteínas, no conduce necesariamente a la salud. Nada menos que Hipócrates, señalo serias desventajas del modo de vida de los escitas. Al igual que Heródoto, los conoció directamente, Afirma que los niños pasaban demasiado tiempo en el carro y raramente caminaban, al igual que sus padres. El exceso de transporte, según Hipócrates, minaba sus fuerzas y los hacía rechonchos y fofos; además el constante traqueteo, dice, les dificulta las relaciones sexuales.
No puede haber sido tan malo, pues durante los siglos de desintegración de la cultura mediterránea los habitantes de carros estuvieron muy en evidencia. Su identidad ética variaba, pero la forma de vida permanecía igual, Hipócrates observaba que en Asia todo es mayor y más hermoso que en otras partes, y las casas rodantes no eran excepción. En mil años alcanzaron los diez metros de diámetro, es decir algo más que la vivienda urbana norteamericana promedio. - Me tomé el trabajo de medirlos -, dice un viajero que visitó a los tártaros, -y tenían veinte pies de una rueda a otra, asomado los lados de la casa al menos cinco pies a cada lado -. El eje era del grosor de un mástil, y las ruedas de madera sólida y de doce pies de alto. Ninguno de los cronistas nos relata sin embargo cómo era el viaje por las llanuras sin caminos en una de esas casas rodantes sin ningún tipo de suspensión.
Pese a su desprecio por la vida sedentaria, los tártaros no carecían de refinamientos. Cada hombre tenia una o dos docenas de esposas, y cada esposa su comitiva. - La corte de un tártaro rico -, escribe nuestro informante, - parece un mercado, en el que hay muy pocos hombres -. Pero la menos importante de las esposas tiene entre veinte y treinta casas rodantes para sus sirvientes -.
Esa poligamia respondía a razones económicas. Como los hombres estaban ocupados en la caza y la práctica del arco, el trabajo debía hacerlo las mujeres. Ellas estaban encargadas de los animales: uncían el carro bueyes y camellos y los guiaban en el camino. Hacían mantequilla y leche seca. Curtían las pieles y confeccionaban ropa y zapatos (ellas usaban pantalones). Y como entre los pájaros, donde con frecuencia la construcción del nido corresponde a la hembra, construían los carros.
Los ejércitos imitan en muchos sentidos a los nómadas de la estepa, El viajero romano Pietro della Valle, que acompaño al persa Shah Abbas en una campaña militar en 1618, fue un gran admirador de los recursos de un grupo en constante movimiento. - Han inventado mil maneras de estar cómodos y de disfrutar de todo lo que hay en las ciudades -, escribe. - Tienen baños portátiles que al acampar instalan bajo sus tiendas. Y muchas veces he visto camellos cargando grandes instalaciones de madera para sus baños que, según creo, sirven de piso que deja correr el agua de modo que no estorbe, o algo por el estilo. Del mismo modo, tienen cocinas portátiles, y no me refiero a las ollas y sartenes que cualquiera llevaría consigo, sino de una cocina completa montada sobre un camello, en la que se puede cocinar sobre la marcha -.
Este distante prototipo de vagón - restaurante tiene una contrapartida espartana en el sur de México. Nadie sabe cuándo se originó la costumbre de cocinar en el camino, pero parece haber sido siempre privilegio de la mujer. Para aprovechar el tiempo que emplean en caminar hasta sus casas, llevan en la cabeza un brasero encendido con su olla encima. Al llegar, la comida está lista para servirse, en un notable ejemplo de refinamiento técnico popular. El hombre urbano moderno utiliza sólo los recursos internos del cráneo; pese a la presencia de nobles cariátides y atlantes arquitectónicos con enteros edificios sobre la cabeza.
Tan sólo cuatro personas pueden sostener y transportar sobre sus cabezas un techo de modestas proporciones, Livingstone, viajando por Balonda, aprendió a apreciar tal movilidad. -Cuando resolvíamos pasar la noche en alguna aldea-, escribe, - los habitantes nos prestaban los techos de sus chozas, semejantes a los de Makoholo, o a un sombrero Chino, y que pueden separarse de las paredes sin dificultad. Alzándolo, lo transportaban al lugar escogido para nuestro alojamiento. Y una vez apoyado en estacas, ya teníamos vivienda segura para la noche -.
No es raro que a los nativos la casa tipo occidental les pareciera sumamente tosca. Después de visitar a Livingstone en Kolobeng, varios de ellos, describiéndola a sus compañeros, dieron con una metáfora que vale su peso en oro: para ellos no era una casa, sino -una montaña con varias cuevas-".18

Origen

Según Rudofsky el refugio móvil por excelencia es la tienda. Deriva directamente del árbol, sin desviaciones simbólicas. Aunque parezca extraño, entre algunos pueblos la misma palabra significa tanto árbol como casa, y en cierta medida también el referente es el mismo. Para plantar sus tiendas para el invierno, por ejemplo, los antiguos argipeos despojaban de sus hojas a un árbol vivo y cubrían con fieltro las ramas peladas. Probablemente tomaron la idea de los escitas sedentarios, que vivían, según Heródoto, -cada hombre bajo un árbol cubierto en invierno por una tela de fieltro blanca-. Una contrapartida contemporánea de esto según cita el autor antes mencionado, podría ser la ceremonia anual de los turcos de Altai, que evocan ese poético origen de la tienda erigiendo en un claro de bosque una tienda cuya chimenea asoma la punta al natural de un roble joven. De ese modesto principio la tienda evolucionó hacia palacios inconcebibles para el hombre moderno.

Clasificación

La siguiente descripción de Rudofsky nos muestra criterios de clasificación que podemos tener en cuenta: "Los nómadas distinguen las tiendas según su tamaño, forma, material y uso. Nombran de distinto modo a las de techo plano, acanalado o en pico, como el teepee de los indios norteamericanos; a las de ocho o diez lados; a las que tienen alrededor uno o más palios formando porches, con puertas y ventanas; a las sostenidas por un único poste central o a las armadas sobre tres docenas de mástiles y quinientas sogas. - Por su plano y estructura -, escribe A. U. Pope, eminente estudioso del arte persa, - una tienda grande puede llegar a ser tan arquitectónica como un castillo -. Lamenta con razón que - ningún europeo historiador del arte ha tomado nunca en serio a las tiendas y pabellones como arquitectura -".19

Hombre e Historia

"Imaginar será siempre más grande que vivir." 20
Gaston Bachelard

Generalidades

Disponemos de pocas fuentes para investigar las primeras tiendas utilizadas por el hombre en los principios de la historia, Las primeras conclusiones y pruebas convincentes nos las aportan de 30000 años. En las culturas primitivas más elevadas encontramos descripciones y sobre todo muchas representaciones precisas. Según no lo plantea Frei Otto, se poseen algunas tiendas originales como las tiendas turcas en el castillo de Wawel en Cracovia y cuando no se las tienen se recurre a representaciones y descripciones literarias.

Inicios

Las descripciones que se presentan a continuación son realizadas por el arquitecto Berthold Bukhardt en el libro arquitectura adaptable nos marcan una secuencia temporal de algunas tiendas que se han investigado.
Reconstrucción de una tienda en los hallazgos de Malta, en Siberia junto a Irkutsk, y una fotografía de los trabajos de excavación con hallazgos, que presumiblemente sirvieron de refuerzo a una tienda cónica. Estas tiendas, que utilizaron cazadores del Paleolítico en las tundras durante la época glacial hace unos 20000 años, son parecidas a las del tipo indio de Norteamérica (10).
Representación de una corrida de toros con la imagen esquematizada de una tienda en un jarrón íbero, siglos IV-III a. C. Museo de Prehistoria, Valencia.
En relieves vemos las campañas guerreras de Senaquerib (705-681 a. C.). La representación de la tienda del rey asirio aparece en un campamento y guarda analogías con los tabernáculos judíos. Se reconoce claramente los apoyos y la piel tensada sobre ellos.
Representación egipcia de una tienda real. Los mástiles de las tiendas representadas recuerdan los descritos por Ptolomeo (275 a.C.) por la misma época de las tiendas para festejos. Poseían mástiles de cedro y capiteles de palmeta. Estas tiendas para fiestas tenían cerca de 8200 m2.
Tiendas militares romanas representadas en un relieve de la columna de Marco (siglo II), de Roma, y campamentos de tiendas de legionarios romanos en la columna Trajano (siglo I), de Roma. Las tiendas son de barras con lonas tensadas. Las más pequeñas para la tropa eran de piel, y se conservan aún algunas partes de ellas." 21

Caso particular "Arquitectura Arabe"

La civilización musulmana siempre ha sido móvil. Tanto los árabes como los distintos conquistadores no árabes procedentes de Asia central eran originariamente nómadas y heredaron una tradición de desplazamientos.
Grandes ejércitos estaban constantemente en Movimiento. "Estudiantes y eruditos emprendían largos viajes para sentarse a los pies de maestros famosos. Las riquezas de las ciudades dependían del transporte de artículos a grandes distancias. Y la fe islámica imponía al creyente la más poderosa de todas las razones para viajar, la realización del hayy o peregrinación.
Debido a las duras condiciones y a la inhospitalidad de la tierra en la mayoría de los países Islámicos, éstas dos ultimas clases de viajeros -mercaderes y peregrinos- necesitaban una mayor abundancia de lugares en los que poder cobijarse y descansar de los que podían proporcionar los pueblos y las ciudades muy diseminadas. Esta llevo a la construcción de caravansares a lo largo de todas las rutas principales - lugares en los que las personas y sus animales estuvieran a salvo durante la noche y donde podían estar seguras de encontrar provisiones y aguas -.
Este tipo de arquitectura era el cobijo donde ellos de alguna manera recreaban su cobijo en la ciudad, inclusive las tiendas de los Sultanes son comparables a sus palacios, el Topkapi es en cierto sentido un campamento de tiendas de lujo. De esta forma podemos concluir que esta cultura genera su tipo arquitectónico nómada que le servían de elementos para poder dar respuesta a su necesidad religiosa y económica." 22
Con el anterior ejemplo queda manifiesto que una cultura de tipo nómada genera su propia arquitectura, y esta respuesta rebasa la sola necesidad física del hombre frente a un espacio.

Ciudades de Tiendas y Campamentos

Al igual que una tienda, se montan y desmontan verdaderas ciudades y campamentos en un tiempo muy corto. Las ciudades de tiendas de nuestro tiempo son las de fiestas populares, ferias, tiangis, exposiciones, campings, sin olvidar al circo.
En reuniones de masas de varios días, las ciudades de tiendas representan una solución lógica y económica. Así por ejemplo, se ha montado en Suecia un campamento para 20000 boy-scauts y en la Meca las tiendas proporcionan alojamiento durante tres días a mas de dos millones de peregrinos que asisten a la fiesta anual de Hadj.
Se forman también ciudades de tiendas como campamentos para refugiados de catástrofes políticas y naturales, como terremotos o guerras. En este trabajo no esta contemplado este desarrollo y espero que este contenido haga parte de este documento en otro momento. En estos campamentos de emergencia la tienda a menudo no solo es un hogar transitorio, representa ante todo una opción para la seguridad de las personas que la habitan.
Burkhardt anota que: Conocemos numerosas descripciones históricas de ciudades de tiendas y campamentos. La representación adjunta muestra el campamento de un ejercito alrededor de 1570, que se organiza dentro de los muros como una pequeña ciudad. Los escuadrones se agrupan en barrios, la tienda del general imita un castillo, los mercaderes acompañantes tienen sus zonas de comercio y viviendas separadas, mientras que la vida publica tiene lugar en una especie de plazas central del mercado.
Un ejemplo histórico de la vida cortesana del renacimiento nos lo proporciona el famoso Camp des draps d`or de Calais, en 1520. Enrique VIII llegó con cinco mil personas, trescientos caballos y cerca de cuatrocientas tiendas para sus acompañantes. Las tiendas mayores, con aspecto de castillo, contenían lujosas salas para banquetes, habitaciones y una capilla. Este campamento, que representa uno de los mayores derroches de la época, se mantuvo durante tres semanas.
Representación del campamento de un ejercito de Jost Ammann (1539-1591). Tras un montículo de tierra y una barrera de carros cargados y tiendas, encontramos un campamento organizado como una pequeña ciudad. Distintos barrios, zona para mercaderes y el complejo de tiendas para el general. Talla en madera, de Hana Burgkmair (1473-1531): Judith en el campamento de Holofernes. Vemos aquí representadas las formas principales de tiendas. Planta rectangular con techo de dos vertientes y planta circular con techo puntiagudo en forma de cono. Ambos tipos tienen apoyos interiores y vientos exteriores.

Tiendas de Tribus

Las más variadas tribus de todo el mundo han vivido y viven en tiendas.

Casos generales en el mundo

Tiendas de beduinos, insuperables en su claridad y armonía entre función, forma y construcción. Las tiendas negras, en parte de pelo de cabra teñido son tejidas por las mujeres en telares en tira de un metro. Las tiendas tensadas, con paredes laterales desplazables, tienen una clara división del espacio interior por medio de paredes intermedias suspendidas.
Pueblo esquimal (S XVIII) las tiendas puntiagudas utilizadas por los esquimales durante el verano son de piel de foca y poseen un armazón de barras que las sostienen. El borde esta sujeto por piedras.
Los Tipis, tiendas de los indios Norteamericanos tienen en principio todas la misma construcción y se distinguen en un detalle. Los mástiles de las tiendas están dispuestas circularmente enterradas en el suelo y unidos por la punta con una cuerda con nudos especiales.
En invierno, los Japoneses construyen sus tiendas con mantas de lona de colores y en verano de lona fuerte. La construcción de la tienda se basa en un esqueleto de barras dispuestas radialmente y enterradas en el suelo, que a su vez es sujetado por barras curvadas.
Las tiendas de los Nómadas de Mongolia, estepas y desiertos colindantes, en la yurte. En la pared lateral hay un enrejado de tijera y barras en disposición radial que forman una cúpula. La Cubierta de la tienda esta formada de varias capas de fieltro y tela según el clima.

Hombre y Realidad Actual

"Cuando las cimas de nuestro cielo se reúnan Mi casa tendrá un techo" 23

Paul Eluard. Dignos de vivir.

"En nuestra sociedad, el mantenimiento de la vida familiar, el cuidado y la educación de los hijos depende de la posesión de un hogar adecuado. La familia y la vivienda están íntimamente relacionadas. La perdida y la imposibilidad de adquirir un hogar seguro y decente ponen en peligro a una familia. Gobierno Británico. Informe del comité Deebohm en Inglaterra y Gales, Londres 1968" 24
La familia es la base de una sociedad. Venimos de una familia y vamos encontrando en ella a través del tiempo su esencia particular. El asentamiento en un lugar bajo las bondades de un techo con el fin de emprender nuevas metas, es el reto que sostenemos a diario. Bajo esta óptica se concibe la vida no solo como la solución de una necesidad vital sino también como la materialización física de lo que implica un hogar.
La realidad actual nos muestra que hay cientos de personas que hoy viven como nómadas ya sea por decisión propia o impuesta y han aprendido a convivir ante tal situación, me atrevo a decir que su actitud ante la vida es nómada, situación que no puede ser calificada como mejor o peor sino simplemente diferente. Solo por mencionar algunos casos, recordemos que las tiendas sirven para albergar a personas provenientes de migraciones forzosas, desplazados por violencia, jornaleros agrícolas, mercaderes, comerciantes, peregrinos, entre muchos otros.

Desplazados por violencia en Colombia

El caso Colombiano nos muestra que ante una nueva situación no siempre lo obvio es lo que realmente se necesita. Ante tres fuegos cruzados - guerrilla, paramilitares y ejercito Nacional- se encuentran comunidades de Colombianos que deben salir de su región por temor a la muerte. Este ante todo es un problema social y ante tal panorama son dos las posturas que las personas toman, una es salir de su región colectivamente para que de una u otra forma se ejerza presión al gobierno quien recurre a ellos brindándoles unos albergues improvisados, de tipo militar, y la segunda posición es la de huir individualmente de su región y llegar a una ciudad próxima asentándose donde y como puedan. Quizá el temor ante el ser identificado como desplazados por violencia ha hecho que ellos opten esta posición, situación que trae muchos mas problemas aún, ya que al no ser identificados como tal el gobierno no se les puede brindar la ayuda que ellos requieren.
Al igual que los Israelitas en el desierto, estas comunidades esperan que el salir sea el paso a la libertad y esperan que su tienda manifieste este pedir, sin embargo la realidad actual nos muestra totalmente lo contrario.

Trabajadores migrantes en México

Una población que vive en condición de nómada por su trabajo son los jornaleros agrícolas. Debido a que en su lugar de hábitat no encuentra condiciones propicias de trabajo debe salir junto con su familia en busca de sustento en un lugar y otro, situación que lo cataloga como nómada.

Conclusiones

"¿Quién vendrá a llamar a la puerta?
Puerta abierta, se entra.
Puerta cerrada, un antro.
El mundo llama del otro lado
de mi puerta"
25
Pierre Albert Birot. Les amusements naturels

No todas las culturas se asientan en un solo lugar, existen personas que en forma individual o colectiva desde la antigüedad hasta hoy viven cada día desplazándose con cierta regularidad en busca de mejores condiciones. La realidad contemporánea latinoamericana nos muestra diversidad de culturas nómadas en busca de un techo que les permita albergarse por un tiempo indefinido en condiciones benéficas acordes al desarrollo humano. Los centros urbanos según sea su naturaleza les ofrece alternativas que hoy se alejan de su realidad social y económica.
Las tiendas sirven para albergar a muchas personas ya sean provenientes de migraciones forzosas, jornaleros agrícolas, mercaderes, comerciantes, peregrinos entre muchos otros más. Por lo tanto es un tema que necesita mayor investigación que rebase la sola solución militar.
La tienda adquiere especial importancia en situaciones catastróficas, La tienda que puede proporcionar una protección espontanea tras una catástrofe puede representar la primera célula de la reconstrucción, que es poco a poco ampliada, transformada o incluso sustituida.
La arquitectura hace parte de la vida del hombre, al fin y al cabo es este ultimo quien la hace, la vive o la padece. El arquitecto ante este panorama tiene mucho que aportar, estudiar, evaluar, proponer y solucionar, su condición de profesional ante un nuevo siglo lo compromete a trabajar por el mejor bienestar de su comunidad.
El diseño arquitectónico puede generar un tipo de arquitectura que sirva al hombre, para esto es necesario que el profesional se involucre con su cliente de tal forma que su diseño surja de la gente y para la gente y no resulta de un solo hecho geométrico.


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Marzo 08, 2007

CIBERCULTURA Y TECNOVIRTUALIZACION DE LA HISTORIA

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Carlos Fajardo Fajardo
carfajardo@hotmail.com


EL HEROÍSMO HISTORICO

Si el siglo XIX y la mayor parte del XX fueron siglos épicos, prestos a conquistar el futuro, preocupados por el progreso, la unidad nacional, el desarrollo y, sobre todo, ambiciosos de la "totalidad histórica", el XXI se presenta como un siglo ingrávido, desterritorializado por lo global, donde la historia se tecnovirtualiza a pasos vertiginosos.

La voluntad colectiva, como proceso para construir historia, junto a la confianza en la edificación de lo social y lo nacional, son los conceptos centrales de la modernidad triunfante que desde la Revolución Francesa y la independencia de la Unión Americana, se asumieron como vitales para salir de las trampas de una mentalidad premoderna. La racionalización de la realidad significaba creer en el progreso y el futuro, impulsar la movilidad de fuerzas, conquistar el poder económico y político, racionalizar el trabajo y las formas de producción (el mercado, la empresa y el consumo), construir una sociedad de bienestar con justicia social. De este historicismo racional se desprende la idea de Revolución, la cual, a la vez, está íntimamente unida a la concepción de tiempo lineal e irreversible proveniente del cristianismo y secularizada por la Modernidad de aventura. Unión entre razón y fe tras la conquista de una victoria concreta gracias a la unidad colectiva-el pueblo como soberano- en busca de su propio futuro. Destruir un orden antiguo hasta encontrar uno nuevo, subordinando las voluntades individuales a la "gran voluntad histórica" revolucionaria y épica. Heroísmo histórico unido a la fragua del "actor social" y a la "necesidad histórica" - tan importantes para el Iluminismo- como a la petición de una "responsabilidad histórica" - tan cara para el marxismo-.

El hombre como actor y autor de su propia historia; la razón y el sujeto edificando un mundo que supla la necesidad por libertad; la marcha hacia la Bella Totalidad; confianza en la praxis social conocedora de las leyes de la historia y transformadora de las mismas, son los supuestos de un historicismo activo y problemático, sintetizados en los procesos dialécticos de desgarramiento e integración. Al desear llegar al "para sí", la historia se ubica como la más importante fuerza colectiva que somete a las individualidades al Estado y a la objetividad social. Esta idea de unidad entre el ciudadano, la sociedad civil y las proclamas del historicismo activo, posee la pretensión de lograr una racionalización que garantice un orden social mejor cuyas consecuencias últimas son el dominio y la expansión de lo económico, lo político, lo cultural por el espacio de la vida cotidiana. Según su proclama, lo que vale para lo colectivo vale también para lo individual. Integración a lo objetivo, desintegración de lo subjetivo. Universalidad histórica cuya contraparte es la particularidad conflictiva y deseante de los sujetos sociales. Así, la idea de historicidad se asocia a una racionalización hegemónica que aparenta "armonía política" con la subjetivación comprometida en los proyectos de construcción de Nación, Estado, Libertad, Desarrollo, Futuro. La "responsabilidad histórica", tantas veces exigida a las individualidades, se entiende entonces como un concepto cargado de conflictos y digresiones que lleva, por una parte, la utopía de la racionalidad ético-política de bienestar social, pero por otra, la realidad de un despotismo dictatorial y totalitario, ejercido por la razón excluyente y homogeneizadora. La exigencia al individuo para que se institucionalice como sujeto heroico histórico, revelará sus resultados en los totalitarismos tanto de derecha como de izquierda en el siglo XX.

Las semejanzas entre la concepción cristiana y la modernidad respecto a la historia se manifiestan claras, y nos ayudan a comprender los objetivos concretos de ésta última en busca de una temporalidad secular racional. Dichas semejanzas podemos rastrearlas a través de las ideas que el cristianismo posee de la historia como tránsito y fatalidad, como tiempo lineal irreversible que conduce a la eternidad. De estos conceptos a la noción de utopía hay sólo un imperceptible paso. La trascendencia, que en el cristianismo está unida a la Providencia, en la modernidad se configuró en inmanencia del progreso y, en una escala mayor, en la confianza sobre el futuro. Estos son los antagonismos de una modernidad mesiánica que ha matado a Dios, pero lo ha buscado en otros reinos, es decir, en la utopía histórica, la cual trata de superar lo imperfecto por medio de una racionalidad económica y sociopolítica. La fatalidad, la catástrofe y el tránsito temporal cristianos se mutaron en la modernidad por la idea de Ruptura y Revolución. Lo irreversible se encuentra ya en la conciencia de lo lineal inevitable; el "Todavía no" utópico es la fuerza inmanente de la razón moderna que se aventura a conquistar metas en la trascendencia histórica. Gracias a los obstáculos que el tiempo lineal impone, la humanidad marcha por rupturas hacia la Gran Totalidad. Historia agónica junto a historia integrada. Fenomenología de la esperanza moderna mesiánica.

Pero, ¿qué ha pasado con estas teleologías histórico-modernas en la últimas décadas? ¿En qué se han mutado las propuestas de acción y praxis históricas, de actor social, responsabilidad y compromiso histórico? ¿Queda todavía un proyecto de ciudadanía política, integrada a la construcción de futuro, Nación, ruptura histórica?

El adiós a las revoluciones, el eclipse de la razón, como fue denominado por las escuelas críticas; el agotamiento de las ideas de Totalidad y Fundamento último, nos llevan a plantear nuevas formas de pensar la historia y lo social, formas que dialogan con las cartografías de un mundo económicamente globalizado y mundializado en su cultura; novedosos mapas atravesados y transformados por la revolución microelectrónica y la cibercultura postindustrial; rupturas profundas en los principios unitarios, universales de la racionalidad histórica. Crisis de sentidos últimos y de lo dado por supuesto.


HACIA UNA CIUDADANIA VIRTUAL

Vivimos tiempos de intercambios, de rupturas y unificaciones. La mayor parte de las esferas económicas y culturales se están desterritorializando. El mundo actual sufre y goza de su transitoriedad por espacios activos, movilizados gracias al gran macrorrelato del consumo y del mercado. Lo global se localiza para poder vender y expandir sus productos en la cotidianidad; a la vez se deslocaliza, construyendo memorias, imaginarios y sensibilidades masivas en un público comprador y consumidor de productos simbólicos y materiales. De allí sus contradicciones. Unifica y disuelve. Congrega imaginarios y mercados, como también dispersa las sensibilidades populares y regionales. En torno a esta amalgama geocultural, se encuentra una Tecnoesfera o Tecnocultura que invade lentamente la vida particular y colectiva de todos los continentes. La sociedad de la información, el flujo de las transmisiones telemáticas, se han constituido, junto al mercado y al consumo, en nuevos macrorrelatos para el siglo XXI, llenando los vacíos, angustias y derrotas que deja el hundimiento de los macroproyectos modernos. Internet, paralelo a los medios trasnacionales económicos y culturales, está ayudando a constituir una memoria colectiva mundial, que desterritorializa no sólo los procesos autónomos nacionales y regionales, sino la mayoría de categorías que se gestaron en una modernidad triunfante y en la modernización industrial creciente. Tal es nuestro contorno.

Puestos en cuestión los mitos de racionalización social, de horizonte, conciencia y compromiso histórico, de inmanencia en el futuro, progreso, desarrollo comunitario, unidad y búsqueda de la Gran Totalidad, las utopías últimas y descripciones dogmáticas del mundo; perdido el sentido de linealidad irreversible del tiempo y de historia agónica, la pretensión de volver al ciudadano un "actor social", que implica revolución y ruptura, suena inútil, pues se agota su pulsión política. El "Todavía no", asumido por la modernidad de aventura y vanguardista, ya no es posible en un mundo que necesita metas inmediatas y a su alcance. Así, al ponerse en crisis los sistemas fundamentalistas metafísicos de la fenomenología de la esperanza, se piensa en un ser sin horizontes históricos que asume una fenomenología de la inmediatez, donde todos los heroísmos colectivos pierden sentido y ya no son, por lo tanto, ejemplos a seguir. Desde entonces se reivindica el acontecimiento presente, instantáneo; se suprimen las proclamas y manifiestos propios de una cultura contestataria, se ensalzan los nihilismos pasivos en detrimento de los nihilismos combatientes. El voluntarismo histórico racional, tan grato a la Ilustración, queda reducido a una mermelada de productos museoficados e inútiles. La razón crítica secular, ha dado paso a la razón pragmática, empirio-crítica. De la frase de Schiller "sólo aquello que todavía no ha ocurrido no envejece", hemos pasado al eslogan "hacer más, ganar más tiempo, ser más fuertes". De la razón de la utopías al aburrimiento de la razón utópica.

La modernidad fue y ha sido historicista, determina su inmanencia temporal desde lo real concreto. De esta manera, se entiende su afán de transformación de las condiciones materiales, lo cual tuvo en su momento gran importancia. La posmodernidad cibercultural, en cambio, es trans-histórica y se determina desde lo virtual. Por ello el concepto de transformación -Revolución- no opera, en tanto que se impone lo ingrávido, la levedad, la trans-territorialización virtual. Si la modernidad convirtió a la naturaleza en Realidad, la posmodernidad tecnocultural está mutando la Realidad real en iconosfera telemática. De las guerras duras a las guerras blandas. De la historia a la trans-historia tecnovirtual.

El ser político, el sujeto histórico, la sociedad civil, sienten y legitiman la ingravidez con su deficiente -y a veces inexistente- sentido de participación ciudadana. Desgravitada la historia, como si asistiéramos a ella a través de un vídeo juego, ya no es importante plasmar en su cuerpo nuestra praxis e ideas de innovación. Como sujetos, vemos que nuestra acción no produce ningún sacudimiento real a escala colectiva, por lo que la frase de André Malraux "hay que dejar una cicatriz sobre la tierra" es un extraño y legendario sueño de los tiempos épicos del siglo XX. Pérdida de pertenencia y participación en la agonía social; reivindicación de la inutilidad virtualizada de la convivencia.

Los encuentros ciudadanos en la dependencia social, el diálogo vivo, real y creador de la cotidianidad con sus golpes, angustias y gratitudes, se ven ahora esfumados en una cultura que no dialoga sino que se insimisma, se des-encuentra por medio del mono-vídeo y de la evaporización de la palabra como constructora del Ser. La palabra- diálogo, tan importante para la edificación de la democracia real participativa, se cambia por el monologismo virtual, por la ciber o tele-ontología, cuya dictadura es aceptada y asimilada. Del café o el bar bohemios, con sus tertulias de encuentros ciudadanos, al café-net virtual o desencuentros de ciudadanos consumidores mundializados. Del espacio público local, que es a la vez concentración y digresión civil, al espacio virtual global, que es intimismo y desencuentro multicultural incivil.

Lo ideal sería que estas intimidades multiculturales -mundializadas en su imaginario por el mercado de objetos y simbólicas- formaran un espacio de participación y pertenencia desde lo global, constituyéndose en ciudadanías virtuales, cuya gestión política tuviera repercusión en la gerencia mundial, nacional y regional. De esta forma la pantallización y lo digital, facilitarían espacios públicos virtuales en red, cuya palabra iconosférica representativa, ayudara en la construcción de la sociedad civil concreta y en las demandas y ofertas de una cultura multiforme.

Sabemos que la Vídeo Política (Giovanni Sartori), la democracia digitalizada, la ciudadanía virtual, que se han ido formando en el mundo de la Internet, están manifestando su presencia real en algunos micro aspectos de la vida cultural y política, como en grupos de debate, encuentros de artistas, diálogos entre minorías, muy a pesar que en el chat entre los jockeys informáticos se observe una despolitización masiva y el consumo de excremencias culturales.

Al aprovechar la red digital para situarse en el mundo como sujetos activos y ciudadanos múltiples, aunque virtualizados, el sentimiento de ingravidez histórica puede irse superando hasta lograr una participación colectiva en algunos micro espacios o micro poderes reales.¿Una nueva forma de utopía histórica y de fenomenología de la esperanza? Estamos presenciando el nacimiento de unas utopías telemáticas y de actores sociales vídeo-prácticos, los que -sin retornar a las nociones de gravidez moderna- dejarán una cicatriz sobre la tierra blanda de las redes. Cambio de gnoseología y de concepto de praxis política. Pero a pesar de estos optimismos, sabemos también que los nuevos macro relatos: el consumo, el mercado e Internet, poseen un espíritu de invasión y ocupación total del espacio comunicativo; son sistemas globalitarios (Paul Virilio), globales y totalitarios, que construyen Estados-Red (Manuel Castells) y reparten su autoridad por lo largo de su estructura rizomática. Sus funciones ahora se han centrado en vigilar, anunciar y vender (Ignacio Ramonet). No sólo son "la calle comercial más larga del mundo" (Bill Gates), sino una central policiva planetaria, de control y vigilancia ciber, con policías virtuales que patrullan las autopistas informáticas de la "República electrónica" (Román Gubern). Internet vigila y vende, controla y, a veces, puede castigar con la indiferencia y aislamiento al ciudadano consumidor virtual. Vende consumidores a los anunciantes en los países que poseen infraestructura para la proyección y desarrollo en la red. Los países pobres quedan marginados de las nuevas formas del mercado global y del quehacer político virtual. A estos se les despolitiza y no se les incluye en los sistemas financieros mundiales, dejando a los sujetos inactivos y excluidos de las nuevas repúblicas y sociedades civiles virtuales.

Como propuesta, los ciudadanos virtualizados deben luchar para entrar al debate, creando espacios de diálogos activos con una profunda misión de resistencia a la despolitización de sus opiniones y participaciones. De allí surgirán nuevas fronteras y cartografías de confrontación política y cultural. Los espacios públicos multiculturales de los sujetos se podrán comunicar en su no presencia, a distancia, como comunidades invisibles que se integran al "País de Ninguna Parte" (R. Gubern) configurado por Internet. La resistencia de los sujetos virtuales ante la sensación de ineficacia de su praxis social, debe aprovechar todos los impactos que las tecnologías están produciendo en las estructuras tradicionales de lo real. Así, la noción de hiper concentración del tiempo y del espacio por la velocidad; la eliminación de los conceptos de trayecto (salida, viaje, llegada) y de tiempo lineal (presente, pasado, futuro); las visiones teleobjetivas; la ciber ontología, serán las bases de nuevas formas de actividad política y no propiamente la causa de rechazo y de tecnofobia por parte de algunos teóricos que ven en ellas un profundo golpe a la modernidad clásica crítica. De hecho, a partir de las redes, es factible (y se está ya produciendo) realizar una fuerte presencia de propuestas y actividades que impacten en la mundialización cultural, aprovechándose del mercado global y del consumo para construir públicos-lectores críticos, superando a los públicos-masa. Se trata de llegar al ágora virtual, cuya presencia es mínima en comparación con el hiper centro comercial, pero importante en la conformación de grupos multiculturales telemáticos prontos a establecer contacto escritural hasta lograr un microespacio público y político en la red.

Las tipologías y estructuras de Internet, con sus flujos asistemáticos, expansivos, dispersos, donde existe mucha información, hay que cualificarlos e integrarlos para que de esa "gran librería desordenada" como la llama Umberto Eco, se aproveche todo lo que sirva en la construcción de la sociedad civil global virtual. Asimilar su gran espacio público de frágiles y fugaces conexiones, hasta generar un intercambio proyectivo, sin olvidar que tal vez sea esto lo más difícil de conseguir debido a lo efímero de sus imaginarios reducidos al consumo, uso y deshecho, tres acciones que nos sumergen en la fenomenología de la inmediatez. Al realizar estos tres movimientos en la red el "ahora" toma la delantera, convirtiéndose en lo más importante, y el "aquí" poco interesa. Se hace visible entonces la des-realización de lo real concreto.

De tal manera que Internet ha edificado también una memoria que privilegia el presente al contraer el futuro y el pasado en el "ahora". Los cibernautas actuales y futuros están en vía de proyectar otra concepción de memoria que contradice a la tan exaltada y necesitada "memoria histórica" de la modernidad. He aquí que comenzamos a sentir el nacimiento de una historia de la inmediatez. El verso de T.S.Eliot en sus Cuatro Cuartetos se nos manifiesta en este "ahora" de forma aterradora: "si todo tiempo es eternamente presente / todo tiempo es irredimible. / Lo que podía haber sido es una abstracción / que queda como perpetua posibilidad / sólo en un mundo de especulación".

"Perpetua posibilidad". Tal vez esta memoria fugaz, simultánea, heterodoxa, múltiple, dispersa, imprecisa y mundializada, que va en contravía de una memoria grávida, crítica, histórica, se deba deconstruir y aprovechar desde un presente a distancia que se unifique e integre para formar aquella "Perpetua Posibilidad" poetizada por Eliot; esa constancia permanente de fundación de lenguajes y actividades en Internet, los cuales -aunque efímeros- sean el resultado de un mundo que está cambiando su idea de permanencia en la historia. Hacia una memoria global instantánea, inmediata, ubicua y fugaz. He aquí otra nueva categoría de lo virtual. ¿Cómo aprovecharla para la formación de ciudadanías y sujetos activos virtuales? Olvidándonos del concepto de permanencia. Las nuevas generaciones no desean permanecer sino vivir su vida despojados de heroísmos históricos, de compromisos frente a un macro futuro y un macro progreso. En la red y en lo real, su afán está en formar "tribus virtuales globales" y "tribus urbanas reales" que asuman sus gustos por lo inmediato y el desecho despreocupado.

Desde luego que las generaciones educadas por la virtualización, son demasiadas recientes para que hayan conformado una conciencia sobre su participación político- cultural en el mundo de la cibercultura, por lo que gerencian su desfachatez y poco interés hacia el concepto de acción histórica. Las sospechas sobre la politización y actividad creativa de esta tecno-generación es abundante en los círculos teóricos. Sólo una actitud diferente frente al auge y manejo de la vitualidad de lo social, facilitará el desplazamiento del pragmatismo tecnócrata y utensiliar hacia una praxis creativa resistente desde y por las redes telemáticas. Llegado el momento, las generaciones virtuales formarán sus acciones sociales y responsabilidades históricas, distintas, eso sí, a las tradiciones óntico-epistemológicas que han dominado hasta hoy día las concepciones occidentales.

Estos tipos de resistencias informáticas pueden ser una de las formas de confrontación que sobrevivan, al menos en cuanto los espacios públicos estén virtualizados y no produzcan ningún coste real los proyectos realizados por ciudadanos y activistas sociales. Como ya hemos dicho, en esto radica la importancia del trabajo de informáticos críticos los cuales, durante el siglo XXI, es posible que surjan como necesidad y posibilidad socio-política e histórica.

MARZO DE 2001

Carlos Fajardo Fajardo nació en Santiago de Cali. Poeta y ensayista. Filósofo de la Universidad del Cauca. Magíster en Literatura de la Pontificia Universidad Javeriana y candidato a Doctor en Literatura de la UNED (España). Se desempeña como profesor en la Universidad Distrital y Universidad INCCA de Colombia. Ha publicado entre otras obras Origen de Silencios. Fundación Banco de Estado, Popayán (1981), Serenidad Sitiada, Si Mañana Despierto Ediciones, Bogotá (1990), Veraneras, Si Mañana Despierto Ediciones, Santafé de Bogotá (1995), Atlas de callejerías. Trilce Editores, Santafé de Bogotá (1997) y varios ensayos nacional e internacionalmente. Ganador del premio de poesía Antonio Llanos, Santiago de Cali 1991; Mención de Honor en el Premio Jorge Isaacs 1996 y 1997, Mención de Honor Premio Ciudad de Bogotá,1994. Su libro Charlas a la Intemperie. Un estudio de las sensibilidades y estéticas de la modernidad y posmodernidad, fue publicado en noviembre del 2000 por la Universidad INCCA de Colombia.

© Carlos Fajardo Fajardo 2001
Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid

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Marzo 06, 2007

Sobre Espacio Público y otras Articulaciones

Espacios.sm
Jorge Calamato: Gallery

La enajenación del espacio público en la era de la globalización.

Omar Rancier
• Arquitecto

Primera Parte

1-Ciudad, Espacio Público y Espacio Virtual.

Los espacios públicos indiscutiblemente son los que hacen posible la ciudad.

La ciudad como intersticio, como vía o como expresión democrática de la vida ciudadana.

Una ciudad sin idea de espacio público no es una ciudad que se recuerde ni que se tome como referencia.

El espacio privado, las edificaciones, solo existen en ese umbral, amplio y estrecho a la vez, definido y difuso, que es el espacio publico.

Algunas experiencias contemporáneas de cierta forma redefinen la interpretación y el uso que el hombre del siglo XXI da al espacio urbano.

La irrupción del automóvil a principios del siglo XX y la selectiva omnipresencia informática en los finales del siglo pasado e inicios del siglo XXI; han incidido en la construcción de una manera diferente de usar el espacio que va desde el diseño de una red especializada para el automóvil a otra red especializada para los cibernautas
La imposición y la superimposición de estas redes, por una parte, ha incidido en un circulo vicioso de uso y desuso físico de los espacios públicos, creando serios problemas de seguridad ciudadana, principalmente en los países desarrollados, por la tendencia de realizar desde el hogar actividades que usualmente se realizaban en la ciudad, como son las compras y algunas actividades lúdicas, lo que ocasiona la despoblación, por abandono, de los espacios públicos dejando el campo abierto a la ocupación criminal. Eso por una parte y por otra: “la consolidación de una red – network - de espacios virtuales de comunicación y actividades - según Saskia Sassen - afecta a las ciudad en las categorías de centralidad y periferia, escala, influencia regional y mundial, vinculación al territorio, hipermovilidad y transformación.”

La construcción de la ciudad se ha dado, a través de la historia, por la conformación del espacio publico, expresión ultima de las aspiraciones democráticas de una sociedad y se ha deconstruido por la superposición de la red vial y la network virtual.

La propuesta neoliberal y globalizadora, ha repercutido en la idea de la aldea global como espacio virtual, en el comercio y en la pérdida sistemática del espacio público real, que, entendido como mercancía, es pasible de la compra y la venta por parte de los sectores globalizadores detentadores del poder económico.

Si a esta escena, medio virtual medio real, un cyborg urbano, le agregamos uno de los componentes esenciales para que el espacio público se convierta en una propuesta de calidad de vida, como son los servicios, tenemos la escena completa.

Producto de la visión globalizadora y de libre mercado que auspicia el nuevo poder mundial, los servicios se tratan de privatizar creando por un lado un entramado de control para el nuevo sistema de dominación y por otro lado haciendo más dramática la diferencia entre los que tienen y los que no tienen.

Solo los servicios más primarios y que no dependen fundamentalmente de la tecnología, como el desagüe pluvial y sanitario, se siguen situando como servicios públicos de una mediatizada democratización, y aun estos están siendo segregados en términos de calidad.

Santo Domingo, como ciudad Cyborg-paleolítica, se inserta en esta escena de dominación global donde la pérdida del espacio público ha tenido su última expresión dentro de este esquema de dominación, en la urticante presencia de los muros New Jersey que cercenan la calle Leopoldo Navarro frente a la embajada norteamericana luego de la tragedia del 11S.

Sin embargo la ciudad del siglo XX; que ha sido desconstruida, hace esfuerzos por regenerarse y construirse de nuevo, la pregunta es ¿en cual de los espacios disponibles de la contemporaneidad se construirá la nueva ciudad del siglo XXI, en un espacio físico cada vez mas disminuido o en el espacio virtual cada vez más controlado?

De nuevo Saskia Sassen nos señala el camino que construye la nueva elite financiera a partir del network virtual cuando dice: “Las actividades que realiza el hombre se desarrollan cada vez mas en espacios virtuales, carentes de realidad física. La digitalización expande los limites geográficos de las operaciones a una escala mundial.”

Esta expansión es lo que define el control que le interesa a la economía global, esto significa la perdida del valor del espacio físico a favor de la virtualidad digital y de la dominación real.

El sistema de dominación apuesta por la network antes que al espacio físico; la ciudad y con ella sus ciudadanos, que finalmente son entidades físicas, apuestan por la reconstrucción de un sistema de valores enraizado con una realidad física mediata e inmediata que son las que conforman eso que llamamos cultura.

En este siglo XXI, como en los siglos anteriores, la ciudad debe hacerse amable a partir de la construcción de sus valores culturales, entre los cuales debemos incluir la network, como aporte de esta época, y los servicios; las alcantarillas y los bits, pero siempre a partir de la conciencia de nuestra propia espacialidad física y del espacio concreto.

2-El Espacio Concreto vs. El Espacio Virtual

Frente a una realidad como la descrita, una de las cuestiones fundamentales debe ser la definición de los límites entre el espacio concreto, entendido como el espacio conformado por entidades reales, la arquitectura, y el espacio virtual, aquel que S. Sassen describe como “carente de realidad física”.

La aceptación del espacio virtual se ha consolidado en los países desarrollados y en los sectores de ingresos altos y medio de los demás países; los sectores desposeídos de la sociedad al no tener acceso al Network, o tener acceso marginal, no han sucumbido a la seducción de los bits; esta condición al mismo tiempo de que acentúa su marginalidad social, deja abierta una opción que debe estudiarse con cuidado por cuanto presenta una peligrosa dualidad de factores positivos (el reconocimiento del espacio concreto) y negativos (la imposibilidad de acceso al Network comercial) que pueden aumentar el control social y la dominación centralizada en las sociedades contemporáneas sobre todo en las más pobres.

Los límites de estas dos condiciones espaciales coexisten en la interfase del monitor del computador del espacio concreto, lo que define obviamente la preeminencia de lo real, pero las relaciones que implica el Network, define una serie de contactos económicos que a su vez transfieren parte de esa preeminencia a la red virtual.

Lo preocupante es que esa transferencia es cada vez mayor, en perjuicio del uso del espacio concreto.

Las relaciones existenciales contemporáneas se han envuelto en un affaire erótico con los medios informáticos y de comunicación de una manera total, desde la imposibilidad de participar en la red comercial si no participamos dentro de la Network, hasta la construcción de opinión pública, vectores de consumo, sexo cibernético y mega divas pitxeladas.

Después de todo se ha repetido hasta el cansancio que la información es poder.

El atractivo que presentan las posibilidades de la informática y sus manejos mediáticos a través de la Network y de sus softwares, ha seducido por igual al hombre común y al empresario, al consumidor y al productor, al maestro y al aprendiz, llegando a un peligroso proceso de inversión de los valores sensoriales, donde lo real es lo virtual.

Esta negación de la realidad la encontramos los temas mas populares del negocio del espectáculo de la virtualidad, como en la película "The Matrix", de los hermanos Wachowski que, siendo una exageración del tema del control corporativo concreto tratado por George Orwell en su obra de los años ´50 del siglo pasado “1984”, se nos presenta como una aproximación al control virtual contemporáneo.

La contradicción entre el espacio virtual y el espacio concreto (evito intencionalmente referirme al “espacio real”), podría ser intrascendente para muchas personas, pero un dato no deja de ser alarmante: en los EUA el ciudadano promedio usa el espacio público solamente dos horas al día, mientras pasa más del doble frente a un televisor o un monitor de computadora.

La clave de esta contradicción ha sido la perdida progresiva de la calidad del espacio público concreto, producto, generalmente, de una mala gestión y de un manejo contaminado por parte de una generación de políticos comprometidos, de alguna forma, con los sistemas de controles propios de la globalización, controles que se aplican de igual manera al espacio virtual como al espacio social y concreto y cuya mejor política urbana puede ser representada por el odioso letrero de NO PISE LA GRAMA.

3-De la Arquitectura Real a la Ciudad Virtual.

La arquitectura es como el sexo, a veces la hacemos por necesidad pero la mayor parte del tiempo la hacemos por diversión y lo virtual quiere ser real.

Lo analógico ha dejado el paso a lo digital y lo digital ha desconfigurado nuestra existencia, construyendo nuevos espacios inexistentes que ponen en peligro la ciudad de carne y hueso.

La ciudad es la suma de sus arquitecturas articuladas en los espacios públicos, sin embargo, el espacio virtual, esa Network corporativa imprescindible en el actual mundo globalizado, de que habla S. Sassen, se ha convertido en un contradictor del espacio concreto, o sea de la arquitectura.

A veces, en nuestros países, nos hacemos la ilusión de vivir en una sociedad desarrollada, por el mero hecho de que tenemos acceso a la Network, cuando la realidad es que una minoría es , accesa a la Network, pagando, gustosa, el precio de ser controlada por el Big Brother.

Nuestra arquitectura, de esta forma se convierte, por un lado en un epígono de la arquitectura que se consume por los Media, por otro lado en una aproximación aldeana a una identidad dudosa y por el otro en un muestrario comercial que responde a las demandas del mercado.

De esta manera se construye, o se de-construye, una ciudad “Matrix” que se carga y recarga con solo pulsar enter en el teclado de la computadora, cayendo, a la vuelta de 50 años, en el uso de aquella muletilla del dibujo bonito que señalara Philip Jonhson en su celebre conferencia “Siete Muletillas de la Arquitectura Moderna”.

¿Es nuestro mundo una aldea global?

¿Es nuestra ciudad una ciudad virtual?

Son preguntas que debemos empezar a formularnos.


Segunda Parte

En este punto quisiera insertar algo, un desahogo, que publicara en el periódico El Caribe, y que de alguna manera tratan de dar cierta luz sobre estos temas.

Espectáculos Indecentes

Indecencia: Acto vergonzoso o vituperable

Pequeño Larousse Ilustrado

1- La Guerra

A nadie debe sorprender la agresión, a todas luces abusadora, y la posterior ocupación, de los halcones del Pentágono sobre Irak, incluyendo la salida del sátrapa hechura de ellos mismos

Ellos son, desde la vergonzante entrega de Gorvachev, los amos del universo, lo indecente ha sido el haber convertido esta agresión petroleofága en un espectáculo de televisión narrado por los mas petulantes comentaristas norteamericanos , entre ellos el tristemente célebre Oliver North que describen la agresión como fuegos artificiales de un infame “independence day”.

El país más poderoso del mundo, como el abusador del barrio, cogiendo piedra para los más chiquitos y el coro de adulones aplaudiendo el genocidio.

Este espectáculo, repugnante y de verdad indecente, deja mucho que desear de la humanidad intolerante ante el diferente, ha dejado desacreditada a una maltrecha ONU, a desenmascarado a los países títeres de nuevo cuño, producto de la globalización neocolonial y ha demostrado que la opinión pública vale poco y que con la cultura, el arte y la arquitectura no se come y que las calles de Santo Domingo pueden ser enajenadas en virtud de la seguridad de una legación diplomática.

2- La Casa de Cristal

Todo el alboroto causado con la exposición morbosa de dos personas encerradas en una caja transparente para ganarse unos miles de peso, desdice mucho de los medios de comunicación masiva que propician este tipo de espectáculo decadente para un ansioso publico con unos niveles de educación dudosos, productos de todo el descalabro de nuestro sistema educativo, que busca divertirse a toda costa frente a la tragedia diaria de la economía cotidiana, esa que nunca aparece en las proyecciones de los macroeconomistas que consumen macrosalarios por exponer teorías siempre erradas para las mayoría ( no así, obviamente, para quienes pagan sus salarios).

El colocar esta patética jaula en medio de la calle El Conde, y ahora en Santiago, ha sido una muestra del irrespeto que se tiene por la ciudad, ayudando a la arrabalización urbana a través de la degradación morbosa.

3- Las Puertas del Paraíso.

La calle Pellerano Alfau tiene apenas 50 metros de longitud y comunica el ábside de la Catedral de Santo Domingo, con la Puerta de Carlos III de la Fortaleza Ozama, sus fachadas la componen una serie de edificaciones usadas por el arzobispado de la ciudad y es una de las pocas calles peatonales (o semi-peatonales, pues se usa, eventualmente, como parqueo) de la Ciudad Colonial.

No sabemos por qué razón ni de quién partió la iniciativa de cerrar la calle con sendas puertas monumentales, que, cuales Puertas del Paraíso, se levantan violando la ley y cercenando el uso de un espacio público que sólo pertenece a la ciudad.

Tenemos constancia de que las autoridades del Ayuntamiento del Distrito Nacional, las anteriores a esta división fútil e interesada a que han sometido el espacio municipal de Santo Domingo, le negaron el permiso al Arzobispado, y sin embargo las puertas de marras se han colocado, violando, indecentemente, el derecho de todos de usar la calle Pellerano Alfau.

4- El Hoyo Negro.

En la astronomía moderna se considera un hoyo negro, (Agujero Negro es el término científico) a una discontinuidad en el espacio-tiempo o singularidad donde se concentra tal fuerza de atracción que en el área de un punto (en el caso de que un punto tuviese área) que todo es absorbido por esa discontinuidad, aun la luz.

Pues bien, en nuestra media isla, un hoyo negro, en este caso financiero, lo está absorbiendo todo, incluyendo la luz de la verdad, la dignidad de muchos y el peso de todos. Stephen Hawking jamás, en su libro “Breve Historia del Tiempo”, pudo imaginarse, que tanta impudicia financiera, tanta mentira política, tanta pus social, pudiese generar tal fuerza cósmica, o cómica, vaya usted a ver, de signo negativo, refrendada por políticos, generales, banqueros y periodistas.

5- La Desnudez

Al exhibir el cuerpo desnudo de algunos jóvenes alienados por el modelo del norte, a causado un gran escándalo en nuestra sociedad, cuando ella misma esta desnuda y se muestra impúdica, como la Ramera de Babilonia, ofertándose al mejor postor, en un escenario urbano de avenidas que pretenden emular el american way of life, en el caso de los jovencitos descerebrados y en bancos macdonalizados, al decir de Miguel de Mena, en el caso de los cacos de cuello blanco.

Lo que puede contener una ciudad es inconmensurable, lo mismo que las tolerancias sociales.

Colofón

Creo que la única forma de que nos convirtamos en máquinas es rescatando nuestra más profunda cualidad humana.

En términos de ciudad esto significa rescatar el espacio concreto, convirtiéndolo si se quiere, en el escenario o la pantalla del mundo virtual, pero sobreponiéndose a éste, creando un espacio memorable, universal y cotidiano.

En tal sentido los invito a que nos bebamos un café, cualquier tarde de estas, contemplando la plaza de la catedral antes de que la globalización nos devore.

Escrito por Parafrenia a las 11:58 PM | Comentarios (0) | TrackBack

Marzo 01, 2007

Poderes del acúsmetro [*]

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En torno a la voz y la acusmática. Lacan, Chion y Zizek

Gustavo Costantini [1]

El teórico del psicoanálisis Slavoj Zizek[1] encuentra en la relación audiovisual la posibilidad de desarrollar los planteos lacanianos relativos a la mirada y a la voz como objetos del psicoanálisis. Y para acometer esta aproximación, parte de las teorías de Michel Chion sobre la audiovisión. La audiovisión no es la simple suma de imágenes y sonidos dentro de una sucesión temporal, sino una compleja estructura perceptiva —única e indivisible— que permite reconocer determinadas estructuras de producción de sentido que escapan a los abordajes tradicionales. Siendo uno de los campos menos trabajados dentro del cine y de la estética en general, la impronta de los sonidos (voces, música, ruidos) merece una atención más precisa y ambiciosa que las intuitivas y limitadas aproximaciones conocidas.

La incorporación del sonido a la imagen —devenida ésta audiovisual— ha suscitado diversos problemas teóricos. No sólo por cuestiones generadas por las nuevas técnicas del registro de imágenes con sonidos sino principalmente por la dificultad de pensar en sonidos y de dar cuenta del carácter de su producción de sentido. Pero ¿qué es esto de pensar en términos sonoros?

El compositor e investigador Pierre Schaeffer desarrolló su Traité des objects musicaux [2] para establecer la primera clasificación de los sonidos de la historia. No una clasificación en cuanto a lo ya cuantificado en la acústica o en la psicoacústica, o aún en la música, con nociones como altura, intensidad o timbre. Schaeffer realizó una compleja y completa clasificación a partir de la misma materialidad de los sonidos y no cayendo en la trampa de la referencia a la fuente que los produce. Para llevar a cabo su cometido, reflotó la noción griega de acusmática, que refiere a la audición de una fuente invisible (en el sentido de “escuchar sin ver la causa”). La acusmática, como disciplina derivada de la psicoacústica [3], se ocupa justamente de los sonidos resultantes (en fin, los sonidos en sí mismos), prescindiendo de la fuente real que los produce (o la que se cree que los produce). La acusmática fue mucho más allá que lo que se propuso originalmente. Entendió la materia sonora y las formas que ésta es percibida a través del oído, determinando las condiciones de la escucha o, mejor dicho, de las escuchas.

Los términos franceses permiten definir cuatro actitudes de escucha: ouïr, entendre, écouter, comprendre [4]. En castellano, tres de estas escuchas son claras, pero más allá de la cuestión terminológica, puede entenderse a qué se refieren: a la simple activación del sentido del oído, al acto consciente de escuchar algo (escucha causal), a la escucha que se basa en el entendimiento y la atención (escucha semántica, la escucha del lenguaje verbal o de los códigos sonoros como el morse) y por último, la escucha que repara en las características intrínsecas del sonido en cuanto tal, la materia sonora en sí misma (escucha reducida). Respecto de las fuentes, puede señalarse que a través de la escucha causal se puede reconocer a una fuente; cuando esto ocurre, podemos decir que el sonido que denuncia transparentemente la causa que lo produce es un índice. Cuando el sonido no es claro a la escucha causal, el sonido es ambiguo y él mismo desplaza la audición hacia la escucha reducida, hacia su aspecto material, hacia aquello que no puede adquirir un significado preciso y que sólo se conforma a partir de la sensorialidad que el sonido pueda despertar.

Michel Chion, discípulo de Schaeffer, ha abordado y contribuido significativamente a lo aportado por su maestro. En su Guide des objects sonores, se ocupa de construir una suerte de diccionario para el abordaje del Traité; en su reciente El sonido [5], trabaja desde el campo teórico todo lo que puede decirse del sonido en cuanto a descripción y su aparición en la música, el cine o (como referencias y alusiones a) la literatura. Pero es en La audiovisión[6] y en La voix au cinéma [7], donde realiza un desplazamiento de la acusmática al campo del cine. Aquí es importante retomar el poder que el sonido tiene, su capacidad de confundir al oyente espectador con su presencia invisible y sin mediaciones, su posibilidad de remitir y evocar inmediatamente un cúmulo de sensaciones imprecisas y materiales. Pero también considerar qué es lo que el oyente atribuye a aquello cuyo sonido percibe pero cuya fuente no ve.

El sonido hace que la imagen cinematográfica se vuelva más realista y más natural a través de la conexión lógica de los objetos y los sonidos que éstos producen a partir del sincronismo. Esta imantación que se produce entre rostros y voces, objetos y ruidos, etc., hace que la noción de banda sonora sea sólo verdadera en el aspecto técnico, ya que los sonidos parecen asociarse mucho más a las posibles fuentes localizadas en la imagen que a asociarse entre sí en un grupo homogéneo. El sonido —que sólo puede existir en el tiempo— siempre genera una temporalización de las imágenes, ya sea bajo la forma de una simple animación temporal (imágenes fijas o móviles acompañadas de sonidos ambiente), una linealización (ilusión de continuidad y contigüidad entre distintos planos unidos en una línea por un mismo conjunto de sonidos) o una vectorización (animación temporal de imágenes fijas a través de sonidos complejos: aterrizaje o despegue de un avión, llegada y estacionamiento de un automóvil, en fin, sonidos que en sí mismos cuentan una pequeña historia no visualizada). A su vez, y dada la posibilidad de portar reverberaciones, diferencia de intensidades y diferencia de perspectiva sonora entre distintas fuentes, el sonido genera una sensación de espacio y de dimensión que contextúa a la imagen en un marco espacio–temporal determinado. Es decir, que el sonido ha contribuido notablemente con la concreción de una mayor y más eficaz impresión de realidad a las imágenes cinematográficas.

Pero también, el sonido puede oponerse —dice Zizek— a ese proceso de naturalización a través de los sonidos acusmáticos, aquellos sonidos que se ubican en algún lugar de la diégesis pero cuya fuente no se ve en pantalla. El sonido acusmático está en una región imprecisa entro lo diegético y lo extradiegético. Una voz acusmática está en un territorio preciso y perturbador: no es la voz de un narrador —voice–over— ni tampoco es la voz de un personaje que se ve en pantalla. Es una voz que circula en la obra y que por momentos se independiza de su fuente (visualizable). Incluso su uso puede producir un dejà–là (en lugar de un dejà–vu): la imagen nos muestra una escena pero de algún lugar más allá del alcance de la cámara irrumpe una voz que nos revela que algo o alguien ya estaba allí —y no necesariamente escondido, como sería esto posible en una escena teatral—.

Zizek nos pide que renunciemos al sentido común que nos señala que imagen y sonido conviven armoniosamente en una relación simplemente referencial. Cuando entramos en el orden simbólico, se crea una brecha entre esa voz y el cuerpo a la que (ya no) pertenece. Esa separación, aún cuando se trata de un recurso técnico frecuente (no ver el cuerpo de una voz que habla) no deja de manifestar un espacio que corta esa relación de pertenencia. En sus Lecciones de Estética, Hegel habla de una estatua egipcia que cada atardecer producía un profundo sonido reverberante que venía de su interior. Ese objeto inanimado interior que mágicamente resuena es para Zizek la mejor metáfora del nacimiento de la subjetividad. La resonancia —aún en el campo de la acústica— siempre se produce en un vacío, un espacio en el cual el sonido se propaga y reverbera. Por lo tanto, hay que pensar en la relación que Lacan establece entre voz y silencio como una relación equivalente a la de figura y fondo. Pero no para decir que la voz es figura y el silencio fondo, sino exactamente lo contrario: la voz se articula sobre el silencio y ese silencio —ese espacio, esa brecha de separación— se actualiza, se hace presente, se hace figura de una ausencia. Para Zizek —siguiendo a Lacan— ese sonido que proviene de un vacío, ese sonido que detenta una brecha, constituye una remisión al lamento por un objeto perdido. El objeto está aquí siempre y cuando permanezca inarticulado: cuando se articula, se separa y por tanto, hace percibir ese vacío del cual se recorta, dando nacimiento a S tachado, el sujeto que lamenta la pérdida. Esa voz que circula acusmatizada, que elude nuestra mirada, nos acerca una distancia, nos introduce en esa brecha regulada por una pérdida esencial. La voz se dirige hacia la brecha que la separa de su imagen (su fuente visible), hacia esa dimensión que elude nuestra mirada. Esa voz, para Zizek, es la constatación de la noción de voz qua objeto a la que Lacan alude. La relación audiovisual está mediada por una imposibilidad: en última instancia, oímos porque no podemos verlo todo.

La imagen que se ubica en el lugar opuesto de esta voz que carece de imagen es la que presenta una voz no articulada, una voz atascada en la garganta: El grito de Edvard Munch es por definición, silencioso. Oímos el grito a través de los ojos. Pero de todas maneras, y siguiendo una vez más a Zizek, el paralelismo no es perfecto, dado que oír lo que no vemos no es igual a ver lo que no oímos. Voz y mirada se relacionan aquí como vida y muerte: la voz vivifica donde la mirada mortifica. Por esta razón, Derrida ha señalado que la experiencia de oírse a uno mismo hablar, es la matriz fundamental de la misma experiencia del individuo como ser vivo, mientras que su contraparte visual “verse a uno mismo viendo” se plantea en un lugar imposible y por tanto, en la muerte. No en vano, el siniestro encuentro con el doble (Doppelgänger), presenta a sus ojos escapando de nuestra mirada.

Un interesante juego con estas situaciones puede observarse en el film de David Lynch, Carretera perdida (Lost Highway) en la cual el paranoico protagonista —un saxofonista que sospecha que su mujer lo engaña— se encuentra en una fiesta con un hombre misterioso que dice conocerlo. Ante la negativa, el hombre insiste diciéndole que se han visto en su propia casa y que, de hecho, él estaba ahí en ese mismo momento. En lo que constituye una de las escenas más terroríficas pensables, el personaje le sugiere que llame por teléfono a su casa, desde la cual atiende la voz de la persona que él está observando frente de sí: _Le dije que estaba aquí...

La figura más interesante de la teorización de Michel Chion respecto de las posibilidades de los sonidos acusmáticos es la del acúsmetro (horrible traducción al castellano del término acusm–être, o ser–acusmático). Los griegos hablaban de acusmática para referirse a quien hablaba a sus discípulos sin hacerse ver, reduciéndose a una voz. Esta especie de antecedente del psicoanalista o del confesor, figuras que descansan en el poder que les confiere ser una voz invisible, una voz que carece de cuerpo, que no se somete a las precariedades de la dimensión humana. No hay que olvidar que en el principio era el Verbo y que justamente, la idea de una voz sin cuerpo, nos lleva a la asociación con lo divino o todopoderoso (el Verbo judeocristiano o, en Grecia, “Agamenón, tu rey que te despierta”, para recordar un pionero uso de la acusmática en el teatro).

El acusmêtre es omnisciente, omnipresente y omnipotente. Es omnisciente porque su circulación en el espacio audiovisual de manera casi total y libre le confiere rasgos de conocimiento absoluto. La madre de Norman Bates en Psicosis, de Hitchcock, le habla a su hijo pero parece saber muy bien de qué es culpable el personaje de Marion que la escucha desde su habitación del motel. La simetría es interesante: Marion cree escuchar a su propia conciencia culposa al escuchar la voz de Norman haciendo de voz de su madre. Y si llevamos al extremo el argumento, debemos decir que la razón por la que Norman ha matado a su madre es la misma por la que Marion va a morir: así como Norman encontró a su madre con otro hombre que no era su padre —ni él mismo, por supuesto— Marion ha sido presentada como una mujer que se acuesta con un hombre casado, transgresión a la que suma el hecho de robarse el dinero que se destinaría a regalarle un hogar a una mujer que iba legítimamente a casarse.

Por la misma circulación que mencionábamos el acúsmetro es omnipresente. Hal 9000 la computadora de 2001, Odisea del espacio, de Stanley Kubrick, está en todas partes. Allí, no es casual que la identificación de la procedencia de la voz de la computadora, se haga con alguno de los ojos electrónicos por los que Hal ve (!): una vez más es lo que mira o lo que remite a lo visual lo que se interpreta como la fuente de la que procede esa voz. No se ven parlantes y de verlos, el espectador en ningún momento los confundiría con el “cuerpo” de Hal. Hal —una voz— es solamente un ojo que habla. Pero un ojo que a todo accede, que todo ve, que todo escucha. Lo mismo para el Dr. Mabuse de Fritz Lang, cuyos poderes alcanzan a dominar a sus súbditos. O la voz grabada de Marlon Brando en Apocalipsis ahora, de Francis Ford Coppola, que parece llegar a la conciencia de Willard aun a través de este mecanismo indirecto.

Por último, el acúsmetro es omnipotente. O al menos, su construcción como presencia sonora le quita la vulnerabilidad que un cuerpo posee y radicaliza la brecha a la que antes se hacía referencia. Es el espectador el que le confiere los poderes a partir de una tajante actualización de la separación entre voz e imagen. Y está en el realizador, cinematográfico o teatral, saber aprovecharse de ellos a los fines de la narración o, por el contrario, no conferirle a un personaje poderes de acúsmetro. El proceso de desacusmatización corresponde a la devolución del cuerpo a esa voz invisible. Lo que se desacusmatiza es el cuerpo, no la voz, pero la voz atrapada en un cuerpo —es decir, cuando ha dejado de ser pura sonoridad— pierde todos sus poderes. La madre de Norman Bates en Psicosis, es atrapada inmediatamente después de que es visualizado su cuerpo. Mientras tanto, el Coronel Kurtz, de Apocalypse Now, que se manifiesta al espectador como una voz grabada que parcialmente va revelando a través del registro fragmentario de sus máximas y sentencias, nos da una lección del destino del acúsmetro: Willard debe encontrarse con Kurtz allí, en el corazón de las tinieblas. Y una vez allí, a Willard no le es revelado en su totalidad el cuerpo de Kurtz: sólo vemos una cabeza rapada, entre penumbras y un rostro que se cubre parcialmente con sus manos. ¿Por qué? Porque a partir de que el cuerpo completo de Kurtz es totalmente revelado, Kurtz tiene los minutos contados (literalmente). La omnipotencia de Kurtz se desvanece cuando reconocemos que no es más que un cuerpo humano. La desacusmatización equivale a su desaparición como personaje o a su inminente muerte, a su probable ejecución o sacrificio. ¿Y no fue ése acaso el destino del Verbo cuando se hizo carne?


[1] Zizek, Slavoj (editor junto a Renata Salecl), Gaze and Voice as Love Objects. Verso, Londres, 1997.

[2] Se conocen dos versiones: una versión en varios tomos y una abreviada, cuya traducción como Tratado de los objetos musicales, está publicada en Madrid por la Editorial Alianza.

[3] La psicoacústica no es otra cosa que una rama de la acústica que se ocupa de lo percibido por un oyente y no de la señal física mensurable que porta eso que es oído. Dicho de otra manera, mientras la acústica se ocupa de la materia sonora, la psicoacústica se ocupa de la sensación que esta produce en un ser humano. Lo psicológico de la psicoacústica no refiere más que a la elaboración de respuestas auditivas y representaciones mentales de las señales sonoras; nada tiene que ver esto con dimensiones psicoanalíticas, aunque sí puedan ser tomadas estas cuestiones de psicología general como un punto de partida para pensar en derivaciones más profundas.

[4] En castellano, podría hacerse una traducción inexacta ya que no poseemos tantos términos para explicar las diferentes clases de escucha. Ésta podría ser: oír, atender, escuchar, reconocer. Oír, como el simple sentido del oído; atender, como una actitud activa de la audición, la que permite establecer la causa de un fenómeno sonoro; escuchar, como la audición dirigida específicamente a un fenómeno sonoro recortado claramente de los demás o la escucha reducida, que permite sensibilizarse al timbre y a los aspectos materiales y estéticos de estructuras sonoras como la música; reconocer, o comprender lo escuchado, como la decodificación semántica de un mensaje sonoro (la escucha de las palabras dentro del lenguaje verbal o códigos como el morse, etc., donde interviene una dimensión lingüística y no puramente sonora).

[5]Chion, Michel, El sonido. Madrid, Paidós, 1999.

[6] Chion, Michel, La audiovisión. Madrid, Paidós, 1993.

[7] De este libro es interesante recurrir a la reciente edición norteamericana que incluye un capítulo del autor escrito especialmente para esta versión —el original francés data de 1982— y que repasa el uso de la voz en el cine de los ochenta y noventa. Chion, Michel, Voice in cinema. New York, Columbia University Press, 1999.

[*] Del libro: “Lacan: la marca del leer” - Editorial Anthropos


[*] Licenciado en Artes de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Doctorado en curso. Universidad de Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras. Becario de investigación de la Secretaría de Ciencia y Técnica de la UBA en las categorías de Estudiantes (1991-1993) e Iniciación (1991-1996), integrante del proyecto de investigación del programa UBACYT 1994-1997 sobre Análisis auditivo de la música (dir. María del Carmen Aguilar), titular de las cátedras de Movimientos estéticos de la música y del Seminario de diseño de sonido y musicalización de la Universidad del Cine e integrante de las cátedras de Introducción al lenguaje musical y Música argentina y latinoamericana de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Actualmente realiza su doctorado bajo la dirección de Oscar Traversa y Michel Chion.
E-mail: gcostantini@hotmail.com

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Febrero 27, 2007

De la ciudad concebida a la ciudad practicada

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Por: Manuel Delgado

A la memoria de Isaac Joseph

La relación entre cultura urbana -el conjunto de maneras de vivir en espacios urbanizados- y cultura urbanística -asociada a la estructuración de las territorialidades urbanas- ha sido crónicamente polémica. Los arquitectos urbanistas trabajan a partir de la pretensión de que determinan el sentido de la ciudad a través de dispositivos que quieren dotar de coherencia a conjuntos espaciales altamente complejos. La labor del proyectista es la de trabajar a partir de un espacio esencialmente representado o, más bien, concebido, que se opone a las otras formas de espacialidad que caracterizan la practica de la urbanidad como forma de vida: espacio percibido, vivido, usado... Su pretensión: mutar lo oscuro por algo más claro. Su obsesión: la legibilidad. Su lógica: la de una ideología que se quiere encarnar, que aspira a convertirse en operacionalmente eficiente y lograr el milagro de una inteligibilidad absoluta.
La labor del urbanista es la de organizar la quimera política de una ciudad orgánica y tranquila, estabilizada o, en cualquier caso, sometida a cambios amables y pertinentes, protegida de la obcecación de sus habitantes por hacer de ella un escenario para el conflicto, a salvo de los desasosiegos que suscita lo real. Su apuesta es a favor de la polis a la que sirve y en contra de la urbs, a la que teme. Para ello se vale de un repertorio formal hecho de rectas, curvas, centros, radios, diagonales, cuadrículas, pero en el que suele faltar lo imprevisible y lo azaroso. En su vocación demiúrgica, buen número de arquitectos y diseñadores urbanos se piensan a sí mismos como ejecutores de una misión semidivina de imponerle órdenes preestablecidos a la naturaleza, en función de una idea de progreso que considera el crecimiento ilimitado por definición y entiende el usufructo del espacio como inagotable. Asusta ante todo que algo escape a una voluntad insaciable de control, consecuencia a su vez de la conceptualización de la ciudad como territorio taxonomizable a partir de categorías diáfanas y rígidas a la vez -zonas, vías, cuadrículas- y a través de esquemas lineales y claros. Espanta ante todo lo múltiple, la tendencia de lo diferente a multiplicarse sin freno, la proliferación de potencias sociales percibidas como oscuras. Y, por supuesto, se niega en redondo que la uniformidad de las producciones arquitectónicas no oculte una brutal separación funcional en la que las claves suelen tener que ver con todo tipo de asimetrías que afectan a ciertas clases, géneros, edades o etnias.
En los espacios urbanos arquitecturizados -edificios o plazas- parece como si no se previera la sociabilidad, como si la simplicidad del esquema producido sobre el papel o en maqueta no estuviera calculada nunca para soportar el peso de las vidas relacionadas que van a desplegar ahí sus iniciativas. En el espacio diseñado no hay presencias, lo que implica que por no haber, tampoco uno encuentra ausencias. En cambio, el espacio urbano real -no el concebido- conoce la heterogeneidad innumerable de las acciones y de los actores. Es el proscenio sobre el que se negocia, se discute, se proclama, se oculta, se innova, se sorprende o se fracasa. Escenario sobre el que uno se pierde y da con el camino, en el que espera, piensa, encuentra su refugio o su perdición, lucha, muere y renace infinitas veces. Ahí no hay más remedio que aceptar someterse a las miradas y a las iniciativas imprevistas de los otros. Ahí se mantiene una interacción siempre superficial, pero que en cualquier momento puede conocer desarrollos inéditos. Espacio también en que los individuos y los grupos definen y estructuran sus relaciones con el poder, para someterse a él, pero también para insubordinarse o para ignorarlo mediante todo tipo de configuraciones autoorganizadas.
La utopía imposible que el proyectador busca establecer en la maqueta o en el plano es la de un apaciguamiento de la multidimensionalidad y la inestabilidad de lo social urbano. El arquitecto puede vivir así la ilusión de un espacio que está ahí, esperando ser planificado, embellecido, funcionalizado..., que aguarda ser interrogado, juzgado y sentenciado. Se empeña en ver el espacio urbano como un texto, cuando ahí sólo hay textura. Tiene ante sí una estructura, es cierto, una forma. Hay líneas, límites, trazados, muros de hormigón, señales... Pero esa rigidez es sólo aparente. Además de sus grietas y sus porosidades, oculta todo tipo de energías y flujos que oscilan por entre lo estable, corrientes de acción que lo sortean o lo transforman.
De ahí esa fundamental distinción entre la ciudad y lo urbano debida a Henri Lefebvre1. La ciudad es un sitio. Lo urbano es algo parecido a una ciudad efímera, "obra perpetua de los habitantes, a su vez móviles y movilizados por y para esa obra"2. Lo urbano es una forma radical de espacio social, escenario y producto de lo colectivo haciéndose a sí mismo, un territorio desterritorializado en el que no hay objetos sino relaciones diagramáticas entre objetos, bucles, nexos sometidos a un estado de excitación permanente. Su personaje central -el animal urbano- es "polivalente, polisensorial, capaz de relaciones complejas y transparentes con 'el mundo' (el contorno o él mismo)"3. Su asunto, relaciones sociales hechas de simultaneidad, dislocación y confluencia. Su espacio -el espacio de y para lo urbano como "lugar de deseo, desequilibrio permanente, sede de la disolución de normalidades y presiones, momento de lo lúdico e imprevisible"4- no es un esquema de puntos, ni un marco vacío, ni un envoltorio, ni tampoco una forma que se le impone a los hechos... Es una actividad, una acción interminable cuyos protagonistas son esos usuarios que reinterpretan la obra del diseñador a partir de las formas como acceden a ella y la utilizan al tiempo que la recorren. Esa premisa desactiva cualquier pretensión de naturalidad, de inocencia, de trascendencia o de transparencia, puesto que el espacio urbano es, casi por principio, indiscernible. Ese espacio no es el resultado de una determinada morfología predispuesta por el diseñador, sino de una articulación de cualidades sensibles que resultan de las operaciones prácticas y las esquematizaciones tempo-espaciales en vivo que procuran los viandantes, sus deslizamientos, los estancamientos, las capturas momentáneas que un determinado punto puede suscitar. Dialéctica ininterrumpidamente renovada y autoadministrada de miradas y exposiciones.
Es posible leer, es cierto, una ciudad, al menos en cuanto estructura morfológica. Pero, ¿podríamos decir lo mismo de esas sociedades que despliegan su actividad casi estocástica en sus aceras o plazas? Lo que se da a leer es siempre un territorio que se supone sometido a un código. Es más, los territorios en que una ciudad puede ser dividida han sido generados y ordenados justamente para posibilitar su lectura, que es casi lo mismo que decir su control. El espacio urbano, en cambio, no puede ser leído, puesto que no es un discurso sino una pura potencialidad, posibilidad abierta de juntar, que existe sólo y en tanto alguien lo organice a partir de sus prácticas, que se genera como resultado de acciones específicas y que puede ser reconocido sólo en el momento en que registra las articulaciones sociales que lo posibilitan. Es, como la naturaleza en Marx, como el sentido en semiótica, un mito o más bien un horizonte que nos huye, tan sólo la materia prima inconcebible sobre la que operan las potencias de lo social. Afirmar cualquier cosa del espacio urbano en términos de linealidad es reconocer en él las marcas y los rasgos de un lenguaje, de un sistema de referencias que ha disuelto su espacialidad para conformar un territorio. En cambio, lo que ese espacio dice no puede reducirse a unidad discursiva alguna, por la versatilitad innumerable de los acontecimientos que lo recorren, por su estructura hojaldrada, por la mezcla que constantemente allí se registra entre continuidad y ambigüedad. Lugar que se hace y se deshace, nicho de y para una sociabilidad holística, hecha de ocasiones, secuencias, situaciones, encuentros y de un intercambio generalizado e intenso.
El espacio urbano no es un presupuesto, algo que está ahí antes de que irrumpa en él una actividad humana cualquiera. Es sobre todo un trabajo, un resultado o, si se prefiere -evocando con ello a Henri Lefebvre y, con él, a Marx- una producción. O, todavía mejor, como lo había definido Isaac Joseph: una coproducción5. Esa comarca puede ser objeto de apropiación -puesto que es apropiable en tanto que apropiada, esto es adecuada-, nunca de propiedad, en la medida en que en modo alguno puede constituirse en posesión. Dominio en que la dominación es -o debería ser- impensable. En el espacio urbano existe, es cierto, una coherencia lógica y una cohesión práctica, pero éstas no permitirían algo parecido a una "lectura" o a una "interpretación", a la manera en las que propiciaría la existencia de una suerte de mensaje o información, algo que respondiera a un único código y estuviera en condiciones de ser reconocido como "diciendo alguna cosa". En el espacio urbano no existe nada parecido a una verdad por descubrir, lo que hace inútil aplicar sobre él exégesis o hermeneútica alguna. Flujo de sociabilidad dispersa, comunidad difusa hecha de formas mínimas de interconocimiento, ámbito en que se expresan las formas al tiempo más complejas, más abiertas y más efímeras de convivialidad: lo urbano, entendido como la ciudad menos su arquitectura, todo lo que en ella no se detiene ni se solidifica. Un universo derretido.
En relación con todo ello, hay que recordar que la asociación de lo público a aquello cuya titularidad corresponde al Estado introduce un elemento de malentendido a la hora de definir un espacio como público, puesto que de algún modo cuestiona la propia dimensión abierta y accesible a todos que se acepta como su primera cualidad. Considerar que ha de estar supeditado a las instituciones estatales equivale a afirmar que el espacio público no es del público, sino de un orden político que se ha autoarrogado la función de fiscalizarlo e imponerle sus sentidos. En este caso, el espacio público ve desmentida su propia condición de tal, en tanto es concebido y reconocido como propiedad privada de un poder político centralizado. Si, al pie de la letra, su eventual condición pública debería hacer de un espacio dado un ámbito para las apropiaciones transitorias y en filigrana, su naturaleza legal lo postula como dependiente de una instancia de control que se considera autorizada a administrar sus empleos, restringir su acceso y distribuir significados afines a su ideología.
Es en tanto que patrimonio de la administración centralizada sobre la ciudad -la polis- que el espacio público está sometido a una casi obsesiva voluntad clarificadora. Desde esa perspectiva, las principales funciones que debe ver cumplido ese espacio público se limitan a: 1), asegurar la buena fluidez de lo que por él circula; 2), servir como soporte para las proclamaciones de la memoria oficial -monumentos, actos, nombres..., y 3), últimamente, ser sometido a todo tipo de monitorizaciones que hacen de sus usuarios figurantes de las puestas en escena autolaudatorias del orden político o que los convierten en consumidores de ese mismo espacio que usan. Para tales fines, la Administración trata de mantener el espacio público en buenas condiciones para una red de encuentros y desplazamientos lo más ordenados posible, así como de asegurar unos máximos niveles de claridad semántica que eviten a toda cosa tanto la ambigüedad de su significado como la tendencia que nunca deja de experimentar a embrollarse, es decir, a una exuberancia perceptual y simbólica que lo hace ininterpretable en una sola dirección. Esta preocupación por la legibilidad del espacio público es la que se traduce en todo tipo de iniciativas urbanísticas que pretenden arquitecturizarlo, que lo fuerzan a asumir esquematizaciones provistas desde el diseño urbano, siempre a partir del presupuesto de que la calle y la plaza son -o deben ser- textos que vehiculan un único discurso.
Frente a esa definición del espacio público como texto unitario se reproducen las evidencias de una apropiación ora microbiana, ora tumultuosa de ese mismo espacio por parte de sus practicantes, su condición de escenario para el incansable trabajo de la sociedad sobre sí misma. Si el espacio público politizado -en el sentido de sometido a la polis- vive bajo la obcecación por hacer de él lo que ni es ni nunca ha sido ni seguramente será -una superficie nítida, pacificada, sumisa-, el espacio público socializado asume una naturaleza permanentemente intranquila, escenario activo que es para lo inesperado, proscenio en que la excepción es casi norma y marco para una sociedad autogestionada que se pasa el tiempo tejiendo y destejiendo tanto sus acuerdos como sus luchas.
Poner el acento en las cualidades permanentemente emergentes del espacio público urbano implica advertir que éste no puede patrimonializarse como cosa ni como sitio, puesto que ni es una cosa -un objeto cristalizado-, ni es un sitio -un fragmento de territorio dotado de límites y marcas. De hecho, bien podríamos decir que es cualquier cosa menos un territorio. Sería antinómico y no puede concebirse algo a lo que llamar territorio público. El espacio público es -repitámoslo- sólo la labor de la sociedad urbana sobre sí misma y no existe -no puede existir- como un proscenio vacío a la espera de que algo o alguien lo llene. No es un lugar donde en cualquier momento pueda acontecer algo, puesto que ese lugar se da sólo en tanto ese algo acontece y sólo en el momento mismo en que acontece. Ese lugar no es un lugar, sino un tener lugar. Puro acaecer, el espacio público sólo existe en tanto es usado, que es lo mismo que decir atravesado, puesto que en realidad sólo podría ser definido como eso: una mera manera de pasar por él.

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1. H. Lefebvre, Espacio y política, Península, Barcelona, 1972, pp. 70-71
2. H. Lefebvre, El derecho a la ciudad, Península, Barcelona, 1978, p. 158
3. Ibidem, p. 126.
4. Ibidem, p.100
5. I. Joseph, Erving Goffman y la microsociología, Gedisa, Barcelona, 1999, p. 87.

Manuel Delgado es autor de El animal público, editado por Anagrama (Barcelona, 1999), reseñado en el número 39 de Archipiélago.

Ladillos:
"La labor del urbanista es la de organizar la quimera política de una ciudad orgánica y tranquila, estabilizada"
"En los espacios urbanos arquitecturizados -edificios o plazas- parece como si no se previera la sociabilidad"
"lo urbano, entendido como la ciudad menos su arquitectura, todo lo que en ella no se detiene ni se solidifica. Un universo derretido"
"el espacio urbano real -no el concebido- conoce la heterogeneidad innumerable de las acciones y de los actores"

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Marzo 31, 2006

Hacía una Semiótica de los Mass-Media

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Revista Mexicana de Comunicación

Por: Pablo Espinosa Vera *

El hombre contemporáneo, sometido y permeado por una cultura audiovisual y por sistemas de producción de sentido de origen massmediático donde predominan signos de seducción y de fantasía perenne es un hombre (como en el universo de ‘Matrix’) cada vez más alejado de la realidad y con un alto grado de perturbación simbólica y perceptiva. Y es que la función primordial de las industrias culturales o del entretenimiento y de la megamáquina massmediática es mantener a grandes mayorías alejadas de sí mismas asumiendo actitudes complacientes y ecuánimes ante la realidad (decía Sócrates que un ser que no se piensa a sí mismo, no merece existir). Pero este proceso de fascinación y ensueño masivo alcanza un nivel de alto riesgo al incluir en sus targets a audiencias infantiles y juveniles mediatizando, así, el espíritu crítico e inquisitivo y el don de la inteligencia (como signo de lo anterior: para los magnates televisivos el rating es el factor más valorado proclamando que la función de la TV es entretener, divertir e informar, antes que educar y culturizar, de lo que responsabilizan al Estado, criterio que comparte Rupert Murdoch, Presidente de News Corp. y controlador, a escala planetaria de los sistemas de televisión vía satélite –DTH- a través del sistema Sky y DirecTV y quien está a favor de distribuir, como lo hace por la televisión europea, contenidos mediocres y espectaculares, fiel reflejo de la cultura popular posmoderna, por ser los que garantizan el rating y las ganancias estratosféricas. Como antítesis a esta posición, Karl R. Popper y otros autores revelan los efectos desastrosos provocados por la TV sin límites y sin escrúpulos a nivel de contenido, en la mente de los niños, también arrollada por histéricos computer-games). (1)

Charles Morris, precursor de la semiótica conductista (es quien establece las tres dimensiones de la semiótica: sintáctica, semántica y pragmática) y seguidor del paradigma de la semiótica filosófica desarrollado por Charles S. Peirce desde la Universidad de Harvard, advertía sobre la necesidad de introducir como materia básica desde los primeros años de escolaridad, una ‘cultura semiótica’ para contrarrestar el imperio de los signos y de los discursos con alta carga ideológica y persuasiva (quien controla los signos tiene el poder, decía), erigido y ostentado por instancias de poder que abarcan todos los órdenes del quehacer humano donde destaca el universo massmediático que ha devenido en la conformación de lo que Giovanni Sartori denomina ‘homo videns’ o en la creación de una ‘sociedad de la comunicación’ partiendo de la visión posmoderna propuesta por Gianni Vattimo (Omar Calabrese habla de ‘la era neobarroca’ destacando la nueva weltanschauung o visión ideológica de la realidad de naturaleza ‘fractual’ o de videoclip, como la concibe Jean Baudrillard).

La mitología mediática impuesta gradualmente vía medios masivos de comunicación tiende a sustituir del imaginario colectivo, el reconocimiento y la representación de símbolos y arquetipos que han contribuido a edificar las bases de la civilización, de la historia, de la filosofía y del conocimiento por estereotipos provenientes de la ‘cultura de masas’, fenómeno ampliamente analizado por los fundadores del Centro de Estudios de la Comunicación de Masas)-CECMAS- en la época de los 60: Roland Barthes (2) y Edgar Morin (3), o por teóricos de la ‘research communications’ –los ‘apocalípticos e integrados’ según la original concepción de Umberto Eco (4)- como Daniel Bell, Paul F. Lazarsfeld, Robert Merton, Dwight MacDonald, Edward Shils, Leo Lownthal y Clement Greenberg (5) . Este boom de la ‘mass culture’ ya lo habían visualizado Theodor Adorno y Max Horkheimer, representantes de la Escuela de Frankfurt , al develar el papel de las modernas industrias culturales de mediados del siglo XX donde la TV no era aún la gran protagonista(6). En este mismo parteaguas se debe incluir los trabajos de Armand Mattelart (7) y de Ariel Dorfman (8) y las aportaciones de la UNESCO desde los 70 hasta la fecha al estudiar el papel de las industrias culturales (9) y el rol de las políticas comunicacionales imperantes que en poco se han modificado (10), investigaciones que Nestor García Canclini amplía al nivel de América Latina (11).

Develar la intencionalidad y las estructuras subyacentes
del discurso massmediático

Una teoría semiótica de los mass-media, como las que han venido edificando semioticians en forma fragmentada y desde ángulos diversos como Ernest W.B. Hesse-Lüttich, Winfried Nöth, Massimo Bonfantini, Lorenzo Vilches, Oscar Steimberg, Umberto Eco (autor de casi un centenar de ensayos y artículos referidos a fenómenos mediáticos y de mass-culture), Roland Posner y Günter Bentele entre otros, parte del análisis de los media como ‘objetos semióticos’, productores de sentido y constructores de ‘metarrealidades’a través de un megadiscurso que es transmitido vía la propia red massmediática en sus diversas modalidades y que forman parte de la posmoderna videósfera o iconósfera cotidiana del habitante urbano: televisión, radio, prensa, cine, cómics, videos, magazines, libros, discos incluyendo nuevas tecnologías de las telecomunicaciones y de la información como lo es la Internet con más de 400,000 páginas accesibles en el ciberespacio e innovadoras modalidades de transmisión y construcción discursiva a través del hipertexto en una galaxia hipermediática.

Cada uno de estos media poseen su propia gramática de los signos configurada por sistemas de significación múltiples que derivan en lo que A.J.Greimas define como una ‘semiótica sincrética’ (sinergia de semióticas connotativas, en el concepto de Roland Barthes) (12) considerando en las diferentes ‘gramáticas’ (reglas sintácticas y semánticas) la interrelación de códigos icónicos, lingüísticos (la enunciación en sí), sonoros (fonéticos, fonológicos), cinéticos (la ‘enunciación cinematográfica’), pictográficos (el lenguaje de los comics) y una amplia variedad de subcódigos que se derivan de los anteriores. El lenguaje de la televisión, por ejemplo, está construido por una amplia gama de formas expresivas produciendo un ‘bricolage’ de imágenes, expresiones lingüísticas y sonidos (fondos musicales, jingles, ruidos) donde el signo mismo se torna huidizo deviniendo solo en estímulos receptivos lo que hace inferir a Umberto Eco que “...lo que aparece en la pantalla televisiva no es signo de nada: es imagen para-especular” (en antítesis con los espejos, por ejemplo), agregando en este proceso perceptivo la naturaleza autorreferencial de la TV que elude la realidad en sí vía la sustitución de ‘realidades otras’ (ficticias, inverosímiles) o de su propia metarrealidad, como lo exhibió Solomon Marcus en el marco de la Conference of Semiótics of the Media (Kassel, Alemania, 1995) (13). Por su parte, y partiendo del psicoanálisis de Lacan, , Jesús González Requena profundiza en la dimensión especular generada por el discurso televisivo dominante donde el televidente asume el papel de espectador cautivo en estado de indefensión (no tiene la capacidad para descodificar el macrodiscurso en ciernes) con todas las secuencias degradatorias y patológicas en el plano de la subjetividad del propio teleespectador perdido en la arreferencialidad compulsiva que se emite las 24 horas desde una pantalla (14).

¿Dónde está el ‘sujeto de la enunciación’ último
(o el interpretante lógico final, como diría Peirce)?

Conocer la arquitectura interna y los procesos de construcción de los discursos massmediáticos desde su fase de producción y transmisión -por un emisor-, y de reconocimiento, representación y reproducción -por el receptor-, lo que analiza Eliseo Verón al revisar la teoría de los discursos sociales (15) o Teun A. Van Dijk al ‘deconstruir’ el lenguaje de la prensa (16), resulta imprescindible para detectar los ‘puntos de vista’ predominantes en el texto y en los procesos de enunciación que reflejan la intencionalidad subyacente del emisor (la dimensión ideológica, como diría Augusto Ponzio) así como los potenciales efectos en el destinatario último. En forma colateral, es importante develar a los mismos ‘sujetos de la enunciación’ ocultos (los que están atrás de los enunciadores en escena), verdaderos artífices de los mecanismos de persuasión y de manipulación del imaginario social tras la construcción de ‘realidades-otras’ como lo exhibe Paolo Fabbri: “...¿Quién es el sujeto de la enunciación de un telediario? ¿El locutor? ¿La redacción? ¿La cadena que lo transmite? ¿El grupo televisivo al que pertenece la cadena? ¿Las fuerzas políticas que están detrás del grupo televisivo? Es como si hubiera un enunciador cada vez más atrás, y el telespectador siempre es conciente de su presencia” (17).

Solo un paso, del dramatismo de las telenovelas a Spider Man

A nivel de géneros las telenovelas, construidas con estructuras narrativas inspiradas en códigos de cuentos populares y cuentos de hadas (el caso de la “Cenicienta” trasladado a “Simplemente María”) analizados por Vladimir Propp, se lograron instaurar como un sistema de significación sustitutivo y extensivo de referentes –la propia realidad cotidiana y doméstica- con amplia influencia y penetración en el imaginario de amas de casa y jóvenes adolescentes de todos los niveles sociales ubicándose como un ‘objeto semiótico’ detonante de semiosis-in-progress (procesos de lectura y de interpretación que se dan día a día) que afecta actitudes, comportamientos, relaciones y visiones de la realidad como lo refieren estudios emprendidos por Jesús Martín-Barbero, Sonia Muñoz (18), Armand Mattelart (19), Eliseo Verón y Lucrecia Escudero (20), entre otros (v.gr. era un rumor que la guerra de Bosnia-Herzegovina se interrumpía al iniciar la transmisión de “Rosa salvaje” en Los Balcanes, telenovela protagonizada por Verónica Castro, un icono que también conmocionó al pueblo ruso).

En el amplio segmento del cine regido por efectos especiales y digitales o films de taquilla asegurada (’blockbusters’ que recaudan cientos y hasta miles de millones de dólares como es el caso de “Titanic”, “Star Wars”, y Spider Man”), que ha llegado a conformar una posmoderna megacultura de masas, existe más de un centenar de directores o ‘magicians’ apuntalados por corporativos especializados en construir metarrealidades de toda índole (Industrial Light and Magic de George Lucas, PixarAnimation Studios de John Lasseter, etc.) modificando, abruptamente, los procesos de percepción del cineespectador de todas las edades, que en los niños y adolescentes tiene efectos imprevisibles al difuminar o hacer borrosas las fronteras entre lo real y la ficticio subvirtiendo y transgrediendo la realidad y el propio plano de las presuposiciones (¿acaso, ya todo es posible, o como rezaban las bardas en el París del 68: “¡La imaginación al poder!¡Seamos realistas, exijamos lo imposible!”?). En el imaginario simbólico de las nuevas generaciones, así es, cobrando vida y amplio sentido seres concebidos por Stan Lee, creativo estrella de Marvel Comics desde 1939, como Spider Man, X-Men, Hulk , Thor o The Four Fantastics, superhéroes que fueron al rescate, en un plano hiperrealista, de sobrevivientes tras el atentado del World Trade Center de NY, como lo publicitaron comics diversos.¿Y alguien cuestiona esa dimensión de lo verosímil?.¿O qué niño duda acerca de la existencia de la escuela de brujería donde Harry Potter y sus amigos del alma desbordan su talento?.

El por qué de una teoría semiótica de los mass-media

Por supuesto, una teoría semiótica de los mass-media deberá enfocar su ámbito de análisis al estudio de los media en sí, cómo están conformados, cuál es la base de su discurso y de sus prácticas enunciativas, cómo operan los procesos de producción de sentido (la ‘construcción de acontecimientos’, como lo analiza Eliseo Verón o las ‘mises in scena’ deconstruídas por Gianfranco Bettetini) y la propia transmisión de mensajes, qué tipo de semiosis o procesos de interpretación o lectura por parte de un destinatario están previstos por los programadores (dimensión perlocutiva del discurso en un ámbito semiopragmático que analiza y trata de manipular los escenarios de ‘respuestas posibles’ del receptor último, como es el caso de las telenovelas regidas por códigos sensibles y emotivos o por programas informativos), cómo opera una semiótica de la recepción que legitime el rol del “lector in fábula” (Eco), cómo contribuye al estudio y modificación de los media en sí o cómo contribuirá en el futuro (en la conferencia de Kassel, Martín Krampen analiza la conmutación de la TV mediante una matriz de comunicación centrada en los complejos niveles de secuencia recién incorporados y producidos en la que denomina televisión news cast cuyos proceso deriva, al sumar en una ‘matriz z’ los diferentes efectos provocadores de ‘semiosis z’ durante la producción y transmisión de un programa específico–número de diálogos, llamadas telefónicas en línea abierta, interlocución ‘face-to-face’, mensajes de fax, multiplicación de tomas desde ángulos imprevistos, etc.,- en un modelo de ‘supersemiosis Σ’- (21) modelo que Umberto Eco (22) y Francesco Casetti (23) anticiparon en la llamada Neotelevisión –espacio del ‘pacto comunicativo’ donde el enunciatario asume el papel de enunciador y donde las ‘puestas en escena’ pierden su glamour,-, en antítesis a la Paleotelevisión ortodoxa, vertical e ilocutiva)..

Otra innovación teórica proviene de E.W.B. Hesse-Lüttich quien expone, en su modelo semiótico de comunicación multimediática, cuatro elementos que se cruzan e interrelacionan en el proceso comunicativo ubicando, por un lado, los canales físicos incorporados (ondas luminosas, ondas sonoras, bioquímicos, termodinámicos, de transmisión electromagnética) y los sentidos psicológicos de transmisión (acústicos, olfatorios, gustatorios, ópticos), y por el otro los factores de estructura semiótica retomados del modelo de la tricotomía del signo de Charles Peirce (iconos, índices, símbolos, más síntomas e impulsos) y los propios códigos de una organización sistemica de signos (verbales, paraverbales, no verbales, socioperceptivos y psicofísicos). (24).

El contrato enuncivo: rol del ‘receptor mediático ideal’
como virtual cómplice enunciatario

Algirdas. J. Greimas y Joseph Courtés, (25) al abordar el tema del discurso y de la enunciación en sí, destacan en la relación enunciador-enunciatario el rol asumido por el receptor quien, de pasivo consumidor de mensajes asume el rol de verdadero ‘complice’ del enunciador vía un ‘contrato enuncivo’ (enunciativo o de veridicción) en cuestión aceptando en forma complaciente lo expresado por el enunciador (difuso o ‘invisible’ en cualquier género de programación incluyendo dibujos animados, filmes de violencia, talk shows, espectáculos musicales, programas de comediantes, editoriales periodísticos, reportajes de magazine, etc.) aunque predominen escenarios donde se eluden e ignoran toda clase de referentes reales para sustituirlos por ‘referentes fantasmáticos’ o arreferenciales permeados por la mentira y por la falsedad, como lo analiza Alain Berrendonner en un contexto de lingüística pragmática (26), lo que también hace Umberto Eco en un texto de connotadores semióticos cuestionando la ‘inocencia’ del televidente (27) y Rosa Esther Juárez al hablar de “las chapuzas del lector” partiendo de las premisas de una semiótica de la recepción (28).

Así, el receptor último (¿el interpretante lógico final de Peirce?) seducido y fascinado por la ‘magia’ de los media no representa la víctima por excelencia de la megamáquina massmediática, aunque en el caso de niños y adolescentes, cuya capacidad de elegir y de discernir aún es mínima o relativa, la situación toma otro cariz que es necesario analizar si se desean prevenir o regular los procesos draconianos de perversión y degradación de la inteligencia a cambio de diversión sin límites.

1) Popper, Karl R./ Condry, John: “Una patente para producir televisión” en: La televisión es mala maestra; 1994; México, FCE, 1998.

(2) Barthes, Roland: Mitologías; 1957; México: Siglo XXI, 1980.

(3) Morin, Edgar: El espíritu del tiempo; Ed. Grasset, 1962.

(4) Eco, Umberto: Apocalípticos e integrados a la cultura de masas; 1965;Barcelona: Lumen, 1968.

AA.VV. La industria de la cultura; Comunicación 2; Madrid: Alberto Corazón editor; 1969.

Adorno, Theodor W.; Horkheimer, Max.; Dialéctica del iluminismo; 1947; Buenos Aires: Sur, 1970; Adorno, T.W.: La industria cultural; 1961; Buenos Aires, Galerna, 1967.

(7) Mattelart, Armand; Dorfman, Ariel: Cómo leer al pato Donald ; Valparaíso, Chile: Ediciones Universitarias, 1974.

(8) Dorman, Ariel: Jofré, ManuelSuperman y sus amigos del alma; Buenos Aires: Galerna,1974.

(9) AA.VV. Industrias culturales: El futuro de la cultura en juego; México, FCE,1982.

(10) AA.VV.: Un solo mundo, voces múltiples / Informe MacBride; México: FCE,1980.

(11) García Canclini, Néstor; Moneta, Juan Carlos (coord..): Las industrias culturales en la integración latinoamericana; México: Grijalbo, 1999.

(12) Greimas, A.J.; Courtés, Joseph: Semiótica. Diccionario Razonado de la teoría del lenguaje. Vol 1; Madrid, Gredos, p. 369ss.

(13) Marcus, Solomon: “Media and Self-Reference: The forgotten initial state”; en
Nöth, Winfried (ed.): Semiotics of the Media; Berlin; New York: Mouton de Gruyter, 1997, pp.15ss.

(14) Jesús González Requena: El discurso televisivo: espectáculo de la
posmodernidad; Madrid: Cátedra, 1992.

(15) Verón, Eliseo: La semiosis social; Barcelona: Gedisa, 1987. -regresar

(16) Teun A. Van Dijk: La noticia como discurso. Comprensión, estructura y producción de la información; 1980; Barcelona, Paidós Comunicación, 1990.

(17) Fabbri, Paolo: El giro semiótico; 1998; Barcelona: Gedisa, 2000, p. 122.

(18) Martín-Barbero, Jesús; Muñoz, Sonia: Televisión y melodrama; Bogotá,
Colombia: Tercer Mundo Editores, 1992.

(19) Mattelart, Armand: Mattelart, Michéle: El carnaval de las imágenes. La ficción brasileña. Madrid: Edit. Akal, 1987.

(20) Verón, Eliseo; Escudero, Lucrecia: Telenovela / Ficción popular y mutaciones culturales. Barcelona: Gedisa, 1997.

(21) Krampen, Martín: “Semiosis of the mass media: Modeling a complex process”
en Nöth, Winfried (ed.): Semiotics of the Media; Berlin; New York: Mouton de Gruyter, 1997, pp.88ss.

(22) Eco, Umberto: “La transparencia perdida. De la Paleotelevisión a la Neotelevisión” en La estrategia de la ilusión; 1983; Madrid: Lumen, 1986.

(23) Casetti, Francesco: “El Pacto comunicativo en la Neotelevisión”. Documentos de trabajo del Centro de Semiótica y Teoría del Espectáculo; Valencia: España, 1988.

(24) Hesse-Lüttich, Ernest W.B.(ed.): Multimedial Communication; Tübingen:Gunter Narr Verlag, 1982, y “Multimedia communications” en: Sebeok, Thomas A. (ed.): Encyclopedic Dictionary of Semiotics; Berlin; New York: Mouton de Gruyter, 1994; vol. 1, pp. 573-77, y Supplement, pp. 15-25.

(25) Greimas, A.J.; Courtés, Joseph: op. cit. p.148.

(26) Berrendonner, Alain: Elementos de pragmática lingüística; 1982; Buenos Aires: Gedisa, 1987.

(27) Eco, Umberto: “¿El público perjudica a la televisión?” en: Moragas Spa, Miguel (ed.): Sociología de la comunicación de masas; Barcelona, Gustavo Gili, 1982, pp. 286-303.

(28) Juárez, Rosa Esther: Las chapuzas del lector. Análisis semiótico de la recepción. Tlaquepaque: ITESO, 1992.


* Presidente del ISECOM /Instituto de Semiótica y Cultura de Masas & MassCommunications desde 1987, y director de ISEPOL / Instituto de Semiótica Política y Comunicación Pública. Es fundador y coordinador de ASEMASS&COMGLOBAL / Asociación Mundial de Semiótica Massmediática y Comunicación Global. www.institutodesemiotica.com / isecom@institutodesemiotica.com


(artículo publicado en el No. 82 –julio/agosto de 2003- de la Revista Mexicana de Comunicación en versión sintetizada)

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Sobre los límites de las artes: Arquitectura y Escultura

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Tomado de: Diccionario Filosofico

La arquitectura, además de un concepto o categoría del sistema de las artes, es también una Idea que se abre camino a través de su propia estructura categorial [152]. Lo demuestra la presencia del concepto de arquitectura en contextos que desbordan las categorías arquitectónicas estrictas. Ante todo, en contextos ontológicos, desde las sístasis (constitutio) de Crisipo o Séneca (la consensio membrorum, que es una parte de la constitutio universi) hasta Vesalio (De frabrica humani corporis) o B. Bornstein y su «arquitectura» del universo (1934). Pero también en contextos gnoseológicos, desde el «saber arquitectónico» de Aristóteles mediante el cual los fines de las artes particulares se subordinan a un fin principal, hasta el «Al Lange Zur Architectonik», de Lamber o la «Arquitectónica de la Razón» de la «Dialéctica Trascendental» de Kant. De la arquitectura procede también la metáfora central del materialismo histórico, la distinción entre base (Bau) y superestructura (Uber Bau), así como las metáforas fundamentales de la fenomenología de Husserl, como la construcción (o constitución: Stiftung, Urstiftung) y la demolición (Ab-Bau, traducido, a través del francés, de Derrida por de-construcción), o las contraposiciones de Heidegger entre el construir (Bauen), el habitat (Wohnen) y pensar (Denken).

Ahora bien, desde la perspectiva de la filosofía materialista del arte hay que ofrecer, de un modo u otro, criterios para establecer los límites entre las diferentes especificaciones del arte, por ejemplo, los límites entre la poesía y la pintura, o entre la arquitectura y la escultura; lo que se llamaba «el sistema de las artes». Lo que importa es determinar una Idea de la Arquitectura que, desbordando sin duda el estricto espacio arquitectónico técnico-categorial, sea capaz, sin embargo, de ceñirlo y envolverlo, de suerte que sea posible su diferenciación con la escultura, con la ingeniería, &c. El materialismo resulta ser una perspectiva muy ajustada a esta idea de arquitectura que buscamos como «envolvente» de sus conceptos técnico-categoriales; y como indicio de este ajuste podría apelarse al hecho de que, en español, «materialista» designa, ante todo, a todo aquél que transporta materiales de construcción (León Battista Alberti decía, en su De re aedeficatoria (1485), edición española de 1582: «Y llamo arquitecto al que con un arte, método seguro y maravilloso y mediante el pensamiento y la invención, es capaz de concebir y realizar mediante la ejecución [encomendada a los obreros] todas aquellas obras que, por medio del movimiento de las grandes masas y de la conjunción y acomodación de los cuerpos, pueden adaptarse a la máxima belleza de los usos de los hombres»). La arquitectura, vista desde esta perspectiva materialista, implica ante todo acarreo de grandes masas. Pero: ¿Qué quiere decir grandes? ¿Con relación a qué escala? ¿Y por qué el arquitecto, en cuanto tal, se circunscribe al diseño, por medio de la geometría y de la mecánica (como subraya Alberti), y en eso se diferencia del obrero manual?

Es evidente que la razón no está en el finis operantis de conseguir la máxima belleza, pues tan arquitectura es un edificio hermoso como uno feo. La relación que Alberti presupone entre el arquitecto y los obreros que ejecutan sus planos guarda estrecha analogía con la relación entre el general y los soldados que intervienen en la batalla (el general, en cuanto tal, permanecerá en el puesto de mando), pero también con la relación entre el compositor de orquesta y los intérpretes (un solista puede ser, a la vez, compositor e intérprete, pero una orquesta no puede llevar adelante la sinfonía si antes no ha sido planeada en los pentagramas silenciosos).

Ahora bien, así como es imposible definir el número en general, puesto que es preciso partir de los números naturales, introduciendo las otras clases de números «por ampliación», así también es imposible definir la arquitectura en general, de un modo inmediato: hay que comenzar por definir la construcción. La idea de arquitectura, como arte, presupone la idea de construcción con materiales sólidos, es decir, la idea operatoria de composición con materiales de acarreo ya conformados previamente. La construcción sería, para la arquitectura, lo que la fase reptiliana es para los mamíferos: una conformación previa que, además, se reproduce en cada secuencia ontogenética del organismo mamífero. Lo que la perspectiva materialista subraya en este proceso es, por su antiformalismo jorismático, que las formas arquitectónicas (la morfología de la obra arquitectónica) no proceden del cielo, pero tampoco de la Naturaleza (como pretendió, mediante su teoría de la cabaña-prototipo del templo griego, Marc Antoine Laugier, en su Essai sur l'Architecture, 2ª ed., 1755), sino de las construcciones pre-arquitectónicas, por ejemplo, de la construcción de una choza circular. A la idea de arquitectura se llegaría, dadas ya muy diversas construcciones, por una confrontación diamérica entre esas construcciones, históricamente dadas, una re-flexión objetiva (no subjetiva) que consista en proyectar las figuras de una parte, o del todo ya construido, sobre otros (lo que se hace por medio de la Geometría). Las formas de una construcción podrán ser determinadas por factores exógenos, y así la construcción de una cabaña a partir de postes hincados, como pies derechos, que sostiene una cubierta a dos aguas. Pero la reflexión objetiva o confrontación de diferentes construcciones, permitirá comparar postes que se hunden en el suelo, con otros que descansan sobre una basa, que evita su hundimiento; postes en los que se apoya directamente la viga, de postes que interponen un ábaco, &c. De este modo tendrá lugar la segregación de partes formales (conformadas en la inmanencia de la construcción), pero disociadas del todo; y con ello se abrirá una combinatoria infinita de morfologías estrictamente arquitectónicas. Es aquí donde las funciones iniciales de la construcción se transformarán en una «libertad» sui generis que habría sido percibida por algunos críticos o historiadores desde el concepto de «manierismo» (se habla del manierismo de Miguel Buonarotti al concebir el vestíbulo y escalera de la Biblioteca Laurentina de Florencia tratando a los muros interiores como si fueran fachadas, empotrando en el muro columnas pareadas y situando debajo de las columnas pares de ménsulas gigantes).

Desde nuestra perspectiva materialista veremos, por tanto, a las formas arquitectónicas como procediendo de materiales previos de construcciones prearquitectónicas, en cuanto son susceptibles de ser analizados en partes formales («fuste», «capitel», «cornisa») [28]; partes formales que, por tanto, añaden a su novedad absoluta la condición de inmanencia de origen, en una suerte de «cierre tecnológico». Es la descomposición o análisis de los edificios dados y su recomposición combinatoria la fuente de las trazas, diseños o planos de los edificios futuros (lo que aproxima la construcción arquitectónica a la composición musical «con mordientes» o «marchas armónicas» que se corresponden, por ejemplo, con las «volutas» o con las «columnatas»; un zócalo, es un bajo continuo o, si se prefiere, el bajo continuo es un zócalo sonoro). El nuevo edificio «proyectado» resulta ser así enteramente la prolepsis obtenida de la anamnesis analítica obtenida de construcciones y de edificaciones previas [233-234]. En concreto, la arquitectura «moderna» habría comenzado en el renacimiento, de la mano de Alberti o de Palladio, como una reflexión sobre la arquitectura antigua; y la arquitectura contemporánea más revolucionaria, incluso la llamada «postmoderna», volverá a ser una reflexión objetiva y analítica sobre los modelos clásicos, góticos, vernáculos, &c. Sólo desde esta perspectiva materialista cabe hablar de una «Historia interna de la Arquitectura».

Pero la fundamentación de la inmanencia o cierre tecnológico de la arquitectura no puede confundirse con su definición, porque esta definición sólo puede hacerse regresando a un sistema de estructuras del que la arquitectura sea una parte. Ahora bien, como sistema material de conceptos o estructurales categoriales del que forma parte la Arquitectura, como un género, consideraremos a aquel que viene definido por la manipulación (operación) con cuerpos tridimensionales inanimados (lo que diferencia este sistema de la pintura —que se mantiene en las superficies, disociables, aunque no separables de los cuerpos— y, desde luego, de la música). El sistema material del que forma parte la arquitectura está constituido por tres géneros de arte tridimensional, corpóreo, a saber: la arquitectura, la escultura y la ingeniería. ¿Y cuál es la raíz de las diferencias entre estos tres géneros de artes corpóreas tridimensionales, en virtud de los cuales éstos se delimitan mutuamente, sin perjuicio de sus intersecciones ulteriores?

Consideramos como criterio pertinente la oposición entre la exterioridad y la interioridad de los cuerpos tridimensionales, tal como se manifiesta ya en la percepción visual apotética (sin excluir el tacto). Por supuesto la interioridad no se toma aquí en el sentido del espiritualismo idealista o humanista (el sentido de la via interioritatis), desde el cual Hegel, en una suerte de delirio metafísico, pretendió establecer las diferencias entre arquitectura y escultura («El arte abandona el reino inorgánico [en el que se mantiene la arquitectura] para pasar a otro reino, en donde aparece, con la vida del Espíritu, una verdad más alta. Es sobre este camino que recorre el Espíritu, desgajándose de la existencia material, para volver sobre sí mismo, en donde nos encontramos con la escultura»). Desde la perspectiva materialista, sin embargo, «interioridad» significa sólo un dentro en el que el sujeto corpóreo puede entrar; incluso cabe sugerir, como hipótesis de trabajo, si el interior de mi cuerpo —el medio interno de Claude Bernard, o acaso mi cerebro— no es otra cosa sino una metáfora del interior de una construcción o de un edificio (la metáfora del «castillo interior» de Bernardino de Laredo o de Santa Teresa de Jesús).

Podemos ya definir un cuerpo arquitectónico como un cuerpo artificialmente (operatoriamente) construido con cuerpos sólidos apoyados sobre la tierra (lo que implica un entorno o habitat) y en el cual está formalmente diferenciado un interior, un «recinto interior», a escala tal que permita el ingreso en el recinto de sujetos corpóreos. La escala dimensional es esencial en la definición de la arquitectura, como lo es también en la definición de una mesa [430]. Una casa habitación debe tener, además, un hueco que permita entrar o salir del interior al exterior; si este hueco se cierra, la casa habitación, pierde su estructura topológica de «toro» y se transforma en una tumba. Las relaciones entre construcciones arquitectónicas en la ciudad darán lugar a nuevas relaciones y morfologías que aumentan la riqueza combinatoria de la construcción.

En conclusión, la nota diferencial de la arquitectura la constituiría la presencia de un recinto interior a escala de sujetos operatorios, pero no la negación de su momento exterior, que puede ser tratado de muy diversas maneras. Y la diferencia esencial entre la escultura y la arquitectura cabría ponerla, precisamente, en la ausencia de recinto interior pertinente para la obra escultórica. La escultura se nos presenta así como la contrafigura de la arquitectura. La escultura es pura exterioridad; carece de significación estética «explorar» el interior de la estatua, ya esté hueco ya esté lleno. La paradoja de la escultura es la propia de una bulto (vultus = faz) cuya «expresión» no corresponde a un interior («tu cabeza es hermosa, pero sin seso», dijo la zorra al busto después de olerlo). En cuanto al ingenio (en cuanto a obra de ingeniería) podría decirse que implica, sobre todo, o bien una exterioridad sin interioridad funcional esencial (un puente, por ejemplo) o bien una interioridad cubierta, una caja negra que no es propiamente un recinto apotético. {E}

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Enero 17, 2006

Nuevos códigos lingüísticos en la Comunicación Visual

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Por: Osvaldo Ramón Olivera Villagra

CLAVES:
EL IMPACTO DE LOS NUEVOS MEDIOS EN LA LENGUA. INTERNET, CELULAR Y CULTURA. ASCIIART.

La comunicación en occidente ya no es la misma, casi tres mil años han pasado para darnos cuenta que la comunicación del "otro hemisferio" tiene sentido. Incluso y parodia de por medio, en la actualidad nos hemos dado cuenta que las imágenes trasmiten sensaciones mentales. El "imago"(1) de los griegos decía lo mismo hace más de 2000 años. Pero entonces por qué decir "nuevos códigos linguísticos", pues bien, los códigos son nuevos, la lingüística es tan dinámica como la corriente de un río, pero estamos navegando sin dudas, en un novel territorio comunicacional: El uso de la imagen como centro de rotación de la comunicación.
Cuando hace algunos años compré por primera vez un teléfono celular, o móvil, esperé varias semanas a recibir por primera vez algo que deseaba con frenesí: un mensaje de texto, el Servicio de Mensajes Cortos (SMS por sus siglas en inglés, Short Message System) se estrenaba y era promocionado a los cuatro vientos. Soy diseñador, la tecnología convive con mi entorno, el uso del término "diseño digital" es para mi una falacia, pues, Cuándo todos los procesos están inevitablemente digitalizados ¿Cuál es la diferencia entre un diseño análogo y digital?
Mi primer SMS decía algo así: eReS cOoL, PoDmS ablr ;-). Tardé varios minutos en decodificar el mensaje y muchos más en tratar de responderlo, todo intento fue vano. Entendí entonces que había un código que yo no manejaba. Dice Jesús Tusón en su libro "El lujo del lenguaje" cuando se refiere a la convención en el uso del lenguaje "Si ese hilo se rompe (la comunicación) el lenguaje se diluye". El advenimiento del SMS en los teléfonos móviles marcó una nueva pauta para que el "hilo" se rompiera para con quienes los jóvenes más deseaban: los adultos. Las salas de chats, la mensajería instantánea y más atrás los BBS (Bulletin Board System) eran solo hornos para hornear un nuevo pan en el inmenso menú de la lingüística.
El Lenguaje es la especificidad que mejor nos define como seres humanos, poseemos la capacidad única de mantener una conversación

Internet y celular, parte integral de la cultura

El uso de mensajes de texto en los celulares, así como la cotidianeidad del Internet en los procesos productivos, ya son hace mucho tiempo medios indiscutiblemente útiles.
Moneco López es un gran periodista satírico, pero es absolutamente reticente al uso de cualquier tipo de tecnología. Cierto día el director del medio en que escribe amenazó con que lo iba a dejar sin trabajo si al cabo de un mes no aprendía a utilizar las computadoras para escribir sus artículos, tardó 28 días en aprender a escribir, grabar y editar sus documentos en la red interna del periódico, la "necesidad" finalmente venció su "voluntad", hasta ahora sigue mascullando contra la tecnología y alabando su vieja e inoperante maquina de escribir. Moneco define jocosamente a los aparatos celulares como "cencerros electrónicos", aunque su "voluntad" sigue inamovible, cedió a la "fuerza" y palabrotas de por medio suele contestar su celular recientemente adquirido.
A lo que quiero llegar es que, con este orden de las cosas (globalización, Internet, post modernismo, mail, comercio), aquella persona, que se cierre a los medios tecnológicos o peor aún, no los desee utilizar, está cerrando su vida y convirtiéndose en un huraño comunicacional, algo así como un analfabeto funcional a mucha honra. Pero no hay que cerrarse en un pensamiento tecnocéntrico, en muchos países en los cuales está incluido Paraguay, muchos procesos son empezados y terminados con mecanismos analógicos y manuales.
Aún no imagino artesanos haciendo sus moldes a través de sofisticados programas de 3D, o a trabajadoras cubanas seleccionando las hojas de tabaco para un habano, mediante softwares. Pero aunque un producto empiece o acabe mecánicamente, cae en un momento dado a través de procesos digitales. El artesano paraguayo utiliza regularmente su celular y en menor grado su correo electrónico para buscar potenciales clientes, así mismo imagino que los habanos cubanos terminan en muchos casos siendo exhibidos en lujosas páginas web para que potentados señores los compren electrónicamente.
Le debemos mucho a Ferninad de Saussure, la renovación total que introdujo con la diferenciación entre significado y significante, además de su teoría del signo lingüístico es tal vez desde las minúsculas carolingias uno de los puntos más preponderantes de la comunicación moderna. El gramático español Antonio de Nebrija compara el máximo esplendor de una nación con el grado de uso del idioma -Los griegos pueden dar fe- y yo agregaría con la comunicación y siendo más atrevido, la tecnología.
Pues bien, si lenguaje, comunicación y tecnología van de la mano en la época que nos toca vivir, cabe definir entonces que estamos -lexicológicamente hablando- ante una acronimia digital, pues las fronteras entre lenguaje, comunicación y tecnología desaparecen ante el ciudadano común que la usa sin analizar y saca nuevos provechos a las posibilidades que se le asignan inicialmente. Todos los servicios digitales que tenemos a mano son solo medios en la más inmensa gama de posibilidades lingüísticas que hasta ahora hemos visto

Orígenes del "tsunami" pictográfico en occidente.

En 1984 el Instituto Estadounidense de Estándares (ANSI) desarrolló el American Standar Code for Information Interchange (ASCII) desde entonces el "Código Americano para Intercambio de Información" es el formato más común para archivos de textos en el mundo digital, aunque en la actualidad Windows utiliza Unicode, éste tiene sustento en el ASCII.
En un archivo ASCII cada carácter alfabético, numérico o especial se representa con un número binario de 8 bits (una cadena de ocho ceros o unos). El ASCII utiliza un juego de 128 caracteres numerados desde el 0 hasta el 128, que son reconocidos en casi todos los formatos de transmisión de información electrónica, los caracteres que van del 32 al 126 son utilizados en la generalidad de los casos para crear el ASCIIart.
El ASCIIart o arte a partir de códigos ASCII es un sistema combinatorio en el cual el fin es crear imágenes a partir de caracteres tipográficos, lo que empezó como un acto de distracción para algunos hackers, es en la actualidad un sistema tan complejo de analizar como fácil de usar, el código ASCII en sí ya es un sistema caduco dentro del campo de la informática, pero el legado que deja es una tratado complejo y difícil de ser analizado. Las actuales "caritas" en los software de mensajería instantánea están basados en los antiguos códigos ASCII y aunque para muchos ya no sea percibido siguen cumpliendo una función muy importante dentro de los sistemas de comunicación.
Pero es en el sistema de mensajes de la telefonía celular en donde mejor se puede ver y apreciar el uso de este nuevo código comunicacional. Es al decir del mismo Sócrates: "Nada es bello en relación a si mismo sino en relación con su finalidad", ellos -los griegos- decían bello y útil en una sola palabra "kaloskagathos", pues para ellos la belleza plástica en sí no podía existir, lo mismo pasa con las culturas orientales, que cuando dicen "Tao" se refieren al arte-técnica de hacer algo, más recientemente, en 1981, Adrián Frutiguer en un análisis aún primerizo del ASCII como código gráfico había definido el ASCIIart como "caligramas tipográficos" y hacia mención que la escritura del computador esta en vías en adquirir dimensiones gigantescas.
Con los mensajes de textos de celulares y de la web, sucede que existe una generación nacida de 1985 en adelante para quienes la comunicación pasa mucho más por la imagen -fruto del entorno en que viven- pero que asimilan casi sin esfuerzos un código que para los nacidos antes de esa fecha es mucho más complejo decodificar: educados a partir de que las imágenes tienen un sentido meramente plástico, de observación y admiración a la "mano" de quien la pintó y en ese sentido se deber decir que casi todos fuimos "educados" para percibir como bello el arte renacentista, todo lo demás es obra de fascistas, comunistas, revolucionarios, izquierdistas y homosexuales, arte que para nuestra clásica, timorata y adormilada educación no merece ningún sentido de aprecio.

Aora c escrib mjs acorta2, xq es + cul, salu2 (`;´)s\/ª|_|)º

Si no pudo leerlo de corrido, no se preocupe es más difícil por ejemplo el nick de un amigo :: n>!/\ :: ( :: Vicu ::) pero debe dar vuelta la página, el monitor o el celular para poder leerlo correctamente, aún es más complicado el de
(''> (''> (''>
(..) (..) (..)
"Tres pequeñas aves" (Three little birds, por el tema de Bob Marley) un amigo que siente una gran admiración hacia la cultura rasta de los jamaiquinos.
El advenimiento de este sistema de comunicación tan amplio paradójicamente tiene sus inicios en las limitaciones, lo cierto es que la cantidad de caracteres en los celulares varia entre 125 a 550 (salvo los que ya tienen comunicación a Internet) y esta limitación aparente ha creado un uso ilimitado y liberado en la gramática, este sistema de contracción de caracteres ha evolucionado de tal manera que para muchos ya es un problema. Muchos docentes hacen referencia al "nuevo arameo" (por la tendencia de suprimir las vocales) criticando que sus alumnos escriben tal cual lo hacen en el SMS, además suelen asegurar que su vocabulario no supera las 100 palabras, tienen razón, pero olvidan que pueden escribir sus nombres del revés, utilizar 128 caracteres con combinaciones casi sin fronteras imaginativas, han convencionado su sistema de lectura y pueden escribir con modismos, español e inglés sin ningún censura. Así como la incursión de Dadá en el arte no estuvo dada por su deseo de ser motivo de admiración en el círculo artístico, el código de contracción de caracteres no nació para ser un motivo de orgullo de eruditos de la gramática, nació para ser comunicación de personas cotidianas, Adrián Frutiguer, afirma que "primero fue el objeto, luego el símbolo" para demostrar su tesis, pone de ejemplo el "Aleph" (toro) cuya deformación figurativa y posterior rotación resultó en el fonema "A". Estamos ante una situación similar

Qué de malo y qué de bueno tiene.

Síntesis negra: Las contracciones de palabras, y el uso de ideogramas tipográficos no son expresiones literarias para las primeras, ni pueden ser considerados arte en el segundo caso. El uso de las contracciones acarrea problemas en las personas que lo usan con frecuencia, sus habilidades para la gramática y la redacción se atrofian y se acostumbran a escribir con contracciones de palabras y sin consonantes casi en cualquier lugar y ocasión, esto les causa problemas en los estadios más amplios de la sociedad, pero principalmente en el académico. Su habilidad para reconocer imágenes formadas a partir de caracteres tipográficos les crea límites en el momento de analizar otros tipos de imágenes, peor aún pueden reconocer "leer" de forma totalmente distorsionada textos que lleven muchas puntuaciones, paréntesis o signos especiales.

Síntesis blanca: La capacidad de reconocer la representación mental de las imágenes ha aumentado profusamente en los usuarios de este tipo de comunicación, basta con ver el "skin" de los softwares que acostumbran utilizar, los reproductores de multimedia, los de mensajería instantánea, los de juegos, muchas páginas de Internet e incluso algunos de correos electrónicos en muchos casos prescinden del lenguaje escrito y se manejan mayoritariamente con iconos. Esta particularidad produce una ventaja enorme sobre las personas mayores que si no tienen la capacidad de "aprender" el nuevo código, pues pueden estar comunicándose en sus propias narices y saber que en muchos casos no pueden "decodificar" la comunicación. El uso de contracción de las palabras y la supresión de las vocales produce un alto grado de síntesis en el lenguaje, con pocos caracteres pueden trasmitir mucha cantidad de información.

Hacer camino no es hacer más ancho el sendero.

En la comunicación -sobre todo para los que nos especializamos en lo visual-, el uso de la imagen como centro de la comunicación nos parece fantástico. Hay que ser realistas, estamos ante el inicio de un sistema de comunicación, no puedo asegurar que va a ser la condicionante comunicacional en las próximas décadas, pero tiene un auge entre las personas de 10 años y hasta las de 35 años aproximadamente que hacen estimar que este el lenguaje ideográfico hizo su desembarco en el occidente, el uso de la imagen/significado es el nuevo territorio comunicacional, donde no había nada ahora hay sendero, el bosque lingüístico tiene un nuevo camino que apunta a ser la gran vía de la comunicación en unas cuantas décadas.

Pequeña guía de uso de contracciones.

Palabra - Contracción
Te - T
También - Tb
Que - Q
Por - X
Por qué - Xq
Estas - stas
Verdad - Vd
Hacer - acr
Espero - spro
Llamame - yamam
Llave - llav
Llorar - yorar
Llorar - :´(
Casa - ksa
De - D
Bebe - bb
Extraño - xtraño
Te quiero Mucho - TQM
En - n
Mensaje - msj
Contento - cntnto
Todavía - td
Semana - cmana
Ser - cr
El - L
Del - dl
Ver - vr
No más - no +
Buscar - buskr
Cada uno - kda1
Siempre - 100pre
Decir - Dcir
Esperar - sprar
Hablamos - ablams
Reirse - rirc
Reirse - :))

Algunos casos de análisis.

- Los casos "hacer", "hola" y otros se escriben siempre suprimiendo la "h" ya que la presencia de esa no posee una aparente significación en el lenguaje.
- "Te", "Te quiero", "Te quiero mucho", "verdad", "ver", "espero", "bebé" la pronunciación de las consonantes T, V, B y P no precisan del auxilio de la vocal "e" para su pronunciación.
- "Por qué", "siempre" "no más" y otras semejantes recurren a números y signos matemáticos para su escritura abreviada.
- "Casa", "buscar", "cantar" y en otros la letra "K" sustituye a la sílaba "ca"
- En "Llamame", "llave", "llorar" y similares se obvia la "ll" sustituyéndola por la "Y"

Los mensajes son de uso popular.

Según la agencia EFE y la Asociación de Datos de Móviles, en Gran Bretaña los usuarios de móviles han envidado durante el 2004 más de 25.000 millones de mensajes de texto a través de teléfonos móviles. Esta cifra representa 4.500 millones más de mensajes que durante el 2003 y se estima que durante el 2005 se enviarán más de 30.000 millones de mensajes. La popularidad del Servicio de Mensajes Cortos (SMS, en inglés) tiene buena vida a pesar del desembarco del servicio de envíos fotográficos y de video. Hacia aquí aunque no tenemos ninguna agencia certificadora de estos datos, sabemos de sobra que los "mensajitos" son la manera más popular de comunicación de los jóvenes cuando usan el celular.

Fuente para información ASCII.

http://www.americanstandarcode.com
http://www.camilovillanueva.com.ar/
html/directorio_de_arte/ASCII/more4.html
http://www.afn.org/~afn39695/crawford.htm
http://www.afn.org/~afn39695/collect.htm
http://www.corcubion.com/jan/maa.htm
DG Osvaldo Ramón Olivera Villagra
a4@highway.com.py

(1) Joan Costa, La Imagen de Marca, un fenómeno social: Eikon, cosas reales que vemos y tocamos, por añadidura el universo de imágenes y símbolos. Imago, mundo mental, psicológico y cultural, se refiere a la representación mental de las imágenes.

Sobre el autor: Osvaldo Ramón Olivera Villagra es Diseñador Gráfico egresado en la Universidad Católica Nuestra Señora de la Asunción, Director creativo del estudio A4 Diseños. Posee una Maestría en Didáctica Universitaria en la Universidad Americana de Asunción. Ha sido diseñador editorial en los diarios ABC Color y Ultima Hora, creativo de la Agencia de publicidad Chase Vaccaro. Realizó cursos de especialización en diseño en Buenos Aires y Guadalajara. Ha asistido a innumerables seminarios y congresos de diseño y publicidad en la Argentina y Brasil. Miembro fundador de la Asociación de Diseñadores Profesionales, Coordinador del Club de Diseño D´Rendá. Ejerce la docencia universitaria desde hace 8 años en la Universidad Católica para las carreras de Diseño Gráfico y Ciencias de la Comunicación y desde hace 4 años en la Universidad Americana, para las carreras de Diseño Gráfico y la carrera de Marketing y Publicidad. Ha dado charlas sobre diseño en la Universidad Comuneros del Paraguay, en la Universidad Católica, en el Foro Social del Tercer Sector, en la Escuela de Artes Gráficas del Paraguay y en el Encuentro de la Junior Achivement.

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Diciembre 21, 2005

ALBERTO SATO dicta lecciones de cómo usar el cepillo de dientes

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EDITORIAL DEBATE- Colección Actualidad.
Articulo publicado el Miércoles, 9 de noviembre de 2005. Por:Venezuela Analitica

Un curioso grupo de reflexiones sobre los hechos más comunes de la vida queda reunido en Cotidiano. Manual de instrucciones, la más reciente obra del reconocido diseñador industrial y arquitecto Alberto Sato Kotani, quien desde las dimensiones de lo externo y lo interno del entorno más inmediato a todo ser urbano, se dedica a observar y contar

Más allá de su utilidad, los objetos que inevitablemente narran la crónica del quehacer cotidiano de los seres humanos, son en sí mismos pequeñas expresiones de libertad. El diseño, tal como lo concibe Alberto Sato Kotani, está más allá de ese halo que siempre se le ha puesto encima, únicamente relacionado con la estética y se manifiesta como la forma más tangible de pensamiento –o de resolución de problemas-, para quedar definido como metáfora de esa libertad tan extrañada a diario por el hombre.

Este particular tema es abordado por el diseñador y arquitecto en el nuevo título de la colección Actualidad de Debate, a través de una serie de anotaciones hechas sobre el entorno de trabajo, que es a la vez campo de observación: la realidad de todos los días.

Impresiones, datos históricos, costumbres y algo de fantasía quedan retratados en 66 capítulos que recrean esa constante e inconsciente relación del ser humano –y urbano- con el alma de los objetos que le rodean, que viene manifestada también en el alma que él mismo les aportara al crearlos a partir de la materia prima.

Este libro viene a complementar la colección Actualidad de Debate, en ese deseo de mostrar también lo que la mirada única de un conocedor y estudioso, que recopila información y analiza datos durante años, es capaz de reflejar.

Como no resulta sencillo explicar lo que Sato aquí refleja, valga citar aquí algunos capítulos que sirvan de ejemplos ilustrativos: “La lección de la banana”, una fruta que nos enseña cómo el diseño de la naturaleza puede facilitarlo todo; “La orfandad de los anuncios”, que relata cómo el hombre de hoy dejó de llevar un cartel en el pecho (aquél patético hombre-sandwich del pasado) para llevarlo en la conciencia; “Sonidos residuales”, una visita a la alienación de los audífonos y “El sonido de las cosas” que pone oído al tambor de las vibraciones producidas por lo que nos es más cercano.

Alberto Sato Kotani es diseñador industrial y arquitecto. Fue profesor y director del Centro de Investigaciones Históricas y Estéticas de la UCV y actualmente se desempeña como decano de la Facultad de Arquitectura y Diseño de la Universidad Andrés Bello, en Santiago de Chile.

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Diciembre 20, 2005

Ciudades en construcción

ENSAYO. Clausuras urbanas.

Por: Alberto Sato. Decano Facultad de Arquitectura y Diseño UNAB.
Publicado el Domingo 20 de junio de 2004
Fuente: Asociación de Oficinas de Arquitectos

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Grúas, camiones y andamios son ya parte del paisaje urbano de principios de siglo. No se trata de situaciones excepcionales, sino de una normalidad que vale la pena asimilar como condición de una modernidad en que las infraestructuras 'caducan' con rapidez. Los edificios 'vencen'.

La ciudad de Santiago intensifica su ritmo constructor: grúas, camiones y polvo forman parte inseparable del paisaje urbano en la construcción de calles y autopistas, estaciones de Metro y edificios. No es una situación excepcional; por el contrario, es parte de la condición urbana contemporánea. No hay crecimiento ni modernización sin las inevitables perturbaciones producidas por una obra, especialmente la de carácter público. Por ello, hay que naturalizar estos hechos, convertirlos en positivos y rentables, asumir la provisionalidad como un evento afortunado. En caso contrario, quien ejecuta la obra paga el precio social y político por tanta molestia que impide el flujo de vehículos y transeúntes, de mercancías e información visual. Por estos motivos, no deja de tener interés una reflexión sobre el asunto.

Es sabido que antes de construir dentro de la ciudad hay que demoler algo. No sucede lo mismo en las periferias urbanas o en la colonización de nuevos territorios, situaciones éstas muy frecuentes en la arquitectura moderna. Las razones de esta acción demoledora son de diverso tipo y, sin duda, los escombros se llevan consigo algún recuerdo personal o colectivo. También la demolición confirma que se es moderno, y por ello, cuando se realiza con gran estrépito e instantáneamente, produce el goce íntimo de quien abriga la esperanza de un futuro mejor borrando amargos pasados. En buena medida, esta promesa la ofrecen los arquitectos. No es poca esta responsabilidad autoasignada.

Pasado y demolición

La arquitectura en la ciudad carga consigo la demolición de su pasado construido para construirse. Esto ocurrió durante siglos en Roma, en la Edad Media, en las ciudades del Renacimiento. La Roma imperial se construyó con piezas múltiples, como un bricolage, al decir del crítico Colin Rowe: "... lo físico y lo político de Roma proporcionan lo que es tal vez el ejemplo más gráfico de tejidos de colisión y desechos intersticiales...". Mientras tanto, la civitas romana continuaba consumiendo el tiempo deambulando por los foros sorteando escombros y aparejos, no tanto por carencia de previsión, sino porque el proceso estaba naturalizado. En realidad ese bricolage era un híbrido compuesto de fragmentos de otros edificios, que se demolían parcialmente o se adosaban. La Edad Media fue testigo de este continuum de apropiaciones, superposiciones y adiciones que los transeúntes vivían con naturalidad, porque formaba parte de la vida urbana.

Este proceso se acelera en el siglo XX, cuando sus construcciones tienen menor vida, entre otras razones, por su propia condición moderna. En efecto, en este siglo y el pasado, la mayoría de los edificios construidos con el empleo de las tecnologías proporcionadas por su propio tiempo están condenados a sufrir el veloz envejecimiento de sus componentes constructivos, porque la modernidad fundó una de sus bases sobre la innovación tecnológica que por su propia naturaleza se renueva continuamente y, en consecuencia, hace menos duradera la vida de los edificios que la alberga. Es sorprendente que cuando éstos envejecen no lo hacen con la dignidad de los antiguos. La ruina moderna, a diferencia de otras, se presenta como despojo decadente de una civilización fundada en el desvanecimiento: un edificio antiguo sin uso y con fragmentos desparramados en el suelo es un bello y nostálgico monumento; un edificio moderno con placas de cielorraso caídos es simplemente un deplorable abandono. El Baudelaire de "La modernidad es lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente" se manifiesta en la industria intrínsecamente, porque debe modificar continuamente sus productos, mejorarlos, aplicar nuevos conceptos, nuevos materiales, nuevas prestaciones, nuevas economías, y para ello cambia sus líneas de producción y sus máquinas. La experimentación e investigación tecnológica modifica materiales y artefactos, y en consecuencia la línea de producción y las máquinas que los producen. Los materiales modernos son menos duraderos, tienen "fecha de vencimiento", son como materia orgánica. La arquitectura moderna no es ajena a este problema, y por ello se podría aventurar que es más sencillo reproducir el fuste de una columna del Partenón que un perfil de acero standard de las ventanas del célebre edificio de la escuela de la Bauhaus en Dessau.

Como se adelantó, la demolición y otras especulaciones sobre la ciudad contemporánea fueron formuladas hace décadas, y hoy son recreadas con el propósito de someter a la arquitectura al desafío de dar continuidad a la ciudad, y a la historia de la arquitectura, cerrando el paréntesis de una modernidad entendida como obra realizada ex novo, sobre sitios vacíos.

Estas reflexiones tienen su origen en otra paradoja: la vida urbana tiene continuidad, a la que se opone su arquitectura, que es discontinua, celebratoria de acontecimientos aislados, fijos e inmutables. Para esta celebración, una obra en construcción es protegida no sólo para seguridad de los transeúntes, también como obra que promete conmover ante su descubrimiento.

El ocultamiento

Es una ideología inaugurada en el Renacimiento: el autor "devela", corre el velo que ocultaba su proceso creativo y produce el primer shock ante la mirada atónita y regocijada del mecenas y sus amistades. Los hechos arquitectónicos y artísticos eran concebidos como creaturas humanas: obras escultóricas, frescos y edificios guardaban celosamente su gestación y se develan al público sólo acabadas, como surgidas de un solo impulso creador. Es por estas razones, entre otras, que durante el proceso productivo de la obra ésta guarda su secreto, se oculta con vallas y lienzos - generalmente de lastimosa apariencia- aguardando por el milagro de la creación humana.

El resultado de este ocultamiento es la pérdida de la naturalización de uno de los acontecimientos más relevantes de la ciudad actual, que es su continuo proceso de demolición y construcción, pero además constituye la clausura de un fragmento de ciudad que bloquea y restringe el fluir de los transeúntes, obstaculiza el tránsito, impide la circulación monetaria del comercio, obliga desvíos desorientadores e impide que la obra misma forme parte del espectáculo urbano: se ruega comprensión y paciencia, "hombres trabajando", "disculpen las molestias", y con estos expedientes resuelven, más que la incomodidad de los habitantes, la apropiación del espacio urbano, con la promesa de un mejor servicio. En realidad, todo lo físico y visible que se promete y se oculta tras las vallas de las llamadas instalaciones de faena es arquitectura. Mientras esto sucede, la obra, agazapada, adquiere forma, se está gestando, hasta que finalmente se devela. El transeúnte, antes que el profesional, se rinde ante esta admirable manifestación de progreso. Escribía W. Benjamín sobre el París del siglo XIX: "La institución del señorío mundano y espiritual de la burguesía encuentra su apoteosis en el manejo de las arterias urbanas. Éstas quedaban tapadas con una lona hasta su terminación y se las descubría como a un monumento". Monumento o servicio, la construcción se oculta tras económicas vallas recicladas indiferentes al paisaje y a la paciencia, descuidando un tiempo que no es de la obra en construcción, sino de la vida urbana que asiste y exige del evento para superar el tedio metropolitano: aquí se brinda la oportunidad de convertir a las instalaciones de faena en obras de interés y utilidad abriendo un campo de posibilidades arquitectónicas insospechadas.

Así, es hora de acoger las demoliciones-construcciones como parte de nuestra vida urbana y resolver las discontinuidades de una obra atravesándola con el uso de las instalaciones de faena como programa urbano. De este modo, las vallas podrían cobrar espesor, porque son dispositivos aprovechables para contener actividades. El ritmo urbano - como un fractal- se mantendría durante el proceso mismo de demolición-construcción, con el aprovechamiento del utilaje de protección para proporcionar nuevas actividades que trasciendan a una gigantografía publicitaria. Así, la transitoriedad y la mutación enunciadas por las teorías más recientes en arquitectura y urbanismo se hacen presentes en el tema de las obras de infraestructura, a la vez que terminada esta operación se pone al descubierto la obra y quizás se parezca al andamiaje que la ocultaba. Sin duda, esta sucesión de obras, de obra dentro de obras, en una endemoniada continuidad de máquinas y gente trabajando, no es otra cosa que la aceleración del ritmo metropolitano. En las ciudades contemporáneas latinoamericanas es difícil librarse de este destino porque, a diferencia de Europa, la población no decrece; por el contrario, aumenta sostenidamente y la perspectiva futura no promete sosiego. Las ideas aquí expuestas sólo reclaman que la arquitectura se incorpore a dicho ritmo. En caso contrario, si la arquitectura es el lugar de la conciliación y el sosiego debería irse a otro lugar, porque así no podrá acompañar el ritmo contemporáneo de la ciudad, aunque se crea que la constituye.

Escrito por Parafrenia a las 10:42 PM | Comentarios (0) | TrackBack

La «religiosidad popular»

En torno a un falso problema
Por: Manuel Delgado
Universidad de Barcelona

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1. La invención de la «religiosidad popular»

Alfred Fouillée (1838-1912) fue un filósofo francés que intentó crear una síntesis entre corrientes de pensamiento que en su época aparecían como contrapuestas y que él intuyó conciliables. Por un lado, el análisis psicológico con la metafísica y, por el otro, el nuevo naturalismo determinista con el positivismo espiritualista. Creó una ingeniosa teoría que designaría como de las ideas-fuerza, recogida en su obra principal, La psychologie des idées-force, y que ahora es objeto de una considerable reivindicación. Las ideas-fuerza venían a ser la resolución de la dicotomización inteligencia-voluntad y de la división, creada por el monismo psicofísico y el racionalismo idealista, entre la libertad práctica y la necesidad gnoseológica. Del mismo modo, se le considera uno de los fundadores de la «psicología étnica» en Francia. Llobera le ha dedicado no hace mucho una respetuosa evocación (1989: 65-94).
Es fácil imaginar el tipo de sensaciones que debieron embargar al autor de tan sesudas tesis cuando, a principios de siglo, le fue dado contemplar en las calles de Madrid, por Semana Santa, cómo grupos de penitentes se automortificaban, entre llantos y alaridos de las mujeres, para evocar los sufrimientos del Cristo de la Pasión. El resultado de su indignada reflexión quedó así escrito:
Cuando no es tan invasora y conquistadora, la fe española no se reduce con frecuencia sino a la práctica maquinal y formalista. No es entonces el espíritu lo que salva, sino la letra. Calderón nos muestra, en su La devoción a la Cruz, a un hombre que ha cometido todos los crímenes, pero que, habiendo conservado desde su infancia el respeto por el signo de la redención, obtiene al final la misericordia divina, todo ello con la aprobación del público. Esto es la salvación, no por las obras, ni tampoco por la fe interior, sino por los ritos exteriores. Así, en las manos de España deviene el cristianismo alterado en su propia esencia. Esta exterioridad es contraria al verdadero espíritu del cristianismo, a la gran y constante tradición que enseña que el valor de los actos viene de dentro. Esta es la verdadera ortodoxia: debe convenirse, para ser justos, que la católica España ha sido muy frecuentemente heterodoxa, alimentando ella misma en su fuero interior la herejía que tan despiadadamente había perseguido en el exterior (Fouillée 1903: 153-154).
Otro ejemplo, ahora procedente de un literato español, de la personalidad de Ramón del Valle Inclán, contemporáneo de Fouillée. Gran conocedor del folclore religioso español, cuyo repertorio habría de emplear con abundancia en sus obras, Valle Inclán hacía pronunciar a su más entrañable personaje dramático, el poeta ácrata y ciego que protagoniza Luces de Bohemia, las siguientes palabras, cuando departe en la barra de un bar con Don Gay y Don Latino de Híspalis, sus correligionarios anticlericales:
Max Estrella. Ilustre Don Gay, de acuerdo. La miseria del pueblo español, su gran miseria moral, está en su chabacana sensibilidad ante los enigmas de la vida y de la muerte. La Vida es un magro puchero; la Muerte, una carantoña ensabanada que enseña los dientes; el Infierno, un calderón de aceite albando donde los pecadores se achicharran como boquerones; el Cielo, una kermés sin obscenidades, a donde, con permiso del párroco, pueden asistir las Hijas de María. Este pueblo miserable transforma todos los grandes conceptos en un cuento de beatas costureras. Su religión es una chochez de viejas que disecan el gato cuando se les muere (Valle Inclán 1974: 22).
Tanto en un caso como en el otro el denominador común reside en la esperpentización de lo que aparecía como la extravangante práctica religiosa española, orientada de una forma no excesivamente distinta a la de otros países donde el predominio correspondía, en materia de religión, al cristianismo no reformado. Lo que se explicitaba no era sino la desazón producida en aquellos comprometidos con la esfera de lo culto (lo propio de élites instruidas, lo escrito, etc.) ante unas costumbres religiosas que no podían aparecer sino como el dominio de lo absurdo y lo irracional y que se situaban en la periferia o al margen de la religión teológica eclesialmente homologada. Resultaba evidente que la escasa vocación metafísica de la religión practicada tenía muy poco que ver con las pretensiones de honda espiritualidad que caracterizaban las corrientes de fe institucionalizadas en forma de iglesia, y que las estrafalarias historias y los ritos enajenados que conformaban el sustrato religioso para la mayoría de ciudadanos del sur de Europa le debían más bien poco a las laberínticas y cavernosas especulaciones de los teólogos responsables de la dogmática ortodoxa.
Lo que para literatos y filósofos de finales de siglo pasado y principios de éste había sido motivo de desprecio y escándalo, a veces de fascinación afectada, era, además, para ciertos estudios de la época un objeto al que aplicar los métodos y categorías adecuados a las reglas del juego del discurso científico. Ante ellos, escritores, pensadores, científicos, apologetas todos de la única palabra audible, se desplegaba un paisaje cultural extraño y gesticulante en que los objetos y los comportamientos alusivos a lo sagrado se agitaban enloquecidos al margen de lo aceptable y constelaban un universo que parecía hallarse dominado por el desquiciamiento, la mueca y el del delirio. Con algunos clavajes precarios en el sistema dogmático oficial, la religión practicada por los campesinos franceses, españoles, italianos, griegos, pero también por los habitantes «premodernos» de sus ciudades, constituían una auténtica exaltación de lo insensato y afirmaban sin recato ni disimulo su tenida por excesiva idolatría. Por aquel imperio de la exageración pululaban con aparente desorden lo ingenuo y lo abominable: historias imposibles habitadas por divinidades crispadas, sensuales, agonizantes...; pasajes demenciales, ritos desapacibles en los que se confundía lo atroz, lo sublime y lo obsceno; hábitos culturales en que cohabitaban el éxtasis de la sensualidad apenas controlada y el de las más brutales puniciones y de los actos de sangre. Un arrebato permanente, obsesivamente basado en ritos y mitos de crueldad y violencia y en una moral del linchamiento divino, pero también en leyes invisibles que se pronunciaban en un lenguaje hiperamoroso que recurría una y otra vez al dialecto de la carnalidad.
A los científicos les correspondía aportar luz acerca de qué es lo que justificaba no sólo tanto desvarío en sí mismo, sino cómo cabía explicar que tal colección de disparates fuera la religiosidad realmente seguida, obedecida y reconocida como tal por millones de habitantes de aquella misma Europa que decía representar las fases más envidiables del hombre en evolución y que se hallaba plenamente embarcada en la tarea de colonizar el mundo presuntamente incivilizado.
No resultaba tolerable tal desacato interior. Era urgente liberarse de la impertinencia religiosa de las masas y poner su comportamiento piadoso en línea con los proyectos de unificación cultural de Europa primero, del planeta entero después. Para ello fueron convocados los científicos del hombre y la sociedad, para que peritaran sobre las absurdas costumbres cultuales poco, mal o nada domesticadas. La primera tarea fue la de acotar el terreno a estudiar y dónde actuar quirúrgicamente. En el caso particular de la realidad religiosa euromediterránea y de otras zonas del viejo continente, la Iglesia oficial ya se había pronunciado condenando gran número de sus variantes a la marginalidad respecto de su propio sistema de representación. Eso en el mejor de los casos. Para otras muchas modalidades, el estatuto merecido había sido el de prácticas o creencias «supersticiosas», «paganas», «mágicas»..., o simplemente «profanas», situadas parasitariamente alrededor de la liturgia o el panteón aceptable. La designación que en una primera instancia recibió este ámbito fue el de baja religión. También el alemán de aberglaube o creencia pararreligiosa o seudorreligiosa, o el de missglaube, «lo que se aparta o va contra una religión o lo que deriva de otra anterior». Más adelante este enfoque recibió denominaciones más sofisticadas, como la que proponía Eliade cuando hablaba de «catrofanías caducas o decaídas». Alonso del Real hablaba de «cristalizaciones supersticiosas de creencias y saberes legítimos», y se refería a las narraciones sobre santos o vírgenes diciendo que «suele tratarse de relatos de innegable gracia poética, inofensivos y que si los llamamos superstición es por estar de más» (Alonso del Real 1971: 15, 33, 67).
Para las ciencias humanas (antropólogos, sociólogos, historiadores, psicólogos...) la zona aislada pasaba a convencionalizarse bajo el epígrafe de «folclore religioso» y era situada junto con los otros dos frentes de la alteridad a redimir o a condenar, esto es, el fuera o el antes de la única lógica posible. Los ritos y los mitos de los pueblos primitivos e incivilizados y los ritos y los mitos de la ancestralidad, del pasado remoto de la propia cultura que no habían aceptado desaparecer bajo el empuje del supuesto avance moral que creía verse desde el evolucionismo social ingenuo, aparecían como formando un mismo magma insensato que había que someter a una misma tarea de exorcismo y destierro. Desde el primer momento, las sociedades folclóricas nacen en Francia con el saludable objeto de ayudar a salvar a su país del estigma que supone su propia vergonzante religiosidad. Freud y el psicoanálisis contribuyen a la cruzada descubriendo la función neurótica de tanto desatino mítico-ritual. Tylor, por su parte, convoca, concluyendo su Cultura primitiva, a los antropólogos al penoso deber de destruir todas las supersticiones deplorables, propias de algunas formas de una religiosidad grosera. El mismo Durkheim corroboraba la presencia de comportamientos e ideas religiosas desestructuradas o desarticuladas, atados contra natura al presente por la inercia o por el empecinamiento de las gentes:
A un tiempo, se explica que puedan existir grupos de fenómenos que no pertenecen a ninguna religión constituida: es que no están ya integrados en un sistema religioso. Si uno de los cultos de los cuales acabamos de hablar llega a mantenerse por razones especiales mientras el conjunto del cual forma parte ha desaparecido, no sobrevivirá más que en estado desintegrado. Eso ha sucedido en tantos cultos agrarios que se han sobrevivido a sí mismos en el folclore. En ciertos casos, ni siquiera es un culto, sino una simple ceremonia, un rito particular que persiste bajo esa forma (Durkheim 1986: 45).
En efecto, la invención del folclore religioso fue, a su vez, la de los survivals o supervivencias, «las costumbres irracionales conservadas por los pueblos civilizados y caracterizados por su falta de conformidad con las pautas existentes en una cultura avanzada» (Hodgen 1936: 89-90). Su estudio pasaba a ser del orden del de lo fósil y momificado, de los restos de los naufragios de la historia, del eco distorsionado que nos llega de la memez de los antiguos. Todo un escaparate de reliquias, a cual más estólida. Segmentos flotantes a la deriva en la cultura.
Para los reformistas religiosos, los teólogos, aquel era el mundo de las sacralizaciones caídas o degeneradas. Para los reformistas científicos lo era de las supervivencias huérfanas de estructura. Cualquier cosa menos reconocer que aquella parada de estridencias en que consistía la religiosidad seguida por la mayor parte de la sociedad tuviera algún sentido, fuera de satisfacer la exuberante fantasía de las gentes sin instrucción. Fuera como fuese, la delimitación territorial quedó establecida como marco específico de actuación desde el dogma eclesial y desde las ciencias sociales, muy especialmente desde la antropología. Para ambas miradas, la insólita geografía a jurisdiccionar pasó a recibir un tipo de designación común: religión popular, religiosidad popular, catolicismo popular, cristianismo popular, etc.
La esfera de la llamada religión popular, antes folclore religioso, obtuvo el protagonismo de múltiples estudios, desde estrategias diversas y con resultados siempre provisionales y reconocidamente insuficientes en cuanto a clarificaciones. La historia de las teorías sobre la religión popular ha sido en realidad la de la incomodidad y la perplejidad de los estudiosos ante unos hechos culturales que desafiaban los esquemas tradicionales de conocimiento y control científico y que hacían inoperantes las técnicas habituales de actuación. Es como si se tratase de una especie de zona pantanosa en la que habitara crónicamente la confusión y de donde resultara casi imposible sacar algo en claro. Hace ya algún tiempo, un lúcido artículo de Joan Prat (1983: 49-69) ponía en evidencia la esterilidad de más de un siglo de reflexiones acerca de la forma de ser religiosamente de lo que las estrategias de inspiración gramscianas hubieran llamado las clases populares o subalternas (obviamente, la inmensa mayoría de la población). El desconcierto que entonces embargaba a los investigadores que osaban penetrar en aquel a la vez exótico y dominante paisaje no es mucho mayor que el que experimentan los contemporáneos. Entre unos y otros, decenas de artículos, libros y congresos no han conseguido sacar el tema del cul-de-sac inicial.
La lectura atenta de toda la literatura sobre la religión o la religiosidad popular, a lo largo de varias décadas, no ha hecho sino explicitar la impotencia explicativa ante las presencias religiosas extrañas o de homologación difícil, precaria o imposible, incluso dentro de un buen número de países europeos, por mucho que la evidencia misma desmintiera cualquier intento por presentarlas como marginales de otra cosa que del sistema religioso oficial. Esto es, las prácticas que se catalogan como de conceptualización conflictiva no son minoritarias, clandestinas, sectarias o algo por el estilo, ni siquiera pueden aceptar la consideración de subculturales, y cuidado ahí con la confusión, que ya detectara Vovelle como frecuente, entre religión popular y cultura popular (Vovelle 1985: 168). Son, bien al contrario, las seguidas por amplios y mayoritarios sectores sociales, que las prefieren incluso a las convencionalizadas por la Iglesia. Pues bien, lo que se ha dicho acerca de todo ello no consigue hacernos saber finalmente si la religión popular existe o no existe fuera de la cabeza de sus inventores ni, caso de existir, qué es lo que debemos entender que es o en qué diablos consiste.

2. Teología y religión popular

Cualquiera que sea su desarrollo, toda teoría sobre la religión popular se alimenta de una dicotomía que opone a ésta aquella otra que suele ser denominada religión oficial. La relación entre estas dos modalidades puede establecerse de distintas formas. Una de las más divulgadas tendencias alrededor de la religión popular, o mejor en este caso, de religiosidad, cristianismo o catolicismo popular, parte de la premisa de que sólo existe la religión católica y que las prácticas piadosas llamadas populares son la manera que tiene ésta de darse entre los lugares «bajos» del sistema de estratificación social, incapaces de acceder a la sofisticación del discurso teológico aceptado. La jerarquía eclesial, como queda patente en el documento oficialmente distribuido «para la reflexión de los obispos», titulado El catolicismo popular en el sur de España, publicado en 1975, está convencida de que...:
La médula de esa religiosidad popular es puesta por muchos estudiosos del problema en el conjunto de actividades colectivas que se forman ante unas especialísimas situaciones en las que el grupo humano hace sus experiencias de descubrimiento de lo sagrado y misterioso, que se ha hecho presente en ciertos sucesos, fuerzas y fenómenos de este mundo (...) debido a sentir la necesidad de expresiones más accesibles para aquellos para los que las fórmulas litúrgicas, cuyo lenguaje bíblico y teológico no consiguen comprender y cuyo clima resulta demasiado austero para su exuberante sensibilidad imaginativa (citado por Moreno 1982: 90-91).
Los antropólogos y folcloristas de inspiración romana han abundado en esa dirección de concebir la religiosidad popular como una mediación. Por mediación se entiende en teología una estructura apriórica constituida por signos, costumbres, palabras, gestos, cultos, etc., a través de los cuales lo santo deviene naturalmente experimentado o revelado. Así es como la religión única, o la Religión, con mayúsculas, como señala Prat (1983: 50), pasa a convertirse en religión vivida. La antropología confesional ha explicitado en numerosas oportunidades sus preferencias por este tipo de enfoques centrados en categorías experiencialistas. Así, un especialista en «religiosidad popular», el padre G. Llompart:
La Iglesia cuenta con una serie de ritos religiosos de carácter oficial, la liturgia --misa, predicación, sacramentos--, mediante los cuales comunica la gracia y la salvación a sus fieles. La liturgia tiene un eco y provoca unas reacciones en el fondo del alma popular, las cuales poseen un dinamismo y una propia especificidad. Así brotan, crecen, se entrelazan y florecen las creencias, los usos, las modalidades de la religiosidad popular (Llompart 1969: 221).
Otro estudioso católico, Lluis Duch, habla de religión popular identificándola con la religión de la inmediatez, con el catolicismo vivido... Las resonancias mistagógicas son en cualquier caso inevitables: «Percibir el sentido de la propia vida es hacer la experiencia de la inmediatez del hombre con la fuente, con el fundamento, con la profundidad de su propia existencia» (Duch 1976: 251). Es así como la práctica piadosa consuetudinaria para aquello que se da en llamar el pueblo, es decir, la mayoría de las personas, implica un contacto con esa supuesta elementalidad primigenia de la religión cristiana, liberada de contaminaciones o perversiones intelectualizantes, una forma en especial frontal de contestación contra la «racionalidad técnico-económica burguesa» (Duch 1976: 210). Es la religión, en fin, de las «gentes sencillas», del «hombre simple», la «religión viviente» (Duch 1976: 251).
Tanto una actitud como otra aceptan la evidencia de que existe un sistema religioso teológicamente estructurado y con alto dintel de elaboración especulativa y que eso es lo que se da en llamar la religión católica oficial, en tanto es la que reconocen con valor de vertebralidad las instancias jerárquicas de la institución eclesial. Pero también existen, y además de una forma aparatosa y generalizada, comportamientos conceptualizados como relativos a lo sagrado por los actuantes, y por tanto técnicamente religiosos, que tienen un acomodo frágil, artificial o inviable en el sistema anterior y que, según las opciones, si sitúan con respecto de él bien independientemente, bien parasitándolo. Lo que ocurre es que, en ambos casos, lo que se plantea es la omnipresencia en la vida social de una práctica religiosa sólo relativamente aceptable desde el dogma. Si existe autónomamente es, con mucha diferencia, mayoritaria. Si su existencia se produce de manera dependiente, su entidad viene dada porque, en realidad, es la forma real de ser, de darse la religión católica.
Manteniendo la dicotomización religión oficial versus religión popular, la mayoría de antropólogos con pronunciamientos sobre el tema han reconocido que ambas instancias son inseparables en su existencia real en las sociedades. Sus elementos aparecerían de continuo superponiéndose, imbricándose, articulándose, hasta hacerse un sólo corpus y convertir en artificiales los intentos de desglosamiento. La tendencia entonces consiste en presentar el modelo religioso aceptado preferentemente en la vida social como la consecuencia de una u otra forma de sincretismo. Este enfoque ha estado muy divulgado y es parte consustancial de los discursos vulgares sobre las liturgias de tipo festivo, por ejemplo, en las que el encastramiento entre prácticas populares y oficiales que se presume existe se antoja evidente. Este sincretismo, sostienen los defensores de su realidad, es la consecuencia de la colusión entre una religiosidad atávica, de tipo paganizante, mágico, supersticioso, etc., desde la óptica dogmática, que constituiría el sustrato auténticamente popular de la síntesis, y los elementos de significación eclesial, que han resultado de la imposición de los principios religiosos de las clases hegemónicas o dominantes.
Esta perspectiva ha tenido bastante éxito al aplicarse por toda una pléyade de autores pertenecientes a la llamada historia de las mentalidades y por un buen número de antropólogos interesados en la cultura popular, lo que ha procurado un número ingente de trabajos sobre el tema, más bien socorrido, del carnaval. Se trata de los planteamientos del tipo «triunfo de la Cuaresma sobre el Carnaval», por decirlo a la manera como lo hacía un artículo de Martínez Shaw (1984: 83). Por descontado que ese tipo de desarrollos se cimentan en el invento teológico de la división cristianismo-paganismo, absolutamente inexistente fuera de la mente de aquellos que se han empeñado en presentar la historia del cristianismo como la de una religión diferente e histórica (el problema de «los otros dioses»). En realidad, la división pagano-cristiano o profano-religioso en una misma sistematización litúrgica, por ejemplo de orden festivo, ni siquiera goza de respetabilidad para una teología seria y atenta. Josef Piepper, por ejemplo, se percató de que las corridas de toros con que se celebraba en Toledo el Corpus son tan religiosas, en el sentido cristiano, como las procesiones o las misas (Piepper 1974: 42).
De cualquier modo, lo cierto es que la existencia de anudamientos entre fe teológica y religiosidad popular, que dan lugar a sistemas que aparecen como unificados, es algo completamente aceptado desde la jerarquía de la Iglesia, incluso en su expresión más incontestable, es decir, la del propio Papa, en este caso Pío XII, que decía:
Pero es necesario no perder de vista que en los países cristianos o que lo fueron en otros tiempos la fe religiosa y la vida popular forman una unidad comparable a la unidad del alma y cuerpo. En las regiones en que esta unidad se conserva todavía, el folclore no es una supervivencia curiosa de una época pasada, sino una manifestación de la vida actual que reconoce lo que debe al pasado, prueba de continuarlo y de adaptarlo inteligentemente a las nuevas situaciones» (Pío XII 1953: 5).
La profesión de fe funcionalista del Pío XII nos advierte de lo que de problemático y aún contradictorio tiene la actitud de la Iglesia hacia la práctica religiosa real, completamente plagada de gestos y objetos con un valor dogmático débil. Por una parte se siente desconfianza hacia una realidad religiosa que se controla mucho menos de lo que se piensa y, por supuesto, de lo que se quisiera. Muchas veces a años luz de la razón teológica, y de su pariente la razón sociológica, lo que se da en llamar religiosidad popular sitúa la vida religiosa del pueblo de Dios muy cerca del diablo o de los dioses deformes y obscenos que aún amenazaban desde lo arcano la rectitud de todo culto.
En otros casos la voz es de alarma ante una expresividad religiosa que aparece como refractaria ante los intentos directivos de la Iglesia. F. Gabriel Llompart, por ejemplo, apunta los peligros que implica la dificultad fiscalizadora de la teología y la necesidad de una vigilancia eclesial de las costumbres religiosas populares. El texto no tiene desperdicio:
La persona del Salvador es aquí considerada [se refiere a una oración popular al Cristo crucificado] teniendo en cuenta su alma cuerpo, sangre, agua del costado y llagas. Patente aquí este afán de sensitiva concreción, este ansia de apoderamiento siempre sincera, pero a veces no bien equilibrada. Esta es la razón por la cual la piedad precisa del regulador de la liturgia y de la tutela de la autoridad religiosa.
Tengan presente que esta misma oración del alma de Cristo tiene un extraño y tardío doblaje referido al alma de la Virgen:
Anima de la Verge, illuminau-me
Cos de la Verge, guardau-me
Llet de la Verge, alleteu-me
Llanto de la Verge, purificau-me...
Yo no digo que esta oración en un determinando contexto cultural fuera más que de mal gusto, pero sí pienso que nos señala el derrumbadero por el cual, abandonada a sí misma, puede precipitarse la religiosidad popular. La amenazan la subjetivización y la superstición. Peligra que rompa con la jerarquía de los valores y emprenda una absurda absolutización. Existen zonas fronterizas ambiguas en las cuales se disciernen con dificultad la religión y la superstición. Pero, a veces, yendo cuesta abajo, no nos damos cuenta de nada hasta que en un recodo tomamos consciencia clara de que hemos salido de las lindes de la piedad popular y hemos dado con nuestros huesos en la misma guarida de la magia» (Llompart 1969: 234-235).
Siempre entre la resignación, la alarma, el escándalo, el paternalismo y la vigilancia cuasi policial, la Iglesia romana ha observado los movimientos y actitudes de la religión tal y como acontecía realmente en la sociedad con suma atención. Aquí reside la clave que explica el por qué el fenómeno que conocemos como religión o religiosidad popular ha perdurado casi de manera exclusiva dentro del mundo industrializado en los países de tradición católica o, a lo sumo, anglicana. La opción del cristianismo reformista protestante fue la de desembarazarse de manera harto expeditiva y hasta sangrienta del problema, entre otras cosas enviando a la hoguera a centenares de miles de personas. Pero el catolicismo no pudo jamás hacer tal cosa, por mucho que cabe suponer que lo hubiera deseado. Digamos que existían ciertas dificultades de índole técnica que lo impedían o, cuando menos, lo hacían difícil.
En primer lugar, la distinción Cristo-otros dioses antiguos, cristianismo-paganismo y la exaltación del catolicismo como religión monoteísta eran cosas que sólo podían acontecer con un mínimo de convicción en el seno mismo del discurso teológico. Fuera de éste eran simplemente imposibles e inaplicables y nunca se habían dado. No se trata sólo que, desde una óptica histórica, el cristianismo fue una religión oriental-mistérica más en la Antigüedad, privilegiada por factores relativos a la lucha por la defensa y la conquista del poder político en Roma, que no tuvieron nada que ver con su presunta superioridad moral ni con la historicidad de su panteón. Se trata, simple y llanamente, que, si entendemos por paganismo lo que entienden los teólogos, el catolicismo practicado es y ha sido siempre una religión absoluta e incontestablemente pagana, es decir idolátrica y politeísta. Eso es algo que ya notara Sigmund Freud cuando consideraba con desdén la pretensión católica de homologarse con su supuesta predecesora, y teológicamente no pagana, la religión judaica, sobre todo en lo que hacía a sus vanos intentos en devenir una fe monoteísta:
En cierto sentido, la nueva religión representó una regresión cultural frente a la anterior, la judía, como suele suceder cuando nuevas masas humanas de nivel cultural inferior irrumpen o son admitidas en culturas más antiguas. La religión cristiana no mantuvo el alto grado de espiritualización que había alcanzado el judaísmo. Ya no era estrictamente monoteísta, sino que incorporó numerosos ritos simbólicos de los pueblos circundantes, restableció la gran Diosa Madre y halló plazas, aunque subordinadas, para instalar a muchas deidades del politeísmo, con disfraces harto transparentes. Pero, ante todo, no cerró la puerta --como había hecho la religión de Atón y la mosaica que le sucedió-- a los elementos supersticiosos, mágicos y místicos, que habrían de convertirse en graves obstáculos para el desarrollo espiritual de los dos milenios siguientes» (Freud 1974: 125-126).
Pero no era sólo eso. Existía también el imperativo teológico, en apariencia paradójico pero explicable, como veremos más adelante, según el cual no había más solución que escuchar y hasta obedecer en cierto modo las majaderías, insolencias, imprudencias y necedades que conformaban la piedad popular, que ya deberíamos empezar a llamar la piedad social. Me refiero al axioma vox populi, vox Dei, es decir, la consideración teologal que concede al pueblo de Dios, al componente humano de la Iglesia como corporación, la virtud de ser fuente de verdad doctrinal. La cuestión está recogida de manera inequívoca en los textos de obediencia y, así, en el capítulo II de la constitución dogmática sobre la Iglesia, correspondiente al Concilio Vaticano II, se puede leer la siguiente fórmula:
El conjunto de fieles, que han recibido del Espíritu Santo la unción sagrada, no puede equivocarse en el creer, y esta propiedad particular, que lo caracteriza, la manifiesta mediante el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo, cuando desde los obispos hasta los fieles laicos de la periferia ofrecen su consentimiento universal en materia de fe y de costumbres (citado por González 1973: 167).
Los conflictos derivados de esta orientación no son en absoluto de naturaleza filosófica. Tienen una impronta grave en la política proselitista de la Iglesia, máxime en un momento como el actual en que la ideologización del discurso religioso ha provocado una crisis en cuanto a eficacia simbólica que se ha traducido en crisis de feligresía y de freno en el proceso expansionista, al menos en la Europa suroriental. Eso es lo que explica el que los estudios de religión popular hayan corrido tantas veces por cuenta de sectores confesionales. La política populista del aparato eclesial no puede dejar de atender a cómo lo que ellos llaman catolicismo popular «reinterpreta las formas religiosas oficiales» (Marzal 1976: 129). Las estrategias eclesiales del tipo teología de la liberación, iglesia del pueblo, etc., saben del valor empírico de los estudios sobre la religiosidad social y son conscientes de que su labor de propaganda necesita nutrirse de sus informaciones, precisamente por la necesidad técnica de introducirse en la «lógica teológica popular» (Vidales 1976: 173). En uno de los textos más recurrentemente aludidos de esta orientación, Dios y la ciudad, J. B. Metz señalaba:
No hay nada que la teología necesite con tanta urgencia como la experiencia religiosa contenida en los símbolos y las narraciones del pueblo. A ellos tiene que acudir, si no quiere morir de hambre. Los conceptos teológicos son raras veces expresión de experiencias nuevas. Con frecuencia reproducen simplemente denominaciones de experiencias pasadas. Más que nunca necesita la teología, para poder ser teología y no dedicarse sólo a la historiografía de la propia disciplina, el pan de la religión, de la mística y de la experiencia religiosa de la gente sencilla» (Metz 1975: 136).
Como se ve, el problema, tanto para el científico social como para el especialista en temas de religión, se plantea como un intento de solventar el carácter enigmático, insólito y desconcertante de un campo semántico que se da en llamar la religión popular. Ésta existe en relación de oposición, dependencia o yuxtaposición con algo que se entiende es la religión oficial, un sistema teológico que se da en llamar el catolicismo, del que se acepta que es la religión, sin calificativos. De ahí proviene, es cierto, la inspiración temática y repertorial, pero los axiomas más sustantivos de su discurso pasan ignorados y desapercibidos en la religión practicada y son sustituidos por comportamientos de apariencia «borrosa, inculta, espontánea y poco elaborada racionalmente» (Oliveira, citado por Prat 1983: 58) y que vehiculan, caso de hacerlo y no ser absolutamente insignificantes, un discurso moral e ideológico incomprensible.
La cuestión de cómo definir y contornear la presunta «religiosidad popular» resultará irresoluble para cualquiera, antropólogo, sociólogo o filósofo religioso, que acepte el apriori de que es en torno a la palabra de la Iglesia católica, apostólica y romana como conviene vertebrar cualquier discurso sobre la religión socialmente ejecutada. Por supuesto que aquí resulta aplicable la apreciación de Spiro (1972: 124), acerca de que la conducta religiosa sólo puede ser explicada a partir de una teoría sobre la existencia de la religión. Lo que sucede es que resulta cuestionable el que esa religión, en tanto que institución que reconocemos en la cultura, sea la que los teólogos elaboran y que la Iglesia reconoce. Esto significa que la presunción de que la modalidad del culto real corresponde a las propuestas doctrinales oficiales, más allá de su simple nominalidad, no puede conducir sino a convertir sus claves explicativas en un auténtico punto ciego para la mirada analítica.

3. Lo intrínseco y lo extrínseco. La «religión popular» y «los sistemas de creencias»

El carácter obstaculizador que tiene la tendencia a primar el valor que se tiene por nodal de la religión oficial, que es lo que en última instancia provoca la connotación teológica de la mayoría de discursos sobre la religiosidad popular, viene agudizado por otra cuestión que aún contribuye a confundir más este ámbito de análisis. Esta cuestión está relacionada con la suposición, aceptada por algunos científicos y de clara génesis teológica también, de que un sistema religioso es ante todo un sistema de creencias, un malentendido que extendió ampliamente la sociología funcionalista americana y que se ha venido cultivando hasta el momento con una cierta imprudencia (ver Sádaba 1991), hasta ser finalmente recuperado y devuelto a la primera línea de la actividad interpretativa por el neopragmatismo de C. Geertz.
La base del catolicismo, en tanto que sistema religioso de fundamentación teológica, se encuentra en la diferenciación entre fe y religión. Si el valor «religión» ya hemos indicado que remite al sistema de las mediaciones, «fe» implica un valor epicentral en tanto que se entiende que es la experiencia o adhesión personal a lo sagrado lo que se expresa en un sistema religioso. Así pues, una religiosidad que no recoja la fe como justificación última simplemente no merece tal conceptualización. Como señala un autor católico, Leclerq: «En la medida en que se borra de las conciencias el sentimiento de la trascendencia divina, el cristianismo se envilece. Y en la misma medida pierde su influencia transformante» (Leclerq, citado por Urteaga 1962: 64).
Como se recordará, la razón del desprecio que Fouillée o Valle-Inclán explicitaban en relación con las prácticas del folclore religioso, venía dada por lo alejadas que éstas estaban de la esencialidad espiritual e intelectual de la religión entendida como instancia de profundización metafísica. En efecto, la religión popular aparecería como un entramado más bien estúpido de «supersticiones purificadas de preocupación científica y teológica», por decirlo como lo hacía Saintyves (1932: 54). Junto a la aparatosidad de sus leyendas de temática sagrada y de sus protocolos rituales colectivos y privados, la religiosidad llamada popular demostraba de continuo una indisimulada desatención hacia los etéreos conceptos relativos a la experiencia íntima de lo santo. Esto resultaba así prácticamente por definición. Un artículo publicado por la jesuítica La Civiltà Cattolica señalaba que las características que cabía atribuir a la religiosidad popular eran: corporeidad, ritualidad, humanidad, búsqueda de la gracia temporal, festividad, etc. (De Rossa 1962: 114); es decir, valores todos ellos alejados de la pureza de la religiosidad privatizada que la Reforma acuñara y que la Iglesia asumiría como propia desde Trento.
La cuestión era que la religión practicada por la mayor parte de la sociedad no sólo no era casi en absoluto espiritual, sino que además se permitía la insolencia de desplegar una auténtica exaltación de la teluricidad. Esto es, y como señalaba Francisco Umbral refiriéndose precisamente a aquellas mismas autopuniciones rituales que escandalizaran a Fouillée, «se trata de una religión que vive obsesionada con el cuerpo, aunque hable mucho del alma» (Umbral 1986). Esto, en el caso español, ha sido destacado por los observadores cultos, ya sea con simpatía: «La religión del español no es abstracta, no es un dogma incruento, ni un distante contacto intelectual con un Dios inaccesible. Es un cálido abrazo, una mano y una herida» (Kazantzakis 1984: 32-33); ya sea con desconfianza y desprecio: «El español es católico por conveniencia, por tradición o por costumbre, más no por esa convicción que nace del profundo conocimiento de una doctrina y su compenetración con ella o de una larga deliberación o de una lucha íntima» (Granados 1969: 15).
La ausencia de vocación espiritualista en la religión popular de temática cristiana, con su obsesiva insistencia en situaciones míticas pasionales y con un elevadísimo nivel de formalismo de sus actuaciones rituales, ha forzado otro tipo de división entre la religión supuestamente oficial y la supuestamente popular. La primera sería esencialmente intrínseca y la segunda extrínseca, tal y como han sugerido Meslin (1972) y Belmont (1989).
Lo que resulta es que --y debe plantearse esto con la sencillez con que se da-- una colosal cantidad de practicantes religiosos en los países donde ha lugar a hablar de religión popular no son en absoluto creyentes. Por ejemplo, quienquiera que haya analizado la composición de cualquier peña de varones organizados para la devoción al Cristo, Virgen o Santo que se quiera, llegará inevitablemente a la constatación de que la mayor parte de sus componentes no sólo no son creyentes, sino que puede resultar previsible que sean blasfemos habituales u hostiles en mayor o menor grado a la instancia eclesial, es decir, abiertamente anticlericales.
El planteamiento, desde la antropología y tal y como lo ha hecho, por ejemplo, Susan Tax (1978: 195-214), de la división fe versus religión, como una fórmula mucho más ajustada a la realidad que la oposición estereotipada como religión oficial versus religión popular, suele poner de manifiesto la manera como la praxis religiosa consuetudinaria es un sistema de representación en el que la fe juega un papel poco relevante y como su ejecución en absoluto exige que los concursantes tengan creencias (en la figura de un orden cósmico divino, de un más allá, etc). Esto subraya la importancia de reflexiones como las que proponía Jean Pouillon (1989: 45-54) en torno a la eficacia operativa para los etnólogos del empleo del verbo creer, de difícil aplicabilidad a otras culturas distintas de la nuestra, a lo que podríamos añadir que ni siquiera en ésta su debilitado valor semántico puede considerarse una contribución clarificadora.
Todo esto viene a implicar que la religión popular, si es que resulta finalmente que es algo, es cualquier cosa menos un sistema de creencias. El comportarse como un buen cristiano, participando de manera activa en las actividades rituales que comporta dicha condición, es algo perfectamente compatible con la carencia absoluta de fe, algo que, por cierto, ya habían notado en su día Marc Augé (1982: 43-53) y que la Belmont formulaba explícitamente: «Se puede ser católico ferviente y practicante sin ser creyente» (Belmont 1989: 57).

4. La religión

Como enseñara Lévi-Strauss al final de El totemismo en la actualidad, un criterio básico en antropología es considerar que la religión difícilmente puede ser, por su propia condición nebulosa, un objeto de ciencia (1980: 150-151). Corresponde, pues, darle el tratamiento de un sistema de conceptualización como otro cualquiera. Por descontado que hay culturas, como la nuestra, en las que la religión sí que es un territorio identificado como en gran medida exento. En estos casos, el antropólogo se dirige al campo donde se produce la manipulación mítica o litúrgica de símbolos socialmente entendidos como sagrados --es decir rituales-- como lo haría hacia cualquier otra institución de la cultura, interpretando como tal lo que Kardiner definía en tanto «cualquier modalidad fija de pensamiento o de conducta, mantenida por un grupo de individuos (es decir por una sociedad), que puede ser comunicada, que goza de aceptación común y la infracción o desviación de la cual produce cierta perturbación al individuo o al grupo» (Kardiner 1975: 32).
En el primer sentido, la religión llamada el catolicismo, tal y como aparece formulada por las instancias teologales, lo es --una religión-- en la medida en que es un sistema de conceptualización en que lo santo es el valor central. Los obstáculos surgen cuando el científico (que ha rehusado el uso del término religión en el sentido a la vez teológico y vulgarizado, a la manera como se habla del budismo, islamismo, etc.) intenta identificar algo conocido como la religión católica con una institución encastrada en la cultura y emanada de ella y de sus necesidades. Pero la historia de la Iglesia católica es, en cierto modo, la historia de su lucha por conseguir un acomodo en la sociedad a la que dirigía sus mensajes propagandísticos, lucha en la que casi nunca ha obtenido éxito absoluto. O dicho de otro modo: en los países donde ha tenido influencia, la religión eclesial ha debido luchar desventajosamente contra la indiferencia e incluso la hostilidad de la mayor parte de la población, que la ha marginado de su vida religiosa, accediendo finalmente a otorgarle un papel inestable, de cuya fragilidad hay innumerables ejemplos históricos bien ilustrativos.
La Iglesia ha sufrido de muchas maneras la tragedia permanente de ver cómo la ideología por ella emanada tenía un eco social más bien restringido. Como señalaban Abercrombie y Turner en su relectura de la teoría marxista al respecto (1985: 151-181), la ideología dominante nunca ha conseguido ir mucho más allá de ser la ideología de los dominantes, sin dominar realmente casi nada en la dinámica social, sobre todo cuando nos alejamos de ese campo específico de lo político en el que, hasta hace bien poco y quizás hasta ahora mismo, sólo una minoría se ha sentido sinceramente complicada. Martin Goodridge ha desarrollado una muy documentada descalificación del tópico de la Edad Media como una «edad de fe», refiriéndose al campesinado inglés, francés e italiano (Goodridge 1975: 381-396), del mismo modo que la desconexión entre los campesinos y la religión teológica en la época preindustrial aparece como incontestable en un buen número de trabajos de historia (Le Bras 1956; Heer 1963; Martin 1969). En contra de lo afirmado por Juliano (1986: 25) --por lo demás maestra y amiga--, el cura rural nunca consiguió cumplir eficientemente su misión de propagador de la doctrina oficial y mucho menos a través de la confesión, tal y como ha estudiado competentemente Turner (1977: 29-58). Las dificultades de la Iglesia en hacer de sus representantes difusores del dogma ha sido bien estudiado desde los trabajos de Marcilhay (1964) y Delumeau (1971). Por lo demás, y en general, la inoperatividad en sociología y antropología de un término tan vago como el catolicismo, en cierto modo su inexistencia en la práctica sociocultural, es algo brillantemente explicado por un famoso trabajo de Bourdieu (1985: 295-334) y aplicado de forma inmejorable por Caro Baroja en su insustituible libro sobre la historia religiosa en la España de los siglos XVI y XVII (Caro 1978).
En cualquier caso, el ejemplo español resulta casi estridente y no es nada casual que el protestante Richard Wright, en su España pagana, llegara a la simple conclusión de que éste ni siquiera era todavía un país católico, en el sentido de que lo que estaba pendiente aquí no era la Reforma sino la misma cristianización (Wright 1968: 265). Los datos estadísticos son contundentes al respecto y hacen incomprensible la afirmación de Prat de que «la misa es la práctica religiosa seguida por un mayor número de personas, pertenecientes a todas las clases sociales, y esto desde siglos» (Prat 1983: 49-69). Hoy, España puede presumir de ser uno de los países católicos menos católicos del mundo, con un nivel de participación de fieles en el principal acto litúrgico oficial por debajo, por ejemplo, de los Estados Unidos, como comentaba no hace mucho y con preocupación una revista eclesial (De Andrés 1985: 79-89). El fenómeno ha sido registrado en las últimas décadas en varios trabajos sociológicos (Doucastella 1957: 375-387; 1967; 1975: 131-162; Güel 1973), tanto para el ámbito rural como para el urbano. Y no es que la situación haya empeorado. Los datos relativos a la religiosidad de finales del siglo pasado y de principios de éste muestran un abandono muy agudizado, salvo en las clases sociales altas, de la observancia dominical (Arbeola 1975; Cabeza 1985: 101-130). La inquietud está justificada sobradamente, no sólo por la poca piedad oficial demostrada por los españoles, sino también por la furiosa forma como se ha puesto de manifiesto su hostilidad hacia el estamento eclesial a través de un anticlericalismo feroz, expresado en varias oportunidades en que las coordenadas históricas han permitido la efusión de un contencioso que ha querido resolverse en motines de claro signo iconoclasta.
Esto último nos puede servir para conectar con otro asunto no menos intrigante. La falta de apego por la praxis litúrgica oficial sucede paralelamente a una fidelidad extrema por ciertos cultos tradicionales. Ordóñez Márquez, en su trabajo sobre la religiosidad en la Huelva de los años 30, no podía por menos que escandalizarse cuando, en plena apostasía y con un fondo político anticlerical, las masas no tuvieran inconveniente en continuar paseando sus santos:
Las prácticas piadosas, faltas de fondo vital, quedaban reducidas casi a tradiciones folclóricas y a expresiones esporádicas del sentimentalismo religioso, donde la fe era fácilmente suplantada por la superstición. Así se explica la intervención masiva de los pueblos en las fiestas religiosas tradicionales, que todavía en los últimos momentos de la República trascendía las mismas leyes laicas y opresoras de la religión (Ordóñez 1968: 253).
El anticlericalismo, por lo demás, había puesto en evidencia el sorprendente criterio selectivo de los españoles a la hora de destruir todos los objetos religiosos accesibles, salvo aquellos que estuvieran integrados en un sistema de religiosidad que resultara cultural, y por tanto psicológicamente también, significativo. Hugh Thomas hace notar cómo:
Era raro que los vecinos de un pueblo quisieran matar a su propio cura o quemarle la iglesia, a menos que fuera un hipócrita o amigo de la burguesía. En semejantes casos se dejaba actuar a gentes que vinieran de otros pueblos. No era corriente que los españoles quemaran una iglesia o una imagen local (...) El arzobispo de Valladolid llegó a decir: «aquella gente estaría dispuesta a dejarse matar por su Virgen local, pero no tendrían ningún inconveniente en quemar las de sus vecinos» (Thomas 1968: 35).
No es extraño que Lisón Tolosana, en uno de sus primeras publicaciones, relativa a la población aragonesa de Chiprana, llamara la atención sobre lo que de paradójico tenía el que el pueblo se volcara con una devoción absoluta a honrar a su santa patrona en tanto la práctica religiosa en relación con el culto oficial casi no existiera durante el resto del año (Lisón 1957: 114). Yo mismo pude escuchar en Estella, en el verano de 1985, cómo el sacerdote se dirigía a una iglesia excepcionalmente llena de público diciendo: «¿Lo hacemos por escuchar la palabra de Cristo, por vivir la fe o por aprovecharnos de este desparramamiento de los placeres...? Hay gente que está muy en contra de la Iglesia, que está muy lejana de ella y que en estos momentos convive con nosotros. Es, en cierta manera, una contradicción» (Diario de Navarra, 5 agosto 1985). Hace algunos años, el cardenal Vicente y Tarancón advertía sobre los peligros de una política de estímulo a fiestas religiosas que lo eran sólo en apariencia, puesto que su fondo era de un catolicismo más que dudoso (en Interviú, 15 septiembre 1986).
Cuando se someten a consideración estos elementos y otros muchos más que no harían sino abundar en esa misma dirección, lo que resulta obvio es que si a algo es aplicable el concepto de marginalidad o incómodo no es a la llamada religión popular con respecto a la religión oficial, por el simple hecho de que ésta en realidad no existe o existe de manera precaria y débil en la propia práctica social. La situación es precisamente la inversa: es la religión de la fe y la teología la que encuentra dificultades de articulación en la religión que se practica, por mucho que procedan de ella muchos aspectos repertoriales y nominales. No resisto la tentación de ilustrar esta evidencia con una información de origen literario, perteneciente a la novela Río Tajo, de la que es autor uno de los grandes de la novela social española, el entonces comunista Cesar M. Arconada. La escena se produce cuando el sacerdote de un pueblo castellano decide no participar en una celebración tradicional, dejándola sin sanción ni presencia oficial:
El cura creía que la fiesta de los pastores estaba aguada y que él, cabezón y defensor de los intereses de la Iglesia, se había salido con la suya. Para qué decir lo que ocurrió cuando le avisaron de que los pastores traían a la Virgen en procesión, como todos los años, pero sin la cooperación religiosa. Se puso hecho un basilisco. Gritaba, daba puñetazos en el aire, se daba golpes en la coronilla. En ninguno de sus sermones había estado tan expresivo.
--¡Esto es una burla intolerable a la Santa Religión! ¡Adónde vamos a parar! ¡Ya no hay respeto a nada, yo no hay conciencia en las gentes! ¡Hasta los pastores están envenenados por las malas doctrinas de los enemigos de Cristo!
Y después de la indignación, la resolución:
--¡Pero ahora van a ver quién soy yo! ¡La Virgen es de la Iglesia y no se puede jugar con ella! Se terció la capa, se puso un solideo que cogió de la percha; y salió a la calle a grandes zancadas. (...)
El cura llegó donde estaba la Virgen, abriéndose paso por entre los grupos. Le salían las palabras atropelladas. Comenzó a gritar:
--¡Quién manda aquí! ¿Hay alguno de la cofradía? ¡Herejes, más que herejes! ¡Sacrílegos! ¡Sacrílegos!
Y en esto llegaron las autoridades de la cofradía, con el Sabio Legüilla a la cabeza. Se abrieron paso. Llegaron al portal donde estaba la Virgen, sobre el altar. Con gran serenidad, el Sabio Legüilla dijo:
--¡Vamos a ver! ¡Vamos a ver! ¿Qué quiere usted aquí, señor cura?
Pero el cura no estaba para suaves palabras de amistad. Se atropelló. Con vivo manoteo, dijo gritando desaforado:
--¡Qué esto que habéis hecho es una canallada y no os lo perdono! (...) ¿Pero es que Dios no está por encima de vuestra gana? ¿Es que las cosas de la Iglesia no merecen vuestro respeto? ¡No lo olvidéis, Dios todopoderoso castigará estas herejías! ¡Y muy pronto! ¡Y además, de quién es la Virgen, vamos a ver, de quién es la Virgen!
El presidente no tuvo necesidad de contestar. Muchas voces, alrededor, por la calle, por distintos lados, afirmaron rotundos:
--¡Nuestra, nuestra!
El cura, ya completamente desbordado, ciego, gritó:
--¿Cómo vuestra? ¡La Virgen es mía, de la Iglesia, y ahora me la llevo!
Y lo que sucedió a continuación fue algo tremendo que nunca se borrará de la memoria. El cura, lleno de rabia, se abalanzó sobre la Virgen. ¡Para qué quiso más la gente! De un empellón se metieron en el portal los que estaban en la puerta y la presión de los de atrás los arrastró hasta el borde mismo del altar. Había apechugones y codazos porque todos querían meterse a defender a la Virgen. Se oía un denso rumor y gritos, y brazos amenazadores en alto. Toda la capilla, hecha de colchas se bamboleaba. No se sabe si fue el cura o fue la gente, lo que sí sucedió es que una mano cualquiera, entre aquellas apretadas gavillas de manos, agarró el manto de la Virgen y esta calló sobre las cabezas de la gente. Todas las velas encendidas se vinieron abajo sobre el altar, y comenzaron a arder las flores de trapo y las sabanillas. Ante el fuego, la gente huyó fuera, atemorizada, pasando por encima de la Virgen que quedó deshecha.
Ya en la calle, unos se dedicaron a traer herradas de agua para apagar el fuego y otros grupos increpaban al cura que, arañado, con el manteo roto, trataba de evadirse de la refriega ante el mal cariz que tomaba (Arconada 1978: 67-68).
Esta secuencia, narrada en clave cómica pero no por ello menos verosímil, nos advierte del tipo de relación que implican los anudamientos que supuestamente se verifican entre las dos religiones (la popular y la oficial), en el sentido de que es la teológica la que tiene problemas de puesta en estructura, no en relación con la religión popular, sino, y digámoslo ya, con la religión real, que es la que impone los contenidos, tolerando sólo que la Iglesia ejercite su poder titulándolos e incorporándose parasitariamente los más moderados. Es decir, no sólo resulta insostenible el tópico vulgar de que la Iglesia ha impuesto los contenidos de sus doctrinas a la presunta religión popular, sino que, bien al contrario, han sido muchas más las veces en las que ha tenido que ceder y asumir una religiosidad socialmente vigente, compuesta por elementos que eran ininteligibles para el discurso teológico y que con frecuencia repugnaban a su proyecto de dignificación interiorizante. La Iglesia tuvo siempre que soportar, además, la sistemática y descarada apropiación social, aquella squatterización de la que hablaba Vovelle, de sus objetos y lugares de culto.
Aquí reside la gran paradoja que el aparato eclesial se ve condenado a repetir. La única manera de divulgar los mensajes de su sistema religioso es vehiculándolos mediante actitudes y conceptos que le son ajenos, y a veces contrarios. Para ganarse un cierto grado de articulación social, la Iglesia debe constantemente cristianizar el folclore y folclorizar el cristianismo. La religión que las gentes practican es, a la vez, un medio y un obstáculo, su principal aliado y su peor enemigo.
El catolicismo, entendido como religión teológica, es, ante todo y casi únicamente, la religión en la que creen y que practican los teólogos y la paupérrima minoría para la que sus arcanos significan. Para la sociedad lo que hay es otra cosa. Joan Prat ha propuesto llamarlo experiencia religiosa ordinaria; es decir «conjunto completo de comportamientos, ritos, concepciones, vivencias, representaciones sociales y símbolos de carácter religioso que en un marco concreto --espacial y temporalmente-- sustentan unos individuos también concretos» (Prat 1983: 63). Gutiérrez Estévez ha sugerido la fórmula sistema religioso de denominación católica, aquel en que, al margen de su procedencia, «todos los elementos están estructurados en un único sistema que organiza su experiencia y proporciona determinadas energías simbólicas para vivir en sociedad» (Gutiérrez 1984: 154).
Ambos trabajos constatan lo más constatable, algo que más adelante Córdoba Montoya haría notar en su atinado trabajo sobre la génesis ideológica de esa noción (Córdoba 1989: 70-82): el que religión popular no es un término aceptable para la antropología y que el contenido que habitualmente se le asigna a lo que corresponde es a la estructura de ritos y mitos, de prácticas y creencias relativas a cosas socialmente consideradas como sagradas, que tienen un valor institucional reconocido por la comunidad, que constituyen modalidades de acción social y vehículos de expresión vehemente de una determinada ideología cultural. Llamar a esa estructura experiencia religiosa ordinaria o sistema religioso de denominación católica es legítimo y preferible a la artificial religiosidad popular. Lo que ocurre es que el valor de tales nociones se acerca al del eufemismo, porque, en antropología y cuando ha lugar a ello --es decir, cuando existe un espacio sociocultural exento a que referir tal categoría--, el nombre que recibe el conglomerado de esas prácticas y creencias no es otro que el de, sencillamente, la religión.

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Manuel Delgado. Profesor de Antropología. Departamento de Antropología Social e Historia de América y África. Universidad de Barcelona.

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Dinámicas identitarias y espacios públicos

Por: Manuel Delgado Ruiz
Profesor de Antropología Cultural. Universitat de Barcelona.

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Fuente:
Centro de investigación, docencia,
documentación y divulgación
de Relaciones Internacionales y Desarrollo

El espacio público como escenario de las identidades

Se oye hablar con frecuencia sobre la urgencia de "integrar culturalmente" a los inmigrados. Pero hay que preguntarse: ¿acaso lo que encuentra el inmigrante al llegar a una ciudad es realmente una "cultura"? ¿es la ciudad un espacio cultural cohesionado que acepta o no al que llega? ¿no es más exacto decir que el llamado inmigrante tiene que amoldarse a un embrollo de estilos de actuar y pensar? La adaptación del inmigrante al medio ambiente cultural de la ciudad que le recibe se produce como una nueva aportación sedimentaria a un delta, donde se acumulan los residuos que habían dejado al pasar otras avenidas humanas. Referirse a la ciudad en términos de "interculturalidad" o de "mestizaje cultural" es, por tanto, un pleonasmo, ya que una ciudad sólo puede reconocerse culturalmente como el fruto de herencias, tránsitos y presencias sucesivas, que la han ido configurando a lo largo de lustros.
El "inmigrante" es un explorador, un naturalista que analiza la conducta de los que toma por indígenas, y a quienes intenta imitar para que le acepten como uno de los suyos. De alguna manera, se deja "colonizar" por quienes le reciben. Ahora bien, como explorador de comarcas que desconoce, también es un colonizador, una especie de contrabandista de productos culturales, con el destino indefectible de modificar las condiciones que ha encontrado al llegar. El inmigrante, que se presenta como "aculturado", es también un "culturizador".
En ese contexto, la diferenciación cultural sólo es un obstáculo aparente para la integración de los inmigrantes en una sociedad. Los "microclimas culturales" que los inmigrantes tienden a crear allí donde se establecen, reorganizando elementos más o menos distorsionados de su tradición de origen, no son un inconveniente para la urbanización de los recién llegados. En cierto modo, a menudo se convierten en instrumentos de adaptación. En un plano psicológico, los sentimientos de diferenciación permiten estratégicamente que las personas y los grupos puedan neutralizar las tendencias desestructuradoras propias de las sociedades urbano-industriales. En el plano sociológico, el mantenimiento –e incluso el endurecimiento– de una cierta fidelidad a formas determinadas de sociabilidad y a unas pautas culturales que los inmigrantes llevan consigo allí donde van, y que pueden formular de muchas maneras, les permite controlar mejor las nuevas situaciones sociales a las que tienen que adaptarse.
Mantener conductas culturales singularizadas ha sido esencial, por otro lado, para que los inmigrantes lograran enfrentarse a los cuadros de explotación y marginación. Los mecanismos de reconocimiento mutuo entre los inmigrantes de una misma procedencia siempre les ha dado la posibilidad de activar una red de ayuda mutua y de solidaridad muy útil. La transferencia de costumbres públicas (fiestas religiosas o laicas, reuniones periódicas, etc.) o privadas (desde los cuentos que los adultos cuentan a los niños hasta la elaboración de platos tradicionales) actúa de modo paradójico. Permite a los inmigrantes mantener los vínculos con las raíces culturales de origen, pero también les facilita la ruptura definitiva con ellas. Gracias a esa astucia puede producirse en el plano simbólico una ruptura que ya es irreversible en el plano vital: la reconstrucción de ambientes culturales de origen realiza, mediante un simulacro, la utopía de un retorno definitivo, que ya no se producirá jamás.
La diferenciación de una ciudad cosmopolita en diversas áreas –que, por lo demás, pueden aparecer superpuestas– es un fenómeno positivo, ya que puede favorecer entre sus habitantes un sentimiento de seguridad en unos marcos urbanos, a menudo anónimos. El barrio culturalmente diferenciado deviene el marco de unas redes de solidaridad. Los grupos inmigrados crean espacios de vida común y se les asigna un papel en la organización global de la ciudad. La integración se ve naturalmente facilitada. La gran mayoría de estos barrios de reagrupamiento étnico o religioso no son nunca exclusivos de un solo grupo, sino que acogen a minorías o mayorías relativas, que cohabitan con miembros de otras comunidades. Por otro lado, hay que decir que si algo caracteriza la experiencia urbana del inmigrado es lo vasta que resulta geográficamente la red de relaciones familiares y de vínculos entre compatriotas en la que se encuentra instalado. Eso es lo que hace del inmigrado un "visitador" convulsivo (Joseph, 1991).
Se habla de inmigrados. Pero en la ciudad, ¿quién puede ser calificado de "inmigrante"? ¿Y por cuánto tiempo? Definida por la condición heteróclita e inestable de los materiales humanos que la forman, la ciudad sólo puede llamar literalmente extranjeros a los que acaban de llegar y están a punto de volver a irse. Es cierto que en el mundo occidental, durante un tiempo, tuvo un cierto éxito la noción de "trabajador invitado", porque todo el mundo pensaba que la mano de obra extranjera llegaba para un período de tiempo restringido, con la idea de volver a su país. La práctica se ha encargado de demostrar que la inmensa mayoría de trabajadores inmigrantes que llegan a las ciudades desarrolladas, incluso como empleados temporales, acaban por convertirse en residentes estables. El reagrupamiento familiar y una red creciente de compromisos –laborales, familiares, educacionales, etc.– convierten en útopica cualquier idea de retorno. Lo que llamamos inmigrante es, por tanto, una figura efímera, destinada a ser digerida por un orden urbano que la necesita como alimento fundamental y como garantía de renovación y continuidad. Ha venido a ocupar puestos laborales que sus habitantes no aceptan. Dicho de otra manera, si el inmigrante ha acudido a la ciudad es porque ha sido convocado a ella.
Al lado de la diversidad cultural suscitadada por comunidades procedentes del exterior, se generan procesos de heterogeneización específicamente urbanos. Nuevas etnicidades –si pudiéramos emplear el término– se estructuran en torno a la música, la sexualidad, la ideología política, la edad, las modas o los deportes, cada una con un estilo propio de entender la experiencia urbana. Los adolescentes se agrupan mucho más en función de aficiones musicales o de tendencias de la moda: los heavies, los mods, los punks, etc. se han convertido en auténticas etnicidades urbanas, organizadas en función de una identidad que tiene una base esencialmente estética y de puesta en escena. Un ejemplo muy elocuente de estas neoetnicidades que no se basan en una misma mentalidad, sino en el concierto de emociones exteriorizadas, son las asociaciones en función de la afición deportiva, de las que el hooliganismo es la manifestación más vehemente. En todas estas nuevas etnicidades, quienes se integran utilizan como reconocimiento un criterio muy distinto del que se emplea en las sociedades consideradas "tradicionales", y se fundan a partir de un conglomerado de experiencias compartidas, donde la codificación de las apariencias y los rituales juegan el papel principal.
Conviene hacer aquí una aclaración conceptual. La noción de etnia, en un sentido estricto, sirve para designar un grupo humano que se considera diferente de los demás y quiere conservar su diferencia. En cualquier caso, etnia quiere decir simplemente pueblo. Los bosnios, los zulúes, los sioux, los vietnamitas, los tuareg, los franceses, los catalanes y los argentinos son, por poner sólo unos ejemplos, etnias o grupos étnicos. Algunos de estos grupos se distinguen sólo por el género de vida, la moralidad, el peinado y el vestuario; reúnen todos los atributos de lo que la antropología estudia como etnias, de manera que podemos referirnos, como lo hemos hecho, a las formas de diversificación cultural que han nacido en la ciudad como si de nuevas etnicidades se tratara. Sin embargo, vulgarmente el término "etnia" se utiliza en el lenguaje vulgar para designar grupos, productos y conductas que no son euroccidentales. Hay muchos ejemplos del uso discriminatorio del vocablo "etnia", y siempre desde la perspectiva siguiente: "ellos constituyen una etnia, nosotros somos normales". Las danzas de los sufíes o el sonido de la cítara son "étnicos", pero nadie sabe por qué no lo son un vals o una canción de los Beatles... Hablar de "minorías étnicas", cuando hacemos alusión a ciertos grupos de población implica el mismo uso discriminatorio del término. La prensa se obstina en calificar de "étnicos" exclusivamente los conflictos que tienen como escenario los países no occidentales, mientras que en África, las luchas entre etnias son calificadas de "tribales".
Cuando se habla de cuestiones relativas a la pluralidad de las ciudades, la palabra cultura aparece de forma recurrente. Hablamos entonces de "diversidad cultural", de "interculturalidad", de "integración cultural", de "mestizaje cultural", de "aculturación"... sin preocuparnos nunca de explicar qué debemos entender por el término cultura. Sin duda, el uso más habitual de la palabra cultura deriva del romanticismo alemán, que la utilizó para designar el "espíritu" de un pueblo determinado. Esta acepción procede de la convicción de que las naciones estaban dotadas de un alma colectiva, consecuencia de su historia. Este concepto entiende que las culturas son totalidades cerradas, que contienen la cosmovisión y el talante de un grupo étnico. La cultura sería todo aquello irrepetible, propio y exclusivo que hay en un grupo humano. Las culturas serían pues, inconmesurables, es decir, incomparables, ya que una parte fundamental de sus contenidos no podría traducirse a otros lenguajes culturales.
Frente a este uso metafísico de la noción de cultura, la mayoría de antropólogos adoptan otra interpretación: la cultura como el conglomerado de tecnologías materiales o simbólicas, originales o prestadas, que pueden integrar un grupo humano en un momento determinado. Por mucho que encontremos expresiones culturales rudimentarias entre algunos mamíferos, podría considerarse como todo aquéllo que puede ser socialmente adquirido. Podría definirse la cultura entonces como un sistema de códigos que permite a los humanos relacionarse entre sí y con el mundo. En todo caso cultura debe ser considerado como sinónimo de manera, estilo... de hacer, de actuar, de decir, etc. Por consiguiente, hablar de diversidad cultural sería una redundancia, puesto que la diferenciación es para los humanos siempre una función de la cultura. Así, serían culturales las diferencias conductuales, comportamentales, lingüísticas e intelectuales, así como otras que pudieran antojarse meramente físicas y naturales, en la mesura en que se las considere como culturalmente significativas. Si las llamamos diferencias culturales es para adaptarse a una cierta convención, en la medida en que no existen en realidad más diferencias que las que previamente la cultura ha codificado como tales. En la ciudad, todas las minorías culturales –y en la ciudad no hay otra cosa que minorías culturales– sean "tradicionales" o nuevas, adoptan estrategias que las hacen visibles. Cualquier grupo humano con cierta conciencia de su particularidad necesita "ponerse en escena", marcar de alguna manera su diferencia. En algunos casos su singularidad tiene una base fenotípica que contrasta con la de la mayoría. En otros casos, es la ropa la que cumple la función de marcar la distancia perceptiva con los demás. Los idiomas, las jergas y los acentos son variantes de esa misma voluntad de marcar esa singularidad, y su multiplicidad es el componente sonoro de la exuberancia perceptiva que caracteriza la vida en las ciudades diversificadas.
Frente a estas señalizaciones activadas de modo permanente, otras identidades colectivas prefieren escenificaciones públicas cíclicas o periódicas. El grupo reclama –y obtiene– el derecho al espacio público para encarnarse en él como colectivo. Puede tratarse de fiestas organizadas en plazas o parques con el fin de hacer demostraciones folclóricas que remiten a la tradición cultural considerada autóctona del país o de la región de origen. Las escenificaciones que tienen el paisaje urbano como plataforma pueden implicar una manipulación de amplias zonas de la geografía urbana, como pasa en los "barrios étnicos" de las grandes urbes. Las nuevas etnicidades participan plenamente de esta necesidad de autocelebración. Es el caso de los conciertos de música, que permiten a las sociedades juveniles ofrecerse su propio espectáculo. Los éxitos deportivos también favorecen efusiones públicas donde se reúnen los que tienen un equipo de fútbol o de baloncesto como elemento de "cohesión identitaria".
Esta voluntad de visibilizarse no afecta sólo a los grupos minoritarios. De la misma manera que cualquier etnia se comporta como un individuo colectivo, una especie de macropersonalidad, cualquier individuo se comporta como una etnicidad reducida a su expresión más elemental, es decir, una especie de microetnicidad. Los individuos actúan según las mismas estrategias de distinción que permiten diferenciarse a una comunidad étnica o etnificada: un estilo personal de hacer en público –vestir, peinarse, hablar, expresar los afectos, moverse, perfumarse, etc.-, a fin de diferenciarse y ser reconocidos como distintos, dotados de un estilo propio e irrepetible.
Los grupos y los individuos interiorizan e intentan evidenciar un conjunto de rasgos que les permitan considerarse distintos, es decir: su identidad. Estas proclamaciones recurrentes sobre la identidad contrastan con la fragilidad frecuente de todo lo que la soporta y la hace posible. Un grupo humano no se diferencia de los demás porque tenga unos rasgos culturales particulares, sino que adopta unos rasgos culturales singulares porque previamente ha optado por diferenciarse. Son los mecanismos de diversificación los que provocan la búsqueda de unas señas capaces de dar contenido a la exigencia de diferenciación de un grupo humano. A partir de ahí, el contenido de ésta es arbitrario, y utiliza materiales disponibles –o sencillamente inventados– que acaban ofreciendo el efecto óptico de una sustancia compacta y acabada. Se trata de un espejismo identitario, pero capaz de invocar toda clase de coartadas históricas, religiosas, económicas, lingüísticas, etc. para legitimarse y hacerse incontestable. No se trata de que la diferencia sea puesta en escena: la diferencia no es otra cosa que su puesta en escena. No hay "representación de la identidad", en tanto que la identidad no es otra cosa que su representación.
La "identidad étnica" no se forma con la posesión compartida de unos rasgos objetivos, sino por una dinámica de interrelaciones y correlaciones, donde en última instancia sólo la conciencia subjetiva de ser diferente es un elemento insustituible. Esta conciencia no corresponde a ningún contenido, sino a un conjunto de ilusiones sancionadas socialmente como verdades incuestionables, al ser legitimidadas por la autoridad de los antepasados o de la historia. No es que no haya diferencias "objetivas" entre grupos humanos diferenciados, sino que estas diferencias han resultado significativas para alimentar la dicotomía nosotros-ellos. En síntesis, sólo hay grupos étnicos o identitarios en situaciones de contraste con otras comunidades (Barth, 1977).
Territorio conceptual de perfiles imprecisos, el campo de las identidades sólo puede ser, por tanto, un centro vacío, donde tiene lugar una serie ininterrumpida de yunciones y disyunciones, un nudo incierto entre instancias, cada una de ellas irreal e inencontrable individualmente (Lévi-Strauss, 1971). La identidad es indispensable, todo el mundo necesita tenerla, pero presenta un inconveniente grave: en sí misma, no existe. Estas unidades que se imaginan definibles por y en ellas mismas no alimentan la base de una clasificación, sino que son, por el contrario, su resultado (Pouillon, 1993). No nos diferenciamos porque somos diferentes, sino que somos diferentes porque nos hemos diferenciado de entrada. Es precisamente porque son el producto de relaciones entre grupos humanos autoidentificados que las culturas no pueden ser identidades que viven en la quietud. Sometidas a un conjunto de choques e inestabilidades, modifican su naturaleza, cambian de aspecto y de estrategia cada vez que es necesario. Su evolución es con frecuencia caótica e imprevisible. Las identidades no deben sólo negociar permanentemente las relaciones que mantienen entre sí; son esas relaciones mismas.


Fronteras móviles

Debido a que sus componentes étnicos y corporativos son inestables, la diversidad cultural se convierte en un tejido inmenso de campos identitarios poco o mal definidos, ambiguos, que se interseccionan con otros y que, al final, acaban por hacer literalmente imposible cualquier tipo de mayoría cultural clara. Hay que percibir la urbe como un calidoscopio, donde cada movimiento del observador suscita una configuración inédita de los fragmentos existentes. Uno de los aspectos que caracterizan la diversificación cultural actual es que no está constituida por compartimentos estancos, donde un grupo humano puede sobrevivir aislado de todos los demás. Nunca se ha llegado a este extremo.
Sin embargo, tampoco anteriormente se había producido una aceleración de las interrelaciones culturales como la que viven las ciudades actuales, donde las fronteras se multiplican, pero son tan lábiles y movedizas que es completamente imposible no traspasarlas continuamente.
Ninguno de los espacios sociales que, por ahora, definen la ciudad puede separarse de los demás, porque está unido a ellos en una densa red de relaciones de mutua dependencia. Las identidades grupales no pueden ser, en ningún caso, segregadas claramente unas de otras, ni tienen umbrales precisos. Formas de concebir la vida absolutamente dispares se mezclan en unos territorios cuya definición es imposible, o por lo menos, complicada, por su condición irregular e inestable. El ciudadano no puede limitarse en su vida cotidiana a una red de vínculos o a una pertenencia personal exclusiva.
Consecuencia de esa identidad plural y susceptible de adaptarse en todo momento a los diferentes elementos de su existencia social, el individuo urbanizado es una especie de nómada en movimiento perpétuo, alguién obligado a pasarse el tiempo estableciendo compromisos entre los componentes de un mosaico formado por diferentes universos que se tocan o se interpenetran mutuamente.
Los ciudadanos no sólo tienen la diversidad cultural a su alrededor, sino también en su interior. Viven sumergidos en la diferencia, a la vez que se dejan poseer por esa diferencia. De momento, hay unos principios de adscripción que, para muchos, tienen un valor superior a lo estrictamente étnico. La inclusión en un género sexual, en una generación o en una clase social son algunos ejemplos. Los apellidos hacen que cada uno sea pariente; el lugar de nacimiento le hace paisano; las ideas políticas o religiosas, correligionario; el barrio donde vive, vecino; la edad, coetáneo. Los gustos musicales o literarios, el estilo de vestir, las aficiones deportivas, el lugar donde estudia o estudió de joven, los temas de interés, etc. ; cada uno de estos elementos instala a cada individuo en el seno de un conglomerado humano constituido por todos los que lo comparten y que, a partir de él, pueden reconocerse y sentirse vinculados por sentimientos, orígenes, orientaciones o experiencias comunes. En algunos casos, esta dinámica taxonómica puede asumir su propia autoparodia, una caricatura que admitiría el carácter aleatorio y caprichoso de los contenidos que toda identidad reclama para autojustificarse. Basta con pensar, en ese sentido, en la clasificación zodiacal, que no deja de ser una especie de caricatura del sistema étnico.
Gracias a todos estos mecanismos de diferenciación, si aplicáramos una plantilla sobre la masa de los ciudadanos de cualquier ciudad, que los clasificara con los criterios para establecer cualquier nosotros –género, clase social, edad, gustos, intereses, etnicidad, ideología, credo, signo del zodíaco, aficiones, lazos familiares, barrio donde vive, lugar de nacimiento, inclinaciones sexuales– el resultado ofrecería una serie de configuraciones polimórficas que, dibujadas como los mapas políticos en función de cada opción identitaria escogida, producirían una extensa gama de coloraciones y contornos no coincidentes en función de cada opción identitaria.
¿Cómo se explica esta tendencia a la diferenciación cultural, si le negamos la base objetiva que pretende tener y la reducimos a una argamasa arbitraria de marcajes, que no son la causa sino la consecuencia de la segregación operada? En primer lugar, está la necesidad propia de cualquier individuo de formar con otros una comunidad más restringida que las grandes concentraciones humanas de un Estado o incluso de una gran ciudad. Se trata del requerimiento del individuo de pertenecer a un colectivo de iguales, o bien de sentir la certeza de que, en cierto modo, no acaba en sí mismo. Esta necesidad de constituir un nosotros se agudiza cuando las interconexiones y los roces con otros grupos se hacen más frecuentes, más intensos y en el marco de unos territorios cada vez más reducidos, de forma que la voluntad de diferenciarse, contrariamente a lo que solemos pensar, no procede de un exceso de aislamiento, sino de lo que se vive como un exceso de contacto entre los grupos. En estas circunstancias, la dialéctica del nosotros-ellos exige la aceleración de los procesos de selección o de invención de los símbolos que fundamentan les autodefiniciones, y lo hace con una finalidad: asegurar un mínimo de segmentación, que mantenga a raya la tendencia de las sociedades urbanas hacia una hibridación excesiva de sus componentes. Por otra parte, la diferenciación se produce al distribuir unos atributos que implican la adscripción de cada grupo a unas actividades u otras, de forma que a menudo la pluralidad cultural puede ocultar lo que es, de hecho, una organización social, sobre todo si es impuesta desde el exterior del grupo como una descalificación o estigmatización.
Además de subrayar la condición compuesta de la sociedad urbana, las diversas retículas identitarias, que pueden cubrir la población urbana y de las que resultarían segmentaciones siempre distintas, asumen otra tarea: clasificar por la propia necesidad de clasificar, es decir, por la exigencia inconsciente de imponer a una masa humana, que antes era informe e indiferenciada, un sistema de distinciones, oposiciones y complementariedades con cualquier contenido.
Esta exigencia de segregaciones diferenciales no es más que el reflejo de un principio análogo que actúa en la naturaleza en general y rige todos los fenómenos de la vida, desde las formas más elementales de la organización biológica hasta los sistemas de comunicación más complejos. Toda percepción es posible por la recepción de una novedad relativa a una diferencia, es decir, de un contraste, una discontinuidad, un cambio (Bateson, 1982). Los órganos sensoriales sólo pueden percibir diferencias. No vemos un color, sino la disimilitud entre –por lo menos– dos colores. Si la gama de colores no existiera, no veríamos un color único: no veríamos ninguno.
El ejemplo de la visión binocular es elocuente. Lo que ve una retina y lo que ve la otra no es lo mismo, pero la diferencia entre la información suministrada por cada retina produce otra clase de información: la profundidad. El tacto nos informa de las desigualdades que hay en las superficies que tocamos, como un olor sólo puede percibirse en función de otro, con el cual podamos compararlo. El oído no aísla los sonidos, sino los caracteres distintivos entre los sonidos. La lingüística nos ha explicado hace tiempo que todas las unidades del lenguaje –empezando por su mínima expresión: los fonemas– cobran sentido estructural por el valor que tienen unas en función de otras, es decir, por sus relaciones de oposición recíproca en un sistema.
Así pues, en las sociedades humanas, la diferenciación (étnica, religiosa, genérica o de cualquier otro tipo) cumple la misma función que en cualquier expresión de la vida en el universo: garantizar la organización y la comunicación. Las complejas moléculas de albúmina, cuya existencia fue una de las premisas de la aparición de la vida sobre la tierra, se integran en un proceso metabólico por su capacidad de distinguir, de reaccionar ante ciertos influjos y de mantenerse indiferentes ante otros. Además, los seres vivos son sensibles a estímulos no bióticos y "neutrales": aquéllos que les permiten orientarse y reaccionar ante cualquier diferencia que se produzca en su medio circundante. Este fenómeno es ostensible en la actividad ganglionar, retinal o cerebral de los mamíferos, pero también en los organismos más elementales, moléculas, células, átomos, etc., donde también se puede hallar una capacidad idéntica de dar respuesta sólo a una cierta clase de estímulos como, por ejemplo, los que se derivan de la oposición movimiento/reposo. Si entendemos por comunicación la actividad que posibilita la vida, toda comunicación depende de una buena circulación de informaciones, es decir, de noticias sobre diferencias.
No percibimos cosas diferenciadas entre sí, sino que percibimos la relación entre las cosas después de someterlas a una diferenciación previa. Sin diferencia, no hay información. Las cosas indiferenciadas no pueden ser objeto de percepción sensorial y, por tanto, tampoco pueden ser procesadas por el entendimiento, es decir, pensadas. El funcionamiento de la naturaleza, de las sociedades y del intelecto humano sólo puede ser holístico, esto es, basado en la interacción entre las partes y las fases previamente diferenciadas. Necesitamos la diferencia para relacionarnos entre nosotros, pero también con el mundo.
Ahora bien, la diferencia no niega una cierta homogeneidad puesto que: es su condición. Es verdad que no puede existir percepción ni pensamiento sin diferencia, pero la diferencia tampoco podría existir si no se recortara sobre una unidad, una totalidad que integra la globalidad de maneras de existir y que solemos llamar naturaleza, universo o, simplemente, vida. En el ámbito humano, ese fondo común sobre la que la diferencias pueden recortarse se llama sociedad. En concreto, en las sociedades urbanas moderna es un marco compartido que no niega la diversidad cultural sino que la hace posible, es lo que se denomina espacio público, es decir, espacios democráticos: la calle, pero también la escuela, el mercado, la participación democrática, los sistemas de comunicación, la información, la ley, etc.

Los usos de la identidad

Diferencia cultural no es lo mismo que desigualdad social. De hecho, más que "diferencia" e "identidad" cabría hablar de "usos de la diferencia" o "usos de la identidad". Con frecuencia, la diferencia o la identidad han sido usadas –o incluso inventadas– con el único fin de "naturalizar" una situación de explotación, injusticia, persecución, etc. (Memmi, 1994). El racismo no es entonces la causa, sino la consecuencia de asimetrías sociales, siendo su tarea la de racionalizarlas a posteriori.
El racismo biológico no es la única manera de justificar la exclusión de un grupo humano considerado inferior, ni tampoco hay que atribuirle una responsabilidad mayor en el conjunto de situaciones de discriminación y de intolerancia que se producen en la actualidad. Hoy existen nuevas fuentes racionalizadoras para la desigualdad y la dominación que no se inspiran en razones genéticas, sino en la presunción de que ciertos rasgos temperamentales –positivos o negativos– son parte inseparable de la idiosincrasia de un grupo humano y permiten una jerarquización moral. El racismo cultural da por sentado que una cierta identidad colectiva implica unas características innatas, de las que los miembros individuales son portadores hereditarios, y que forman parte de un programa similar al genético. Se puede así recurrir a las ciencias sociales para reforzar la ilusión de lo que Caro Baroja (1970) llamó el mito del "carácter nacional". Las encuestas de opinión contribuyen a reducir a la unidad un conjunto plural de ciudadanos de un mismo Estado o de habitantes de un territorio.
El racismo cultural desprecia a los otros y atribuye unos rasgos negativos a su "identidad étnica", a la vez que elogia las virtudes del temperamento nacional o étnico de su propio grupo. Al defender el derecho a preservar una pureza cultural inexistente, el grupo se protege de cualquier contaminación posible y para hacerlo margina, excluye, expulsa o impide el acceso de los presuntos agentes contaminadores. Esto es consecuencia de la preocupación obsesiva del racismo cultural por mantener la integridad y la homogeneidad de lo que considera un patrimonio cultural específico del grupo.
Asimismo denuncia el peligro que representan quienes han venido de fuera y que son considerados como un auténtico ejército de ocupación. El racismo diferencialista desarrolla una actitud hacia los extraños que sólo es contradictoria en apariencia. Por una parte los rechaza, ya que desconfía de ellos y los percibe como una fuente de suciedad que altera la integridad cultural de la nación. Pero al mismo tiempo los necesita, pues su presencia le permite construir y reafirmar su singularidad cultural. El "neorracismo" se presenta muchas veces como defensor de los derechos de los pueblos para mantener su "identidad cultural". En nombre de esa identidad, puede propugnar el aislamiento de los grupos étnicos, para evitar que se estropee su supuesta autenticidad. En la medida que considera las culturas como entidades inconmensurables, el diferencialismo absoluto viene a confirmar el axioma racista según el cual las diferencias humanas –biológicas o culturales– son irrevocables. Como el racismo biológico, el racismo cultural permite operar una jerarquización de los grupos coexistentes en una misma sociedad y naturaliza una diferencia –es decir, le otorga un carácter casi biológico– que se acepta como cultural, pero que se considera determinante, incluso más allá de la voluntad personal de los individuos.
El racismo cultural o étnico aparece asociado al nacionalismo primordialista, es decir, al que presupone la existencia de un talante particular y único de los que considera incluidos en la nación. El nacionalismo "esencialista" se considera autorizado a establecer quién y qué debe ser homologado como "nacional", y también quién y qué debe ser considerado como ajeno, incompatible y, en consecuencia, excluido. De manera general, de acuerdo con el fundamentalismo cultural (Stolcke, 1994), quien aspire a ser identificado "uno de los nuestros" debe someterse al molde unificador de los que se consideran depositarios de una cultura "nacional" metafísica –la Kulturnation romántica-, que existía antes de la llegada de los forasteros y que ahora se encuentra amenazada por la presencia contaminante de éstos forasteros. Así, el grado de adhesión a la supuesta cultura esencial de un país permite distribuir en términos "étnicos" los grados de ciudadanía política, de los cuales dependerán, a su vez, los diversos niveles de integración de exclusión socioeconómica.
El racismo cultural es una forma bastante elaborada de xenofobia. La xenofobia o alterofobia (San Román, 1996) define las actitudes que provocan que un grupo humano sea objeto de persecución o de un trato humillante por su condición ajena a una determinada comunidad o país. El rechazo puede ser ejercido por ciudadanos ordinarios o por la propia Administración, mediante leyes especiales que permiten perseguir y deportar personas sólo por el hecho de considerarlas extranjeras. Se comprende mucho mejor así la función que cumple la noción de "inmigrante" en las sociedades urbanas modernizadas. Permite, en primer lugar, la identificación del "inmigrante" con el "pobre". Contrariamente a toda lógica, el calificativo de "inmigrante" no se aplica a todos aquéllos que han abandonado un territorio para ir a instalarse a otro, sino a aquéllos que han hecho este desplazamiento en unas condiciones precarias, con el fin de ocupar los espacios inferiores del sistema social que les acoge. Se podría decir que el inmigrante recibe una doble tarea, siempre en relación al grado de extramgería que presenta. Por una parte, se le relega a los espacios inferiores y más vulnerables del sistema de estratificación social. Queda, de este modo, a merced de las exigencias más duras del mercado de trabajo. Por otra parte, se le asigna un papel de chivo expiatorio, al que cargar con todos los males.
La complejidad de los conglomerados urbanos suscitan problemas nuevos. Nunca como ahora se había producido en las ciudades una concurrencia tan intensa ni tan diversificada de identidades culturales, donde cada una tiene unos intereses y unos valores singulares. Ante el fracaso de las políticas de asimilación forzada de los distintos elementos particulares en el sí de la misma mayoría, se imponen otras políticas, las cuales se plantean prioritariamente la creación de espacios de integración. Estos implican
la aceptación de las normas de la comunidad receptora, pero con el mismo derecho y las mismas posibilidades que tienen los miembros de reinterpretar y renovar estas
normas. Se reconoce asimismo que hay asuntos comunes a resolver. Se trata de la construcción de formas institucionales mínimas, pero suficientes para asegurar el ejercicio pacífico de la convivencia, en la medida que se puede articular la pluralidad a su alrededor.
Si reconocemos que la mayor parte de conflictos entre comunidades no se deben a sus rasgos identitarios, como podría parecer por la ilusión de autonomía de los hechos culturales, sino a unos intereses incompatibles, la diversidad cultural aparece como una fuente de conflictos mucho más relativa de lo que a menudo pensamos. No obstante, eso no significa que no se produzcan pugnas derivados de la diversificación sociocultural creciente de nuestras ciudades, y que siempre tendremos que ver como contrapartida inevitable de las ventajas que ofrece. Pero tanto los gobiernos como las sociedades civiles tienen la posibilidad de propiciar iniciativas que reduzcan a la mínima expresión este precio exigido por la heterogeneidad cultural. En primer lugar, hay que denunciar la falsedad del supuesto según el cual un incremento en la pluralidad cultural debe conducir inexorablemente al aumento de la conflictividad social.
Si se admite que un gran porcentaje de conflictos que se presentan como étnicos, raciales, religiosos o interculturales son, de hecho, consecuencia de situaciones de injusticia o de pobreza, podemos concluir que una mejora general de las condiciones de vida de las personas (vivienda, trabajo, sanidad, educación) facilitará la comunicación y el intercambio entre los grupos humanos. Pese a que cualquier proceso de inferiorización es el resultado de una operación diferenciadora previa, la diferenciación no comporta necesariamente el establecimiento de una jerarquía. A menudo la desigualdad se justifica con unas estrategias de distinción concebidas con esta finalidad. El primer paso debe consistir por tanto en la denuncia de los intereses que utilizan la diferencias cultural, religiosa o fenotípica como legitimación.
La voluntad de inserción no puede rehuir una evidencia incontestable: es imposible una armonización total de todos los valores morales y estilos de vida que concurren en la ciudad. Esta visión idílica que suele difundirse del multiculturalismo es una utopía irrealizable. Siempre existirán conflictos que amenazarán la convivencia entre grupos que se autosingularizan. Sin embargo, eso no implica que sea imposible buscar y finalmente encontrar fórmulas de arbitraje entre unos colectivos con sistemas de valores morales diferentes e incluso incompatibles. Todos los grupos copresentes han de tomar conciencia de que la vida en sociedad sólo es posible en la medida en que haya una mínima homogeneidad en la organización de la convivencia.

El espacio público como ámbito de integración

Es imposible la integración "cultural" porque no hay ninguna "cultura" en la que integrarse. Por contra, lo que existe es una integración civil, social, económica y política. Es la sociedad el dominio que reclama la integración, pero en absoluto la "cultura". El marco que resume la posibilidad misma de esta integración es, sin duda, la del espacio público. La idea misma de integración establece que, a pesar de que existen distintos estilos de vida y de pensamiento, nadie reclama la exclusividad del espacio público. Eso quiere decir que todas las personas, al margen de la identidad, deberían ver reconocido su derecho a la reserva, al anonimato, a la invisibilidad. En otras palabras, el derecho a no tener que pasarse el tiempo dando explicaciones a propósito de su presencia. Se trata de que el movimiento antiracista se plantee substituir su derecho a la "diferencia" por lo que Isaac Joseph (1997) ha denominado "derecho a la indiferencia", es decir, el derecho a pasar desapercibido. Sin duda, la lucha por la igualdad implica la lucha por la libre accesibilidad a los espacios públicos: la calle, pero también, como ha quedado dicho, la escuela, la participación política, la economía, el mercado, la información, la ley, etc. En resumen, muchas culturas, pero una única sociedad.
Hay diversos ámbitos donde esta integración –es decir, la indiferenciación– resulta insoslayable. El mercado y la esfera económica son marcos unitarios que nadie puede evitar. El derecho de los grupos minoritarios a que lo que consideran su patrimonio cultural sea, no sólo respetado, sino también estimulado, no es incompatible con un espacio escolar integrado, donde niños y jóvenes son formados con los valores que hacen posible la convivencia colectiva. En una sociedad multicultural coexisten muchas lenguas, pero es evidente que no todas pueden utilizarse en igualdad de condiciones. Es necesario que la mayoría establezca una o dos lenguas francas que permitan las relaciones administrativas y garanticen que nadie será excluido del intercambio generalizado de información. Finalmente, un Estado moderno, con el fin de posibilitar la convivencia ordenada, debe hacer entender que la obediencia a las leyes es innegociable.
Esto plantea un problema hasta cierto punto inédito. Partimos de la premisa de que cualquier persona privada de su marco comunitario pierde aspectos fundamentales de su identidad personal, y eso implica que la plena realización de un individuo en el seno de la sociedad exige respeto y protección por parte del entorno, del cual depende en última instancia su propia integridad moral. El problema surge cuando un sistema legal como el democrático-liberal sólo reconoce como titulares de los derechos a los individuos y opera una homogeneización que iguala las particularidades mediante la noción abstracta de "ciudadano". Las colectividades no tienen derechos como tales, en la medida en que sus instituciones familiares, religiosas, económicas, políticas, etc., sólo tienen existencia legal –o eventualmente, ilegal– en relación a los sujetos concretos que las representan y siguen sus normativas específicas. La solución, según plantean algunos teóricos del multiculturalismo radical, consistiría en dotar a las minorías de un reconocimiento legal que les otorgue derechos y obligaciones en tanto que tales.
Para establecer las posibles fórmulas de integración legal y política de estas supuestas "minorías", la primera dificultad estriba en discernir qué criterio puede decidir cuáles son las comunidades homologables como culturalmente diferenciadas y quién las compone. En esta definición, el peligro más evidente es acabar tribalizando la vida civil, y encapsular a cada individuo dentro de su etnia. Las prácticas de reconocimiento de los derechos de las "minorías étnicas" han acabado produciendo efectos perversos. En primer lugar, porque la calificación aplicada a un grupo de minoritario o étnico implica en cierto modo su segregación jurídica, con una especie de "estigma positivo" que contiene el germen de su potencial "demonización". Por otra parte, porque la voluntad de reconocer segmentos claramente diferenciados de la población urbana puede desembocar en una división artificial de la sociedad según unas clasificaciones que no existen en realidad. Muchas presuntas "minorías étnicas" son de hecho engendros estadísticos sin ninguna base y cuya función consiste simplemente en facilitar el control sobre sectores considerados "marginales" o anómalos. Ya hemos visto como el término "étnico" implica en el imaginario social actual una inferioridad. Lo mismo podría decirse del calificativo "minoritario", que tiene la virtud de "minorizar" automáticamente al grupo al que se aplica.
La posición que reclama derechos para las minorías culturales ha sido cuestionada por los que piensan que los imperativos de la igualdad de derechos y de oportunidades, así como las libertades de asociación, de culto, de expresión, de libre circulación, etc., deben ser suficientes para proteger a las colectividades autodiferenciadas. De hecho, el sistema de libertades públicas fue concebido para hacer posible una sociedad plural, donde las ideas y las prácticas de cada uno podrían contar con todas las garantías; ¿acaso no es el régimen democrático un orden político que asume la defensa de la autonomía y la independencia de los sujetos –tanto individuales como colectivos-, y que les permite y les obliga a la coexistencia y la cooperación bajo el orden consensuado de la ley? Para asegurar el ejercicio del derecho a la diferencia, antes que nada hay que profundizar aún más en la misión fundacional de la democracia de salvaguardar la libertad de opción. Para conseguir esta finalidad, el Estado sólo ha de reafirmar su neutralidad y ampliar su laicismo para alcanzar, además de la pluralidad religiosa, el ámbito más global de la pluralidad cultural.
El respeto a las diferencias también plantea el dilema de qué hacer cuando las singularidades identitarias implican la vulneración de derechos individuales, como hemos visto en los ejemplos anteriores. Así sucedía con el estatuto de inferiorización impuesto a las mujeres en algunos códigos culturales o en la restricción del derecho a la educación o al libre movimiento que imponen algunas organizaciones religiosas entre sus fieles. Una solución eventual para esta contradicción consistiría en garantizar que las concesiones al mantenimiento de una determinada tradición fueran acompañadas de medidas que asegurasen el derecho de aquellos que se someten a criticarlas, cambiarlas o abandonarlas en un momento determinado. Se trataría, pues, de combinar estos dos principios que hay que proteger: el de la autonomía individual y el de las esferas identitarias donde ésta adquiere un sentido. Se trataría de reclamar que los sujetos reciban la doble posibilidad de inserirse dentro del sistema de mundo de su comunidad, pero también de cuestionar su estructura normativa e institucional.
Aun aceptando que para la mínima regulación de la interacción social son necesarios unos límites legales al ejercicio de la diversidad cultural, las leyes y su interpretación deben demostrar una nueva sensibilidad ante la pluralidad de aquéllos sobre los que se aplican. Así pues, la vía de la reinterpretación constante, de una reformulación y autocorrección ininterrumpidas –lejos de dogmatismos– de los términos del acuerdo para una sociedad global compuesta de segmentos interdependientes, es insoslayable (Habermas, 1987). En este sentido, las campañas en defensa de la multiculturalidad no sólo sirven para advertir del peligro de la intolerancia y para hacer causa común con los más desfavorecidos. También obligan al conjunto de la sociedad a reflexionar sobre el sentido de sus costumbres y la inalterabilidad de los principios morales sobre los que se fundamentan, y sobre las razones que les hacen aceptar unos valores y unas prácticas, en detrimento de otras.
Frente a la heterofobia y la xenofobia, la alternativa es la heterofilia y la xenofilia (Lévinas, 1993), que consisten en una reivindicación del derecho a la diferencia cultural. Esta diferencia cultural nunca debe verse como una sustancia inamovible, sino como el resultado –y no la causa– de las exigencias que la sociedad y el pensamiento imponen sobre la realidad. Para que unos seres humanos hagan sociedad con otros, previamente es necesario que unos puedan aportar algo que los otros no tengan, y al mismo tiempo, precisamente porque el mundo no puede ser vivido ni pensado como una superficie indeterminada y amorfa, es indispensable que se produzca un contraste. Esta actitud no se limita a considerar que el pluralismo cultural es enriquecedor, sino que toma conciencia de su inevitabilidad como requisito para que se realicen con eficacia las funciones de las sociedades urbanas actuales y, en un plano aún más profundo y estratégico, para que la inteligencia pueda ejercer su acción ordenadora sobre la experiencia.
Es muy posible que haya demasiados factores (sociales, económicos, históricos e incluso psicológico-afectivos) complicados en la génesis de la intolerancia para pensar que la convivencia en las ciudades de Occidente se liberará por completo algún día de los enfrentamientos internos. La capacidad de autorrenovación que presentan los discursos y las actitudes agresivas contra los que sólo pueden ser acusados de "ser quienes son" se ha puesto de manifiesto en el fracaso de las campañas antirracistas sentimentales y simplificadoras. Éstas han servido sobre todo para tranquilizar la conciencia de los sectores bienpensantes de la sociedad. El prejuicio, la discriminación, la segregación..., todas las modalidades de estigmatización son mecanismos que han demostrado su eficacia para excluir y culpabilizar a lo largo de los siglos. Sería ingenuo pensar que los que detenten la hegemonía política o social en cada momento dejarán de practicarlos alguna vez. La constatación de que nunca se podrá evitar un cierto nivel de conflicto entre las identidades en contacto, no debe impedir la voluntad de reducirlo a su mínima expresión posible. En cuanto a la multiculturalidad –es decir, a la pluralidad de estilos de hacer, de pensar y de decir-, la posibilidad de aliviar las consecuencias de las inevitables fricciones de la convivencia forma parte del proyecto definido por las nuevas formas de ciudadanía. Sin embargo, la nueva concepción de "ciudadano" tendrá que ser lo bastante abierta, dinámica y plural para convertirse en un punto de encuentro y de integración.
En este sentido, es importante que los grupos minoritarios tomen conciencia de la necesidad de alcanzar unos niveles aceptables de articulación con el proyecto común de la sociedad en conjunto, capaces de mantener su particularismo comunitario y, a la vez, de trascenderlo. Aquéllos que se consideran o se afirman como diferentes deben asumir la obligación de respetar el derecho de los otros a la libre accesibilidad a los espacios públicos y, también, asumir la obligación de aceptar un marco común mínimo, definido por instituciones que han recibido de la mayoría social el encargo de elaborar y aplicar las leyes. Por otro lado, tienen también el derecho a intentar cambiarlas y a acceder a las posibilidades e instrumentos que les permitan hacerlo.
El movimiento antirracista, por su parte, ha de saber adaptarse con astucia a las metamorfosis del discurso racista y xenófobo y aprender a reconocer las formas, a menudo inéditas, que adopta la estigmatización. En el plano educativo, es urgente combatir la tendencia a presentar el respeto a la diferencia como un valor absoluto, defendible desde un relativismo acrítico consigo mismo, pero también hay que estar alerta sobre la pretensión de un universalismo igualmente absoluto que, desde las antípodas, sostenga la preeminencia despótica de los modelos culturales hegemónicos. Hay que explicar que el multiculturalismo consiste en un diálogo permanente entre maneras de
ser y de estar que reconocen mutuamente la porción universal que todas ellas contienen, y por tanto, lo que tienen en común. El universalismo ya no puede ser sinónimo de uniformización. Debe ser la expresión de una condición humana que sólo puede conocerse a través de sus versiones. Lo particular no es lo contrario de lo universal, sino su requisito, el único lugar donde puede existir de verdad.
La sociedad actual está formada por humanidades diferenciadas que el desarrollo económico y demográfico ha llevado a vivir y a cooperar en un mismo espacio público. Es más, las ha hecho construir ese espacio público. Los problemas del futuro, aún más que los del presente, tendrán mucha relación con esta situación, donde la tendencia a la homogeneización cultural se compensará con una intensificación creciente de los procesos de diferenciación cultural. Para encarar estos problemas y mantener a raya las tendencias a la intolerancia y la exclusión, habrá que hacer realidad dos principios fundamentales, aparentemente antagónicos, pero que de hecho se necesitan uno al otro: por un lado, el derecho a la diferencia, es decir, el derecho de los grupos humanos a mantenerse unidos a los demás por aquello mismo que los separa; por otro, el derecho a la igualdad, es decir, el derecho de aquéllos que se han visto aceptados tal y como son a no ser diferenciados en la lucha contra la injusticia.

Referencias bibliográficas

Barth, F. (1977) Los grupos étnicos y sus fronteras. México DF: FCE.
Bateson, G. (1981) Espíritu y naturaleza. Buenos Aires: Amorrortu.
Caro Baroja, J. (1970) El mito del carácter nacional. Meditaciones a contrapelo. Madrid: Seminarios y Ediciones.
Habermas, J. (1987) Teoría de la acción comunicativa. Madrid: Taurus.
Hobsbawn, E.J. y Ranger, R. (eds) (1988) L´invent de la tradició. Vic : Eumo.
Joseph, I. (1997) "Le migrant comme tout venant". Dans M. Delgado Ruiz (ed.), Ciutat i immigració. Barcelona: Centre de Cultura Contemporània, pp. 177-188.
Joseph, I. (1991) "Du bon usage de l´école de Chicago", en J. Roman (ed.), Ville, exclusion et citoyenneté. París: Seuil/Esprit, pp. 69-96.
Lévinas, E. (1993) "El otro, utopía y justicia". Archipiélago, 12: 35-41.
Lévi-Strauss, C. (1981) La identidad. Barcelona: Petrel.
Memmi, A. (1994) Le racisme. París: Gallimard.
Pouillon, J. (1993) "Appartenance et identité". Le cru et le su. París: Seuil, pp. 112-26.
San Román, T. (1996) Los muros de la separación. Barcelona/Madrid: Universitat Autònoma de Barcelona/Tecnos.
Stolcke, V. (1994) "Europa: nuevas fronteras, nuevas retóricas de exclusión". En D. Juliano et al., Extranjeros en el paraíso. Barcelona: Virus, pp. 235-266.
Taguieff, P.-A. (1995) "Las metamorfosis ideológicas del racismo y la crisis del antirracismo". En J.P. Alvite (ed.) Racismo, antirracismo e inmigración. Donosti: Gakoa, pp. 143-204.

revista cidob d'afers internacionals, 43-44, diciembre 1998-enero 1999

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Octubre 25, 2005

El NeoBrutalismo y sus signos de ocupación. A+PS

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Por: Newton

A partir de los cincuenta, se puede hablar de ciertas tendencias de los planificadores y de los arquitectos como una serie de oportunidades para la imposición de texturas urbanas radicalmente distintas dentro del ordenamiento urbano. Los planes urbanos a gran escala tuvieron importantes antecedentes como los proyectados por Le Corbusier en los veinte —la ciudad contemporánea para tres millones de habitantes de 1922 y el Plan Voisin de l925— considerados como precursores de muchos otros planes para ciudades, diseños urbanos y edificios que se implementaron en distintos contextos en los años que le siguieron. En el periodo inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial y en las décadas subsiguientes, tuvieron lugar los más caros y radicales esfuerzos de planeación y construcción de acuerdo con el modelo corbusiano en contextos profundamente devastados por la guerra, tales como Londres, Berlín, Rotterdam e Hiroshima. Además, se sucedieron revisiones y extensiones urbanas masivas alrededor del eje de distintos programas de renovación urbana en los Estados Unidos, o de acuerdo con los mandatos de modernización en América Latina y en muchos otros contextos no
El estudio de caso que representa Berlín, y los aspectos de su reconstrucción, nos ofrecen una panorámica de la variedad de enfoques, propia de la mitad del siglo, con respecto a la teoría y la praxis del urbanismo. El concurso para rediseñar el Berlín Haupstadt, ganado por el equipo de Friedrich Spengelin, Fritz Eggeling y Gerd Pempelfort en 1958, fue implementado como un plan casi representativo de todo lo moderno. Sin embargo, el enfoque más innovador hacia el problema de la reconfiguración de este centro tan importante estuvo representado en el diseño de los arquitectos británicos Alison y Peter Smithson, quienes obtuvieron el tercer lugar. Su proyecto abordo la replanteamiento de Berlín desde una perspectiva integradora de las distintas escalas a nivel edificio, calle, distrito y ciudad, de una manera interrelacionada, más que solapada de los patrones de tráfico peatonal y automotor. Mediante el refinamiento de las ideas que ya habían explorado durante la primera mitad de los cincuenta en sus diseños para el Golden Lane Housing de Londres y posteriormente en las conferencias CIAM, ya como el Team X, con un grupo de colegas de posturas afines, estos arquitectos buscaron articular una alternativa a las estrategias de planeación corbusianas
A+PS decidieron articular calles con pequeños locales comerciales y algunas industrias ligeras en los espacios intersticiales y sus alrededores con la finalidad de hacer mas reconocible la imagen de distrito que tienden a sectorizar la ciudad. Bajo esta premisa, “el contexto identifica al edificio”, la interpenetración de todas estas funciones haría más clara la identidad e identificación de las ciudades, basado todo esto, en la autenticidad del patrón y sus consecuentes “elementos de ciudad” definidos por: la casa, la calle y el distrito.
La creación de estos espacios y su activación, A+PS lo trataron a través de calles aéreas donde ellos suponían que se activarían usos desconocidos dentro de la cotidianidad del transitar como una actividad lúdica (juegos “callejeros”, paseos, caminatas, etc.) procurando deslizamientos fragmentados, los cuales mantendrían unos niveles ocultos pero integrados en toda la red de comunicaciones
En este “comprender los patrones de asociación humano” lo mas importante era considerar que cada comunidad es un ambiente particular donde la escala no es solo el tamaño de las cosas sino también un efecto que se produce sobre las cosas. Es decir, algo como que el ambiente debía determinar la forma de la unidad arquitectónica y la manera como estas unidades se reproducían “libremente” pero de manera sistemática (Cluster)
Estos patrones de crecimiento, según A+PS, eran una manera inherente a como los seres humanos nos relacionamos con el entorno, y siendo la movilidad unas de las claves para la organización social al momento de planificar la ciudad, era evidente que los elementos que definirían el replanteamiento de la ciudad estaban íntimamente ligados a su capacidad de identificar densidades y sus consecuentes movimientos.
Este forma de ver los acontecimientos, obligo a los “NeoBrutalistas”, a establecer rutas no convencionales (patrones de movimiento) bajo una funcionalidad razonablemente económica (asociación) basado en el estudio de los puntos de máxima densificación manipulados por el movimiento de las rutas (cluster), convencidos de que la conformación de esta red peatonal/vehicular debidamente “arregladas” (identidad local) crearía una sensación de permanencia a través del edificio y de transitoriedad al circular por la ciudad (conformación del territorio)
No hay que negar que estos arquitectos habían dado un paso adelante hacia una nueva visión de la ciudad, no como algo lineal que se extendía hasta el infinito (como los “antiguos” modernos), pero su manera de tratar la ciudad como un corte aislado de significaciones estratificadas con la esperanza de que las distancias serian separadas e integradas los hacia un poco vulnerables. Quizás sus proyectos plantearon propuestas teóricas dignas de ser analizadas bajo la luz de un marco conceptual donde los niveles de densificación fuesen propuestos como niveles de extensión territorial y no simples “bloques” aislados del suelo pero integrados en sus plataformas aéreas. El paisaje de grandes almacenes, mega tiendas, estaciones de servicio era una cuestión que valía la pena explorar si se hubiese logrado el objetivo de controlar el diseño del paisaje en la movilidad.
Esta emergencia del automóvil como principal medio de transporte y encarnación de la libertad individual, ha afectado radicalmente el espacio de nuestra civilización. En este sentido, las infraestructuras de la movilidad, particularmente las autopistas, tuvieron un impacto físico significativo y generaron más tráfico, manifestación de nuestra inherente búsqueda de libertad personal: libertad del ciudadano para hacer uso de su derecho a circular y libertad para el intercambio de bienes. Al mismo tiempo, por supuesto, representan dinamismo, crecimiento y desarrollo. Ya en 1958, los arquitectos británicos Alison y Peter Smithson pregonaban: “La movilidad se ha convertido en la característica de nuestra era. Movilidad física y social, el sentimiento de cierto tipo de libertad, es uno de los aspectos que mantiene unida a nuestra sociedad, y el símbolo de esa libertad es el automóvil particular”. Pero una cosa es reconocer el valor económico y cultural asociado, y otra, resolver sus impactos físicos y costos sociales de manera apropiada.

Escrito por Parafrenia a las 10:14 PM | Comentarios (1)

Demolición y clausura

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Por: Alberto Sato
Decano Facultad de Arquitectura y Diseño, Universidad Nacional Andrés Bello, Santiago, Chile.

Es difícil evitar el sobresalto provocado por una explosión, y cuando va acompañado del espectáculo del desmoronamiento de un edificio, a esa primera emoción se agrega un goce íntimo: el de haberse librado del pasado. Cabe aclarar que, para no entrar en el plano de lo sublime, me refiero a la demolición de edificios a objeto de despejar terreno para dar inicio a una construcción. Es inevitable considerar que las guerras urbanas del siglo XX produjeron muchas víctimas, pero también escombros, y después de una guerra, los grandes empresarios de la construcción están tan prestos a prestar ayuda, que hace sospechar que algo tuvieron que ver con los bombardeos. Pero el tema que convoca, más allá de cualquier placer íntimo y consideraciones económicas y políticas, es el proceso proyectual contemporáneo.
El interés puesto en el tema de la demolición resulta de los enfoques, ideas y realizaciones nacidas de la angustia por la deflagración de un estatuto que se creía unitario. Desde los primeros años de la segunda post guerra la arquitectura moderna se vio obligada a revisar su plataforma conceptual y sus metodologías, y entre el optimismo y la desilusión, fluyó un rico andamiaje de propuestas que ha resucitado luego del agotamiento postmoderno. Muchas de aquellas ideas habían sufrido una condena que se amparaba tras la ideología que se ocupó de moralizar acerca de lo que debía ser. Así, mientras la nostalgia historicista, las raíces nacionales y populares y la banalidad desplegaban sus celebrados discursos, otras arquitecturas debieron guardar silencio. Claude Schnaidt sentenciaba sobre éstas: “Tales visiones son tranquilizadoras para muchos arquitectos que, alentados por tanta tecnología y por tanta confianza en el futuro, se sienten seguros y justificados en su abdicación social y política” (Frampton, 1981). Pero dicha abdicación social y política fue una anticipación de las condiciones generales de la sociedad contemporánea.

La demolición

Antes de construir dentro de la ciudad hay que demoler algo. No sucede lo mismo en las periferias urbanas o en la colonización nuevos territorios, situaciones éstas muy frecuentes en la arquitectura moderna. Las razones de esta acción demoledora son de diverso tipo y sin duda, los escombros se llevan consigo algún recuerdo personal o colectivo. También la demolición confirma que se es moderno (en el registro del imaginario colectivo) y por ello, cuando se realiza con gran estrépito e instantáneamente, produce el goce íntimo de quien abriga la esperanza de un futuro mejor y borra amargos pasados. En buena medida, la primera acción productiva del arquitecto es destruir arquitectura. Ocurre con la producción en general: para producir leña o un mueble hay que destruir un bosque.
Tiene interés volver los pasos sobre el significado de esta acción, debido a que la arquitectura, como decía Argan, se sobreentiende como arte metépsico, “que crea y no representa, a diferencia de la pintura y la escultura, que son artes miméticas” (Argan, 1969). Así, la arquitectura se representa a sí misma y se almacena como historia, porque la creación arquitectónica pura no existe, sino que se apoya en su propia experiencia; de otro modo no se podría identificar un hecho como arquitectónico más allá de su capacidad de albergar actividades humanas, y esto no ocurre siempre.
Por estas razones, la arquitectura en la ciudad carga consigo la demolición de su pasado construido para construirse. Esto ocurrió durante siglos en Roma, en la Edad Media, en las ciudades del Renacimiento. La Roma imperial se construyó con piezas múltiples, como un bricolage, al decir de Colin Rowe: “...lo físico y lo político de Roma proporcionan lo que es tal vez el ejemplo más gráfico de tejidos de colisión y deshechos intersticiales...” (Rowe y Koetter, 1981). En efecto, desde la construcción del Forum Julium –el año 54 a.C.–, el de Augusto, el Transitorium, el de Nerva, hasta el de Trajano –construido entre el 112 y 113 d.C.– transcurrieron 159 años, con arcos triunfales, mercados, templos y basílicas. La fiebre constructora fue, sin duda, muy alta. Mientras tanto, la civitas romana continuaba consumiendo el tiempo deambulando por los foros sorteando escombros y aparejos, no tanto por carencia de previsión, sino porque el proceso estaba naturalizado. En realidad ese bricolage era un híbrido compuesto de fragmentos de otros edificios, que se demolían parcialmente o se adosaban. La Edad Media fue testigo de este continuum de apropiaciones, superposiciones y adiciones que los transeúntes vivían con naturalidad, porque formaba parte de la vida urbana.
Relataba el abate Suger acerca de la reconstrucción de St. Denis a mediados del siglo X: “...después de haber extraído de las torres y del techo que corría transversalmente entre ellas cimientos materiales bastante sólidos y de haber puesto los cimientos espirituales aún más sólidos... preocupados en primer lugar de que la parte vieja y la nueva se unieran sin desentonar ni contrastar, nos ocupábamos de dónde podríamos procurarnos columnas de mármol... A fuerza de pensarlo y repensarlo no quedaba otra solución que hacerlas venir de Roma a través de una flota bien protegida, y de allí a través de la Mancha y los meandros del Sena, con gran cantidad de dinero de los amigos y hasta alquilando las naves a los enemigos sarracenos” (Patteta, 1984). Es decir, demolición y rapiña para nueva arquitectura.
Pero el momento estelar de las demoliciones urbanas fue el siglo XIX, cuando la modernización celebra su triunfo escribiendo un palimpsesto, no tanto por falta de papel, sino porque había que borrar las huellas de un pasado insalubre, hacinado, pestilente, promiscuo, oscuro, húmedo, envilecedor, que no permitía el despliegue del progreso y sus manifestaciones urbano - arquitectónicas. Así, los ensanches, los boulevares, los parques urbanos, las cloacas y los transportes subterráneos comenzaron a aparecer con el primer acto sublime de la demolición: el pasado fue borrado con pico y pala, y sobre el plano despejado se volvió a escribir un nuevo texto.
Este proceso se acelera en el siglo XX cuando las edificaciones tienen menor duración, entre otras razones, por su propia condición moderna. En efecto, en este siglo y el pasado, la mayoría de los edificios construidos con el empleo de las tecnologías proporcionadas por su propio tiempo están condenados a sufrir el veloz envejecimiento de sus componentes constructivos, porque la modernidad fundó una de sus bases sobre la innovación tecnológica que, por su propia naturaleza, se renueva continuamente y en consecuencia hace menos duradera la vida de los edificios que la alberga. Es sorprendente que cuando éstos envejecen no lo hacen con la dignidad de los antiguos. La ruina moderna, a diferencia de otras, se presenta como despojo decadente de una civilización fundada en el desvanecimiento: un edificio antiguo sin uso y con fragmentos desparramados en el suelo es un bello y nostálgico monumento; un edificio moderno con placas de cielorraso caídas es simplemente un deplorable abandono. El Baudelaire de: “La modernidad es lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente” se manifiesta en la industria intrínsecamente, porque debe modificar continuamente sus productos, mejorarlos, aplicar nuevos conceptos, nuevos materiales, nuevas prestaciones, nuevas economías y para ello cambia sus líneas de producción y sus máquinas. De este modo, los materiales modernos resultan menos duraderos, tienen fecha de vencimiento, son como materia orgánica. Así, disponer de un mismo material industrial o mecanismo producido hace un par de décadas es una tarea en extremo difícil porque obliga a reponer la industria que lo produjo. La arquitectura moderna no es ajena a este problema, y por ello se podría aventurar que es más sencillo reproducir el fuste de una columna del Partenón que un perfil de acero standard de las ventanas de la Bauhaus de Dessau, que Crittall Windows Ltd. realizó en 1926. En su restauración de 1976 se hicieron de aluminio, pese a que la fábrica Crittall Windows todavía está en funcionamiento (Blake, 1990).
Razonablemente, un edificio contemporáneo realizado con nuevas técnicas y materiales nuevos tiene una fecha de vencimiento de cincuenta años. Asumiendo este destino, es evidente que los estatutos clásicos de la arquitectura deben ser revisados, porque la eternidad es un mito brutalmente derribado por una realidad que no sólo es mercantil, sino intrínsecamente moderna. No sin razón, ante el debate acerca de la conservación del Zonestraal de Duiker, algunos opinaban que debía dejarse como una ruina, abandonarse y dejar que lo devorara la maleza (Reinink, 1990). También, más allá de los esfuerzos de Gropius y la mayoría de los arquitectos para evitar la demolición de los almacenes Schocken de Stuttgart, en 1960, Louise Meldelsohn –viuda del autor– aceptaba su destino declarando: “Cuando un edificio ha sido acabado Eric terminaba con él. Su espíritu siempre aspiraba a cosas por venir”. El objetivo de la ciudad de Stuttgart en los años sesenta no era la preservación o la conservación sino la progresión. Un especialista en conservación, Lars Scharnholz, comentaba frente a este caso: “Una característica del Movimiento Moderno es que la preservación del contexto histórico arquitectónico y tratamiento sustentable de los edificios existentes son considerados menos importantes que su evolución”.

Paradójicamente, la obra de Mies van der Rohe es una de las más conservadas de la arquitectura moderna: las casas Lange y Esters en Krefeld; los Promontory Apartment, el conjunto de Lake Shore Drive, la casa Farnsworth, y el Pabellón de Barcelona, así como las permanentes restauraciones del campus del IIT (cuyos edificios se están cayendo a pedazos). La restauración de estas piezas maestras obligó a invertir sumas considerables de dinero, pero: “Mientras se trataba de resolver la complejidad tecnológica de estas restauraciones, la discusión sobre los problemas de la preservación se mantenían ausentes” (Scharnholz, 1999).
En la postguerra, Peter Smithson declaraba: “La planificación es un problema de ‘andar’ más que de partir de una página en blanco. Nosotros aceptamos como un acto fijo lo que una generación hace con mucho esfuerzo. Debemos seleccionar sólo los puntos con mayor significado sobre la totalidad de la estructura urbana, más que hacer frente a una reorganización ideal de la totalidad. Nuestro deseo lógico y estético actual no es construir castillos en el aire sino una suerte de nuevo realismo y nueva objetividad: la consecuencia de nuestra acción en una situación dada” (Nitschke, 1965). Otro connotado representante del ICA, Lawrence Alloway, escribía en 1959: “Las ciudades son, citando a John Rannells, la acumulación de las actividades de la gente, y éstas cambian con más rapidez que los edificios o las ideas de los arquitectos. Louis Sullivan ...dijo que [la arquitectura es el] ´drama de crear cosas que van al olvido´. No hay lugar donde esto resulte más visible que en la poblada y sólida ciudad y en ningún sitio tienen menos posibilidades de permanecer intactos los principios formales permanentes. El pasado, presente y el futuro ...se trasladan en confusa configuración. Los arquitectos nunca pueden conseguir y mantener el control de todos los factores de una ciudad que hay en las dimensiones de las formas apedazadas, en expansión y en desarrollo” (Alloway, 1959).
De estas citas se desprende la búsqueda de una estética del cambio. Cedric Price, en el edificio Inter-Action instaló a la obsolescencia como estética. Había previsto instrucciones para su demolición debido a que el Ayuntamiento había arrendado el terreno por 27 años y de hecho, se demolió en el año 2001. Para ello la estructura, los cerramientos y las instalaciones conformaban un sistema genérico cuyos atributos formales daban señales industriales inequívocas. Decía Price: “Podremos reconocer más fácilmente los cinco estados del tiempo artificial (uso, abuso, re-uso, desuso y rechazo) si concedemos la misma importancia a los intervalos temporales correspondientes a la construcción y la demolición (duración) con el propósito de introducir en el proceso de proyecto factores como el tiempo, la transformación y la reubicación temporal [...] La flexibilidad constructiva, o su alternativa, la obsolescencia planificada, sólo pueden conseguirse satisfactoriamente si incluimos el factor temporal como parámetro clave dentro del proceso completo del diseño” (Price, 1996). Cabe destacar la admirable previsionalidad inglesa ante nuestro mientras tanto latinoamericano, que podría eternizar cualquier construcción provisional. Dejando en suspenso intimidades de nuestra cultura, la previsión proyectual de Price determinó en buena medida los aspectos estético - formales de la edificación. Esto fue corriente durante los años sesenta y setenta del viejo siglo pasado; desde el Fun Palace de Price al Centro Pompidou de Piano & Rogers, la imagen de lo transitorio y lo flexible programado construyó una estética fundada en la técnica, al decir de Ezio Bonfanti, una emblemática tecnológica que trascendió sus propósitos iniciales (Bonfanti, 1969). En efecto, los edificios para durar eternamente –dentro de la paradoja secular de nuestra institución arquitectónica– semejaban a construcciones fabriles y ferroviarias. De esto dan cuenta las proposiciones de Cedric Price, de Archigram, de Yona Friedman, de Constant, cuyos argumentos se repiten hoy como si fuesen nuevos: el riesgo que amenaza su credibilidad hoy es, como ocurrió antes, que cuanto más se aleje del mundo fáctico, más inofensiva resulta a su propia institución.
Pero en ese debate, otras voces se han propuesto algo más radical. Martin Pawley adelantaba: “Los esfuerzos de Habraken para estabilizar el mundo en constante evolución de los sistemas de sostenimiento, están condenados antes de haberse iniciado. En este contexto, el cambio no puede ser detenido –aunque éste sea el sueño desesperado de los preservacionistas–. Todo lo que puede hacerse es dotar al espacio humano de mecanismos capaces de absorber la evidencia del tiempo y del cambio, a fin de mitigar el horror al cambio mismo. Incorporando en cada configuración sucesiva los elementos de todas las que la precedieron, se podría separar el cambio de la destrucción y la pérdida, y conseguir de esta forma un continuum en el campo privado que está aún, en cierta medida, legal y económicamente protegido” (Pawley, 1975). Así, absorbiendo la evidencia del tiempo e incorporando los elementos de todas las configuraciones precedentes, se podrá superar la condición de emblemática técnica que caracteriza a la estética del cambio.
Por ello, la plataforma de la demolición no habla sólo de arquitecturas transformables, sino de operaciones de intervención proyectual que actúan sobre la materia dada que a su vez sabe que será transformada. La paradoja se podría resolver si el proyecto albergara la demolición y de este modo incorporara un proceso de mutaciones, de transformaciones progresivas, sin solución de continuidad, como ocurre con la ciudad en general. El híbrido resultante de esta proyectación no está demasiado alejado de una condición general de la cultura.

La clausura

Estas reflexiones tienen su origen en otra paradoja: la vida urbana tiene continuidad, a la que se opone su arquitectura, que es discontinua, celebratoria de acontecimientos aislados, fijos e inmutables. Esto lo decía Yona Friedman en los años sesenta. Para esta celebración, una obra en construcción es protegida, no sólo para seguridad de los transeúntes; también como obra que promete conmover ante su descubrimiento. Es una ideología inaugurada en el Renacimiento: el autor devela, corre el velo que ocultaba su proceso creativo y produce el primer shock ante la mirada atónita y regocijada del mecenas y sus amistades. Los hechos arquitectónicos y artísticos eran concebidos como criaturas humanas: obras escultóricas, frescos y edificios guardaban celosamente su gestación y se develan al público sólo acabadas, como surgidas de un solo impulso creador. Es por estas razones entre otras, que durante el proceso productivo de la obra ésta guarda su secreto, se oculta con vallas y lienzos aguardando por el milagro de la creación humana clausurando un fragmento de ciudad que bloquea y restringe el fluir de los transeúntes, obstaculiza el tránsito de vehículos, impide la circulación monetaria del comercio, obliga desvíos desorientadores e impide que la obra misma forme parte del espectáculo urbano. Con el expediente de obreros en la vía, hombres trabajando, disculpen las molestias, obra en construcción resuelven, más que la incomodidad, la apropiación del espacio urbano con la promesa de un mejor servicio, casi siempre albergado en arquitectura. Mientras esto sucede, la arquitectura agazapada adquiere forma, se gesta, hasta que finalmente se devela. El transeúnte –antes que el arquitecto– se rinde ante esta admirable manifestación de progreso. Escribía Walter Benjamin sobre París del siglo XIX: “La institución del señorío mundano y espiritual de la burguesía encuentra su apoteosis en el manejo de las arterias urbanas. Estas quedaban tapadas con una lona hasta su terminación y se las descubría como a un monumento” (Benjamin, 1972).
Para evitar la histeria metropolitana es hora de acoger los ruidos y polvaredas de las demoliciones - construcciones como parte de nuestra vida urbana y resolver las discontinuidades de una obra atravesándola con el uso de las instalaciones de faena como programa urbano. De este modo, las vallas cobran espesor, son dispositivos, contienen actividades, permiten el tránsito y nada se interrumpe. En este fantástico espectáculo futurista, la circulación monetaria tampoco se interrumpe: el comercio continúa funcionando, el flaneur contemporáneo también.
La demolición que pretendía proporcionar continuidad al ritmo urbano es seguida –como un fractal– con la continuidad urbana durante el proceso mismo de demolición - construcción, con el aprovechamiento del utilaje de protección para proporcionar nuevas actividades. El resultado de esto podría semejarse a las llamadas utopías tecnológicas porque dicho utilaje está constituido por andamios y estructuras metálicas de gran versatilidad, por su propia condición transitoria. Así, la transitoriedad y la mutación se hacen presentes como obra de infraestructura, a la vez que terminada esta operación se pone al descubierto la obra que ocultaba. Sin duda esta sucesión de obras, de obras dentro de obras, en una endemoniada continuidad de máquinas, ruidos y polvo, no es otra cosa que la aceleración del ritmo metropolitano.
Arribamos finalmente a la noción de continuidad urbana, que en realidad es una sucesión de eventos. Éstos, en términos arquitectónicos, pueden localizarse en un punto de cierto interés: una obra contemporánea se sostiene sin cambios sustantivos durante 50 años; con cambios necesarios, 20 años; con cambios imprescindibles, apenas el arquitecto entrega a sus clientes la obra concluida; luego, las instalaciones de infraestructura se mantienen durante 2 años, que corresponde a la duración de la obra, pero podrían convertirse en infraestructuras con programas urbanos activos y rentables. Ahora bien, como la construcción de las instalaciones de infraestructura demora un par de días, entonces ellas a su vez podrían albergar programas para evitar la clausura urbana correspondiente; ergo, la construcción de las obras de infraestructura para la construcción de un edificio es el verdadero evento, un espectáculo. Sólo en ese momento un sector de la ciudad se detiene; por esta razón, glosando a Pirandello, los personajes están buscando a un autor.

Referencias

Alloway, Lawrence; Architectural Design, enero de 1959.
Argan, Giulio Carlo; Proyecto y destino. Universidad Central de Venezuela, Caracas, 1969, p. 71.
Benjamin, Walter; Iluminaciones II. Ed. Taurus, Madrid, 1972, p. 187
Blake, David; “Windows, Crittall and the Modern Movement”. do.co.mo.mo. First International Conference, do.co.mo.mo international, París, 1990, p. 76-79.
Bonfanti, Ezio; “Emblemática de la técnica”. En: Cuadernos Summa-Nueva Visión N° 43, 1969, p. 14-31.
Frampton, Kenneth; Historia crítica de la arquitectura moderna. Ed. Gustavo Gili, Barcelona, 1981, p. 290.
Nitschke, Günter; “Cities stasis or process”. The Pedestrian in the City, Ed. David Lewis, Elek Books, Londres, 1965, p. 165.
Patetta, Luciano; Historia de la arquitectura, antología crítica. Ed. Hermann Blume, Madrid, 1984, p. 96.
Pawley, Martin; “La casa del tiempo”. En: El significado en arquitectura, ed. Charles Jencks y George Baird, Ed. Hermann Blume, Madrid, 1975, pp. 152.
Price, Cedric; en Architect´s Journal, sept. 5, 1996, p. 38.
Reinink, Wessel; “Controversy between functionalism and restoration: keep Zonnestraal for eternity as a ruin”. do.co.mo.mo. First International Conference, 1990, p. 50.
Rowe, Colin y Koetter, Fred; Ciudad collage. Ed. Gustavo Gili, Barcelona, 1981, p. 105.
Scharnholz, Lars; “Preserving the memory”. do.co.mo.mo Journal n° 21, do.co.mo.mo international, París, 1999, p. 55.

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Octubre 24, 2005

La crónica como espacio de representación de la ciudad

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(La ciudad como búsqueda de lenguaje
en el espacio de la crónica)

Por: Milagros Socorro

Introducción
Los temas de la crónica parecen provenir de un borde de desinterés en el que quedan relegados aquellos asuntos que no ocupan los espacios serios de las publicaciones periódicas. Los relatos de la relevancia encuentran su ubicación en las páginas destinadas a la información codificada: política, economía, educación, salud, deportes, sucesos y, en menor medida, según la publicación, cultura. La actualidad, los hechos producidos en un ayer revestidode pertinencia pasan a integrar el signo de la noticia, pero hay otros que importan a muy pocos; generalmente, sólo a los grupos que viven esos eventos en carne propia... o a un cronista que los percibe, casi los huele, desde su sensibilidad particular. Del extenso y complejo entramado de la realidad, el cronista elige un hecho, casi siempre escapado a la información diaria, o señala un costado inédito de esa información ya banalizada de tanto ser transitada desde un mismo punto de vista por los periódicos o revistas; lo elige -o es elegido por él- lo observa, lo manosea, lo escucha en toda su polifonía hasta que finalmente lo escribe. La crónica es escritura. ¿Qué tipo de escritura? Los manuales de periodismo inscriben en piedra lo ineluctable de su normativa: toda información periodística debe contener las 5 W + H, ( what, where, when, who and how ). Qué paso, dónde, cuándo, quién lo hizo o a quién afectó y cómo fue que pasó. En autos de esto, el relato debe organizarse en la forma de una pirámide invertida: lo más relevante del asunto debe ubicarse en el primer párrafo, o lied , y el resto de los elementos se dispondrá, según su jerarquía, de mayor a menor de manera que el aspecto más intrascendente quede al final, en la cola , de forma que si el editor debe cortar el texto por las limitaciones de espacio en la página, el lector quede satisfecho porque de todas formas ha recibido lo más importante. Así se se escribe una noticia. La noticia es escritura. ¿Qué tipo de escritura?

Sin salir del ámbito del periodismo estamos ante dos clases de escrituras. Una que se rige por pirámides invertidas y otra que invierte las pirámides para regirse únicamente por las leyes de la observación y de la representación, dentro del signo, de hechos que pudieran ser reales pero que sólo lo son en la medida en que el lenguaje los organiza según una jerarquía personal, la jerarquía de la mirada de la mirada. Edgardo Rodríguez Juliá, cronista venido de la literatura (y no de las aulas de periodismo donde se imparten los manuales en dosis de tres cucharadas por hora) define el género así:

“Una manera de ir a la calle, de dar testimonio directo, evitando la formalidad del ensayo, incluyendo algo de lo narrativo y, sobre todo, dando una visión muy personal, muy testimonial, de los hechos, de los sucesos, de los acontecimientos; de aquello que, por decirlo así, captura la imaginación del pueblo, la imaginación popular”.

Esta definición puede contribuir a delimitar el tipo de escritura de la que hablamos cuando hablamos de crónica. No es la realidad ni la calle, es una manera de ir a la calle, una manera personal, por tanto singular, única. “No existe conocimiento objetivo propiamente dicho,” apunta Rolf Breuer, “es decir, que no existe objeto sin observadores”.

Pese a las diferencias ideológicas que separan a los distintos periódicos, es común constatar los tratamientos uniformes que se le asignan a diferentes informaciones, y no es extraño que dos o más periódicos titulen en forma casi idéntica una información. Pero es imposible que dos crónicas sean iguales, como sería inconcebible que dos cuentos o novelas con semejantes referentes fuera del texto fueran iguales. Otra vez, ¿qué tipo de escritura es la escritura de la crónica? No es la meramente informativa puesto que privilegia el particular acercamiento de un observador a un hecho, mientras que en la perspectiva periodística el observador se presenta anulado frente al hecho observado; y tampoco lo es en cuanto a su representación ya que la escritura de una cierta manera de ir a la calle no se produce según las normas que han hecho de la noticia -o de la escritura periodística- una mercancía altamente codificada. El cronista elabora un relato paralelo a la realidad con una intención estética manifiesta, donde el signo narrativo es metáfora del signo real -y no su reproducción en términos de pacto de credibilidad-.

La escritura de la crónica es, pues, la escritura de lo híbrido no sólo en el sentido obvio de que apela y amalgama visiones del periodismo y de la ficción literaria, sino porque conjuga éstos y otros discursos con un carácter secuencial y fragmentario de la historia (para decirlo en los términos de Carlos Thiebaut) que rescata eventos de ese borde de desinterés en el que permanecían sumidos antes de ser nombrados por la crónica y convertidos en iluminaciones sujetas a lo provisional de los periódicos y revistas, olvidadero impreso al que están, por su destino híbrido, atadas.

Sergio Dahbar, objeto en estas páginas de un acercamiento teórica a la crónica, lo expresa así:

“Sería injusto cerrar esta introducción sin advertir que estos textos fueron publicados en la prensa y quizá olvidados al día siguiente. Un fiero empeño me consuela: ya nada los une a lo que alguna vez fueron. Ya no soy la misma persona que escribió los artículos en 1982, ni la que ayer nomás intentó iluminar las tinieblas de Graham Greene. Estos trabajos han cambiado de idéntica manera y difícil resulta conocerlos. Hoy existen a través de las omisiones, que deben ser muchas, y los logros, escasos como la felicidad.”

La crónica revela una nueva -y disímil- manera de ligar al autor/periodista con la realidad y, por ende, replantea el carácter con que ésta puede ser recepcionada por el lector. El periódico propone a su audiencia una realidad, se la ofrece como la única versión aceptable y creíble de los hechos y para ello apela a lo que en el argot periodístico se denomina la fuente : una persona o vocero de una institución, premunida de autoridad, que suministra las informaciones y los datos. Por tanto, los contenidos que el periódico ofrececomo versión legitimada de los hechos provienen de una fuente fidedigna que suscribe lo afirmado en el relato noticioso.

La crónica, en el otro extremo, no tiene más basamento que el discurso elaborado por el cronista/observador; y es él la única fuente . Su autoridad no tiene más sustentación que la de su selección y su lenguaje: una perspectiva personal cuyo signo es el lenguaje, el signo narrativo. Y con ello, no sólo plantea una manera alternativa de ligazón con la realidad -sin la mediación de los discursos oficiales; sin el apoyo de cifras y estadísticas que den cuenta de lo real con el auxilio de la objetividad numérica; y sin la legitimidad que admitiría una voz reconocida en la jerarquía de los cargos y las especializaciones-, sino que a su vez propone al lector otra vía de leer la realidad.

El periodismo informativo (la noticia, la reseña, el reportaje) se apoya en la ilusión del mimetismo con la realidad, mediante la disolución de la mirada subjetiva de un determinado observador ante la contundencia del objeto real. Si un reportero acude al lugar de los hechos , el escenario donde se está produciendo o acaba de producirse el evento que el periódico ha seleccionadodel amplio fresco de la realidad para ofrecerlo a sus lectores como síntoma de lo real, lo hará como mediador neutral entre estos hechos y los lectores. La norma prescribe que sus visiones personales deben permanecer acalladas, en aras de la objetividad , desiderátum de la credibilidad periodística. La noticia que escribirá posteriormente deberá citar a las autoridades policiales, al rector de la universidad, al director del banco o al presidente del sindicato, ya que son éstos quienes poseen la verdad y son éstos quienes deben enunciar el discurso. La noticia no se hará con base en impresiones o a opiniones del reportero sino en datos inapelables que reproduzcan la realidad. Por el otro camino, un cronista irá al mismo lugar de los hechos a poner en escena su mirada, a desconfiar de las versiones oficiales, a localizar las fisuras de ese dicurso autorizado por las que se cuela la incredulidad, la sospecha, la ironía, esa otra manera de nombrar que se propone al lector como forma de realidad -o como una forma más de realidad-. Por este camino, el cronista deviene consciencia ordenadora de la realidad y es su mirada la que confiere volumen a los hechos. El protagonismo de los referentes se producirá únicamente en la medida en que éstos sean nombrados.

Aunque la crónica tiene en Venezuela una larga historia, es en la década de los 80 que encuentra su mayor desarrollo. Impulsada por demandas de mercado, por presiones de los mismos periodistas -ya todos formados en las escuelas de Comunicación Social del país, donde se ha puesto énfasis en el tratamiento del lenguaje en el periodismo y en la responsabilidad -ética o compromiso- personal ante la escritura periodística-, y en parte, también, por las influencias del Nuevo Periodismo, corriente que en los Estados Unidos legitimó -con premios, tiradas millonarias y el favor de los lectores- la hibridización entre el periodismo y la literatura hasta el punto de atraer escritores como Truman Capote, Tom Wolfe y Norman Mailler, por mencionar sólo algunos de una extensa lista-, la crónica fraguó en Venezuela, durante los años 80, como la vía expedita para narrativizar los cambios operados por el paso de una sociedad sumergida en la ilusoria prosperidad petrolera al caos y el empobrecimiento que comenzaron a gestarse en esos años. El alza de los precios del crudo y el consiguiente cosmopolitismo que el aumento de la renta petrolera impuso en la sociedad venezolana comenzó a dar muestras de desvanecimiento a comienzos de los 80. Sobrevino entonces una etapa de transición, de violentos cambios que sólo una escritura de la urgencia pudo abarcar. Los ámbitos de la noticia se hicieron estrechos para dar cuenta de una realidad que cambiaba antes de ser aprehendida por reflexiones más sedimentadas y la historia estaba haciéndose en la calle, en el Congreso, en las comunidades, en la periferia urbana que comenzaba a hacerse notar como un Otro peligroso y omnipresente.

Un sólo lenguaje era inhábil para expresar la naturaleza y variedad de los cambios. Lo dado se hizo poroso y una sociedad fragmentaria emergió en la confusión. Era preciso un nuevo discurso para nombrar, nombrarnos. Susana Rotker lo expresa de esta manera:

La crónica periodística fue la metáfora de los 80: no una escritura tersa, elaborada y macerada por el tiempo, sino la irreverencia misma, la frivolidad, la contradicción y la fragmentariedad, el deseo de desnudar y del escándalo purificador, la mezcla de cosmopolitismo con la orgullosa reivindicación de vocablos originales, la conciencia del lenguaje y de la forma como valor absoluto en la escritura; la frecuentación del borde, de lo marginal, de aquello que se ha mantenido puro dentro de su propia corrupción pero autónomo en cuanto a los discursos oficiales.

(ROTKER, 1993, 122)

La fundación de El Diario de Caracas por esos años y la definitiva influencia de los escritores argentinos Tomás Eloy Martínez y Rodolfo Terragno (miembros de su primera directiva) vehiculizaron en buena medida este discurso que comenzaba a hacer eclosión en nuestras páginas periódicas desde los 70. Los cambios -de propietarios y de plana directiva- operados en ese periódico interrumpieron un proceso que resultó crucial en el periodismo venezolano pero ya el espacio para otra escritura periodística estaba mellado en el orden imperante de adocenamiento y conformidad. La crónica había ganado un terreno que, al menos durante los 80, no hizo sino prosperar en otras publicaciones.

En el presente trabajo revisaremos algunas crónicas de Sergio Dahbar (Argentina, 1957) quien se inició como periodista en Venezuela por esos años y transitó este género, al tiempo que participaba en talleres literarios y publicaba un libro de relatos ( Balada para un Packard Gris , 1983). En estos textos, publicados durante los 80, en el suplemento Feriado del diario El Nacional y recogidos posteriormente en un volumen editado por Alfadil con el título Sangre, dioses, mudanzas (1990), intentaremos rastrear las modalidades que adopta la representación de lo urbano -Caracas- en la crónica.

En la crónica Edificio La Sierra Catorce pisos calientes , una comunidad de vecinos afronta el inminente desahucio con que amenazan los dueños del inmueble. Con este referente, la crónica se convierte en parábola de una ciudad donde todo alojamiento es provisional, donde todos los vecinos son llegados de alguna parte y muy pronto se irán también sin dejar huella de su paso. Muy pocos se conocen entre sí y aunque al verse amenazados surge entre ellos una solidaridad momentánea, todos desconfían de todos. El edificio es metáfora de una casa mayor -la ciudad- que repentinamente se ha vuelto caótica, los servicios colapsados, las inmediaciones horribles y la convivencia letal.

En El guachimán que viajó al corazón de las tinieblas , el Cubo Negro de Chuao, emblema de la pujanza finisecular, cajón arquitectónico hecho más a la medida de la ambición de los hombres que de los hombres mismos, es escenario del suicidio de un vigilante. Otra vez, el lugar es el nombre y el nombre se expande de la circunstancia para abarcar toda la ciudad que aparece aquí como vitrina de una crisis mucho más profunda que la súbita locura que lleva a un celador a meterse una bala en el cerebro.Y en El rey de Caracas , la ciudad se ofrece explícitamente como un animal indomable que un motorizado, otro loco, voluntario de la noche, aspira aquietar con sus oficios.

Cuando Sergio Dahbar rastrea insólitos personajes nocturnos como un vigilante que se vuelve loco de soledad entre los infinitos espejos y paredes de vidrio negro del edificio que custodia; cuando le sigue los pasos a un joven fascista vocacional que recorre en moto las calles de Caracas con el ánimo de hacer justicia por su propia mano [...] lo que hace es buscar signos de la ciudad, signos de la verdad, signos para refugiarse, para decidir acerca de una interpretación. Pero el sentido común que deambula por las noches de Caracas, no suministra más que evidencias contradictorias.

(ROTKER, 1993, 125)

Todas las crónicas de Dahbar rescatan una voz -o muchas- de esa ciudad que respira en el margen del desinterés colectivo. Y al acometerlas en ese género de la hibridez es como si tanteara la aparición de un lenguaje paralelo con el fin de hacerlas audibles por sobre la banalidad de tanta reseña de sucesos en que los cadáveres se apilan por párrafos, sin rostro ni más estilo que el de una enumeración desprovista de sentidos.

Cada día la página roja de los diarios aparece primorosamente bordada con el punto de cruz de los asesinatos y hechos violentos que sacuden la ciudad pero rara vez este relato hecho a trompicones -con datos emanados directamente de la morgue o los destacamentos de policía- logra abultar la consciencia de lector con algún significado. La enumeración del lunes precederá a la del martes y así hasta que la referencia a cuarenta muertos un fin de semana no conmueve, ni espanta, ni significa. El lenguaje se ha vaciado de su poder de comunicación y de metáfora.

Ante ese achatamiento, la crónica se planta ante los hechos, los vuelve a ver -si no es que los ve por primera vez-, saca del paréntesis lo que parecía adjetivo -lo humano, el detalle, ese llanto que alguien oyó y hoy recuerda con escalofrío-, se detiene para recoger el gesto, el tumulto humano, lo que de gentil tiene la brutalidad. Y lo reorganiza todo, dándole una nueva orientación: ese vigilante cuya muerte engruesa las cifras acostumbradas tuvo un pasado y habló de esta manera. Wolfgang Iser ha señalado esta capacidad en la literatura:

La literatura compensa los déficits de orientación en las relaciones humanas, producidos por los sistemas dominantes de la época. La novela y el drama formulan posibilidades que excluyen los sistemas sociales dominantes, y que no pueden ser introducidos en el mundo cotidiano más que por la ficción. Esta función de la literatura explica también por qué existe la tentación de oponer la ficción a la realidad, siendo así que, de hecho, la ficción se refiere más bien a lo que los sistemas dominantes ponen entre paréntesis, y que por ello no pueden introducir directamente en la vida cotidiana a la que organizan. Como quiera que la ficción constituye el contexto global de la realidad, no se opone a la realidad, sino que se comunica con ella.

(ISER,184)

La forma en que la crónica se comunica con la realidad es lo que la hace singular dentro del universo de los géneros. Su particularidad estriba en que parte de la realidad y a la vez parte la realidad con el filo de una observación muy exacta. La mirada del cronista demarca los extremos de la realidad: aquí empieza y aquí termina, según adjudica extremos a su relato (Hayden White), pero no aspira a imponerle extremos a la realidad. Simplemente la mira en determinados segmentos. Nunca supimos qué pasó con los vecinos del Edificio Sierra, suponemos que habrán terminado en la calle como la crónica nos enseña a temer, pero desconocemos a ciencia cierta el desenlace. Lo que la crónica nos muestra es el instante de la desesperación, ese fragmento del tiempo en que 42 familias amanecían bajo un techo en el que ignoraban si pernoctarían. Ese centelleo entre el ayer y el mañana, por ese intersticio asoma la crónica y a esa manera de sesgar la realidad debe su poder expresivo.

Y se comunica con la realidad sin perder la independencia de sus aspiraciones. Es ostensible en estas crónica la función estética que desempeñan a pesar de la inmediatez con que fueron escritas, muy probablemente en la redacción del periódico. Escritura rápida para un referente que cambia en la medida que se escribe. La comunicación con la realidad se establece, pues, en más de un sentido.

La supremacía de la función estética convierte la cosa o el acto en el que se manifiesta en un signo autónomo, desprovisto de conexión unívoca con la realidad a la que alude y con el sujeto del que proviene o al que se dirige (autor y receptor de la obra artística).

( MUKAROVSKI, 236)

A la luz de esta afirmación de Mukarovski se va aclarando la función de la crónica y el registro en el que opera, en contraste con el código periodístico y el relato de ficción. Una vez organizados los hechos en el interior de la crónica, éstos se perciben autónomos de los hechos comprobables en la realidad, son otra cosa. Y la conexión que mantienen con el referente no es unívoca, son otra cosa.

La razón de ser del arte respecto a las demás actividades del hombre viene dada, pues, precisamente por el hecho de que el arte no está orientado hacia ningún objetivo unívoco: desde el punto de vista funcional, su tarea es la de liberar la capacidad de descubrir del hombre de la influencia esquematizante y atadora de la práctica de la vida, hacer tomar consciencia al hombre, una y otra vez, del hecho de que la cantidad de posturas activas que puede adoptar frente a la realidad son tan inagotables como el carácter multifacético de la realidad encubierto por la estancada jerarquía de funciones de orientación única.

(MUKAROVSKI, 237)

La crónica como “realidad inventada”, que diría Rolf Breuer, “construida, en la aparente realidad de las situaciones que se desarrollan en el texto” libera la capacidad del lector de descubrir esa otra faceta de la realidad que los discursos oficiales escamotean y disfrazan. Esa carga de tristeza y desesperanza que Dahbar atribuye al vigilante suicida -y a sus colegas- es apenas uno de los cortes que pueden hacerse al monolito de la realidad. La crónica horada esas orientaciones únicas con muchas posibilidades de lectura y, sobre todo, de escritura. Ya que la crónica parte de la realidad para establecer con ella sus particulares formas de comunicación, en esa adecuación va formulando maneras de escribirla. Como ha dicho Carlos Thiebaut: “esa tarea interdisciplinar de construcción de lenguajes, aunque sea a partir de dañadas piezas preexistentes, puede apuntar a nuevos conceptos con los que reubicar disciplinas, problemas o interrogantes...”

Más que ofrecer una versión definitiva que sustituya y anule a las anteriores, las suministradas por el discurso canónico, la crónica introduce preguntas, arroja luz sobre las oquedades, más para señalar los oscurecimientos que para proponer una verdad paralela y revestida de nueva autoridad. Para ello, este género está siempre enunciándose en “un nuevo lenguaje interdisciplinario, intersticial”, que llama Thiebaut. Por lo apuntado anteriormente, porque se desliza por los intersticios de lo conocido y lo sospechado, de lo nombrado y aquello que permanece aún sin nomenclatura. La crónica está hecha para un día -el día en que circula el periódico- y en esa temporalidad inscribe sus alcances: lo que se vislumbra hoy, lo que en este momento soy capaz de alcanzar con mi mirada y nombrar con una función estética que no rebasa la urgencia.

Estas pocas crónicas de Dahbar aludidas aquí vuelven también a un asunto que recorre todo el género en Venezuela: la pregunta por nuestra identidad. A la gran interrogante nacional el cronista agrega las suyas, siempre tras la pistas de las señales que nos identifican. En Portero de noche , el “protagonista” es un colombiano recién llegado que nada más avencindarse en Caracas consigue un puesto como recepcionista de un hotel de encuentros fugaces: ésa será su perspectiva de la ciudad, una colmena no muy limpia donde los cuerpos sostienen breves coincidencias.

Nada refleja más el carácter transitorio de Caracas que sus hoteles: florecen como hongos salvajes, abrigan todos los placeres sospechados, poseen un sentido nómade de la ubicuidad, y desaparecen sin que ninguna nostalgia recuerde sus intimidades. Se reproducen en las esquinas, en los espacios verdes, en las quintas olvidadas, en los cordones industriales, en calles que guardan secretos y retorcidos amores.


(DAHBAR, 1990, 63)

Desde su puesto de observación el portero irá formándose una idea de la gran ciudad y si alguna vez escribiera a su casa, en un pueblito colombiano, el relato de Caracas sería el de los atracos -varios en dos semanas-, el del machete que lo acompaña para soportar los sobresaltos de las madrugadas, el de la perplejidad de las camareras obligadas, bajo salario, a recoger el reguero del amor de alquiler. En fin, no sabemos de qué habla la escritura del portero de noche, pero la de Dahbar nos muestra la escena de una nación que no termina de constituir el perfil de su identidad. Acaso toda crónica aparezca cruzada por esta duda. Thiebaut propone una respuestas a la interrogante:

Tal vez la intuición escondida tras el intento tenga que ver con la certeza de que venimos careciendo y estamos necesitados de lenguajes definidores de nuestra identidad, de formas de textualidad que permitan enfocar -y no desenfocar- las exigencias del presente, y ello no sólo en términos metafóricos o filosóficos, sino también, y no en pequeño grado, en términos políticos.

(THIEBAUT, 1990, 27)

Quizá esa frase sea la que compendie más exactamente el espíritu de la crónica: una intuición escondida tras un intento. Y que en su urgencia, la crónica esté proponiendo lenguajes definidores de una identidad que ningún otro género termina por ofrecer. Quizá en todas esas páginas que malguardan las hemerotecas residan las textualidades que todo el tiempo han permitido enfocar las exigencias del presente. Este asunto de la verdad atrapada en el fondo de un archivo oficial en franco deterioro sería magnífico tema para una crónica, metáfora de una memoria que no resiste la intemperie.
1991-1992





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Agosto 19, 2005

¿QUIÉN PUEDE SER “INMIGRANTE” EN LA CIUDAD?

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Manuel Delgado Ruiz
Universitat de Barcelona.
Institut Catalá d´Antropología

1. El inmigrante imaginario
Entre los méritos que conviene atribuir a la escuela de Chicago destaca el de habernos hecho notar que, finalmente, una metrópoli no puede estar hecha de otra cosa que de gente de toda clase, llegada de cualquier parte. Aquello que los Thomas, Burgess, Wirth, Park, etc, nos mostraron fue que la heterogeneidad generalizada y la amalgama de formas sociales que conocen las ciudades del mundo industrializado no sólo eran posibles, sino que resultaban estructuralmente estratégicas, en la medida que obligaban a cooperar y mantener relaciones de interdependencia en comunidades humanas que habían desarrollado cualidades y habilidades diferenciadas. Esta condición, que los de Chicago llamaron heterogenética, de las ciudades se debía preferentemente a los movimientos migratorios que las habían elegido como su desembocadura, y que eran la materia prima de aquel cosmopolitismo en el que las urbes encuentran su marca de singularidad. Diciendolo con las palabras de Louis Wirth: “Dado que la población de la ciudad no se reproduce a sí misma, ha de reclutar sus inmigrantes en otras ciudades, en el campo y en otros países. La ciudad ha sido así una mezcla de razas, pueblos y culturas y un vivero propicio de híbridos culturales y biológicos nuevos. No solamente ha tolerado las diferencias individuales, sino que las ha fomentado. Ha unido a individuos procedentes de puntos extremos del planeta porque eran diferentes y, por ello, útiles mutuamente, más que porque fueran homogéneos y similares en su mentalidad.” (Wirth, 1988 [1938]: 45).
Esta visión, que hacía depender las sociedades urbanas de su capacidad de atraer a trabajadores jóvenes, era parte de una concepción de la ciudad en tanto que ecosistema, organización viva escenario de una red immensa de vínculos de simbiosis territorialmente determinados, que se producen entre elementos funcionalmente diversificados. Los pioneros de las ciencias sociales de la ciudad hicieron suya la noción darwiniana de naturaleza animada como aquello que constituye la trama misma de la vida. Desde esta óptica, las unidades que convivían en los nichos urbanos establecían formas de cooperación automática, no muy diferentes de las que las especies animales y vegetales mantienen entre sí en función de su posición ecológica y que, en el campo de la sociedad humana, implicaban vínculos de colaboración impersonal y no planificada.
Parece claro que los primeros socio-antropólogos urbanos supieron ver en las palabras finales del origen de las especies una imagen nada distinta de la que ellos podían captar contemplando la exuberancia humana que se desplegaba en cualquier gran ciudad norteamericana de principios de siglo: “Es interesante contemplar un montículo, cubierto de muchas plantas de diferentes clases, con pájaros cantando entre los matorrales, con insectos variados revoloteando por encima, con gusanos arrastrándose por la tierra húmeda y reflexionar que estas formas construidas con cuidado, tan diferentes entre sí, dependientes las unas de las otras de una manera tan compleja, han sido todas producidas por leyes que actúan en nuestro entorno...” (Darwin, 1988 [1859]: 412). Y es que la história natural de las ciudades, por así decirlo, era contemplada proyectando sobre ellas lo mismo que Darwin había entendido que era la evolución, es decir, un proceso de diferenciación y especialización hacia una complejidad cada vez mayor, en la que cada etapa venía marcada por la invasión de una nueva especie, en este caso por una nueva oleada migratória, que habría de convertirse en un nuevo ingrediente asociativo para un sistema esencialmente biótico y subsocial: la metrópoli.
Los posteriores desarrollos de las ciencias de la vida no han desmentido, más bien lo contrario, este principio de la dependencia de la ciudad respecto a su capacidad de agenciarse inmigrantes. Cuando los actuales teóricos de los sistemas complejos y activos han renunciado a los supuestos que otorgaban al equilibrio un lugar central en los cambios morfológicos, dandole la razón más a Carnot que a Darwin, el papel fundamental de las multitudes incesantes e incontroladas de poblaciones llegadas a la ciudad desde fuera ha quedado plenamente confirmado. ¿Qué mejor ejemplo del orden de fluctuaciones del que hablan los investigadores de la termodinámica no-lineal que los que afectan a un ser vivo tan lejos de la estabilidad, tan caótico y tan autoorganizado como es la ciudad, resultado directo de movimientos migratorios que el lenguaje corriente no duda en designar acertadamente como olas, corrientes o flujos? Prigogine y Stengers, tal vez los portavoces más emblemáticos de estas tendencias de la física actual, han explicitado esta idea: “...Si examinamos una célula o una ciudad, la misma constatación se impone: no es únicamente que estos sistemas estén abiertos, sino que viven de este hecho, se alimentan del flujo de materia y energía que les llega del mundo exterior. Queda excluido que una ciudad o una célula viva evolucione hacia un equilibrio entre los flujos entrantes y salientes. Si quisieramos, podríamos aislar un cristal, pero la ciudad y la célula, apartadas de su medio ambiente, mueren rápidamente; son parte integrante del medio que les alimenta, constituyen una suerte de encarnación, local y singular, de los flujos que no dejan de transformar” (Prigogine y Stengers, 1985: 165)
En cualquier caso, la publicación por William Isaac Thomas y Florian Znanieckil, en 1918, del primer volumen de The Polish Peasant in Europe and America, una de las obras claves de la Escuela de Chicago, fue el inicio de una mirada sobre el inmigrante que, a la luz de la asimilación de la ciudad a un sistema vivo basado en el intercambio y la cooperación entre las unidades copresentes, lo establecía como demográfica y funcionalmente indispensable para la viabilidad, la renovación y la continuidad de toda sociedad urbano-industrial. Esto es simplemente un hecho. Y es por este hecho por el que una ciudad puede ser entonces pensada como un colosal mecanismo caníbal, cuyo mantenimiento básico son estos inmigrantes que atrae en masa, pero que nunca acaban de satisfacer su apetito. Es por ello, por lo que en la ciudad nadie debería ser considerado intruso, básicamente porque no existe nadie que no lo sea. Todo el mundo es inmigrante, o hijo, o nieto de inmigrantes, todos vinieron de fuera alguna vez. Este papel de las migraciones como requisito ineludible para que nuestras ciudades puedan persisitir y prosperar fue el tema central en torno al cual el Centro de Cultura Contemporanea de Barcelona invitó a pensar y hacer pensar a sociólogos, antropólogos, urbanistas, demógrafos, filosófos y economistas, con ocasión de la edición de 1997 de su anual Debate de Barcelona, celebrado los días 8 y 9 de noviembre. Las intervenciones que se produjeron son las que aparecen recogidas en este volumen, que ha respetado la organización por epígrafes y el orden en que tuvieron lugar. Como se verá, todas coinciden a la hora de evocar la deuda que las metrópolis tienen contraída con todos los inmigrantes que llegaron, y llegan por suerte aún, a sus puertas, reclamando lo que a todas luces les corresponde: aquello que Henri Lefebvre llamó ya hace años el derecho a la ciudad.
Ahora bien, hay un aspecto que no aparece reflejado más que de una forma implícita en las contribuciones de los especialistas convocados y que recoge este volumen. En los debates que cada intervención propiciaba, y de los que el protagonista era un público en gran medida constituido por personas vitalmente implicadas en el asunto que nos reunía, se suscitó una cuestión que de alguna forma debería quedar esbozada en esta presentación de los materiales del Debate. Se trata de lo siguiente.
Estamos hablando de inmigrantes, y son ellos los actores principales de nuestros análisis y, más allá, de una presunta problemática pública que parece preocupar a todo el mundo. Ahora bién, ¿de dónde nos proviene la absoluta certeza que demostramos a la hora de dibujar el perfil de aquél al que titulamos después inmigrante?
Definida por la condicción heteróclita e inestable de los materiales humanos que la conforman, consciente como es, a su manera, de la naturaleza permanentemente alterada de las estructuras que la hacen posible, una sociedad urbano-industrial sólamente debería percibir como inmigrantes a aquellos que acaban de llegar después de haber cambiado de territorio. Immigrante sería, si acaso, aquél que justo acaba de descender al andén, una figura por fuerza efímera, destinada a ser reconocida, examinada y, más pronto o más tarde, digerida por un orden urbano del que constituye el alimento básico, al mismo tiempo que una garantía de renovación y continuidad. Pero si realmente es así, si las ciudades dependen en tantos sentidos de estas aportaciones humanas que la nutren, ¿qué justifica entonces un discurso que, contradiciendo toda evidencia, se empeña en plantear la presencia de inmigrantes en las ciudades de Europa como una fuente de inquietud, como una amenaza o como una difícil cuestión que hay que resolver? Es más, ¿a qué viene esta insistencia en mostrar como un problema lo que en realidad ha sido una solución, la única, para asegurar la supervivencia misma de las sociedades urbanas? En paralelo a todo esto, si, como proclamabamos, todo urbanita debería reconocerse a sí mismo como el resultado más o menos directo de una migración, ¿qué es lo que nos permite designar a alguien como “inmigrante”, mientras que se dispensa a otros, que lo merecerían plenamente, de tal calificativo? ¿Quién, en la ciudad, merece ser designado como inmigrante? ¿Y por cuanto tiempo?
He aquí el tipo de preguntas que, de hecho, nunca nos hemos planteado, pues formularlas implica arriesgarse a que el personaje que hemos decidido colocar en el centro de nuestra reflexión, y que las instancias políticas y mediáticas llevan tiempo sometiendo a la luz de sus focos, acabe desdibujándose, desvaneciéndose hasta difuminarse completamente, desvelando así su naturaleza en última instancia ectoplasmatica, producto de una superstición cuya génesis es inequivocamente ideológica.
Delatar que aquél al que llamamos inmigrante no es una figura objetiva, sino más bien un personaje imaginario, no desmiente sino, al contrario, intensifica su realidad. Diciéndolo de otra forma, es cierto que hay inmigrantes, pero aquello que hace de alguien un inmigrante no es una cualidad, sino un atributo, y un atributo que se le aplica desde fuera, como un estigma y un principio negativo. El inmigrante sería, sin duda, un exponente perfecto de aquello que Gilles Deleuze llama un “personaje conceptual”. El inmigrante es aquél que, como todo el mundo, ha recalado en la ciudad despues de un viaje, pero que, al hacerlo, no ha perdido su condición de viajero en tránsito, sino que ha sido obligado a conservarla a perpetuidad. Y no únicamente él, sino incluso sus descendientes, que deberán arrastrar como un condenado la marca de desterrados heredada de sus padres y que hará de ellos aquello que, contra toda lógica semántica, se acuerda llamar “inmigrantes de segunda o tercera generación”.
Lejos de la objetividad que las cifras estadísticas le presumen, el inmigrante es una producción social, una denominación de origen que se aplica, no a los inmigrantes reales, sino únicamente a algunos de ellos. A la hora de establecer con claridad qué es aquello que hay que entender como inmigrante, lo primero que se aprecia es que, como decíamos, tal atributo no se aplica a todo aquél que en un momento dado llegó procedente de fuera. En el imaginario social en vigor, inmigrante es un calificativo que se aplica a individuos percibidos como investidos con determinadas características negativas. El inmigrante ha de ser considerado, de entrada, extranjero, “de otro lugar”. Además, de alguna forma es un intruso, ya que se entiende que no ha sido invitado. Con esto se invita a olvidar que si el llamado inmigrante ha venido no ha sido, como se pretende, por causa de alguna catastrofe demográfica o por la miseria reinante en su país, sino sobre todo por las necesidades de nuestro propio sistema económico y de mercado de disponer de un ejercito de trabajadores no cualificados y dispuestos a trabajar en cualquier cosa y a cualquier precio. El inmigrante ha de ser, además, pobre. El término inmigrante no se aplica nunca a empleados cualificados procedentes de países ricos, incluso de fuera de la CEE, como Estados Unidos o Japón, y mucho menos a los miles de jubilados europeos que han venido a instalarse ya de por vida en las zonas costeras de España. Inmigrante lo es únicamente aquél cuyo destino es ocupar los peores puestos del sistema social que le acoje.
Además de ser “inferior” por el lugar que ocupa en el sistema de estratificación social, el inmigrante lo es asimismo en el plano cultural, puesto que procede de una sociedad menos modernizada -el campo, las regiones pobres del mismo Estado, el llamado Tercer Mundo...- Es, por tanto, un atrasado, civilizatoriamente hablando. Tenemos aquí, porque los inmigrantes dan pié a aquello que se presenta como minorias étnicas, lo que nunca ocurre con los que siendo también inmigrantes no pasan nunca por tales, en la medida en que proceden de países ricos. Éstos no son inmigrantes sino residentes extranjeros, y no conforman ninguna minoria étnica sino colonias. No hace falta decir que el calificativo étnico sirve para ser asignado únicamente a producciones culturales consideradas pre- o extra-modernas: un danza sufí o un restaurante peruano son “étnicos”, un vals o una pizzeria, no. Los gitanos o los senegambianos son “étnias”, los catalanes o los franceses de ninguna de las formas. Tenemos, así pues, que lo que la noción de minoria étnica permite es “etnificar” (es decir indicar la existencia de cierto tipo de minusvalía cultural) y minorizar a aquél al que se le aplica. El inmigrante suele ser también numéricamente excesivo, por lo que se le percibe como alguien que está de más, que sobra, que constituye un excedente del que hay que librarse. Finalmente, el inmigrante es también peligroso, pues se le asocia con toda clase de amenazas para la integridad y la seguridad de la sociedad que le acoge, e incluso para la propia supervivencia de la cultura anfitriona. En resumen, el llamado inmigrante va a reeditar la imagen legendaria del bárbaro: el extraño que se ve llegar a las playas de la ciudad y en el que se han reconocido los perfiles intercambiables del naufrago y del invasor.
No todos los inmigrantes, sin embargo, aparecen afectados por un mismo grado de inmigridad. El caso más extremo de extrañeidad a los países europeos sería el que afecta a los inmigrantes pobres procedentes de lo que suele designarse como “tercer mundo”, sobre todo aquellos que no han conseguido permiso para entrar y permanecer en los países de destino, es decir los “sin papeles”. Como inmigrantes se agrupan en este caso un grupo relativamente pequeño de trabajadores sin cualificar, a merced de los requerimientos más despiadados del mercado de trabajo y sin apenas derechos. A menudo este sector está situado cerca o ya dentro del territorio de la marginación. Además de ocupar los límites inferiores y más vulnerables del sistema social, a este colectivo de inmigrantes totales se le adjudicaría también la función de constituirse en chivo expiatorio, siempre dispuesto a recibir toda clase de culpabilizaciones. Un famoso libro del periodista Günter Wallraff, en el que relataba sus vicisitudes bajo la falsa personalidad de trabajador turco en Alemania, permite constatar cómo se explicita esta doble función: si en la edición alemana la obra recibía el título, aludiendo a su lugar dentro de la estructura social, de Ganz Unten, es decir “debajo de todo”, la francesa -Tétes de turc- y la española -Cabeza de turco-, remitía al papel del inmigrante como víctima propiciatoria de los males sociales. La division de los asalariados en “legales” e “ilegales” es precisamente lo que institucionalizan las leyes de extranjería, en paralelo a aquella otra, no menos brutal, entre ciudadanos nacionales, que disfrutan de todas las prerrogativas legales, extranjeros relativos, ciudadanos de otros países de la CEE o del “primer mundo” que gozan de una situación legal menos integrada pero que no sufren explotación ni rechazo porque son “extranjeros invitados”, y, en último lugar, extranjeros absolutos, a los que les son negados todos los derechos y son víctimas de todo tipo de injusticias y arbitrariedades. Si las leyes de extranjería vigentes en Europa pueden ser calificadas como abiertamente xenófobas es precisamente porque institucionalizan un orden civil basado en la separación -inscrita ya en la base misma de los modernos Estados-nación- entre incluidos y no incluidos, o bien, por decirlo como nos propone Michel Wieviorka (1992, pp. 221-50) entre gente in y gente out, pudiendo negarles a estos últimos el derecho a la equidad ante la ley.
La operatividad simbólica del calificativo inmigrante no se restringe, sin embargo, únicamente a estos inmigrantes extremos. Por una parte los tenemos a ellos, inmigrantes cuyo status viene dado por una definición jurídica, pues son individuos que han llegado y permanecen en la ciudad en condicciones inciertas. Se trata de unos individuos que presentan niveles muy altos, incluso inaceptables, de inmigridad, y cuya función es la de estar ubicados en la banda más baja, en los límites o más allá del sistema social. Pero existe también otro tipo de inmigrantes, que pueden estar plenamente integrados social y politicamente, pero que, a pesar de ello, presentan un problema de “adaptación cultural”, es decir que tienen dificultades a la hora de vivir como los supuestos nativos. Su destino es encontrar acomodo en la banda más baja, en el límite o más allá del supuesto universo simbólico-cultural que se considera preexistente a su llegada. Se trata de grupos que han llegado desde el campo, a los que despectivamente se puede llamar “paletos”, campesinos, pueblerinos, etc. Pero, sobre todo, se trata de personas procedentes de zonas deprimidas y consideradas social o culturalmente inferiores del propio Estado. En Europa éste es el caso de los terroni, italianos meridionales emigrados al norte; de los xarnegos o los maketos de Catalunya y el País Vasco respectivamente; de los norirlandeses católicos en Inglaterra, o de los ossis, alemanes del Este desplazados a la antigua República Federal. En todos los casos se trata de individuos cuya situación es plenamente legal y que gozan de una ciudadanía plena o casi, pero que, a pesar de ello, y a causa de sus costumbres, de su lengua o del temperamento que se les supone, pueden ser vistos como perturbadores de la integridad cultural de la comunidad receptora, incluso como una amenaza para su propia supervivencia. En este caso no puede hablarse ya de un mínimo porcentaje de la población total -entre el 1 y el 10 %-, sino que pueden suponer el 40 ó el 50 % del conjunto de la población “legal” del territorio que un grupo considera como propio de su cultura. El inmigrante no es identificado entonces como responsable de los índices de paro, de peligros para la salud publica o del incremento de la delincuencia, sino, por encima de todo, como una fuente de peligro para la existencia misma de la nación que le acoge.


2. La ciudad anterior. El inmigrante como un producto cognitivo.

Ahora bien, cuando el inmigrante llega a su destino, ¿es de verdad una cultura aquello que lo recibe? ¿puede hablarse de las sociedades urbano-industriales como un espacio cultural cohesionado, escenario de alguna cosa similar a una cultura vernácula? ¿No sucederá, más facilmente, que es una mezcla de estilos de hacer y de decir aquello a lo que el inmigrante ha de amoldarse? En efecto, sería muy difícil rebatir la evidencia de que, culturalmente, una ciudad sólo puede ser reconocida en tanto que amontonamiento de legados, testimonios, tránsitos..., una especie de delta al que el inmigrante se adapta mediante una nueva aportación sedimentaria. Los inmigrantes, al contrario de lo que a menudo oímos decir, no se han de integrar ni a la sociedad ni a la cultura urbanas, sencillamente porque las integran. La noción de inmigrante se revela entonces como útil para operar una discriminación semántica, que, aplicada exclusivamente a los sectores subalternos de la sociedad, serviría para dividir a éstos en dos grandes grupos, que mantendrían entre sí unas relaciones de oposición y de complementariedad: por un lado el llamado inmigrante, por el otro el autodenominado autóctono, que no sería otra cosa, en realidad, que un inmigrante más veterano.
Esta raya imaginaria que separa a los ciudadanos en autóctonos e inmigrantes es puramente arbitraria y puede moverse en el plano social en función de los intereses de aquél que ejecuta la dualización. La linea divisoria puede estar situada debajo del sistema de estratificación social, de manera que los espacios que dividen a la sociedad en los de aquí y los de fuera pueden hacer de este último grupo una exigua minoría de marginados a los que sobreexplotar y convertir en culpables de males sociales como la delincuencia o el paro. Pero esta especie de corte que divide brutalmente el cuerpo social en dos puede, en lugar de conformarse con amputar una pequeña parte considerada extraña y malsana, seccionarlo en dos grandes fracciones a menudo casi equivalentes y simétricas. Éste es un fenomeno que encuentra en Cataluña un ejemplo excepcionalmente claro. Aquí el término inmigrante puede ser aplicado, en función de los contextos, para señalar una bolsa muy pequeña de personas en situación precaria, constituida por los procedentes de países pobres llegados no hace mucho. Pero esta segregación semántica puede afectar asimismo a una masa de casi la mitad de los ciudadanos legales, que integran personas procedentes del resto del Estado, establecidas en el país desde hace tal vez décadas y de las que el hecho que delata su inmigridad no es tanto su origen como el idioma que hablan.
Esta incisión simbólica es, pues, una forma de cortar la sociedad en dos grupos de dimensiones cambiantes, de los cuales uno, el de aquellos que no son de aquí, los inmigrantes, será siempre el situado por debajo y al que se considerará una fuente de peligros sociales y/o culturales. Por turno, los inmigrantes, una vez instalados en su mitad inferior y peligrosa, podrán ser ordenados verticalmente a partir de su orden de llegada. La antropología puede proveernos de estudios pormenorizados sobre cómo funcionan este tipo de dispositivos en sociedades no urbanizadas. Los hadjerai del Chad, tal y como fueron conocidos por Jean Pouillon (1992), someten los clanes de cada aldea a una especie de principio constitucional basado en la oposición autóctono-inmigrante, además de en el turno de llegada de los incluidos en el segundo apartado. Este modelo teórico podría ser fácilmente aplicado a las sociedades urbano-industriales. En Francia, italianos, españoles, portugueses y magrebíes son objeto de una estratificación basada en la fecha de su incorporación a los suburbios de las grandes ciudades. Lo único que permite a los blancos, anglosajones y protestantes, considerarse como los “legítimos” estadounidenses y poder designar a los otros como “inmigrantes” es el hecho de haber sido los primeros europeos en llegar. En Israel, un Estado creado para albergar un pueblo que se autodefine como peregrino, ha sido el turno de llegada lo que ha permitido a los sefardíes procedentes del oriente europeo y el Norte de África atribuirse un estatuto como autóctonos más importante que el que ha sido asignado a los askenasis llegados de Europa Central, o los originarios de Estados Unidos o Australia. Como era previsible, a quienes les corresponde llevar la peor parte es a los falacies que han ido llegando a partir de los años 80 y a los inmigrantes procedentes últimamente de Rusia, Georgia, Uzbekistán o Kirguizistán. Armando Silva (1992) ha certificado cómo en Saô Paulo sus habitantes tienden a percibir como inmigrantes únicamente a los que han llegado en la última epoca, en este caso los procedentes del Norte, del Sur o del interior del país, mientras que no considera extranjeros a los hijos de italianos, japoneses o chinos llegados durante las primeras décadas del siglo. Tal dispositivo estratificador encontraría un buen número de ejemplos en las sociedades urbano-industriales, lo que demuestra que la ciudad no solamente integra la diversidad étnica sino que lo que hace es más bien inventársela, con la finalidad de llamar la atención sobre la naturaleza compuesta de su población y naturalizar su estructuración en torno a un eje vertical.
Además de esta jerarquización artificial de la sociedad, en base al grado de “inmigridad” que afecta a cada una de las cápsulas “étnicas” propuestas, el definido como inmigrante cumple otra función también de orden lógico-simbólico. El paso del inmigrante como producto social al inmigrante como producto cognitivo se lleva a cabo haciendo de él un operador simbólico, cuya función es encarnar un puente entre instancias irreconciliables e incomunicadas, pero que él permite percibir como haciendo contacto y, en consecuencia, provocando una especie de cortocircuito en el sistema social. En efecto, el llamado inmigrante es un extraño, pero convive con nosotros. Está al lado, pero de alguna forma se le percibe como de otro mundo. Georges Simmel lo expresó inmejorablemente en su célebre disgresión sobre el extranjero: “(el extranjero) se ha colocado dentro de un determinado círculo espacial; pero si su posición en su interior depende esencialmente de que no pertenece a él desde siempre, aporta al círculo cualidades que no proceden ni pueden proceder del círculo. La unión entre la proximidad y la lejanía, contenida en todas las relaciones humanas, ha tomado aquí una forma que podría sintetizar de esta manera: la distancia, dentro de la relación, significa que el próximo está lejos, pero el ser extranjero significa que aquello lejano esta cerca” (Simmel, 1977 [1927]: 716).
La ambigüedad y la indefinición del inmigrante son idóneas para reflexionar sobre todo aquello que la sociedad puede percibir como extraño, pero instalado en su propio interior. Está dentro, pero alguna cosa o mucho de él –depende- permanece aún fuera. Está aquí, pero de alguna forma es imaginado permaneciendo aún alli, en otro lugar. O, mejor, no está de hecho en ninguno de los dos lugares, sino como atrapado en el trayecto entre ambos, como si una especie de maldición le hubiera dejando vagando sin solución de continuidad entre su origen y su destino. El inmigrante está condenado a habitar a perpetuidad la fase preliminar de un rito de paso, este espacio que, como escribía Victor Turner (1980: 103-30), hace de aquel que la atraviesa alguien que “no es ni una cosa ni otra”, pero que puede ser simultaneamente las dos condicciones entre las que transita –de aquí, de fuera-, aunque nunca de una forma integral. Ha perdido sus señas de identidad, pero aún no ha recibido plenamente las del iniciado. La figura del inmigrante, puesta de esta forma “entre comillas”, encarna una contradicción estructural, en la que dos posiciones sociológicas antagónicas (cerca-lejos, vecino-forastero) se confunden. Conceptualmente, aparece emparentado con las imágenes analogas del traidor, del espía o, en la metáfora organicista, del cuerpo extraño que hay que extraer, del virus, del germen nocivo, o, por su crecimiento desmesurado y sin control, de la lesión cancerígena. Por esta razón, el inmigrante no sólo es considerado, él mismo, sucio, sino vehículo de representación de todo aquello contaminante o peligroso. Por todo esto, no sorprende el uso paradójico de un participio activo o de presente -inmigrante- para designar a alguien que no está desplazandose sino que se ha convertido o se convertirá en sedentario, y al que, por tanto, debería aplicarse un participio pasado o pasivo, inmigrado. También esto explica que el inmigrante pueda serlo “de segunda o tercera generación”, ya que la “tara” de los padres se ha heredado y, como una especie de pecado original, ha impregnado a las generaciones posteriores.
Esta condición, clasificatoriamente anómala, del llamado inmigrante haría de él un ejemplo de aquello que Mary Douglas (1992) analizaba en sus estudios sobre la relación entre las irregularidades taxonómicas y la percepción social de los riesgos morales, así como las dilucidaciones consecuentes a propósito de la contaminación y la impureza. En esta misma linea, al inmigrante podría aplicársele aquello que Dan Sperber (1975) había conceptualizado sobre los animales monstruosos e híbridos, de manera que lo que éstos resultan ser para el esquema clasificatorio zoológico no sería muy diferente de lo que el inmigrante supondría para el orden que genera y después organiza la heterogeneidad de las ciudades. El inmigrante sólo podría ver resuelta la paradoja lógica que incorpora -una cosa de fuera que está dentro- a la luz de una representación normativa de la que, en el fondo, él resultaria ser el garante último. Es un monstruo, pues es una cosa que no puede ser, una excepción de lo que se representa como el orden natural de la sociedad, un ser afectado por todo un cúmulo de desmesuras o bien de carencias respecto a aquello que se entiende que son los atributos de la normalidad ciudadana. En la ciudad, universo de la hibridación generalizada, al único que se le reconoce como híbrido es precisamente a él, como las sirenas o los centauros, un ser medio-medio. Su existencia es, entonces, la de un error, un accidente que no mejora el sistema social en vigor, constituido por los autodenominados autóctonos, sino que, negándolo, le brinda la oportunidad de confirmarse. Lo hace operando a la manera de un mecanismo mnemotécnico, que evoca la verdad velada y anterior de la sociedad, lo que era y es en realidad, ejemplarmente, en una normalidad que la intrusión del extraño revalida, aunque imposibilite provisionalmente su emergencia.
En resumen, el señalado como inmigrante le permite a la ciudad pensar sus desajustes -fragmentaciones, desórdenes, desalientos, descomposiciones- como el resultado contingente de una presencia aberrante que hay que erradicar: la suya propia.
Como resistencia a la hibridación generalizada y a la incongruencia crónica del modus urbano de vivir se conforma la memoria de una ciudad pristina y esplendorosa, la ciudad familiar, comprensible y tranquila que existía antes de la llegada de los “extranjeros”, y que estos han alterado hasta hacerla irreconocible: la ciudad anterior, sueño de una ciudad ordenada, lisa, dividida en zonas fáciles pero no obligatoriamente accesibles. Esta metrópoli utópica no se inscribe en el futuro, pues es, sobre todo, una ciudad que el imaginario político ha inscrito en el pasado, en el pretérito magnífico en el que aquéllos que se imaginan a sí mismos como los auténticos y legítimos ciudadanos habían podido disfrutar a solas de su ciudad. Son los recien llegados los que han impuesto la confusión, el malentendido, la incertidumbre, el enmarañamiento, los que han creado una ciudad en la que no hay nada orgánico, un espacio sin territorio ni código, disperso pero opaco: aquello que Foucault (1984: 3) denominó una heterotopia. Urbe saturada de signos flotantes, ilegibles, llena de una multitud anónima y plural, similar a aquel magma que veíamos agitarse, turbulento y espontáneo, por las calles de la abominable ciudad de Blade Runner, pesadilla de la polis, dimisión del control sobre lo incontrolable: una masa caótica de extranjeros que hablan una lengua imposible. Desorden inaceptable, que sólamente el retorno de los exiliados habría podido conjurar.

Bibliografía:
Darwin, Ch. 1988 [1959]. El origen de las especies, Ed. 62/Diputación de Barcelona, Barcelona.
Foucault, M. 1984. Las palabras y las cosas, Planeta-Agostini, Barcelona.
Pouillon, J. 1993. «Appertanence et identité», en Le cru et le su, Seuil, París, pp. 112-22.
Prigogine, I. E I. Stengers. 1985. La nueva alianza. Metamorfosis de la ciencia, Alianza, Madrid.
Silva, A. 1992. Imaginarios urbanos, Tercer Mundo, Bogotá.
Simmel, G. 1977 [1927]. «Disgresiones sobre el extranjero», en Sociología 2, Revista de Occidente, Madrid.
Sperber, D. 1975. «Pourquoi les animaux parfaits, les hybrides et les monstres sont-ils bons bons á penser symboliquement», L´homme, XV/2, pp. 5-34.
Turner, V. 1980. «Entre lo uno y lo otro: el periodo liminar en los rites de passage», en La selva de los símbolos, Siglo XXI, Madrid, pp. 103-30.
Wieviorka, M. 1992. El espacio del racismo, Paidós, Barcelona.
Wirth, L. 1988 [1938]. «El urbanismo como forma de vida», en M. Fernández Martorell (ed.), Leer la ciudad, Icaria, Barcelona, pp. 19-54.

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Agosto 05, 2005

Anonimato y ciudadanía

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Escrito por: Manuel Delgado Ruiz

(Mugak, nº 20, tercer trimestre de 2002)

1. CUALQUIERA EN GENERAL, TODOS EN PARTICULAR

Si es verdad que toda sociedad humana es una manifestación de complejidad -¿habrá habido alguna vez, en algún lugar, de veras una sociedad «simple»?-, no lo es menos que la nuestra resulta serlo de una forma especial. Su actividad genera una red inmensa, indeterminada y contradictoria de flujos que se mueven y se mezclan en todas direcciones, que dependen los unos de los otros, que configuran constelaciones sociales siempre inéditas e impredecibles, en el seno de las cuales la perturbación es el estado más normal. No es que nuestra sociedad sea compleja: es que vive de la complejidad y no cesa de producirla. La heterogeneidad generalizada de la cual depende toda sociedad urbana hace de la vida en las ciudades un colosal calidoscopio, en el que es imposible encontrar parcelas cerradas y completamente impermeables, ni configuraciones sociales fijas.
Este mundo que vemos desplegarse cada día en la vía pública es ya un modelo de coexistencia basada en la igualdad y el respeto mutuo, que por desgracia no se extiende aún al conjunto de la vida social. Es cierto que aún no es plenamente así, y que hay demasiadas excepciones y obstáculos que hacen que la calle no pueda realizar de forma plena su vocación de espacio para la libertad. Pero, a pesar de ello, a pesar de las vigilancias y las violencias, en la calle se puede respirar mucho mejor no sólo ya que en las cárceles, en los cuarteles o en los hospitales, sino también mejor que en las escuelas, en las fábricas, en las oficinas e incluso que en un buen número de presuntos hogares. Y si ello es posible es precisamente porque en la calle la gente no se toma mutuamente en cuenta, porque «pasamos» los unos de los otros, salvo que alguna eventualidad convoque la cláusula de ayuda mutua entre desconocidos que todos firmamos como usuarios de los espacios públicos. En los vagones de metro, en los cines, en los cafés..., los peores enemigos, los más irreconciliables rivales se cruzan o permanecen a unos centímetros de distancia unos de otros sin prestarse la mínima atención, disimulando su inquina, posponiendo los ajustes de cuentas, olvidando deliberadamente los daños, quién sabe si perdonándose mutuamente la vida. Con todas las salvedades que se quiera, la inmensa mayoría de nosotros estamos demasiado ocupados, tenemos demasiadas cosas por hacer como para perder el tiempo ofendiéndonos o agrediéndonos por la sola razón de ser absolutamente incompatibles u odiarnos a muerte.
En el espacio público la circulación de los transeúntes puede ser considerada como una sucesión de arreglos de visibilidad y observabilidad ritualizados, un constante trasiego de iniciativas -no todas autorizadas ni pertinentes, por supuesto- en territorios ambiguos, cambiantes y sometidos a todo tipo de imbricaciones y yuxtaposiciones. El orden de la vida pública es el orden del acomodamiento y de los apaños sucesivos, un principio de orden espacial de los tránsitos en el que la liquidez y la buena circulación están aseguradas por una disuasión cooperativa, una multitud de micronegociaciones en las que cada cual está obligado a dar cuenta de sus intenciones inmediatas, al margen de que proteja su imagen y respete el derecho del otro a proteger la suya propia. Ese espacio cognitivo que es la calle obedece a pautas que van más allá -o se sitúan antes, como se prefiera- de las lógicas institucionales y de las causalidades orgánico-estructurales, trascienden o se niegan a penetrar el sistema de las clasificaciones identitarias, puesto que aparece autorregulándose en gran medida a partir de un repertorio de negociaciones y señales autónomos. Allí, en los espacios públicos y semi-públicos en los que en principio nadie debería ejercer el derecho de admisión, dominan principios de reciprocidad simétrica, en los que lo que se intercambia puede ser perfectamente el distanciamiento, la indiferencia y la reserva, pero también la ayuda mutua o la cooperación automática en caso de emergencia. Para que ello ocurra es indispensable que los actores sociales pongan en paréntesis sus universos simbólicos particulares y pospongan para mejor ocasión la proclamación de su verdad.
El criterio que orienta las prácticas urbanas está dominado por el principio de no interferencia, no intervención, ni siquiera prospectiva en los dominios que se entiende que pertenecen a la privacidad de los desconocidos o conocidos relativos con los que se interactúa constantemente. La indiferencia mutua o el principio de reserva se traduce en la pauta que Erving Goffman llamaba de desatención cortés. Esta regla -la forma mínima de ritual interpersonal- consiste en «mostrarle al otro que se le ha visto y que se está atento a su presencia y, un instante más tarde, distraer la atención para hacerle comprender que no es objeto de una curiosidad o de una intención particular. Esa atenuación de la observación, cuyo elemento clave es la «bajada de faros» es decir la desviación de la mirada, implica decirle a aquél con quien se interactúa que no se tienen motivos de sospecha, de preocupación o de alarma ante su presencia. Esa desatención cortés o indiferencia de urbanidad puede superar la desconfianza, la inseguridad o el malestar provocados por la identidad real o imaginada del copresente en el espacio público. En estos casos, la evitación cortés convierte en la víctima del prejuicio o incluso del estigma en -volviendo al lenguaje interaccionista- una no-persona, individuo relegado al fondo del escenario (upstaged) o que queda eclipsado por lo que se produce delante de ellos pero no les incumbe. La premisa es que en cualquier interacción -por efímera que pueda resultar- los agentes deben modelar mutuamente sus acciones, hacerlas recíprocas, garantizar su mutua inteligibilidad escenográfica, distribuir la atención sobre unos componentes más que sobre otros, ajustarlas constantemente a las circunstancias que vayan apareciendo en la interacción. En todos los casos, el extrañamiento mutuo, esto es el permanecer extraños los unos a los otros en un marco tempo-espacial restringido y común, es un ejemplo de orden social realizado en un espacio topológico de actividad. En cualquier caso, el posible estigmatizado o aquel otro que es excluido o marginado en ciertos ámbitos de la vida social se ven beneficiados en los espacios públicos de esa desatención y pueden, aunque sólo sea mientras dure su permanencia en ellos, recibir la misma consideración que las demás personas con quienes comparten esa experiencia de la espacialidad pública, puesto que la indiferencia de que son objeto les libera de la reputación negativa que les afecta en otras circunstancias.
En fin, las personas que comparten los espacios públicos son sólo masas corpóreas, perfiles que han renunciado voluntariamente a toda o a gran parte de su identidad. Han logrado con ello colocarse por encima de toda cosificación, lo que implica que encarnan una especie de cualquiera en general, o, si se prefiere, un todos en particular, que hace bueno el principio interaccionista de que en una sociedad como la nuestra la figura que domina es la del otro generalizado. En la experiencia del espacio público ese otro generalizado ni siquiera es otro concreto, sino otro difuso, sin rostro -puesto que reúne todos los rostros-, acaso tan sólo un amasijo de reflejos y estallidos glaúquicos.

2. EL «MULTICULTURALISMO» Y LA MAGIA CLASIFICATORIA

Es obvio que ni «inmigrante», ni «minoría cultural», ni «minoría étnica» son categorías objetivas, sino etiquetas al servicio de la estigmatización, atributos denegatorios aplicados con la finalidad de señalar la presencia de alguien que es «el diferente», que es «el otro», en un contexto en el cual todo el mundo es, de hecho, diferente y otro. Estas personas a las que se aplica la marca de «étnico», «inmigrante» u «otro» son sistemáticamente obligadas a dar explicaciones, a justificar qué hacen, qué piensan, cuáles son los ritos que siguen, qué comen, cómo es su sexualidad, qué sentimientos religiosos tienen o cuál es la visión que tienen del universo, datos e informaciones que nosotros, los «normales», nos negaríamos en redondo a brindarle a alguien que no formase parte de un núcleo muy reducido de afines. En cambio, el «otro» étnico o cultural y el llamado «inmigrante» no son destinatarios de este derecho. Ellos han de hacerse «comprender», «tolerar», «integrar». Ellos requieren la misericordia moral de la gente con la que viven, que los antirracistas y los antropólogos demuestren hasta qué punto son «inofensivos», incluso la «bondad natural» que guardan detrás de sus estrambóticas y primitivas tradiciones. Todo ello para hacerse perdonar no ser como los demás, y, sobre todo, como si los demás no fuésemos distintos también, heterogéneos, exóticos, exponibles como expresión de los más extravagantes hábitos. El antirracista de buena voluntad y el antropólogo especializado en «minorías culturales» o en «inmigración» hace, en definitiva, lo mismo que el policía que aborda por la calle al sospechoso de ser un «ilegal», un extranjero «sin papeles»: se interesa intensamente por su identidad, quiere saber a toda costa quién es, para confirmar finalmente lo que ya sabía: que no es ni nunca será como nosotros.
Este es el acto primordial del racismo de nuestros días: negarle a ciertas personas calificadas de «diferentes» la posibilidad de pasar desapercibidas, escamotearles el derecho a no dar explicaciones, obligarles a exhibir lo que los demás podemos mantener oculto. El derecho, en definitiva, a guardar silencio, a no declarar, a protegernos ante la tendencia ajena a deconstruir nuestras apariencias, la opción a engatusar, a desplegar argucias y, ¿porqué no?, a mentir. Los teóricos preocupados por las dimensiones minimalistas de la construcción social de la realidad hace mucho que han puesto de relieve cómo la franqueza es, por fuerza, una virtud prescindible. Ese derecho a escabullirse, a ironizar, a ser agente doble o triple, es lo que se le niega a ese «otro» al que se obliga a ser perpetuo prisionero de su «verdad cultural».
El llamado «inmigrante» o el etiquetado dentro de alguna «minoría étnica» se ve convertido en un auténtico discapacitado o minusválido cultural, en el sentido de que, dejando de lado sus dificultades idiomáticas o costumbrarias precisas, se ve cuestionado en su totalidad como ser humano, impugnado puesto que su, por lo demás superable, déficit específico se extiende al conjunto de su personalidad, definida, limitada, marcada por una condición «cultural» de la que no puede ni debe escapar. La torpeza que se le imputa no se debe a una dificultad concreta sino que afecta a la globalidad de sus relaciones sociales. No recibe ni la posibilidad real ni el derecho moral potencial a manejar los marcos locales y perceptivos en que se desarrollan sus actividades, no tiene capacidad de acción sobre el contexto, puesto que arrastra, por decirlo así, el penosísimo peso de su «identidad». No le es dado focalizar los acontecimientos en que se ve inmiscuido en su vida cotidiana, puesto que se le encierra en un constante estado de excepción cultural. Para él la vida cotidiana es una auténtica institución total, un presidio, un reformatorio, un espacio sometido a todo tipo de vigilancias panópticas constantes.
La cuestión no tiene nada de anecdótica. Cuando se dice que la lucha antirracista habría de hacerse no en nombre del «derecho a la diferencia», sino todo lo contrario, en nombre del derecho a la indiferencia, lo que se está haciendo es reclamar para cualquier persona que aparezca a nuestro lado, y sin que importe su identidad como individuo o como molécula de una comunidad, justamente aquello que, como hacía notar Isaac Joseph, se le niega al llamado inmigrante, que es una distinción clara entre público y privado. Escamotearle a alguien -como se está haciendo- ese derecho a una diferenciación nítida entre público y privado es en realidad negarle a este alguien el derecho tanto a la vida privada como a la vida pública. El supuesto «inmigrante» o «étnico» se ve atrapado en una vida privada de la que no puede escapar, puesto que se le imagina esclavo de sus costumbres, prisionero de su cultura, víctima de una serie de trazos conductuales, morales, religiosos, familiares, culinarios que no son naturales, pero que es como si lo fuesen, en la medida que se supone que lo determinan de una manera absoluta e invencible, a la manera de una maldición. Esta omnipresencia de su vida privada es lo que inhabilita para ser aceptado en la esfera pública y le condena a vivir recluido en su privacidad. Una privacidad, sin embargo, que tampoco puede ser plenamente privada, puesto que es expuesta constantemente a la mirada pública y por tanto desprovista de la posibilidad que nuestra privacidad merece de permanecer a salvo de los juicios ajenos y de las indiscreciones. Pocas cosas más públicas que la vida íntima de los «inmigrantes» y de los «étnicos». Pocas cosas despiertan más la curiosidad pública que la «sorprendente identidad» de los trabajadores inmigrantes o de las minorías étnicas de la propia nación. Pocas cosas movilizan tanto la atención de tantos: periodistas, antirracistas, policías, personal sanitario, asistentes sociales, sindicatos, maestros, organizaciones no gubernamentales, juristas, feministas, antropólogos.... Todos ellos profundamente interesados en saber cosas sobre ellos, en saber cómo y dónde viven, cuántos son, cómo se organizan o con quién se relacionan. Una legión de «especialistas cualificados» consagrados a hacer incontestable, desde sus respectivas jurisdicciones, que el subrayado que afecta a algunos seres humanos tiene alguna cosa que ver con las estridencias culturales de que hacen gala las propias víctimas.
Cualquier etólogo certificaría que el peor y más cruel daño que se infringe a los animales cautivos no es negarles la libertad, sino la posibilidad de esconderse. Con los clasificados como «inmigrantes» o «étnicos» pasa una cosa similar, básicamente porque también ellos se ven abocados a verse exhibidos en público como expresión de lo civilizatoriamente remoto y atrasado, seres que son -se considera- en cierta medida más cerca de la naturaleza que de la civilización. En definitiva, ¿qué son las «fiestas de la diversidad» o las «semanas de la tolerancia», sino una suerte de zoos étnicos en los cuales el gran público puede acercase e incluso tocar los especímenes que conforman la etnodiversidad humana? Al exponente de cada una de estas especies culturales -también llamadas «minorías étnicas»- también se le niega, como a los leones de los parques zoológicos, la posibilidad de ocultarse del ojo público, también se le obliga a permanecer en todo momento visible.
Obligándole a subirse sobre una especie de pedestal, desde el que es obligado a pasarse el tiempo informando sobre su identidad, los llamados «inmigrantes», «extranjeros» o «étnicos» hacen inviable el ejercicio del anonimato, ese recurso básico del que se deriva el ejercicio de los fundamentos mismos de la democracia y la modernidad, que no son otros que la civilidad, el civismo y la ciudadanía. Estos ejes de la convivencia democrática que se aplican a individuos que no han de justificar idiosincrasias ni orígenes especiales para recibir el beneficio de la reducción -o la elevación, si se prefiere- a la nada identitaria básica: aquella que hace de cada cual un ser humano, lo que debería ser idéntico a un ciudadano, con todos los derechos y obligaciones consecuentes. Con esta factibilidad de convertirse sencillamente en transeúnte, persona de la calle que no ha de dar explicaciones de nada, es el requisito para cualquier forma de integración social verdadera.

3. EL DERECHO A LA CALLE

No se ha pensado lo suficiente lo que implica este pleno derecho a la calle que se vindica para todos, derecho a la libre accesibilidad al espacio público como máxima expresión del derecho universal a la ciudadanía. La accesibilidad de los lugares, de ahí su condición de «públicos», se muestra entonces como no sólo la capacidad de un lugar para interactuar con otros lugares -que es lo que se diría al respecto desde la arquitectura y el diseño urbano-, sino el núcleo que permite evaluar el nivel de democracia de una sociedad urbana, que es casi lo mismo que su nivel de urbanidad. Esta calle de la que estamos hablando es algo más que una vía por la que transitan de un lado al otro vehículos e individuos, un mero instrumento para los desplazamientos en el seno de la ciudad. Es sobre todo el lugar de epifanía de una sociedad que quisiera ser de verdad democrática, un escenario vacío a disposición de una inteligencia social mínima, de una ética social elemental basada en el consenso y en un contrato de ayuda mutua entre desconocidos. Ámbito al mismo tiempo de la evitación y del encuentro, sociedad igualitaria donde, debilitado el control social, inviable una fiscalización política completa, gobierna una «mano invisible», es decir nadie.
El espacio público es el espacio que posibilita todas las interacciones concebibles, e incluso las inconcebibles. Sirve de rampa para todas las socialidades habidas o por haber. En cambio, en su seno lo que uno encuentra no es propiamente una sociedad, o cuanto menos una sociedad cristalizada, con sus órganos, sus funciones, sus instituciones, etc. En él se ensayan y las más de las veces se abortan todas las combinaciones societarias, de las más armoniosas a las más conflictivas y hasta las que se ha vuelto o están a punto de volverse violentas. Ahora bien, el espacio público no es propiamente ese espacio social en el que Bourdieu podía desmentir la condición singular -puede antojarse maravillosa- de los encuentros azarosos y de las situaciones abstractas a que esos encuentros dan pie. Como en otro lugar se ha tratado de poner de relieve, el espacio público no está estructurado ni desestructurado, sino estructurándose. No es el escenario de una sociedad hecha y derecha, sino una superficie en que se desliza y desborda una sociedad permanentemente inconclusa, una sociedad interminable. En él sólo se puede ser testigo de un trabajo, una tarea de lo social sobre sí mismo. En cuanto las condiciones democráticas que deberían presidirlo se lo permiten, el espacio público se comporta no como un espacio social, determinado por estructuras y enclasamientos, sino como un espacio en muchos sentidos biótico, subsocial o protosocial, un espacio previo a lo social al tiempo que su requisito, premisa escénica de cualquier sociedad. El espacio público es aquél en el que el sujeto que se objetiva, que se hace cuerpo, que reclama y obtiene el derecho de presencia, se nihiliza, se convierte en una nada ambulante e inestable. Esa masa corpórea lleva consigo todas sus propiedades, tanto las que proclama como las que oculta, tanto las reales como las simuladas, las de su infamia y las que le ensalzan, y con respecto a todas esas propiedades lo que pide es que no se tengan en cuenta, que se olviden tanto unas como otras, puesto que el espacio en que ha irrumpido es anterior y ajeno a todo esquema fijado, a todo lugar, a todo orden establecido. Quien se ha hecho presente en el espacio público ha desertado de su sitio y transcurre por lo que por definición es una tierra de nadie, ámbito de la pura disponibilidad, de la pura potencia, territorio lábil -la calle, el vestíbulo de estación, la playa atestada de gente, el pasillo que conecta líneas de metro, el bar, la pista de la discoteca- ordenado por leyes de las que uno podría sospechar que no son exactamente humanas. El único rol que le corresponde es el de tan solo circular. Ese personaje nunca está: estuvo o estará, en cualquier caso se traslada, se mueve, y es sólo ese tránsito que efectúa y en el momento justo en que lo efectúa.
Eso no quiere decir que en el espacio público de las ciudades no rija un principio clasificatorio. Los usuarios del espacio público clasifican lo que los etólogos llaman displays o «muestras». Por medio de éstas, los viandantes anónimos asignan intenciones, evalúan circunstancias, evitan roces y choques, intuyen motivos de alarma, gestionan su imagen e interpretan la de los otros, pactan indiferencias mutuas, se predisponen para coaliciones efímeras. En el espacio público cuentan más las pertinencias que las pertenencias.
Por desgracia, las leyes se encargan de desacreditar este sistema de ordenamiento basado en la autogestión generalizada de las relaciones sociales y organizan su imperio en clasificaciones bien distintas a las de la etología humana en marcos públicos. El agente de policía o el vigilante jurado pueden pedir explicaciones, exigir peajes, interrumpir o impedir los accesos a aquellos que aparecen resaltados no por lo que hacen en el espacio público, sino tan sólo por lo que son o parecen ser, es decir por su «identidad» real o atribuida.
En estos casos, los encargados de la seguridad pública pueden acosar a personas que no ponen en peligro esa seguridad pública, que ni siquiera han dado signos de incompetencia grave, que no han alterado para nada la vida social. Su tarea es exactamente la contraria de la que desarrolla en condiciones normales el usuario ordinario de los espacios públicos. Si éste procura pasar desapercibido y evitar mirar fijamente a los demás con quienes se cruza, el agente del orden se pasa el tiempo mirando a todo el mundo, enfocando directamente a aquellos que podrían parecer sospechosos, no tanto de haber cometido un delito o estar a punto de cometerlo, sino tan sólo de no tener sus papeles en regla, es decir no merecer el derecho de presencia en el espacio público que como ser humano le deberían corresponder. Estos «agentes del orden» pueden interpelar de forma nada amable y a veces violenta a personas a las que ya les «habían echado el ojo encima» por su aspecto fenotípico o su vestimenta, rasgos que dan cuenta de una identidad inquietante no para el resto de peatones, sino para el Estado y sus leyes de extranjería.
Por desgracia también, la antropología aparece aquí como directamente implicada, acaso involuntariamente, en el marcaje de quienes son susceptibles de ser abordados por los «agentes del orden» en función de su presupuesta adscripción grupal. Esa intervención se lleva a cabo precisamente para legitimar y mostrar como inexorable su exclusión del espacio público o las dificultades que encuentran para acceder a él en igualdad de condiciones. En el caso de los llamados «inmigrantes» o los miembros de presuntas minorías étnicas, el antropólogo ha podido contribuir a su estigmatización, subrayando la condición culturalmente extraña que se supone que les afecta y proveyendo de una parrilla clasificatoria que los etnifica casi siempre artificialmente.
Lejos de considerar a los seres humanos que estudia en la pluralidad de situaciones en que aparece constantemente inmiscuido, la «antropología de los inmigrantes» ha dado acríticamente por buenas o ha producido por su cuenta categorías analíticas que han legitimado -cuanto menos potencialmente- la marginalización de una parte de la clase obrera, ha ayudado a encerrarla en una prisión identitaria de la que no era ni posible ni legítimo escapar. En efecto, el aparato terminológico de los antropólogos se ha dedicado a distribuir categorizaciones delimitativas, ha certificado rasgos, inercias y recurrencias basados en clasificaciones «étnicas», cuya función ha sido la de prestar un utillaje cognoscitivo preciso y disponerlo como una modalidad operativa más al servicio de la exclusión. Se ha pasado así, una vez más, de la aséptica definición técnico-especialista a la discriminación social, dándole la razón a las construcciones ideológicas marginalizadoras y a las relaciones sociales asimétricas.
Algo parecido podría decirse en relación con la aplicación a las llamadas «minorías étnicas» las presunciones metodológicas de la etnografía clásica, presentadas bajo el ampuloso nombre de «observación participante», y que implican el cultivo de dos graves malentendidos. El primero es el de la posibilidad de llevar a cabo en contextos urbanizados lo que se da en llamar «estudios de comunidad», que atribuyen a los supuestos colectivos de inmigrantes esos rasgos que harían pertinente un trabajo de campo estandar por parte del antropólogo, es decir una dosis notable de homogeneidad cultural, una vertebración social y una estabilidad territorial. Esa imagen de la ciudad como constituida en un mosaico de zonas en las que podía darse con comunidades con una identidad étnica o religiosa compartida, ha ocultado una realidad mucho más dinámica e inestable, dominada por urdimbres interactivas en que se ven inmiscuidos los llamados inmigrantes y cuyas escenarios e interlocutores trascienden los supuestos límites comunitarios en que se les imagina medio encerrados
Otra cuestión importante, relativa a la posibilidad y, en este caso, a la legitimidad del trabajo de campo con inmigrantes, tiene que ver con una disposición de la división público-privado que no siempre se tiene en cuenta a la hora de hacer preguntas y observaciones. Si es cierto que la investigación de campo siempre implica un cierto grado de violencia y de autoritarismo por parte de ese funcionario enviado por la Administración -aunque sea con una excusa «académica» o «científica»- que es el etnólogo especializado en inmigrantes, ese principio de intromisión se ha de agudizar por fuerza en situaciones en las que el «investigado» ha entendido, como parte de su nuevas competencias culturales, que la protección de la privacidad y de los límites de lo que cada cual considera que es su «verdad secreta» es en lo que en gran medida reside su principio de dignidad humana, aquel mismo que les lleva a reclamar el status de ciudadano de pleno derecho. El etnólogo ha de hacer preguntas inevitablemente indiscretas, seguir de cerca conductas íntimas, «profundizar» en la realidad socio-psicológica de seres a los que ha hecho beneficiarios del título de «otros».
La actualidad del ensayo de Durkheim y Mauss sobre las clasificaciones primitivas nos conduce a apreciar cómo una comprensión heurística de nuestra propia sociedad sólo es posible haciendo inteligible la racionalidad secreta que ésta emplea para clasificar, distribuir, distinguir, separar, poner en relación y jerarquizar por grupos categoriales los objetos tanto humanos como materiales que la conforman. Visiones, al fin, que atienden la vigencia entre nosotros del poder de los sistemas lógicos de denotación. Esa observación nos permite constatar que no son las diferencias culturales las que generan la diversidad, tal y como podría antojarse superficialmente, sino que son los mecanismos de diversificación los que motivan la búsqueda de marcajes que llenen de contenido la voluntad de distinguirse y distinguir a los demás, no pocas veces con fines estigmatizadores o excluyentes. En otras palabras, no se clasifica porque hay cosas que clasificar, sino que es porque clasificamos que las podemos descubrir. No es la diferencia la que suscita la diferenciación, sino la diferenciación la que crea y reifica la diferencia. No nos clasificamos a partir de lo que somos, sino que somos los que somos en tanto que hemos sido clasificados en un determinado compartimiento de la nomenclatura lógico-social en vigor.
Tales sistemas de clasificación son instrumentos cognitivos, es cierto, pero sobre todo son instrumentos de poder. La presuntamente científica etnificación de sectores sociales ya previamente asociados al conflicto y a la marginación tiene como tarea lanzar sobre ellos una suerte de red nominadora de la que surgen, como por encanto, una serie de unidades discretas claras que organizan -verticalmente, por supuesto- una población que no es que estuviese escasamente diferenciada sino que, al contrario, presentaba unos dinteles de complejidad difíciles o imposibles de fiscalizar. Los sistemas institucionales y/o populares de clasificación étnica son un exudado mediante el que el poder político y/o las mayorías sociales justifican, explicitan y aplican su hegemonía. La palabra con que la antropología crea al grupo que nombra lo naturaliza, lo dota al mismo tiempo de atributos y de atribuciones.
Puede ser que no sea factible escapar de esos códigos fundamentales que nos instauran los esquemas de lo que es preceptivo, de lo que debe y puede cambiar, de las jerarquías, de la producción de explicaciones, de las interpretaciones o teorías a la que se entregan sin descanso expertos y especialistas, y entre ellos los antropólogos, para mostrar la inevitabilidad de no importa qué orden, para satisfacer con argumentos «científicos» la necesidad social y política de unificar el pensamiento y desenmarañar lo real, fragmentaciones del saber mediante las que el conocimiento moderno lleva a cabo aquella misma tarea que el totemismo australiano tenía encomendada, al tiempo que, como aquél, persuade del valor incontestable de sus resultados.

4. EL DERECHO A LA MÁSCARA

El transeúnte desconocido, este personaje al mismo tiempo vulgar y misterioso que es el hombre o la mujer de la multitud, es -no lo olvidemos- la materia primera de una sociedad como la nuestra, hecha no tanto de instituciones estables, a la manera de las sociedades pre-modernas o tradicionales, como de relaciones sociales, impersonales, superficiales y segmentarias, fundamentadas en la construcción de situaciones efímeras. En cada una de estas situaciones eventuales los individuos que concurren en pos de una cierta gama de objetivos, en el sentido de que nos hayamos o no incorporado a tal situación de manera voluntaria, nuestro comportamiento aparece orientado por una idea u otra de lo que queremos que ocurra en ellas. Esta participación se produce en términos de papel o de rol, que es la manera de indicar cómo cada elemento copresente negocia su relación con los demás a partir de un uso diferenciado de los recursos con los que cuenta. Esta idea de rol es fundamental, pues se opone a la de status que caracterizaba las relaciones sociales en las sociedades tradicionales no urbanizadas, que servía para indicar una serie de derechos y deberes claramente definidos e inmutables que cada cual recibía en su nacimiento en un lugar u otro de la estructura social. Al encadenar el llamado «otro cultural» con una estatuación fija e inmutable, al negarle la posibilidad de jugar libremente al juego de la vida social, utilizando todo tipo de estratagemas y tácticas, incluso el farol y la impostura, ponemos de manifiesto hasta que punto nuestra sociedad aún está lejos de realizarse en tanto que aquello que presume ser, es decir moderna.
Las relaciones de tránsito consisten en vínculos ocasionales entre «conocidos de vista» o extraños totales, con frecuencia en marcos de interacción mínima, en la frontera misma de no ser relación en absoluto. Hablamos de aquella unidad fundamental del análisis interaccionista que son los avatares de la vida pública, entendida como la serie de agregaciones casuales, espontáneas, consistentes en mezclarse durante y por causa de las actividades ordinarias. Las unidades que se forman surgen y se diluyen continuamente, siguiendo el ritmo y el flujo de la vida diaria, lo que causa una trama inmensa de interacciones efímeras que se entrelazan siguiendo reglas explícitas, pero sobre todo latentes o inconscientes.
Conocer o intuir las pautas que ordenan en secreto estas relaciones ocasionales es indispensable para poder interactuar de forma apropiada a cada circunstancia y a cada contexto. Cada vez que están en presencia ejecutan comportamientos y acciones reglamentadas, muchas veces sin darnos cuenta, en las cuales resulta indispensable esconder cosas, utilizar dobles lenguajes, escaquearse, «salirse por la tangente», «guardarse cartas en la manga», etc. Para tal finalidad, el papel del anonimato y la reserva es estratégico, puesto que los protagonistas de la interacción transitoria no se conocen apenas, no saben nada el uno del otro, y reciben la posibilidad de albergarse bajo capa de anonimato, una especie de película protectora que hace de su auténtica identidad, sus puntos débiles y sus verdaderas intenciones un arcano para el otro.
De las personas con las que nos relacionamos cada día, la mayoría de ellas son un incógnito, en esencia porque son eso, personas, es decir -si hemos de tener presente la etimología del término- máscaras. Desconocemos de ellas o apenas llegamos a intuir cosas como su ideología, su origen étnico o social, su edad precisa, dónde viven, sus gustos. En la mayoría de aspectos de la vida ordinaria, todo sujeto no puede conjugarse a sí mismo sino en relativo. Con frecuencia no sabemos ni tan solo su nombre. En el espacio público ese sujeto que se oculta ha recibido permiso para dotarse de una opacidad y para definirse aparte, en otros sitios, en otros momentos.
Por la posibilidad que tienen de encubrir quién son en realidad y qué pretenden, los desconocidos que conforman sociedades provisionales pueden aplicar todo tipo de técnicas relacionales basadas en la simulación, con abundancia de medias verdades y, si el guión lo exige, de engaños. En los contextos de tránsito, todo el mundo no sólo tiene derecho a enredar, sino que con frecuencia no tiene más remedio que hacerlo. Todos nosotros, que también simulamos y nos refugiamos en la ambigüedad y la farsa, no tenemos más remedio que basarnos en impresiones fragmentarias, extraídas de signos externos -manera de vestirse, estilo de peinado, rasgos fenotípicos, el diario que traen bajo el brazo, gestos indeterminados, comentarios dispersos...- como las únicas pistas que nos permiten, siempre de manera defectuosa, inferir las predisposiciones de nuestros interlocutores eventuales, hacer la prospectiva de sus acciones inminentes o tratar de adivinar sus objetivos a medio o largo plazo. Con frecuencia esas prácticas de encubrimiento tras una apariencia simple no responden tanto a una voluntad explícita de engañar como a una buena voluntad a la hora de ayudar a aquél con quien se interactúa brevemente a que controle la inestabilidad y la incertidumbre de las situaciones.
Estas sociedades imprevistas entre extraños pueden convertirse en una fuente notable de inquietud y en ciertas oportunidades revestirse de amenaza, pero también ser el punto de partida de cambios vitales o incluso una fugaz obertura hacia lo maravilloso. Es verdad que se ha repetido que la gente está muy sola, que la vida urbana es inhumana y neurotizante y que lo que se agita por las calles es en realidad una unión de individuos solitarios, pero también lo es que la vida en las ciudades es un estímulo para la emancipación humana y una expectativa permanente activada hacia lo insólito. En cada momento, un desconocido está a punto de irrumpir en el escenario de nuestra existencia sin pedirnos permiso. Podría ser alguien que hasta ese momento no había jugado ningún papel de relieve o podría ser alguien cuya existencia ni siquiera sospechábamos, pero que se convierte súbitamente en portador de acontecimientos excepcionales. Individuos que no formaban parte de ninguna de nuestras relaciones significativas pasan de repente a tener una relevancia inesperada y ofrecernos una sorpresa inimaginable. Puede ocurrir en cualquier lugar público o semipúblico, en la parada del autobús, en el supermercado, en la piscina en verano, en un café, al doblar una esquina... Allá donde no había relación social en absoluto, pueden aparecer de pronto nuevos contactos, vínculos inéditos inicialmente furtivos, pero que pueden devenir en un momento en algo íntimo y profundo.
En estas situaciones de tránsito se concreta la condición que con frecuencia la vida social puede tener de un proceso mediante el cual los actores resuelven significativamente sus problemas, adaptándose la naturaleza y la persistencia de sus soluciones prácticas. En cada encuentro entre desconocidos totales o relativos cada uno de los interactuantes trata de elaborar una especie de teoría práctica, un razonamiento empírico en orden a procurar establecer y describir su normalidad y la racionalidad de las situaciones en que se va viendo involucrado. El punto crucial es que no existe un orden social que tenga existencia por sí mismo e independientemente de ser conocido y articulado por sus miembros, en la medida que toda sociedad no es una norma o código a obedecer, sino un orden realizado, cumplido sobre la marcha.
La violencia está ahí, continúa estando ahí como pura posibilidad de una relación social extrema, último recurso que podría salvar en el último momento el socius. Se sabe que ese espacio -pura potencialidad- podría explicitar en cualquier momento su predisposición para albergar y hasta suscitar el conflicto, devenir de un momento a otro, como consecuencia de la propia fragilidad que lo caracteriza, escenario de todo tipo de torsiones y espasmos, hasta del horror. Pero en tanto ese momento no llega, los transeúntes aceptan un pacto de no agresión, un contrato de no-violencia. En la calle reina el principio de reciprocidad en la indiferencia, una economía espacial, puesto que es un espacio compartido, la posesión y el consumo del cual está terminantemente prohibido.
A nivel general, hemos visto que el derecho al anonimato es un requisito del principio de ciudadanía. De él depende que se cumpla esa función moderna del espacio público como fundamento mismo -especificidad y abstracción máximas a la vez- del proyecto democrático, tal y como autores como Hannah Arendt o Jürgen Habermas han sostenido. Espacio público: espacio de un intercambio ilimitado, esfera para la acción comunicativa generalizada y el despliegue infinito de prácticas y argumentos cruzados entre personas que se acreditan mutuamente la racionalidad y competencia de sus actos. Es en eso en lo que debería consistir la multiculturalidad, no en lo que hoy es, la reificación de un inexistente mosaico de «minorías» preformadas y se supone que articuladas, integradas o asimiladas estructuralmente, sino la disolución de toda presunta minoría en un espacio dramático compartido y accesible a todos.
En un plano más concreto acabamos de reconocer como el ingrediente básico por la práctica competente de la vida ordinaria, esta posibilidad de vivir como todo el mundo, es decir diferentemente, que le es negada paradójicamente a quienes reciben el atributo de «diferentes». En cualquiera de estos dos aspectos, no se está hablando de otra cosa del derecho a devenir tan solo alguien que pasa, un payo o una paya, un «tío» o una «tía», un tipo que va o que viene -¿cómo saberlo?- sin ver detenida su marcha ni por alguien que de uniforme le pida los «papeles», ni por alguien que se empeñe en «comprenderle» y acabe exhibiéndolo en una especie de feria de los monstruos culturales. Un masa corpórea que, como cualquiera, va «a la suya», pero que puede ser protagonista, en el momento menos pensado, de los más grandes heroísmos o generosidades: a un mismo tiempo el elemento más trivial y más enigmático de la vida urbana.
El peatón hace alguna cosa más que caminar, atravesar cuando el semáforo se pone en verde, mirar aparadores, esperando alguien mojándose bajo la lluvia o detener taxis. Su modesto chino-chano es un acto profundamente lírico, una forma de escritura en que cada trayecto que traza es un relato, una historia íntima, una siembra de memoria que hace de su autor el fundamento de toda experiencia moderna del urbano. Nuestro andariego es también un personaje que desasosiega al poder, en la medida que no hay forma de saber todo lo que esconde o si prepara alguna. Es un ser impredecible que cuando se une a otros teje con ellos una espesa nube opaca a ras de suelo a través de la cual quienes vigilan no pueden discernir nada. De este ser anónimo apenas saben algo. Tenemos como indicio su aspecto, su rostro -percibido en el brevísimo intervalo en que le miramos de reojo- o el ritmo con que se desplaza. Sabemos que ha salido de algún sitio, pero no sabemos de cuál. Es, pues, alguien sin origen. No sabemos dónde va ni lo que pretende. Es, por tanto, alguien sin destino ni función. Sabemos que, de hecho, es en otro sitio, en el sentido de que sus pensamientos no están ahí, sino seguramente lejos, «en sus cosas». Es por ello un enigma.
Estos caminantes, que van de aquí para allá trazando diagramas aparentemente caprichosos, constituyen la forma moderna por excelencia de cooperación: espontánea, autorregulada, reducida a pautas mínimas, basada en el consenso y no en la coacción, disponible siempre por lo que Comte llamó el altruismo, que conoce su expresión más auténtica y radical cuando se ejerce entre gente que nunca se había visto hasta entonces y a la que no se volverá a ver nunca más. Hablar de aquí de extranjeros no tiene demasiado sentido, en tanto nos encontramos ante un universo dislocado, en el cual todo el mundo aparece desplazado y desplazándose y en el que la figura del forastero es un imposible lógico, puesto que todos los presentes lo son.
Esta comunidad peripatética no aparece nunca concluida, siempre está a medio hacer. Es una sociedad que se trabaja a sí misma y que es sólo ese trabajo el que interminablemente la hace. No tiene órganos ni estructuras acabadas, sino que se construye, se disuelve y se vuelve a construir ininterrumpidamente.
Ese orden es un «desorden» autoorganizado, el resultado de la autogestión de millones de moléculas independientes que se las apañan para convivir a base de acuerdos puntuales y efímeros. Sus componentes no se hablan, no tienen nada que decirse, básicamente porque están de acuerdo en lo más importante: convivir. Tampoco se miran, ya que la mirada fija de un desconocido sólo puede anunciar una inminente agresión o el inicio de un gran amor. No se tocan. Miles de personas circulando en todas direcciones y por espacios reducidos... ¡y sin apenas rozarse entre ellas! Los miembros de esta colectividad perpetuamente intranquila acuerdan protegerse los unos de los otros mediante el anonimato, la reserva y la indiferencia mutua. A la mínima oportunidad, sin embargo, los socios de esta inmensa sociedad anónima que es -o debería ser- una ciudad podrían demostrarse su potencia solidaria y altruista. Saben que en cualquier momento podrían necesitarse mutuamente, sin que les importe nunca quién es el otro, sino tan sólo lo que le pasa.

Escrito por Parafrenia a las 07:53 PM | Comentarios (0)

Diciembre 20, 2004

En el principio fue la línea de comandos

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Escrito por: Neal Stephenson

Traducción de: Asunción Alvarez.
Edición XHTML de: David de Ugarte y Natalia Fernández

Introducción

Hace cerca de veinte años a Jobs y Wozniak, los fundadores de Apple, se les ocurrió la muy extraña idea de vender máquinas de procesamiento de información para uso doméstico. El negocio despegó, y sus fundadores hicieron un montón de dinero y recibieron el crédito que merecían como osados visionarios. Pero sobre la misma época, a Bill Gates y Paul Allen se les ocurrió una idea todavía más extraña y fantasiosa: vender sistemas operativos de ordenador. Esto era mucho más extraño que la idea de Jobs y Wozniak. Un ordenador por lo menos tenía cierta realidad física. Venía en una caja, podía abrirse y enchufarse y se podía ver cómo parpadeaban las luces. Un sistema operativo no tenía ninguna encarnación tangible. Venía en un disco, claro, pero el disco no era, a todos los efectos, más que la caja que contenía el sistema operativo. El producto mismo era una serie muy larga de unos y ceros que, cuando se instalaba y se cuidaba bien, te daba la capacidad de manipular otras series muy largas de unos y ceros. Incluso los pocos que de hecho comprendían qué era un sistema operativo de ordenador posiblemente pensaban en ello como un prodigio increíblemente complicado de la ingeniería, como un reactor o un avión espía U-2, y no algo que pudiera llegar a ser (en la jerga de la alta tecnología) productizado.
Pero ahora la compañía que fundaron Gates y Allen vende sistemas operativos como Gillette vende hojas de afeitar. Se lanzan nuevas versiones de sistemas operativos como si fueran películas de Hollywood, con el respaldo de celebridades, apariciones en talk shows, y giras mundiales. Su mercado es lo bastante vasto como para que la gente se preocupe de si ha sido monopolizado por una compañía. Incluso los menos inclinados a la técnica de nuestra sociedad tienen ahora al menos una idea nebulosa de lo que hacen los sistemas operativos; lo que es más, tienen fuertes opiniones sobre sus méritos relativos. Es ya un conocimiento compartido el que, si tienes un software que funciona en tu Macintosh, y lo pasas a una máquina Wondows, no funciona. Esto sería, de hecho, un error risible e idiota, como clavar herraduras en las ruedas de un coche.
Una persona que entrara en coma antes de la fundación de Microsoft y despertara hoy, tomaría el New York Times de esta mañana y no entendería nada -- casi:
Ítem: el hombre más rico del mundo hizo su fortuna a partir de ¿qué? ¿Ferrocarriles? ¿Buques? ¿Petróleo? No, sistemas operativos. Ítem: el Departamento de Justicia está investigando el supuesto monopolio en sistemas operativos de Microsoft con herramientas legales que se inventaron para restringir el poder de los jefes de bandas de ladrones del siglo diecinueve.
Ítem: una amiga mía me contó recientemente que había interrumpido un (hasta entonces) estimulante intercambio de e-mails con un joven. Al principio parecía un tipo tan inteligente e interesante, dijo, pero luego empezó a ponerse en plan PC-contra-Mac. ¿Qué diablos está pasando aquí? Y ¿tiene futuro el negocio de los sistemas operativos, o sólo pasado? Ésta es mi opinión, que es completamente subjetiva; pero dado que me he pasado bastante tiempo no sólo usando, sino programando en Macintosh, Windows, Linux y los BeOS, tal vez no sea tan desinformada como para carecer completamente de valor. Éste es un ensayo subjetivo, más crítica que artículo de investigación, y puede parecer injusto o sesgado comparado con lo que se puede encontrar en las revistas de PC. Pero desde que salió el Mac, nuestros sistemas operativos están basados en metáforas, y, por lo que a mí respecta, es legítimo cuestionar cualquier cosa con metáforas dentro.

Descapotables, tanques, y batmóviles

En la época en que Jobs, Wozniak, Gates, y Allen estaban soñando estos planes inverosímiles, yo era un adolescente que vivía en Ames, Iowa. El padre de uno de mis amigos tenía un viejo descapotable oxidándose en el garaje. A veces de hecho conseguía que arrancara y cuando lo hacía nos llevaba a dar una vuelta por el barrio, con una expresión memorable de salvaje entusiasmo juvenil en la cara; para sus preocupados pasajeros, era un loco, tosiendo y renqueando por Ames, Iowa y tragándose el polvo de oxidados Gremlins y Pintos, pero en su propia imaginación él era Dustin Hoffman cruzando el Puente de la Bahía con el cabello al viento.
Mirando atrás, esto me reveló dos cosas acerca de la relación de las personas con la tecnología. Una fue que el romanticismo y la imagen influyen mucho sobre su opinión. Si lo dudan (y tienen un montón de tiempo libre), pregúntenle a cualquiera que tenga un Macintosh y que por ello imagina ser miembro de una minoría oprimida.
El otro punto, algo más sutil, fue que la interfaz es muy importante. Claro que aquel deportivo era un coche malísimo en casi cualquier aspecto importante: pesado, poco fiable, poco potente. Pero era divertido conducirlo. Respondía. Cada guijarro de la carretera se sentía en los huesos, cada matiz en el asfalto se transmitía instantáneamente a las manos del conductor. Podía escuchar al motor y saber qué fallaba. El volante respondía inmediatamente a las órdenes de las manos. Para nosotros los pasajeros, era un ejercicio fútil de no ir a ningún lado -- más o menos tan interesante como mirar por encima del hombre de alguien que mete números en una hoja de cálculo. Pero para el conductor era una experiencia. Durante un breve tiempo, estaba expandiendo su cuerpo y sus sentidos en un ámbito más amplio, y haciendo cosas que no podía hacer sin ayuda.
La analogía entre coches y sistemas operativos es bastante buena, así que permítanmente seguir con ella durante un rato, como modo de dar un resumen sumario de nuestra situación hoy en día.
Imagínense un cruce de carreteras donde hay cuatro puntos de venta de coches. Uno de ellos (Microsoft) es mucho, mucho mayor que los demás. Comenzó hace años vendiendo bicletas de tres velocidades (MS-DOS); no eran perfectas, pero funcionaban, y cuando se rompían se arreglaban fácilmente.
Enfrente estaba la tienda de bicicletas rival (Apple), que un día empezó a vender vehículos motorizados -- coches caros, pero de estilo atractivo, con los mecanismos herméticamente sellados, de tal modo que su funcionamiento era algo misterioso.
La tienda grande respondió apresurándose a sacar un kit de actualización (el Windows original) al mercado. Éste era un dispositivo que, cuando se atornillaba a una bicicleta de tres velocidades, le permitía seguir, a duras penas, el ritmo de los coches Apple. Los usuarios tenían que usar gafas de protección y siempre estaban sacándose bichos de los dientes mientras los usuarios de Apple corrían en su confort herméticamente sellado, burlándose por las ventanillas. Pero los Micro-motopedales eran baratos, y fáciles de reparar comparados con los coches Apple, y su cuota de mercado creció.
Al final la tienda grande acabó por sacar un coche en toda regla: un monovolumen colosal (Windows 95). Tenía el encanto estético de un bloque soviético de viviendas para obreros, perdía aceite y le estallaban las bujías, y fue un éxito tremendo. Poco tiempo después, sacaron también un enorme vehículo pesado destinado a los usuarios industriales (Windows NT), que no era más bonito que el monovolumen, y sólo algo más fiable.
Desde entonces ha habido un montón de ruido y gritos, pero poco ha cambiado. La tienda pequeña sigue vendiendo elegantes sedanes de estilo europeo y gastándose mucho dinero en campañas publicitarias. Tienen carteles de ¡LIQUIDACIÓN! puestos en el escaparate desde hace tanto tiempo que ya están amarillos dy arrugados. La tienda grande sigue fabricando monovolúmenes y vehículos pesados, cada vez más y más grandes.
Al otro lado de la carretera hay dos competidores que llegaron más recientemente. Uno de ellos, (Be, Inc.) vende Batmóviles plenamente operativos (los BeOS). Son más bonitos y elegantes incluso que los eurosedanes, mejor diseñados, más avanzados tecnológicamente, y al menos tan fiables como cualquier otra cosa en el mercado - y sin embargo son más baratos que los demás.
Con una excepción, claro: Linux, que está enfrente mismo, y que no es un negocio en absoluto. Es un conjunto de tiendas de campaña, yurtas, tipis, y cúpulas geodésicas levantadas en un prado y organizadas por consenso. La gente que vive allí fabrica tanques. No son como los anticuados tanques soviéticos de hierro forjado; son más parecidos a los tanques M1 del ejército americano, hechos de materiales de la era espacial y llenos de sofisticada tecnología de arriba abajo. Pero son mejores que los tanques del ejército. Han sido modificados de tal modo que nunca, nunca se averían, son lo bastante ligeros y maniobrables como para usarlos en la calle, y no consumen más combustible que un coche compacto. Estos tanques se producen ahí mismo a un ritmo aterrador, y hay un número enorme de ellos alineados junto a la carretera con las llaves puestas. Cualquiera que quiera puede simplemente montarase en uno y marcharse con él gratis.
Los clientes llegan a este cruce en multitudes, día y noche. El noventa por ciento se van derechos a la tienda grande y compran monovolúmenes o vehículos pesados. Ni siquiera miran las otras tiendas.
Del diez por ciento restante, la mayoría va y compra un elegante eurosedán, deteniéndose sólo para mirar por encima del hombro a los filisteos que compran monovolúmenes y vehículos para circulación fuera de carretera. Si acaso llegan a fijarse siquiera en la gente al otro lado de la carretera, vendiendo los vehículos más baratos y técnicamente superiores, estos clientes los desprecian, considerándolos lunáticos y descerebrados.
La tienda de Batmóviles vende unos pocos vehículos al maniático de los coches ocasional que quiere un segundo vehículo además de su monovolumen, pero parece aceptar, al menos de momento, que es un jugador marginal.
El grupo que regala los tanques sólo permanece vivo porque lo llevan voluntarios, que se alinean al borde de la calle con megáfonos, tratando de llamar la atención de los clientes sobre esta increíble situación. Una conversación típica es algo así:
Hacker con megáfono: ¡Ahorra dinero! ¡Acepta uno de nuestros tanques gratis! ¡Es invulnerable, y puede atravesar roquedales y ciénagas a noventa millas por hora consumiendo un galón cada cien millas!
Futuro comprador de monovolumen: Ya sé que lo que dices es cierto... pero... eh... ¡yo no sé mantener un tanque!
Megáfono: ¡Tampoco sabes mantener un monovolumen!
Comprador: Pero esta tienda tiene mecánicos contratados. Si le pasa algo a mi monovolumen, puedo tomarme un día libre del trabajo, traerlo aquí, y pagarles para que trabajen en él mientras yo me siento en la sala de espera durante horas, escuchando música de ascensor.
Megáfono: ¡Pero si aceptas uno de nuestros tanques gratuitos te mandaremos voluntarios a tu casa para que lo arreglen gratis mientras duermes!
Comprador: ¡Manténte alejado de mi casa, bicho raro!
Megáfono: Pero...
Comprador: ¿Es que no ves que todo el mundo está comprando monovolúmenes?

Lanzador de bits

La conexión entre coches y modos de interactuar con los ordenadores no se me habría ocurrido en la época en que me llevaban de paseo en aquel descapotable. Me había apuntado a una clase de programación en el Instituto de Ames. Tras unas cuantas clases introductorias, nos dieron permiso a los estudiantes para entrar en una sala diminuta que contenía un teletipo, un teléfono, y un módem anticuado consistente en una caja de metal con un par de cuencas de plástico encima (Nota: muchos lectores, abriéndose camino a través de esta última oración, probablemente sintieron un retortijón inicial de temor de que este ensayo estuviera a punto de convertirse en una tediosa batallita sobre lo difícil que lo teníamos en los viejos tiempos; tranquilícense: lo que estoy haciendo, de hecho, es colocar mis piezas sobre el tablero de ajedrez, por así decirlo, preparándome para realizar una observación sobre temas realmente interesantes y actualizados como el Software de Código Abierto). El teletipo era exactamente el mismo tipo de máquina que se había usado, durante décadas, para envíar y recibir telegramas. Era básicamente una máquina de escribir ruidosa que sólo podía producir MAYÚSCULAS. Montada a un lado había una máquina más pequeña con un largo rollo de cinta de papel, y una cesta de plástico transparente debajo.
Para conectar este aparato (que no era un ordenador en absoluto) con la Universidad Estatal de Iowa al otro lado de la ciudad, había que coger el teléfono, marcar el número del ordenador, esperar a que llegaran ruidos raros, y entonces colocar el auricular en las cuencas de plástico. Si acertabas, una cuenca envolvía sus labios de neopreno en torno a la parte de la oreja y el otro en torno a la parte de la boca, consumando una especie de sesenta y nueva informacional. El teletipo se estremecía mientras era poseído por el espíritu del lejano ordenador, y empezaba a martillear mensajes crípticos.
Puesto que el tiempo de ordenador era un recurso escaso, usábamos una especie de técnica de procesamiento en racimo. Antes de marcar en el teléfono, conectábamos la perforadora de cinta (una máquina subsidiaria atornillada al costado del teletipo) y tecleábamos nuestros programas. Cada vez que pulsábamos una teclar, el teletipo imprimía una letra en el papel delante nuestro, de tal modo que pudiéramos leer lo que habíamos escrito; pero al mismo tiempo convertía la letra en un conjunto de ocho dígitos binarios, o bits, y perforaba un patrón correspondiente de agujeros a lo ancho de una cinta de papel. Los diminutos discos de papel salidos de la cinta caían en la cesta de plástico transparente, que lentamente se llanaba de lo que sólo puede describirse como bits reales. El último día del curso, el chico más listo de la clase (no yo) saltó desde detrás de su pupitre y lanzó varios kilos de estos bits por encima de la cabeza de nuestro profesor, como confetti, como una especie de broma semiafectuosa. La imagen de aquel hombre sentado allí, atenazado por las fases iniciales de una atávica reacción de lucha-o-huye, con millones de bits (megabytes) cayéndole por el pelo y metiéndosele por la nariz y la boca, el rostro poniéndosele morado a medida que se aproximaba a la explosión, es la escena más memorable de mi educación formal.
De cualquier modo, resultará obvio que mi interacción con el ordenador fue de una naturaleza extremadamente formal, estando dividia en diferentes fases, a saber:
1. Lentado en casa con lápiz y papel, a millas y millas de cualquier ordenador, pensaba mucho acerca de lo que quería que hiciera el ordenador, y traducía mis intenciones a un lenguaje informático - una serie de símbolos alfanuméricos sobre la página.
2. Llevaba esto a través de una especie de cordón sanitario informacional (tres millas a través de tormentas de nieve) hasta el colegio e introducía aquellas letras en una máquina - no un ordenador - que convertía los símbolos en números binarios y los registramente visiblemente en cinta.
3. Entonces, mediante el módem de las cuencas de goma, enviaba aquellos números al ordenador de la universidad, que
4. hacía aritmética con ellos y devolvía números diferentes al teletipo
5. El teletipo convertía estos números de nuevo en letras y los martilleaba en una página y
6. yo, mirando, interpretaba las letras como símbolos significativos.
El reparto de responsabilidades que todo esto conlleva es admirablemente limpio: los ordenadores hacen aritmética con bits de información. Los humanos interpretan los bits como símbolos significativos. Pero está distinción está desdibujándose, o al menos complicándose, con la llegada de los sistemas operativos modernos que usan, y frecuentemente abusan, del poder de la metáfora para hacer los ordenadores disponibles para un público más amplio. Por el camino - posiblemente debido a estas metáfora, que hacen de un sistema operativo una especie de obra de arte - la gente empieza a ponerse emotiva, y le toma cariño a fragmentos de software del mismo modo que el padre de mi amigo le tenía cariño a su descapotable.
Puede que la gente que sólo ha interactuado con ordenador a través de interfaces gráficas de usuario como el MacOS o Windows - es decir, casi cualquiera que haya usado un ordenador - se haya sorprendido, o al menos llamado la atención, lo de la máquina de telégrafos que yo usaba para comunicarme con un ordenador en 1973. Pero había, y hay, una buena razón para usar este tipo particular de tecnología. Los seres humanos la danza, y las expresiones faciales, pero algunas de ellas son más susceptibles que las demás de expresarse como series de símbolos. El lenguaje escrito es la más fácil, porque, por supuesto, ya consiste en series de símbolos para empezar. Si resulta que los símbolos pertenecen a un alfabeto fonético (y no son, por ejemplo, ideogramas), convertirlos en bits es un procedimiento trivial que se fijó tecnológicamente en el siglo XIX, con la introducción del código morse de otras formas de telegrafía.
Teníamos una interfaz humano/ordenador cien años antes de tener ordenadores. Cuando se crearon los ordenadores en la época de la Segunda Guerra Mundial, los humanos, de modo natural, se conmunicaron con ellos injertándolos en tecnologías ya existentes para traducir letras a bits y viceversa: teletipos y máquinas de tarjetas perforadas.
Éstas encarnaban dos enfoques fundamentalmente diferentes de la computación. Cuando se usaban tarjetas, se perforaba todo un taco y se pasaban por el lector a la vez, lo cual se llamaba procesamiento por hornadas. También se podía hacer procesamiento por hornadas con un teletipo, como ya he descrito, usando el lector de cinta de papel, y ciertamente se nos animaba a adoptar este enfoque cuando yo estaba en el instituto. Pero - aunque se hacían esfuerzos por mantenernos ignorantes de esto - el teletipo podía hacer algo que el lector de tarjetas no podía. En el teletipo, una vez se establecía el vínculo con el módem, se podía introducir sólo una línea y pulsar la tecla de retorno. El teletipo enviaría entonces esa línea al ordenador, que podía responder o no con líneas propias, que el teletipo martillearía - produciendo, con el tiempo, una transcripción del intercambio mantenido con la máquina. Este modo de hacerlo ni siquiera tenía nombre entonces, pero cuando, mucho más tarde, apareció una alternativa, se denominó retroactivamente la Interfaz de Línea de comandos.
Cuando fui a la universidad, usaba los ordenadores en grandes salas abarrotadas donde manadas de estudiantes se sentaban frente a versiones ligeramente actualizadas de las mismas máquinas y escribían programas informáticos; éstas usaban mecanismos de impresión por matrices de puntos, pero eran (desde el punto de vista de la máquina) idénticas a los antiguos teletipos. En aquel momento, los ordenadores compartían mejor el tiempo - es decir, los mainframes seguían siendo los mainframes, pero se comunicaban mejor con un gran número de terminales a la vez. En consecuencia, ya no era necesaria usar procesamiento por hornadas. Los lectores de tarjetas fueron desterrados a pasillos y sótanos, y el procesamiento por hornadas se convirtió en una cosa exclusiva de empollones, y en consecuencia adquirió un cierto tinte arcano incluso entre aquellos de nosotros que sabíamos siquiera que existía. Todos evitábamos ya la interfaz de Hornada, habiéndonos pasado a la Línea de comandos - mi primer cambio de paradigma operativo, y yo sin enterarme.
Había una enorme pila de papel plegado en el suelo bajo cada uno de estos teletipos glorificados, y millas de papel se estremecían mientras pasaban por sus rodillos. Casi todo este papel se tiraba o se reciclaba sin haber sido tocado jamás por la tinta - una atrocidad ecológica tan flagrante que aquellas máquinas pronto fueron reemplazadas por terminales de vídeo - los llamados teletipos de vidrio -, que eran más slenciosos y no desperdiciaban papel. Sin embargo, desde el punto de vista del ordenador, éstos también eran indistinguibles de las máquinas de teletipo de la Segunda Guerra Mundial. A todos los efectos, seguimos usando tecnología victoriana para comunicarnos con los ordenadores haste cerca de 1984, cuando se introdujo el Macintosh con su Interfaz Gráfica de Usuario (GUI). Incluso después de eso, la Línea de comandos siguió existiendo como estrato subyacente - una especie de reflejo medular - a muchos sistemas informáticos modernos durante la edad de oro de los GUIs.
Lo primero que tiene que hacer cualquier progamador al escribir un nuevo fragmento de software es decidir cómo tomar la información con que está trabajando (en un programa gráfico, una imagen; en una hoja de cálculo, una tabla de números) y convertirla en una serie lineal de bytes. Estas sartas de bytes se denominan habitualmente archivos o (de modo algo más a la última) flujos. Son a los telegramas lo que los humanos actuales son al hombre de Cromagnon, lo que quiere decir la misma cosa con distinto nombre. Todo lo que se ve en la pantalla del ordenador - TOMB RAIDER, los correos electrónicos de voz digitalizada, los faxes, y los documentos de procesador de textos escritos en treinta siete tipos diferentes - sigue siendo, desde el punto de vista del ordenador, igual que telegramas, sólo que son mucho más largos, y requieren más aritmética.
El modo más rápido de apreciarlo es encendiendo el navegador, visitando un sitio web, y seleccionando el ítem Ver Código Fuente en el menús. Saldrá código informático parecido a éste:


Esto se llama HTML, Lenguaje de Marcado de HiperTexto, y básicamente es un lenguaje de programación muy sencillo que le dice al navegador cómo dibujar una página en la pantalla. Cualquiera puede aprender HTML y mucha gente lo hacer. Lo importante es que, por muchas espléndidas páginas multimedia que representen, los archivos de HTML son sólo telegramas.
Cuando Ronald Reagan era locutor de radio, solía informar de los partidos de béisbol leyendo las concisas descripciones que llegaban por el telégrafo y se imprimían en cinta de papel. Se sentaba solo en una habitación insonorizada con un micrófono, y la cinta de papel salía de la máquina y le caía en la palma de la mano, cubierta de crípticas abeviaturas. Si el tanteo pasaba de tres a dos, Reagan describía la escena como se la imaginaba: El fornido zurdo sale del puesto de bateo para secarse el sudor. El árbitro se adelanta para limpiar el polvo de la base etc. Cuando el criptograma en la cinta de papel anunciaba un golpe en una base, Reagan golpeaba el borde de la mesa con un lápiz, creando un pequeño efecto sonoro, y describía el arco de la pelota como si pudiera verlo de verdad. Sus oyentes, muchos de los cuales presumiblemente creían que Reagan estaba de hecho en el campo de juego viendo el partido, reconstruían la escena en su mente según sus descripciones.
Así es exactamente como funciona la WWW: los archivos HTML son la concisa descripción en la cinta de papel, y el navegador es Ronald Reagan. Lo mismo vale para los GUIs en general.
Así que un sistema operativo es un montón de metáforas y abstracciones que media entre los telegramas y tú, encarnando diversos trucos que el programadosr usó para convertir la información con la que estás trabajando - ya sean imágenes, mensajes de correo electrónico, películas, o documentos de procesador de textos - en las sartas de bytes que son lo único con lo que funcionan los ordenadores. Cuando usamos equipo telegráfico genuino (teletipos) o sus sustitutos de alta tecnología (teletipos de vidrio, o la línea de comandos de MS-DOS) para trabajar con nuestros ordenadores, estamos muy cerca de la base de este montón. Cuando usamos la mayor parte de sistemas operativos modernos, sin embargo, nuestra interacción con la máquina se ve fuertemente mediada. Todo lo que hacemos es interpretados oy traducido una y otra vez mientras se abre camino a través de todas las metáfora y abstracciones.
El sistema operativo de Macintosh fue una revolución en el buen y en el mal sentido. Obviamente era cierto que las interfaces de línea de comandos no eran para todo el mundo, y que estaría bien hacer los ordenadores accesibles a un público menos técnico - si no porrazones altruistas, entonces porque este tipo de persona constituía un mercado incomparablemente mayor. Está claro que los ingenieros del Mac vieron todo un país nuevo que se les abría; casi podías oírles mascullas, ¡Caray! ¡Ya no tenemos que limitarnos a los archivos como flujos lineales de bytes, vive la revolution, veamos lo lejos que llegamos con esto!. No había ninguna interfaz de línea de comandos disponible en el Macintosh; hablabas con la máquina a través del ratón, o no hablabas. Ésta era una especie de declaración de principios, una credencial de pureza revolucionaria. Parecía que los diseñadores del Mac pretendían barrer las Interfaces de Línea de comandos a la papelera de la historia.
Mi propia historia de amor con el Macintosh comenzó en la primavera de 1984 en una tienda de ordenadores en Cedar Rapids, Iowa, cuando un amigo mío - por coincidencia, el hijo del dueño del descapotable - me mostró un Macintosh ejecutando MacPaint, el revolucionario programa de diseño. Terminó en julio de 1995 cuando traté de guardar un archivo grande e importante en mi Macintosh Powerbook y en vez de eso destruyó los datos de modo tan concienzudo que dos programas distintos de recuperación de datos fueron incapaces de hallar rastro alguno de que hubiera existido jamás. En aquellos diez años, sentía una pasión por el MacOS que en aquel momento parecía virtuosa y razonable, pero que mirando atrás me parece el mismo tipo de enamoramiento engañoso que el padre de mi amigo tenía con su coche.
La introducción del Mac inició una especie de guerra santa en el mundo de la informática. ¿Eran los GUIs una brillante innovación tecnológica que convertía a los ordenadores en más accesibles para los humanos y por tanto para las masas, llevándonos a una revolución sin precedentes en la sociedad humana, o una insultante chorrada audiovisual diseñada por hackers zumbados de San Francisco, que despojaba a los ordenadores de su potencia y flexibilidad y convertía el serio y noble arte de la computación en un pueril videojuego?
Este debate, de hecho, me parece más interesante hoy en día que a mediados de los 80. Pero la gente más o menos dejó de debatir cuando Microsoft respaldó la idea de los GUIs al sacar el primer Windows. En aquel momento, los partidarios de la línea de comandos se vieron relegados al status de viejos carcamales, mientras se disparaba un nuevo conflicto entre usuarios de MacOS y usuarios de Windows.
Había mucho sobre lo que discutir. Los primeros Macintosh parecían distintos de otros PCs incluso estando apagados: consistían en una caja que contenía tanto la CPU (la parte del ordenador que hace aritmética con los bits) como la pantalla del monitor. Esto suponía, en aquel momento, una especie de afirmación filosófica: Apple quería convertir el ordenador personal en un electrodoméstico, como la tostadora. Pero también reflejaba las exigencias puramente técnicas de ejecutar una inferfaz gráfica de usuario. En una máquina de GUI, los chips que dibujan las cosas en la pantalla tienen que ir integrados con la unidad de procesamiento central, o CPU, del ordenador, en un grado mucho mayor que en las interfaces de línea de comandos, que hasta hace poco ni siquiera sabían que no estaban hablando sólo con teletipos.
Esta distinción era de naturaleza técnica y abstracta, pero se hacía más clara cuando la máquina fallaba (como sucede frecuentemente con tecnologías cuyo funcionamiento se comprende mejor viéndolas fallar). Cuando todo se iba a la porra y la CPU empezaba a escupir bits aleatoriamente, el resultado, en una máquina de interfaz de línea de comandos, era líneas y líneas de caracteres perfectamente formados pero aleatorios en la pantalla - lo que los conocedores conocían como ponerse cirílico. Pero para el MacOS la pantalla no era teletipo sino un lugar en el que poner gráficos; la imagen en pantalla era un mapa de bits, una representación literal de los contenidos de una parte dada de la memoria del ordenador. Cuando el ordenador fallaba y escribía tonterías en el mapa de bits, el resultado era algo que recordaba vagamente a la nieve en una televisión estropeada - un snow crash.
E incluso tras la introducción de Windows, las diferencias subyacentes persistieron; cuando una máquina Windows tenía problemas, la vieja interfaz de línea de comandos caía sobre el GUI como un telón de amianto sellando el escenario de una ópera incendiada. Cuando un Macintosh tenía problemas te presentaba el dibujito de una bomba, que resultaba gracioso la primera vez que los veías.
Y éstas no eran en absoluto diferencias superficiales. El retorno de Windows a una interfaz de línea de comandos cuando tenía problemas les demostraba a los partidarios del Mac que Windows no era más que una fachada barata, como una chillona manta afgana tendida sobre un sofa putrefacto. Les perturbaba y molestaba la sensación de que bajo la ostensiblemente amistosa interfaz de usuario de Windows había - literalmente - un subtexto.
Por su parte, los fans de Windows podrían haber observado agriamente que todos los ordenadores, incluso los Macintosh, estaban construidos sobre ese mismo subtexto, y que la negativa de los dueños de Macs a admitir ese hecho parecía apuntar a una voluntad, incluso un deseo, de engañarse.
En cualquier caso, un Macintosh tenía que mover bits individuales en los chips de memoria en la tarjeta de vídeo, y tenía que hacerlo muy rápido, y en patrones arbitrariamente complicados. Hoy en día esto resulta barato y fácil, pero en el régimen tecnológico vigente a principios de los 80, el único modo realista de hacerlo era integrar la placa base (que contenía la CPU) y el sistema de vídeo (que contenía la memoria proyectada sobre la pantalla) como un todo - de ahí el único contenedor, herméticamente sellado, que hacía al Macintosh tan distintivo.
Cuando salió Windows, llamaba la atención por su fealdad, y sus actuales sucesores, Windows 95 y Windows NT, no son cosas que la gente pagaría por ver. La absoluta falta de atención de Microsoft por la estética nos daba a todos los amantes del Mac muchas oportunidades para mirarles por encima del hombro. El que Windos se pareciera un montón a un calco directo de MacOS nos daba además una fuerte sensación de ultraje moral. Entre las personas que realmente conocían y apreciaban los ordenadores (los hackers, en el sentido no peyorativo que Steven Levy le da a la palabra) y unos pocos otros ámbitos como los músicos profesionales, los artistas gráficos y los maestros, el Macintosh, durante un tiempo, era simplemente el ordenador. No sólo se consideraba una obra soberbia de ingeniería, sino la encarnación de ciertos ideales acerca del uso de la tecnología para beneficiar a la humanidad, mientras que Windows se consideraba una imitación patéticamente torpe y una siniestra combinación para dominar el mundo, todo en uno. Ya entonces se había establecido un patrón que persiste hasta nuestros días: a la gente no le gusta Microsoft, lo cual es aceptable; pero no les gusta por razones mal consideradas y en último término contradictorias.

Lucha de clases en el escritorio

Ahora que ya hemos dejado claro el trasfondo, merece la pena revisar algunos hechos básicos: como cualquier compañía de accionariado público y con fines de lucro, Microsoft ha tomado prestado un montón de dinero de algunas personas (sus accionistas) para estar en el negocio del bit. Como ejecutivo de esa compañía, Bill Gates sólo tiene una responsabilidad, que es maximizar el rendimiento de las inversiones. Lo ha hecho increíblemente bien. Cualquier acción emprendida en el mundo por Microsoft - cualquier software que lancen, por ejemplo - es básicamente un epifenómeno que no puede comprenderse ni entederse salvo en la medida en que reflejan el desempeño por Bill Gates de su única responsibilidad.
De ello se sigue que si Microsoft vende mercancías que son estéticamente desagradables, o que no funcionan demasiado bien, no significa que sean (respectivamente) filisteos o medio tontos. Se debe a que la excelente dirección de Microsoft ha llegado a la conclusión de que pueden ganar más dinero para sus accionistas lanzando productos con imperfecciones obvias y conocidas del que ganarían haciéndolos hermosos o libres de errores. Esto es irritante, pero (al final) no tan irritante como contemplar cómo Apple se autodestruye inexplicable e implacablemente.
No resulta difícil encontrar en la Red una hostilidad hacia Microsoft que mezcla dos elementos: resentidos que sienten que Microsoft es demasiado poderosa, y desdeñosos que creen que es chapucera. Esto recuerda fuertemente al periodo álgido del comunismo y el socialismo, cuando se odiaba a la burguesía desde ambos lados: los proletarios, porque la burguesía tenía todo el dinero, y los intelectuales, por su tendencia a gastárselo en enanitos de jardín. Microsoft es la encarnación misma de la moderna prosperidad de alta tecnología - en una palabra, es burguesa - y atrae todos los mismos odios.
La pantalla inicial de Microsoft Word 6.0 lo resumía todo bastante bien: cuando iniciabas el programa te soltaba la imagen de un bolígrafo caro encima de un par de folios de papel de escritura hecho a mano. Obviamente, era un intento por hacer que el software pareciera pijo, y puede que valiera para algunos, pero no para mí, porque era un bolígrafo, y yo soy hombre de pluma estilográfica. Si lo hubiera hecho Apple, habrían usado una pluma Mont Blanc, o quizás un pincel caligráfico chino. Dudo que esto fuera accidental. Hace poco estuve reinstalando Windows NT en uno de los ordenadores de mi casa, y tuve que hacer doble clic en el icono del Panel de Control muchas veces. Por razones que resulta difícil comprender, este icono consiste en el dibujito de un martillo y una broca o un destornillador encima de una carpeta de archivos.
Estas meteduras de pata estéticas le dan a uno unas ganas casi incontrolables de reírse de Microsoft, pero, de nuevo, ésa no es la cuestión - si Microsoft hubiese hecho pruebas con grupos diana sobe posibles gráficos alternativos, probablemente habrían hallado que el oficinista medio asociaba las estilográficas con los amanerados ejecutivos de rango más alto, y estaba más cómodo con los bolígrafos. De igual forma, los tipos normales, los papás con entradas del mundo que posiblemente cargan con la responsabilidad de montar y configurar el ordenador en casa, probablemente prefieren el dibujito de un martillo - quizás al tiempo que albergan fantasías de usar un martillo de verdad con sus ordenadores.
Es el único modo en que consigo explicar cierto hechos curiosos acerca del actual mercado de sistemas operativos, tales como el que el noventa por ciento de todos los clientes sigan comprando monovolúmenes de la tienda de Microsfot mientras que un se puede llevar los tanques gratuitos sin más, al otro lado de la calle.
A Bill Gates no le resultó difícil distribuir una sarta de unos y ceros, una vez se le ocurrió la idea. Lo duro era venderla - asegurarles a los clientes que de hecho estaban obteniendo algo a cambio de su dinero.
Cualquier que haya comprado software en una tienda alguna vez habrá tenido la curiosamente desalentadora experiencia de llevarse la caja envuelta en plástico a casa, abrirla, encontrarse con el 95% es aire, tirar todas las tarjetitas, propaganda, y basura, y meter el disco en el ordenador. El resultado final (después de haber perdido el disco) no es nada más que algunas imágenes en la pantalla del ordenador, y algunas posibilidades de que antes se carecía. A veces, ni siquiera eso - en vez de ello, uno se encuentra con una serie de mensajes de error. Pero el dinero se ha ido definitivamente. Ahora casi estamos acostumbrados e esto pero hace veinte años era una proposición muy sospechosa. De todas formas, Bill Gates consiguió que funcionara. No hizo que funcionara vendiendo el mejor software ni ofreciendo el precio más barato. Pero de algún modo consiguió que la gente creyera que estaban recibiendo algo a cambio de su dinero.
Las calles de todas las ciudades del mundo están llenas de esos pesados, ruidosos monovolúmenes. Cualquiera que no tenga uno se siente un poco raro, y se pregunta, pese a sí mismo, si no será hora de dejar de resistirse y comprar uno; cualquiera que tenga uno, se siente seguro que ha adquirido una posesión significativa, incluso los días en que el vehículo está en el taller de reparación.
Todo esto es perfectamente congruente con la pertenencia a la burguesía, que es un estado tanto mental como material. Y explica por qué Microsoft se ve constantemente atacado en la Red desde ambos lados. Los que se siente pobres y oprimidos interpretan todo lo que hace Microsoft como parte de algún siniestro complot orwelliano. A los que les gusta considerarse usuarios inteligentes e informados les desquicia lo chapucero de Windows.
No hay nada que moleste más a las personas sofisticadas que ver cómo alguien que es lo bastante rico como para evitarlo es hortera - a menos que se den cuenta, un momento después, de que probablemente sabe que es hortera y sencillamente no le importa y va a seguir siendo hortera, y rico, y feliz, para siempre. Microsoft tiene la misma relación con la élite de Silicon Valley que la que mantenían los Beverly Hillbillies con su banquero, el Sr. Drysdale-- a quien no le irrita tanto el hecho de que los Clampetts se mudaran a su barrio como el saber que, cuando Jethro tenga setenta años, seguirá hablando como un paleto y llevando petos, y seguirá siendo mucho más rico que el Sr. Drysdale.
Incluso el hardware que empleaba Windows, comparado con las máquinas que sacaba Apple, parecía cosa de palurdos, y en su mayor parte sigue pareciéndolo. La razón es que Apple era y es una compañía de hardware, mientras que Microsoft era y es una compañía de software. Apple tenía así el monopolio del hardware que ejecutaba MacOS, mientras que el hardware compatible con Windows venía del mercado libre. El mercado libre parece haber decidido que la gente no va a pagar por ordenadores elegantes; los fabricantes de hardware para PC que contratan a diseñadores para hacer que sus productos tengan un aire distintivo acaban vapuleados por fabricantes taiwaneses de clones metidos en cajas que parecen ladrillos que uno se encontraría delante de una caravana. Pero Apple podía hacer su software todo lo bonito que quisiera y simplemente pasarle la factura a sus encantados consumidores, como yo. La semana pasada (escribo esta frase a principios de enero de 1999), las secciones de tecnología de todos los periódicos estaban llenas de reportajes aduladores sobre el lanzamiento por Apple del iMac en varios colores nuevos, como Arándano y Mandarina.
Apple siempre ha insistido en tener el monopolio de su hardware, salvo durante un breve periodo a mediados de los 90, cuando permitieron que los fabricantes de clones compitieran con ellas, antes de acabar con su negocio. El hardware de Macintosh, en consecuencia, era caro. No lo abrías y enredabas con él porque hacerlo anulaba la garantía. De hecho, el primer Mac estaba específicamente diseñado para resultar difícil de abrir - necesitabas un juego de herramientas exóticas, que podías comprar mediante pequeños anuncios que empezaron a aparecer en las páginas finales de las revistas unos pocos meses después de que saliera al mercado el Mac. Estos anuncios siempre tenían un cierto aire sórdido, como si anunciaran ganzúas en la contraportada de sensacionalistas revistas de detectives.
Esta política de monopolio puede explicarse al menos de tres maneras distintas.
LA EXPLICACIÓN CARITATIVA es que la política de monopolio sobre el hardware reflejaba el deseo por parte de Apple de proporcionar una unión sin fallas de hardware, sistema operativo, y software. Algo hay de esto. Ya resulta bastante difícl diseñar un sistema operativo que funcione bien en un hardware específico, diseñado y probado por ingenieros que trabajan al lado, en la misma compañía. Diseñar un sistema operativo que funcione en un hardware cualquiera, fabricado por hacedores de clones rabiosamente competitivos al otro lado de la Línea de Fecha Internacional, es muy difícil, y explica gran parte de los problemas que tiene la gente cuando usa Windows.
LA EXPLICACIÓN FINANCIERA es que Apple, a diferencia de Microsoft, es y siempre ha sido una compañía de hardware. Sencillamente depende de los ingresos de la venta de hardware, y no puede subsistir sin ellos.
LA EXPLICACIÓN NO TAN CARITATIVA tiene que ver con la cultura corporativa de Apple, que tiene sus raíces en el Baby Boom del Área de la Bahía de San Francisco.
Dado que voy a hablar sobre cultura durante un rato, probablemente está bien que ponga las cartas sobre la mesa, para protegerme de las acusaciones de conflicto de intereses y falta de ética:
1. Geográficamente, soy de Seattle, de temperamento saturnino, e inclinado a mirar con malos ojos la dionisíaca Área de la Bahía de San Francisco, igual que a ellos nosotros les molestamos y escandalizamos.
2. Cronológicamente pertenezco a una generación posterior al Baby Boom. Al menos, así me siento, ya que nunca experimenté las partes divertidas y emocionantes del Baby Boom - sólo me pasé un montón de tiempo riendo apropiadamente ante las irritantemente vacuas anécdotas de los pertenecientes al Baby Boom sobre lo puestos que iban en diversas ocasiones, y escuchando cortés sus aseveraciones de lo estupenda que era su música. Pero incluso desde aquella distancia resultaba posible extraer ciertos patrones, y uno que reaparecía tan regularmente como una leyenda urbana era el de alguien que había mudado a una comuna de hippies con sandalias y signos de la paz para acabar descubriendo que, bajo aquella fachada, los tipos al mando eran de hecho obsesos del control; y que, dado que vivir en una comuna, donde los ideales de la paz, el amor y la armonía se mantenían de boquilla, les había privado de válvulas de escape normales y socialmente admitidas para su obsesión, tendía a salir de de otros modos, invariablemente más siniestros
Dejaré el aplicar esto al caso de Apple como ejercicio para el lector - un ejercicio no demasiado difícil.
Resulta un poco desconcertante, al principio, pensar en Apple como un obseso del control, porque contradice completamente su imagen corporativa. ¿No fueron estos los tipos que lanzaron los famosos anuncios durante la Super Bowl en los que ejecutivos trajeados, con los ojos vendados, saltaban como lemmings de un acantilado? ¿No es ésta la compañía que ahora mismo saca anuncios con el Dalai Lama (salvo en Hong Kong) y Einstein y otros rebeldes alternativos?
Ciertamente es la misma compañía, y el hecho de que hayan implantado esta imagen de sí mismos como librepensadores creativos y rebeldes en la mente de tantos escépticos inteligentes y encallecidos por los medios realmente hace que uno se pare a pensar. Da fe del insidioso poder de las campañas publicitarias costosas y tal vez, en cierta medida, de la facilidad de la gente para creer lo que quiere creer. También suscita la pregunta de por qué a Microsoft se le da tan mal las relaciones públicas, cuando la historia de Apple demuestra que, pasándoles gordos cheques a buenas agencias publicitarias, se puede implantar una imagen corporativa en la mente de personas inteligentes que difiere completamente de la realidad. (La respuesta, para aquéllos a los que no les gustan las espadas de Damocles, es que, ya que Microsoft se ha hecho con las mentes y los corazones de la silenciosa mayoría - la burguesía -, les importa un pito tener una imagen elegante, igual que Richard Nixon. Quiero creer,- el mantra que Fox Mulder tiene puesto en la pared de su despacho en los Expedientes X - resulta aplicable de diferentes modos a estas dos compañías; los partidarios del Mac quieren creen en la imagen de Apple que transmiten estos anuncios, y en la noción de que los Macs son de algún modo fundamentalmente diferentes de otros ordenadores, mientras que los seguidores de Windows quieren creer que obtienen algo a cambio de su dinero, mediante una respetable transacción comercial).
En cualquier caso, en 1987 tanto MacOs como Windows ya estaban en el mercado, ejecutándose en plataformas de hardware que eran radicalmente diferentes entre sí - no sólo en el sentido de que MacOS usaba chips de CPU de Motorola, mientras que WIndows usaba Intel, sino también en el sentido - entonces pasado por alto, pero a largo plazo mucho más significativo - de que el negocio de hardware de Apple era un monopolio rígido y Windows era un abierto-a-todos.
Pero todas las ramificaciones de esto no estuvieron claras hasta muy recientemente - de hecho, aún están desplegándose, de modos notablemente extraños, como explicaré cuando lleguemos a Linux. El resultado es que millones de personas se acostumbraron a usar GUIs de una forma u otra. Con ello, hicieron que Apple/Microsoft ganaran un montón de dinero. La fortuna de muchas personas ha acabado por ir ligada a la capacidad de estas compañías de seguir vendiendo productos cuya vendibilidad resulta muy cuestionable.
Cuando Gates y Allen inventaron la idea de vender software, se encontraron con la crítica tanto de los hackers como de los sobrios hombres de negocios. Los hackers entendían que el software sólo era información, y le ponían objeciones a la idea de venderla. Estas objeciones eran en parte morales. Los hackers salían del mundo científico y académico, donde resulta imperativo hacer los resultados del propio trabajo disponibles para el público. También eran en parte prácticas: ¿cómo puedes vender algo que puede copiarse fácilmente? Los hombres de negocioes, que son el polo opuesto de los hackers en tantos aspectos, tenían sus propias objeciones. Acostumbrados a vender tostadoras y seguros, era natural que les resultara difícil comprender cómo una larga sarta de unos y ceros podía constituir un producto vendible.
Obviamente, Microsoft remontó estas objeciones, así como Apple. Pero las objeciones siguen ahí. El hacker más hacker de todos, el Ur-hacker por así decirlo, era y es Richard Stallman, que se irritó tanto con la malvada práctica de vender software que, en 1984 (el mismo año en que salió a la venta el Macintosh) fue y fundó algo llamado la FUNDACIÓN DEL SOFTWARE LIBRE (Free Software Foundation), que comenzó a trabajar en algo llamando GNU. GNU son las siglas de Gnu's Not Unix, Gnu No es Unix, pero se trata de una broma en más de un sentido, porque GNU ciertamente ES Unix. Debido a cuestiones de copyright (UNIX es una marca de AT&T), sencillamente no podían afirmar que fuera Unix, y así, sólo para asegurarse, afirmaban que no lo era. Pese al incomparable talento y empuje del Sr. Stallman y otros seguidores de GNU, su proyecto no pudo construir una Unix gratuita para competir contra los sistemas operativos de Windows y Apple era un poco como tratar de excavar un sistema de metro con una cucharilla. Esto es, hasta la llegada de Linux, de la que hablaré luego.
Pero la idea básica de recrear un sistema operativo a partir de la nada era perfectamente consistente y completamente factible. Se ha hecho muchas veces. Es inherente a la naturaleza misma de los sistemas operativos.
Los sistemas operativos no son estrictamente necesarios. No hay razón por la que un escritor de código lo bastante dedicado no pueda partir de la nada en cada proyecto y escribir nuevo código para manejar operaciones tan básicas y de bajo nivel como controlar las cabezas lectoras/escritoras en los controladores de disco y activar píxeles en pantalla. Los primeros ordenadores tenían que programarse de est modo. Pero dado que casi todos los programas tienen que desempeñar las mismas operaciones básicas, este enfoque llevaría a una tremenda duplicación del esfuerzo
No hay nada más desagradable para el hacker que la duplicación del esfuerzo. El primer y más importante hábito mental que desarrolla la gente cuando aprende a escribir programas de ordenador es generalizar, generalizar, generalizar. Hacer su código lo más modular y flexible posible, descomponer los problemas grandes en pequeñas subrutinas que puedan usarse una y otra vez en diferentes contextos. En consecuencia, el desarrollo de los sistemas operativos, pese a ser técnicamente innecesario, era inevitable. Porque en el fondo un sistema operativo no es más que una biblioteca que contiene el código más usado, escrito una vez (y con suerte, bien escrito), y puesto a disposición de cualquier escritor de código que lo necesite.
Así que un sistema operativo privado y secreto es una contradicción en términos. Va contra la razón de ser de los sistemas operativos. Y de cualquier modo es imposible mantenerlos en secreto. El código fuente - las líneas originales de texto escritas por los programadores - pueden mantenerse en secreto. Pero el conjunto de un sistema operativo es una colección de pequeñas subrutinas que realizan tareas muy específicas y mur claramente definidas. Qué hacen exactamente esas subrutinas ha de ser público, de forma muy explícita y exacta, o de lo contrario el sistema operativo es completamente inservible para los programadores; no pueden usar esas subrutinas si no tienen perfecta y total comprensión de lo que hacen las subrutinas.
Lo único que no se hace público es exáctamente cómo hacen las subrutinas lo que hacen. Pero una vez sabes lo que hace una subrutina, generalmente resulta bastante fácil (si eres un hacker) escribir tu propia rutina que haga exactamente lo mismo. Puedes tardar algo, y resulta tedioso y poco gratificante, pero en la mayoría de los casos no es demasiado difícil.
Lo que es difícil, para un hacker como para un escritor de ficción, no es escribir; es decidir qué escribir. Y los vendedores de sistemas operativos comerciales ya han decidido, y han hecho públicas sus decisiones.
Esto se sabe desde hace mucho. MS-DOS fue duplicado funcionalmente por un producto rival, escrito a partir de la nada, llamado PRODOS; que hacía las mismas cosas de modo muy parecido. En otras palabras, otra compañía pudo escribir código que hacía las mismas cosas que MS-DOS y lo vendió para obtener beneficios. Si usas el sistema operativo de Linux, puedes obtener un programa gratuiro llamando WINE que es un emulador de Windows; esto es, puedes abrir una ventan en tu escritorio que ejecuta programas de Windows. Quiere decir que se ha recreado un sistema operativo de Windows completamente funcional dentro de Unix, como un barquito en una botella. Y el propio Unix, que es un sistema operativo mucho más sofisticado que MS-DOS, ha sido reconstruido a partir de la nada una y otra vez. Sun, Hewlett-Packard, AT&T, Silicon Graphics, IBM, y otros vendieron versiones de él.
En otras palabras, la gente lleva reescribiendo código básico de sistemas operativos tanto tiemo que toda la tecnología que consitutía un SISTEMA OPERATIVO en el sentido tradicional (pre-GUI) de esa expresión es ahora tan barata y común que es literalmente gratuita. No sólo no podrían Gates y Allen vender MS-DOS hoy, ni siquiera podrían regalarlo, por ya se regalan sistemas operativos mucho más potentes. Incluso el Windows original (que era el único sistema de ventanas hasta 1995) ya no vale nada, dado que no tiene sentido poseer algo que puede emularse dentro de Linux - que es gratuito.
De este modo, el negocio de los sistemas operativos es muy diferente de, pongamos, el negocio de la venta de coches. Incluso un viejo coche de segunda mano tiene algún valor. Puedes usarlo para ir al basurero, o vender sus partes. El destino de los bienes manufacturados es depreciarse lentamente a medida que envejecen y tienen que competir contra productos más modernos.
Pero el destino de los sistemas operativos es volverse gratuitos.
Microsoft es una gran compañía de aplicaciones de software. El de las aplicaciones - tales como Microsoft Word - es un área en el que la innovación lleva beneficios reales, directos y tangibles a los usuarios. Las innovaciones pueden consistir en nueva tecnología recién salida del departamento de investigación, o pueden estár en la categoría de los lacitos decorativos, pero en cualquier caso a menudo resultan útiles y parecen contentar a los usuarios. Y Microsoft está convirtiéndose en una gran compañía de investigación. Esto no se debe necesariamente a que sus sistemas operativos sean todos tan maloes desde el punto de vista puramente tecnológico. Los sistemas operativos de Microsoft tienen sus problemas, claro, pero son mucho mejores de lo que solían ser, y son adecuados para la mayor parte de la gente.
¿Por qué digo entonces que Microsoft no es es una compañía de sistemas operativos tan grandes? Por la naturaleza misma de los sistemas operativos es tal que no tiene sentido que una compañía específica los desarrolle y posea. Para empezar, es un trabajo muy desagradecido. Las aplicaciones crean posibilidades para millones de usuarios crédulos, mientras que los sistemas operativos imponen limitaciones a millones de cascarrabias escritores de código, y así los hacedores de sistemas operativos siempre estarán en la lista negra de cualquiera que cuente en el mundo de la alta tecnología. Las aplicaciones las usan personas cuyo gran problema es comprender todas sus características, mientras que los sistemas operativos se ven hackeados por escritores de código irritados con sus limitaciones. El negocio de los sistemas operativos ha sido bueno para Microsoft sólo en la medida en que les ha proporcionado el dinero necesario para lanzar un negocio de software de aplicaciones realmente bueno y contratar a un montón de investigadores inteligentes. Ahora debiera estar en posición de desembarazarse de su sistema operativo, como los cohetes se libran en algún momento de los tanques vacíos de combustible. La gran pregunta es si Microsoft es capaz de hacerlo. ¿O es adicta a la venta de sistemas operativos del mismo modo que Apple lo es de la venta de hardware?
Hay que tener en cuenta que los observadores expertos citaban en un tiempo la capacidad de Apple de monopolizar su propia provisión de hardware como su gran ventaja frente a Microsoft. En aquella época, parecía situarles en una posición mucho más fuerte. Al final, casi les mató, y todavía puede matarlos. El problema para Apple era que la mayor parte de los usuarios de ordenador del mundo acaba comprando hardware más barato. Pero un hardware barato no podía ejecutar MacOS, y esa gente se pasó a Windows.
Sustituyan hardware por sistemas operativos, y Apple por Microsoft y verán cómo lo mismo está a punto de suceder de nuevo. Microsoft domina el mercado de sistemas operativos, lo cual les reporta ingresos y parece una gran idea de momento. Pero hay sistemas operativos mejores y más baratos, y están haciéndose cada vez más populares en partes del mundo que no están tan saturadas de ordenadores como los EEUU. Dentro de diez años, puede que la mayoría de los usuarios de ordenador del mundo acabe por tener estos sistemas operativos más baratos. Pero estos sistemas operativos, de momento, no ejecutan ninguna aplicación de Windows, y así esta gente acabará usando otra cosa.
Por expresarlo de forma más directa: cada vez que alguien decide usar un sistema operativo que no es de Microsoft, la división de sistemas operativos de Microsfot obviamente pierde un cliente. Pero, tal como están las cosas, la división de aplicaciones de Microsoft también pierde un cliente. No es para tanto, dado que casi todo el mundo usa sistemas operativos de Microsoft. Pero en cuanto la cuota de mercado de Windows empiece a disminuir, las matemáticas van a ponerse bastante torvas para los de Redmond.
Podría replicarse a este argumento diciendo que Microsoft sencillamente podría recompilar sus aplicaciones para que pudieran ejecutarse en otros sistemas operativos. Pero esta estrategia va contra los instintos corporativos normales. El caso de Apple resulta de nuevo instructivo. Cuando las cosas empezaron a ponerse feas para Apple, debieron haber llevado su sistema operativo a un hardware barato. Pero no lo hicieron. Por el contrario, trataron de hacer que su brillante hardware diera lo más posible de sí, añadiendo nuevas posibilidades y expandiendo la línea de productos. Pero esto sólo tuvo el efecto de hacer su sistema operativo más dependiente de esas características especiales del hardware, lo cual al final resulta peor para ellos.
Igualmente, cuando la posición de Microsoft en el mundo de los sistemas operativos se vea amenazada, sus instintos corporativos les dirán que apilen más posibilidades en sus sistemas operativos, y luego reconfiguren sus aplicaciones de software para explotar esas posibilidades especiales. Pero esto sólo tendrá el efecto de hacer que sus aplicaciones dependan de un sistema oeprativo con una cuota de mercado decreciente, y al final será peor para ellos.
El mercado de los sistemas operativos es una trampa letal, un pozo de brea, una ciénaga. Sólo hay dos motivos para invertir en Apple y en Microsoft.
1. Cada una de estas compañías está en lo que llamaríamos una relación de codependencia con sus clientes. Los clientes Quieren Creer, y Apple y Microsoft saben cómo darles lo que quieren.
2. Cada ompañía trabaja muy duro para añadir nuevas posibilidades a sus sistemas operativos, lo cual tiene el efecto de asegurar la lealtad de sus clientes, al menos durante un tiempo.
En consecuencia, la mayor parte del resto de este ensayo tratará sobre estos dos temas.

La Tecnosfera

Unix es el único sistema operativo que queda cuyo GUI (un montón de código llamado el X Windows System) está separado del sistema operativo en el antiguo sentido del término. Es decir, que puedes ejecutar Unix en puro modo de línea de comandos si quieres, sin ventanas, iconos, ratones, etc., y seguirá siendo Unix y capaz de hacer todo lo que se supone que hace Unix. Pero los demás sistemas operativos: MacOS, la familia Windows y BeOS, tienen sus GUIs enmarañados con las anticuadas funciones del sistema operativo en tal grado que tienen que ejecutarse en modo GUI o no se ejecutan verdaderamente. Así que ya no es posible pensar en los GUIs como en algo distinto del sistema operativo; ahora forman una parte inalienable de los sistemas operativos a los que pertenecen - y son, con mucho, la parte mayor mayor, más cara y difícil de crear.
Sólo hay dos modos de vender un producto: precio y propiedades. Cuando los sistemas operativos son gratuitos, las compañías de sistemas operativos no pueden competir mediante el precio, así que compiten mediante las propiedades. Esto significa que siempre tratan de superarse unos a otros escribiendo código que, hasta hace poco, no se consideraba parte de un sistema operativo en absoluto: cosas como los GUIs. Esto explica en gran medida el comportamiento de estas compañías.
Explica por qué Microsoft añadió un explorador a su sistema operativo, por ejemplo. Resulta fácil obtener navegadores gratuitos, igual que sistemas operativos gratuitos. Si los navegadores son gratuitos y los sistemas operativos son gratuitos, pareciera que no hay modo de hacer dinero con los navegadores ni con los sistemas operativos. Pero si puedes integrar un navegador en un sistema operativo y así llenar ambos de nuevas propiedades, ya tienes un producto vendible.
Dejando a un lado, de momento, el hecho de que esto cabrea de verdad a los abogados anti-trust del gobierno, esta estrategia tiene sentido. Al menos, tiene sentido si se asume (como parece hacer la dirección de Microsoft) que el sistema operativo ha de ser protegido a cualquier precio. La verdadera cuestión es si cada moda tecnológica nueva que aparezca ha de usarse como muleta para sostener la posición dominante del sistema operativo. Al enfrentarse al fenómeno de la Red, Microsoft tuvo que desarrollar un navegador de red realmente bueno, y lo hicieron. Pero entonces tuvieron que elegir: podían hacer que ese navegador funcionara en múltiples sistemas operativos, lo cual daría a Microsoft una posición fuerte en el mundo de Internet con independencia de lo que le pasara a la cuota de mercado de su sistema operativo. O podían integrar el navegador con el sistema operativo, apostando a que esto haría que su sistema operativo pareciera tan moderno y atractivo que ayudaría a conservar su dominio en ese mercado. El problema es que cuando la posición del sistema operativo de Windows empiece a venirse abajo (y dado que actualmente es de cerca del noventa por ciento, no puede sino descender) arrastrará todo tras de sí.
En la la clase de geología del instituto probablemente les enseñaran que toda la vida sobre la tierra existe en una delgada capa llamada biosfera, que existe entre miles de kilómetros de roca muerta por debajo, y frío espacio vacío, muerto y radiactivo, por encima. Las compañías que venden sistemas operativos existen en una especie de tecnosfera. Por debajo está la tecnología que ya es gratuita. Por encima está la tecnología que todavía ha de ser desarrollada, o que es demasiado desquiciada y especulativa para ser productizada de momento. Como la biosfera de la Tierra, la tecnosfera es muy fina comparada con lo que tiene por encima y por debajo.
Pero se mueve mucho más rápido. En diversas partes del mundo, es posible visitar ricas capas fósiles en las que hay esqueletos apilados, los más recientes encima y los más antiguos debajo. En teoría, todos se remontan a los primeros organismos monocelulares. Y si usan su imaginación un poco, se darán cuenta de que, si se queda ahí el tiempo suficiente, también quedará fosilizado, y con el tiempo algún organismo más avanzado quedará fosilizado encima suyo.
El registro fósil - el Pozo de La Brea - de la tecnología software es Internet. Cualquier cosa que aparezca allí se puede tomar de forma gratuita (posiblemente ilegal, pero gratuita). Los ejecutivos de compañías como Microsoft tienen que acostumbrarse a la experiencia - impensable en otras industrias - de invertir millones de dólares en el desarrollo de nuevas tecnologías, tales como navegadores de red, y luego ver cómo aparece el mismo software, o un software equivalente, dos años, un año, o incluso unos pocos meses después.
Al seguir desarrollando nuevas tecnologías y añadiendo posibilidades a sus productos, pueden mantenerse un paso por delante del proceso de fosilización, pero algunos días deben de sentirse como mamuts atrapados en La Brea, usando todas sus energías para salir adelante, una y otra vez, escapando de la pegajosa brea caliente que quiere cubrirles y engullirles.
La supervivencia en esta biosfera requiere colmillos fuertes y pies que puedan pisotear en un extremo de la organización, y Microsoft es famosa por tenerlos. Pero pisotear a los otros mamuts en la brea sólo puede mantenerte vivo cierto tiempo. El peligro es que, con su obsesión por mantenerse fuera de las capas fósiles, estas compañías olviden lo que hay por encima de la biosfera: el ámbito de la nueva tecnología. En otras palabras, deben seguir con sus armas primitivas y bastos instintos competitivos, pero también han de desarrollar cerebros potentes. Esto parece ser lo que está haciendo Microsoft con su departamento de investigación, que contrata a personas inteligentes por doquier. (Y aquí debo mencionar que aunque conozco y me relaciono con varias personas del departamento de investigación de esa compañía, nunca hablamos de negocios, y no tengo ni idea de qué demonios están haciendo. He aprendido mucho más sobre Microsoft usando el sistema operativo Linux de lo que habría aprendido usando Windows).
Da igual cómo hiciera antes dinero Microsoft; hoy en día, hace dinero gracias a una especie de arbitraje temporal. Arbitraje en el sentido habitual, significa hacer dinero aprovechándose de las diferencias en los precios de algo en diferentes mercados. En otras palabras, es espacial y se basa sobre el hecho de que el árbitro sabe por qué tecnologías pagará dinero la gente el año que viene, y cuánto tardarán esas tecnologías en volverse gratuitas. Lo que el arbitraje espacial y temporal tienen en común es que ambos pivotan sobre la información extremadamente bueno del árbitro; información sobre las gradientes de precios en un momento dado en un caso, sobre las gradientes de precios a lo largo del tiempo en un lugar dado en el otro.
Así que Apple/Microsoft ofrecen nuevas posibilidades a sus usuarios casi a diario, con la esperanza de que un flujo constante de genuinas innovaciones técnicas, combinadas con el fenómeno del "quiero creer" impedirá que sus clientes miren al otro lado de la carretera, hacia los sistemas operativos, mejores y más baratos, que tienen disponibles. La cuestión es si esto tiene sentido a largo plazo. Si Microsoft es adicta a los sistemas operativos como Apple lo es al hardware, entonces se apostarán la camisa por sus sistemas operativos, y vincularán todas sus nuevas aplicaciones y sistemas operativos a ellos. Su supervivencia dependerá entonces de estas dos cosas: añadir más posibilidades a sus sistemas operativos de tal modo que sus clientes no se pasen a las alternativas más baratas, y mantener la imagen que, de algún modo misteriosos, les da a estos clientes la sensación de que obtienen algo a cambio de su dinero.
Éste último es un fenómeno cultural verdaderamente extraño e interesante.

La cultura del interfaz

Hace unos años entré en una tienda en algún lugar y me encontré con la siguiente escena: cerca de la entrada había una pareja joven frente a un gran mostrador de cosméticos. El hombre sostenía estólidamente una cesta de la compra en las manos mientras su compañera arramblaba con productos de maquillaje del mostrador y los apilaba en la cesta. Desde entonces siempre he pensado en ese hombre como la personificación de una interesante tendencia humana: no sólo no nos ofenden las imágenes manufacturadas sino que nos gustan. Prácticamente insistimos en ello. Estamos ansiosos por ser cómplices de nuestro propio engaño: por pagar dinero por el pase a un parque temático, votar a un tipo que obviamente no está mintiendo, o permanecer de pie sosteniendo la cesta que se llena de maquillaje.
Hace poco estuve en Disney World, específicamente en la parte llamada el Reino Mágico, caminando por Main Street USA. Ésta es la perfecta pequeña ciudad victoriana y cuca que lleva al castillo Disney. Había mucha gente; nos abríamos camino más que caminábamos. Justo delante mío había un hombre con una videocámara. Era una de esas nuevas videocámaras en las que en vez de mirar por un visor contemplar una pantalla plana en color del tamaño de un naipe, que televisa en directo loquequiera que la cámara esté grabando. Sostenía el aparato cerca de la cara, de tal modo que le tapaba la vista. En vez de ir a ver una pequeña ciudad de verdad gratis, había pagado dinero por ver una falsa, y en vez de verla a simple vista estaba contemplándola por televisión.
Y en vez de quedarme en casa y leer un libro, yo le estaba mirando a él.
La preferencia de los estadounidenses por las experiencias mediadas resulta bastante obvia, y no voy a dar la murga con ello. Ni siquiera voy a hacer comentarios desdeñosos acerca de ello - después de todo, yo estaba en Disney World como cliente de pago. Pero claramente está relacionado con el colosal éxito de los GUIs, así que tengo que hablar algo acerca de ello. A los de la Disney se le dan las experiencias mediadas mejor que a nadie. Si entendieran qué son los sistemas operativos, y por qué los usa la gente, aplastarían a Microsoft en uno o dos años.
En la sección de Disney World llamada el Reino Animal hay una nueva atracción, que se supone abrirá en marzo de 1999, llamada el Viaje por la Jungla del Maharajá. Lo habían abierto como anticipo cuando yo estuve allí. Es una reproducción completa, piedra por piedra, de una hipotética ruina en las junglas de la India. Según decían, fue construida por un rajá local en el siglo XVI como reserva de caza. Él iba allí con sus principescos huéspedes a cazar tigres de Bengala. Con el paso del tiempo, quedó abandonada y la ocuparon los tigres y los monos; finalmente, en torno a la época de la independencia de la India, se convirtió en una reserva natural del gobierno, ahora abierto a los visitantes.
El lugar se parece más a lo que he descrito que ningún edificio real

Escrito por Parafrenia a las 09:20 PM | Comentarios (0)

La Arquitectura del Silencio - Una reflexión ontológica del hábitat

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Escrito por: Arq. Carlos Alberto Artusa
Contacto: artusacarlos@hotmail.com

La construcción moderna esta ahora tan condicionada universalmente por el perfeccionamiento de la tecnología, que la posibilidad de crear formas significativas se ha hecho en extremo limitada.

Resulta evidente que los hilos que mueven y movieron a la arquitectura en los últimos tiempos esta planteado por la dicotomía entre generada tan solo por la producción en si misma, y lo que Frampton denomina , un maquillaje para comercialización y el mantenimiento del control social.

Planteo el termino dicotomía, por la idea de una desproporcionalidad del control general sobre las formas y la significación de la obra arquitectónica.

Esto viene a plantear lo que Umberto Eco había a empezado a tratar en su libro "La estructura ausente".

Umberto Eco dice "que el objeto arquitectónico puede denotar la función o connotar otras cosas. . . desde esta perspectiva la calificación de "función" se extiende a todas las finalidades comunicativas de un objeto, dado que en la vida asociativa las connotaciones "simbólicas" del objeto útil no son menos útiles que sus detonaciones funcionales. Resulta evidente que las connotaciones simbólicas se consideran funcionales no solamente en sentido metafórico, sino también porque comunican una utilidad social del objeto que no se identifica inmediatamente con la función en sentido estricto."

Un ejemplo de esto puede ser el edificio construido por Renzo Piano y R. Rogers el Pompidou de París (1977), un alarde de alta tecnología que recuerdan mas a las refinerías alejado quizás de la función para la cual se llevo a cabo, debiéndose construir superficies suficientes para la exposición de las obras.

Es el planteo que hace Eco en cuanto a los conceptos de lo "connotado" y "denotado":

"Existen en el transcurso del tiempo oscilaciones de los objetos en cuanto a sus funciones primarias (la que se denota) y funciones secundarias (las que connotan). . . este juego de oscilaciones entre estructuras y acontecimientos, entre configuraciones físicamente estables y el juego variable de los acontecimientos que les confieren significados nuevos.

El fenómeno que denominamos consumo de las formas, olvido de sus valores estéticos, se basa en este mecanismo" .

"En cambio hoy, la dinámica constante del descubrimiento y de la revitalizacion se produce en superficies y no llega a alterar el sistema cultural de base; por ello, la carrera de descubrimientos se configura como una simple retórica convencionalizada que de hecho nos remite siempre a la ideología estable del mercado libre de valores pasados y presentes.

Nuestra época no es solamente la época del olvido, es la época de la recuperación; pero la recuperación, en un movimiento de sístole y diástole de recuperación y de repudio, no revoluciona las bases de nuestra cultura " .

De ninguna manera pretendo criticar la obra, el uso de la alta tecnología, sino, por el contrario debe existir una definición contundente con respecto al fin de la arquitectura, que debe ser el hombre; "no fue hecho el hombre para el sábado, sino el sábado para el hombre" dice el evangelio, a lo que nosotros decimos que la arquitectura debe estar siempre al servicio del hombre, y el correcto funcionamiento para ser utilizado por el hombre.

Pero no abogamos solamente por una reduccionismo funcionalista, ya esta critica era expresada por los hermanos Smithson y Aldo van Eyck, en la IX CIAM, en 1953, donde se produce el cisma que llevaría a la creación de Team X. En esa ocasión se cuestionaban las cuatro categorías funcionalistas de Le Corbusier: vivienda, trabajo, diversión y circulación. Se planteaban la idea de identidad ("la pertenencia es una necesidad emocional básica") la idea de lugar (encabezada por van Eyck y la idea de "una forma de lugar"). Atacando la abstracción alienante de la arquitectura moderna en sus mismas raíces, incorporando conceptos antropológicos. En 1959 decían:

"El ser humano es esencialmente el mismo siempre y en todo lugar. Tiene las mismas capacidad mental aunque la use de manera diferente según su origen social y cultural, y según el particular modo de vida del que resulte formar parte. Los arquitectos modernos han insistido continuamente en lo distinta que es nuestra época hasta el punto de que incluso ellos han perdido el contacto con lo que no es distinto, con lo que es siempre esencialmente igual."

Se trata en ese momento y ahora de lidiar con esa transición simbólica entre interior –exterior, casa-ciudad, sistema universal-regionalismo. Van Eyck describía esta coyuntura como un vacío cultural dejado por la perdida de lo vernáculo.

Es aquí donde entra la idea del regionalismo critico, de culturas regionales o nacionales que deben constituirse, como manifestaciones localmente conjugadas de la cultura mundial.

Lo define claramente Paul Ricoeur cuando dice: "que el mantenimiento de cualquier clase de cultura autentica en el futuro dependerá en ultima instancia de nuestra capacidad para generar formas de cultura regional llenas de vitalidad al tiempo que se incorporan influencias ajenas, tanto en el terreno de la cultura como en el de la civilización."

La arquitectura es siempre un promotor de estímulos, se reconoce en el estimulo la posibilidad de realizar la función.

Es entonces donde el uso de la arquitectura no solamente son las funciones posibles, sino sobre todo los significados vinculados a ellas, que me predispone para el uso función.

De esta manera la función denotada, puede a la vez connotar un referente simbólico.

"El objeto arquitectónico -nos dice Eco- no es en modo alguno un estimulo preparatorio que sustituye a un objeto estimulante, a falta de éste, sino que es pura y simplemente el objeto estimulante. Sin por eso dejar de lado la diferencia entre "seniosi" y "astanza", según la cual existen realidades estéticas que no se puede reducir a la significación y se han de considerar según su presencia." .

"No se pueden establecer momentos de información intensa si no se apoyan en bandas de redundancias. . en caso contrario, el objeto arquitectónico ya no es objeto funcional y se convierte en obra de arte, es decir, en forma ambigua que puede ser interpretada a la luz de códigos distintos" .

La vanguardia de principios de siglo fue el ultimo intento de acoplarse de manera armónica, tanto sociológica como antropológicamente, aunque también y de manera preponderante artísticamente. Es pues la emergencia de la vanguardia inseparable de la modernización tanto de la arquitectura como de la sociedad.

Así de esta manera podemos decir que la intención del movimiento moderno fue un momento de necesidad de la sociedad pero nunca quiso ser un recetario absoluto de la arquitectura, seria equivocado pensar en un concepto de totalidad acabada, como dice Marc Augé"Las culturas "trabajan" como la madera verde y no constituyen nunca totalidades acabadas (por razones intrínsecas y extrínsecas); y los individuos, por simples que se los imagine, no lo son nunca lo bastante como para no situarse con respecto al orden que les asigna un lugar: no expresan la totalidad sino bajo un cierto ángulo." .

De ser estandarte de una intelligentzia defensiva, de una intelectualidad comprometida, las artes y la arquitectura han seguido un proceso de caída helicoidal, hacia el pasatiempo o como dice Frampton "hacia la mercancía".

Distintos movimientos y arquitectos fueron adhiriendo a la idea de asimilación y reinterpretacion, como Jørn Utzon, sobre todo en la iglesia de Bagsvaerd, combinando el modular prefabricado del exterior y las bóvedas de hormigón in situ, la aplicación de una normativa internacional y la creación en un emplazamiento singular.

Adosado a eso nos encontramos con la intencionalidad de la revitalizacion de formas olvidadas reinterpretadas y la secularización de la significación de las formas utilizadas.

Otro ejemplo puede ser el Grupo R, fundado por Sostre y Bohigas, que en sus definiciones confirmaron que la verdadera cultura moderna es un híbrido, de universalidad y regionalismo.

Un ejemplo son las viviendas en el paseo de Bonanova en Barcelona de 1973.

Otro ejemplo salido de Barcelona puede ser el de Coderch, y sus construcciones en ladrillo, material típico de la zona y la influencia Neoplasticista de Mies. El bloque de viviendas para pescadores en la Barceloneta en Barcelona (1951), es un típico icono de la maniobravilidad del ladrillo y la infusión del movimiento moderno.

El portugués Alvaro Siza, es otro de los que supieron administrar la dosis suficiente de "lo de acá y lo de allá". Influido por Aalto, ha basado su arquitectura en la topografía lugareña, en el paisaje urbano, en el respeto por los materiales del lugar, la incidencia de la luz. Ejemplo de esto es la casa Beires en Póvoa do Varzim (1977).

De la misma manera Barragan, implemento en México una obra atrapada en la tierra, acomodada en el lugar de su emplazamiento, pero incomoda para ser trasladada, pues fue pensada para ese sitio y no para otra. El infinito, el horizonte que se percibe es mexicano. Y no podía ser de otra manera.

El regionalismo se planteo también y de distintas maneras en otros sitios de América, como en Argentina de la mano de Amancio Williams y la casa puente, Clorindo Testa y el Banco de Londres, Horacio Baliero y el Centro Parque Industrial OKS en Pilar, Acosta y sus estudios sobre el clima y la incidencia solar.

Oscar Niemeyer en Brasil y sus armoniosas siluetas miméticas en su casa en Río de Janeiro, sus edificios públicos.

Quizás quien mejor definió la labor del regionalismo critico fue Harwell Hamilton Harris, que en 1945 decía citado por Frampton:

"Al regionalismo de la restricción se opone otro tipo de regionalismo de la liberación. Éste es la manifestación de una región que sintoniza especialmente con el pensamiento surgido de la época. Calificamos a esta manifestación de sólo porque aún no ha surgido en otro sitio. El mérito de esta región consiste en ser más consciente y más libre de lo habitual. Su virtud es que su manifestación tiene significación para el mundo exterior a ella."

Son muchos los arquitectos que se sumaron a una visión regionalista, como Scarpa en Venecia, con la galería Querini (1963), Aris Kosntantinidis en Atenas y su edificio de viviendas en la calle Benki (1975), Alberto Sartoris en Ticino, Italia y la Iglesia Lourtier(1932).

Mario Botta en la casa en San Vitale (1973), y su preocupación por lo que el llamaba . También un ejemplo de compromiso regionalista esta en la obra de Tadao Ando y su concepto de , que hablaba de "enclaves vallados en virtud de los cuales el ser humano es capaz de recobrar y conservar algunos vestigios de su anterior intimidad con la naturaleza y la cultura misma."

El regionalismo critico:


Toma distancia de la modernización como un fin en si mismo, sin dejar de valorar aspectos progresistas del movimiento moderno.

Pone mayor énfasis en el emplazamiento que en la obra arquitectónica como un hecho aislado.

Valora factores de condicionamiento impuesto por el lugar, no como limites de fin, sino como de comienzo de un espacio a crear, delimitados por estos. (luz-topografia-materiales-clima)

Tomara elementos vernáculos y los reinterpretara como elementos disyuntivos dentro de la totalidad.

La creación de una cultura universal basada en lo regional.

Este conflicto planteado por las culturas regionales y la civilización mundial, es unos de los temas centrales que encara el sociólogo Alain Tourine en su libro "¿Podremos vivir juntos?. El destino del hombre en la aldea global."

Dice Tourine con respecto al avasallamiento del sistema mundial "En lugar de que nuestras pequeñas sociedades se fundan poco a poco en una vasta sociedad mundial, vemos deshacerse ante nuestros ojos los conjuntos a la vez político y territoriales, sociales y culturales, que llamábamos sociedades, civilizaciones o simplemente países. Vemos cómo se separan, por un lado, el universo objetivado de los signos de la globalizacion y, por el otro, conjuntos de valores, de expresiones culturales, de lugares de la memoria que ya no cosntituyen sociedades en la medida en que quedan privados de su actividad instrumental, en lo sucesivo globalizada, y que, por lo tanto, se cierran sobre sí mismos dando cada vez más prioridad a los valores sobre las técnicas, a las tradiciones sobre las innovaciones." .

La idea de pertenencia antes planteada, se ve debilitada "Somos a la vez de aquí y de todas partes, es decir, de ninguna. Se debilitaron los vínculos.", y continua "Esta idea afirma que el único lugar donde puede efectuarse la combinación de la instrumentalidad y la identidad, de lo técnico y lo simbólico, es el proyecto de vida personal, para que la existencia no se reduzca a una experiencia caleidoscópica, a un conjunto discontinuo de respuestas a los estímulos del entorno social." .

Y se pone en coincidencia con P. Ricoeur, cuando afirma "El sujeto es una afirmación de libertad contra el poder de los estrategas y sus aparatos, contra el de los dictadores comunitarios."

La arquitectura contemporánea y su relación con la cultura del mundo, pasa por una resistencia pasiva, en cuanto a la preocupación por crear lugares y no espacios o escenografías.

"Hoy la arquitectura sólo puede mantenerse como una practica sí adopta una posición de retaguardia, es decir, si se distancia igualmente del mito de progreso de la Ilustración y de un impulso irreal y reaccionario a regresar a las formas arquitectónicas del pasado preinductrial. Una retaguardia critica tiene que separarse tanto del perfeccionamiento de la tecnología avanzada como de la omnipresente tendencia a regresar a un historicismo nostálgico o lo volublemente decorativo" .

Frampton usa el termino de retaguardia como un repelente a los populismos o a los regionalismos sentimentales.

Resulta claro que el regionalismo critico depende en gran medida de una alto nivel de autoconciencia critica.

En un libro llamado "Rivadavia y el imperialismo financiero", el historiador José María Rosa, define el sentido nacional y la actitud que debe tener una verdadera valorazion de lo nacional, que en este caso viene a ejemplificar la idea de un regionalismo autentico:

"Se odia lo que no se comprende y los extranjerizados odian la patria de los nacionalistas como éstos la de aquellos. Hay sus graduaciones: odian los más débiles, porque odiar es propio de impotentes; los fuertes no puede decirse que odian sino que ignoran. " .

Criticar solo por la critica misma, reaccionar de manera extrema, negando lo de afuera, es sentirse débil, y la debilidad no ayuda a crear, sino mas bien paraliza.

Por que si reaccionamos a modo de "ortodoxia", caemos en el fundamentalismo, y como lo aclaro muy bien Marc Augé, en su conferencia dada en la Feria del Libro de 1998, "los fundamentalismos que reaccionan contra la globalizacion capitalista y la Occidentalizacion, terminan haciendo lo mismo, imponer de cualquier medio sus conceptos como verdades absolutas, de aplicación universal".

El regionalismo critico tiene que ser la manifestación de una región que esta específicamente en armonía con el pensamiento emergente de la época.

Pero a pesar de la respuesta que en muchos lugares tuvo la idea de regionalismo, se empezó a percibir una sensibilidad del espacio y nuevas teorizaciones, en cuanto, no ya a la reinterpretacion, sino, que se pone en juego la idea de espacio mismo, en cuanto a la relación con el lugar.

Peter Eisenman, desarrolló la teoría de "atopía", como negación de relación con el lugar, Rem Koolhaas y el caos de los flujos urbanos, o las de I. Solá-Morales.

Eisenman, da el puntapié inicial con sus ejercicios antihmanistas de escalas variables, una manera de subvertir cualquier idea antropomórfica o la dimensión cívica. La idea de capas superpuestas, de diferentes retículas, ejes, escalas y contornos, sin ninguna relación con el contexto, un ejemplo claro de esto puede ser el centro Wexner de artes visuales, en Ohio (1989), o las viviendas de la Friedrichstrasse de Berlín (1986).

Estas estratagemas desconstructivistas, tuvieron arquitectos utilitarios, como Frank Gehry, o Daniel Libeskind y el mismo Koolhaas, y su proyecto para la terminal del transbordador, en Zeerbrugge (1990).

No existe inocencia arquitectónica ("El razonamiento arquitectónico se disfruta con desatención.), cada forma inserta condiciona las relaciones, dirige acontecimientos, ("El discurso arquitectónico es psicológico: con dulce violencia (aunque no lo advierta) soy llevado a seguir las instrucciones del arquitecto, el cual no sólo significa funciones, sino que las promueve y las induce (en el mismo sentido en que hablamos de persuasión encubierta, de inducción psicológica, de estimulación erótica" ), maneja proximidades, significados ("El mensaje arquitectónico oscila entre un máximo coercitivo (tienes que vivir así) y un máximo de irresponsabilidad (puedes utilizar esta forma como quieras ).

En un ensayo J.M. Montaner dice "Los lugares ya no se interpretan como recipientes existenciales permanentes, sino que son entendidos como intensos focos de acontecimientos, como concentraciones de dinamicidad, como caudales de flujos de circulación, como escenarios de hechos efímeros, como cruces de caminos, como momentos energéticos." .

Esta concepción de fugacidad de los momentos y de los lugares, habla a las claras de todo un momento sociológico y antropológico, de la sociedad actual, una sociedad de consumo, pasatista, ociosa, lo que el epistemólogo rumano Rudie Stronghford denomino "la era de una sociedad epidérmica", como dice el psiquiatra Enrique Rojas en su libro "El hombre ligth" " una cultura ligth".

Como dice Montaner "Son siempre espacios relacionados con el transporte rápido, el consumo y el ocio que se contraponen al concepto de lugar de las culturas basadas en una tradición etnológicas localizada en el tiempo y en el espacio, radicadas en la identidad cultural y lugar, en la noción de permanencia y unidad." .

Obviamente es el planteo hecho por Martin Heidegger en su ensayo .

"Los espacios y con ellos "el" espacio ya está siempre creado en la estadía de los mortales. Los espacios se abren cuando se les da cabida en el habitar del hombre."

"Construir es propiamente habitar

El habitar es la manera como los mortales están en la tierra.

El construir como habitar se transforma en el construir que cultiva, o sea el crecimiento, y en el construir que erige edificios..

Pero sólo aquello que es en sí mismo un lugar puede crear espacio para una estancia. Antes del puente (un hecho constructivo) no existe todavía el lugar. Por ende, no es que primero llegue el puente a elevarse en un lugar, sino que recién a partir del puente mismo surge un lugar.

Un espacio es espacio creado, algo liberado, o sea, dentro de un límite. El límite no es aquello donde algo termina, sino, como ya lo reconocieran los griegos, el límite es aquello desde lo cual algo comienza su ser. Espacio es en esencia espacio creado, lo que tiene cabida en su límite"

Los espacios reciben su ser de los lugares y no "del" espacio.

"El ser del construir es el habitar" .

La idea de la aparición del lugar a partir de espacio-ser-lugar, es la oposición que encuentra 45 años después Marc Auge y su concepto de "no-lugar", sin olvidar los estudios de Michael de Certau y sus nociones de lugar y espacio.

En es el ensayo "Los . Espacios del anonimato", Marc Augé dice "Si un lugar puede definirse como lugar de identidad, relacional e histórico, un espacio que no puede definirse ni como espacio de identidad ni como relacional ni como histórico, definirá un < no lugar>.", y mas adelante agrega "la sobremodernidad es productora de no lugares, es decir, de espacios que no son lugares antropológicos y que, contrariamente a la modernidad baudeliriana, no integran los lugares antiguos: ." .

En uno de sus poemas Spinetta nos dice "Ningún lugar de hecho es bueno, cuando nadie esta".

Es aquí donde me animo a hablar de una toma de conciencia a la arquitectura del presente, un llamado al estudio profundo de lo que se construye y diseña. Me atrevería a decir una confluencia de disciplinas, como la semiótica (de manera de analizar lo que la arquitectura denota y connota, positivamente o negativamente) la antropología, en cuanto a la arquitectura como la que concreta la relación del hombre con el espacio. Un tema de centralidad que hoy se ve reflejado en los megaedificios contemporáneos (los shopping, los museos institucionales como el museo de Bilbao, los mega-centros culturales) remite un análisis que ha llevado a cabo Augé ". . . la superabundancia espacial del presente. Esta concepción del espacio se expresa, como hemos visto, en los cambios en escala, en la multiplicación de las referencias imaginadas e imaginarias y en la espectacular aceleración de los medios de transporte y conduce concretamente a modificaciones físicas considerables: concentraciones urbanas, traslados de poblaciones y multiplicación de lo que llamaríamos los , por oposición al concepto sociológico de lugar, asociado con la cultura localizada en el tiempo y en el espacio. Los no lugares son tanto las instalaciones necesarias para la circulación acelerada de personas y bienes (vías rápidas, empalmes de rutas, aeropuertos) como los medios de transporte mismos o los grandes centros comerciales, o también los campos de tránsito prolongado donde se estacionan los refugiados del planeta. .

"La organización del espacio y la constitución de lugares son, en el interior de un mismo grupo social, una de las prácticas colectivas e individuales..

Entonces, define como a la aparición del hombre, el momento en donde el lugar es espacio creado, "El espacio, es un , < un cruce de elementos en movimientos>: los caminantes son los que transforman en espacio la calle geométricamente definida como lugar por el urbanismo." .

Pero en los lugares, el humano no genera acontecimientos, sino, que se hace presente a partir de ellos, "El pasajero de los no lugares sólo encuentra su identidad en el control aduanero, en el peaje o en la caja registradora. El espacio del no lugar no crea ni identidad singular ni relación, sino soledad y similitud."

Y fundamentalmente tomando las palabras de Rafael Gambra en este caso el "Sentida de la Arquitectura", esa totalidad, eso que esta mas allá de la arquitectura, de los ladrillos, de la estructura, de la relación antropológica.

En el "El silencio de Dios", Rafael Gambra habla justamente de lo que de alguna manera ata al hombre con las cosas del mundo, con su lugar, de "el sentido de las cosas", "El hombre que no siente ya con la ciudad, mide su éxito por el dinero que recibe, y festeja siempre la desaparición de vínculos, temores y deberes, esto es: lo que el llama su libertad." . Ese incipiente desaparición de vínculos en el sistema mundial como dice Alan Tourine "No solo hay que aceptar esta ruptura, nos dicen, sino acelerarla y vivirla como una liberación." .

Volvemos a Gambra "Pierde, sin embargo, el bien más profundo, aquello que constituye propiamente su existencia de hombre: el lazo misterioso y cordial con las cosas del mundo, por lo que éstas se hacen valiosas para él y otorgan arraigo y sentido a su vida. El empobrecimiento de la personalidad, la trivializaron de los deseos y la masificación humana son sus consecuencias visibles."

No es nada mas ni nada menos que el sentido del espacio y del tiempo, el "sentido de la arquitectura".

Fundar la morada, construir un refugio para los primitivos padres de la humanidad, significo, la demarcación del tiempo y del espacio. Y disfrutar del lugar a partir de códigos definidos sintetizado en una frase de Leopoldo Marechal extraída de un ensayo sobre estética "Descenso y Ascenso del Alma por la belleza" que creo resume en gran parte el trabajo desarrollado:

"No se sabe si goza porque conoce o conoce porque goza"

A manera de reflexión final:

"Morada de los hombres ¿ quien te fundara sobre la razón? ¿ Quién será capaz, según la lógica de construirte? Existes y no existes. Eres y no eres. Estas hecha de materiales dispares; pero es preciso inventarte para descubrirte. Igual que aquel que destruyo su casa con la pretensión de conocerla posee solo un montón de piedras, de ladrillos y tejas, y no sabe que servicio esperar de ese montón de ladrillos, de piedras y tejas, pues le falta la invención que los domina el Alma y el corazón del Arquitecto. Porque faltan a la piedra el Alma y el corazón del hombre.

Pero como las únicas razones son las del ladrillo, la piedra y la teja y no las del Alma o del corazón que las dominan, por su poder las transforma en silencio, y como el Alma y el corazón escapan a las reglas de la lógica y a las leyes de los números, entonces, Yo apareceré con mi arbitrariedad. Yo el arquitecto. Yo, que poseo un alma y un corazón. Yo único que posee el poder de cambiar la piedra en silencio. Llego y amaso esta pasta que es solo materia, según la imagen que solo me llega de Dios y fuera de las vías de la lógica. Yo construyo mi civilización, prendado del gusto que tendrá, como otros construyen sus poemas y la inflexión de la frase y cambian la palabra, sin estar obligados a justificar la inflexión y le cambio, prendados del gusto que tendrán, y que conocen en el corazón."

Bibliografía:

Umberto Eco

"La Estructura Ausente. Introducción a la Semiótica" (Editorial Lumen, Barcelona, 1999)

Marc Augé

"Los «no lugares». Espacios del anonimato. (Una antropología de la sobremodernidad)" (Editorial Gedisa, Barcelona, 1996

Rafael Gambra

"El silencio de Dios" (Librería Huemul, Buenos Aires, 1981)

Kenneth Frampton

"Historia critica de la arquitectura moderna" (Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 1998)

Rodriguez, Rossi, Salgarelli, Zimbone

"Arquitectura como semiótica" (Ediciones Nueva Visión, Bs. As, 1977)

Martin Heidegger

"Construir, habitar, pensar" (Alción Editora, Argentina, 1997)

José Maria Rosa

"Rivadavia y el Imperialismo Financiero" (Peña Lillo Editor, Argentina, 1974)

Leopoldo Marechal

"Descenso y Ascenso del Alma por la belleza" (Ediciones Vórtice, Argentina, 1994)

Joseep María Montaner

"Espacio y antiespacio, lugar y no-lugar en la arquitectura moderna"

Articulo:

Kenneth Frampton

"Hacia un regionalismo critico: Seis puntos para una arquitectura de resistencia"

Escrito por Parafrenia a las 08:34 PM | Comentarios (0)

Sobremodernidad. Del mundo de hoy al mundo de mañana.

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Escrito por: Marc Augé

Partiremos, si les parece bien, de la constatación de dos paradojas.
La primera nos concierne a todos. Continuamente escuchamos hablar de globalización, de uniformización, hasta de homogeneización; y de hecho la interdependencia de los mercados, la rapidez, cada día más acelerada, de los medios de transporte, la inmediatez de las comunicaciones por teléfono, fax, correo electrónico, la velocidad de la información y también en el ámbito cultural, la omnipresencia de las mismas imágenes, o, en el ámbito ecológico, la llamada de atención sobre el alza de la temperatura de la tierra o la capa de ozono, nos pueden dar la impre-sión de que el planeta se ha vuelto nuestro punto de referencia en común.
Esta planetarización puede, según los ámbitos que afecte y la opinión de los observadores, parecer como algo bueno, un mal menor o un horror, pero es, de to-dos modos, un hecho. Por un lado, sin embargo, vemos multiplicarse las reivindicaciones de identidad local con formas y a escalas muy diferentes entre unas y otras: el más pequeño de nuestros pueblos ilumina su iglesia del siglo XVI y exalta sus especialidades (Thiers, capital de la cuchillería, Janzé, cuna del pollo de gran-ja); o bien los idiomas regionales recobran su importancia. En Europa y en otras partes del mundo los nacionalismos renacen o se vuelven a inventar. Los resurgimientos religiosos se fundan en un pasado recuperado o reconstruido (la religión maya, el movimiento de la mexicanidad en América Central, el neochamanismo en Corea del Sur). Los integrismos se generan, con más o menor vigor, en el seno de religiones basadas en textos sagrados. Estas reivindicaciones de singularidad a me-nudo están en relación (en relación antagonista) con la mundialización del mercado y tal vez asistimos hoy en día, en Rusia, en América Latina o en Asia, a fenómenos que no son signos exclusivos de lógicas monetarias, bursátiles o incluso económicas. Aquí, otra vez, las opiniones pueden diferir, pero para el conjunto, cada uno puede constatar felizmente que el mundo no está definitivamente bajo el signo de la uniformidad y a la vez inquietarse ante los desórdenes y las violencias que genera la locura identitaria.
La segunda paradoja me resulta más personal. O más bien tiene que ver con la disciplina a la cual pertenezco. Los etnólogos son por tradición especialistas en sociedades lejanas y exóticas para la mirada occidental, o especialistas en los sectores más arcaicos de las sociedades modernas. Entonces pues, legítimamente nos podemos preguntar si están mejor situados para estudiar las complejidades del mundo actual, si su terreno de investigación no se está reduciendo, desapareciendo. No lo creo; creo incluso lo contrario. Y es quizá al justificar esta afirmación paradójica que podré contribuir a explicitar la gran paradoja, la que nos concierne a todos, la paradoja del mundo contemporáneo, a la vez unificado y dividido, uni-formizado y diverso, ala vez (ya volveré a estos términos) desencantado y reencantado.
Mi argumento principal será que los cambios acelerados del mundo actual (pero también sus lentitudes y sus cargas) constituyen un desafío para el enfoque etnológico, pero un desafío que no lo toma del todo de improviso, por razones que quisiera señalar brevemente antes de llegar al tema principal del debate. El método etnológico no tiene como objetivo final el individuo (como el de los psicólogos), ni de la colectividad (como el de los sociólogos), pero sí la relación que permite pasar del uno al otro. Las relaciones (relaciones de parentesco, relaciones económicas, relaciones de poder) deben ser, en un conjunto cultural dado, concebibles y gestionables. Concebibles ya que tienen una cierta evidencia a los ojos de los que se reconocen en una misma colectividad; en este sentido son simbólicas (se dice por ejemplo que la bandera simboliza la patria, pero la simboliza sólo si un cierto nú-mero de individuos se reconocen en ella o a través de ella, si reconocen en ella el nexo que los une: es ese nexo lo que es simbólico). Gestionables porque toman cuerpo en instituciones que las ejecutan (la familia, el Estado, la Iglesia y muchas otras a distintas escalas).
La observación antropológica siempre está contextualizada. La observación y el estudio de un grupo sólo tienen sentido en un contexto dado y además se puede comentar la pertinencia de tal o tal contexto: jefatura, reino, etnia, área cultural, red de intercambios económicos, etcétera. Ahora bien, hoy en día, incluso en los grupos más aislados, el contexto, a fin de cuentas, siempre es planetario. Ese contexto está presente en la conciencia de todos, interfiere desigual pero en todas partes de manera sensible con las configuraciones locales, lo cual modifica las condiciones de observación.
Es al análisis de este cambio al cual les invito ahora. Lo podemos localizar, me parece, a partir de tres movimientos complementarios:

· El paso de la modernidad a lo que llamaré la sobremodernidad.
· El paso de los lugares a lo que llamaré los no-lugares.
· El paso de lo real a lo virtual.

Estos tres movimientos no son, propiamente dicho, distintos unos de los otros. Pero privilegian puntos de vistas diferentes; el primero pone énfasis en el tiempo, el segundo en el espacio y el tercero en la imagen. Baudelaire, al principio de sus Tableaux parisiens [Retratos parisinos] evoca París como un ejemplo de ciudad moderna. El poeta, acodado a su ventana mira

"...el taller que canta y que charla;
Los tubos, los campanarios, estos mástiles de la ciudad,
Y los grandes cielos que hacen soñar con la eternidad."

Los tubos son las chimeneas de las fábricas.

Jean Starobinski hizo notar que es esta acumulación, la adición de las distintas temporalidades lo que configura a la modernidad del lugar. Este ideal de acu-mulación corresponde a un cierto deseo de escribir o de leer el tiempo en el espacio: el tiempo pasado que no borra del todo el tiempo presente, y el tiempo futuro que ya se perfila. Benjamín, lo sabemos, veía en la arquitectura de los pasajes parisinos, una prefiguración de la ciudad del siglo XX. En resumen, por acumulación, esa imagen del espacio corresponde a una progresión, a una imagen del tiempo como progreso.
Max Weber, para evocar la modernidad, hablará del desencanto del mundo. La modernidad en términos de desencanto puede definirse por tres características: la desaparición de los mitos de origen, de los mitos de fundación, de todos los sistemas de creencia que buscan el sentido del presente de la sociedad en su pasado; la desaparición de todas las representaciones y creencias que, vinculadas a esta pre-sencia [prégnance] del pasado, hacían depender la existencia e incluso la definición del individuo de su entorno; el hombre del Siglo de las Luces es el individuo dueño de sí mismo, a quien la Razón corta sus lazos supersticiosos con los dioses, con el terruño, con su familia, es el individuo que afronta el porvenir y se niega a interpretar el presente en términos de magia y de brujería. Pero la modernidad es también la aparición de nuevos mitos que no son más, esta vez, mitos del pasado pero si mitos del futuro, escatológicos, utopías sociales que traen del porvenir (la sociedad sin clase, un futuro prometedor) el sentido del presente. Este movimiento de substitución de los mitos del pasado por los del futuro está analizado minuciosa-mente por Vincent Descombes en su libro Philosophie par gros temps (1984).
He aquí el progreso tal y como se concebía, digamos, hasta los años cincuenta, concepción evidentemente sostenida por las conquistas de la ciencia y de la técnica y, en el mundo accidental, por la certeza que con el final de la segunda guerra mundial las fuerzas del bien habían vencido definitivamente a las fuerzas del mal.
Pero esta idea de progreso, directamente surgida de los siglos XVIII y XIX, se va descomponiendo en la segunda mitad del siglo XX. Las evidencias de la historia y las desilusiones de la actualidad llegarán a lo que podríamos llamar un se-gundo desencanto del mundo, que se manifiesta en tres versiones a la vez contrastadas y complementarias.
En la primera versión, constatamos que los mitos del futuro, ellos también, eran ilusiones. El fracaso político, económico y moral de los países comunistas autoriza una lectura retrospectiva y pesimista de la historia del siglo y desacredita a las teorías que pretenden extrapolar el futuro. El filósofo Jean-Francois Lyotard se refirió al tema como el "fin de los grandes relatos".
La segunda versión es más triunfalista. Corresponde al primer término de la paradoja que evocaba al principio. Es el tema de la "aldea global", según el término de Macluhan, una aldea global atravesada por una misma red económica en donde se habla el mismo idioma, el inglés, y dentro de la cual la gente se comunica fácilmente gracias al desarrollo de la tecnología. Más recientemente, este tema consi-guió una traducción política con la noción de "fin de la historia" desarrollada por el americano Fukuyama. Este no sostiene, evidentemente, que la historia de eventos esté acabada, ni que todos los países hayan llegado al mismo estado de desarrollo, sino que afirma que el acuerdo es general en cuanto a la fórmula que asocia la economía de mercado y la democracia representativa para un mayor bienestar de la humanidad. Esta combinación es presentada en cierto modo como indiscutible, y si marca el fin de la historia, para Fukuyama, es porque él identifica la historia con lo que tradicionalmente se denomina la historia de las ideas.
Sin discutir la filosofía que sostiene esta teoría, podemos no obstante cons-tatar que desde su primera formulación, condenaba a pensar la historia actual de una gran parte del planeta como signos de excepción o de retraso. En el plano cul-tural, los antropólogos americanos de la corriente postmodernista hicieron observar a contrario que hoy en día asistimos a una multiplicidad de reivindicaciones culturales singulares, al despliegue de un verdadero patchwork mundial en el que cada pedazo está ocupado por una etnia o un grupo específico. Y de hecho, en el continente americano, para hacer solamente referencia a éste, las reivindicaciones de las poblaciones amerindias, a menudo en un gran estado de pobreza, pasan por la afir-mación de su propia cultura y de su propia historia, incluso en el caso de Chiapas y de muchas otras regiones de América Central y del Sur, cuando recurren, episódi-camente o de manera continuada, a la violencia armada.
La antropología llamada postmodernista propone una ideología de la frag-mentación (el mundo es diverso y no hay más que decir). Sin duda infravalora los estereotipos que relativizan la originalidad de las reivindicaciones culturales parti-culares y su integración en el sistema de la comunidad mundial (Chiapas es conoci-da hoy en día por la opinión pública mundial ya que su animador, el subcoman-dante Marcos, domina la utilización de los medios de comunicación y del cyberes-pacio). La antropología postmoderna tiene por lo menos el mérito de mostrar, en el ámbito cultural, los límites de las teorías de la uniformización. Pero al quedarse sólo en el plano cultural, tal vez indebidamente separada del resto, descuida todas las manipulaciones políticas, todas las violencias integristas u otras que constituyen a su manera un rechazo a la aldea global liberal, y, además, también proclama un cierto final de la historia: el fin, por la fragmentación dentro de la polifonía cultural, del movimiento que daba un sentido, una dirección, a esta historia.
Los teóricos de la uniformización, como los de la polifonía postmoderna, toman nota de hechos reales pero hacen mal, me parece, en inscribir sus análisis bajo el signo del fin o de la muerte ¾fin de la historia, para unos, fin de la modernidad, para otros, fin de las ideologías para todos.
Tal vez sea al revés, y hoy en día suframos de un exceso de modernidad; más exactamente, y al hacer abstracción de todo juicio de valor, quizá podamos ser inducidos a pensar que la paradoja del mundo contemporáneo es signo no de un fin o de una difuminación, pero sí de una multiplicación y de una aceleración de los factores constitutivos de la modernidad, de una sobredeterminación en el sentido de Freud, y después de él de Althusser, término que utilizaron para designar los efectos imprevisibles y difíciles de analizar de una superabundancia de causas.

La noción de sobremodernidad

Neologismo por neologismo, les propondré por mi parte el término de sobremodernidad para intentar pensar conjuntamente los dos términos de nuestra paradoja inicial, la coexistencia de las corrientes de uniformización y de los particularismos. La situación sobremoderna amplía y diversifica el movimiento de la modernidad; es signo de una lógica del exceso y, por mi parte, estaría tentado a mesurarla a partir de tres excesos: el exceso de información, el exceso de imágenes y el exceso de individualismo, por lo demás, cada uno de estos excesos está vinculado a los otros dos.
El exceso de información nos da la sensación de que la historia se acelera. Cada día somos informados de lo que pasa en los cuatro rincones del mundo. Naturalmente esta información siempre es parcial y quizá tendenciosa: pero, junto a la evidencia de que un acontecimiento lejano puede tener consecuencias para nosotros, nos refuerza cada día el sentimiento de estar dentro de la historia, o más exactamente, de tenerla pisándonos los talones, para volver a ser alcanzados por ella durante el noticiero de las ocho o durante las noticias de la mañana.
El corolario a esta superabundancia de información es evidentemente nuestra capacidad de olvidar, necesaria sin duda para nuestra salud y para evitar los efectos de saturación que hasta los ordenadores conocen, pero que da como resultado un ritmo sincopado a la historia. Tal acontecimiento que había llamado nuestra atención durante algunos días, desaparece de repente de nuestras pantallas, luego de nuestras memorias, hasta el día que resurge de golpe por razones que se nos esca-pan un poco y que se nos exponen rápidamente. Un cierto número de acontecimientos tiene así una existencia eclíptica ,olvidados, familiares y sorprendentes a la vez, tal como la guerra del Golfo, la crisis irlandesa, los atentados en el país vasco o las matanzas en Argelia. No sabemos muy bien por donde vamos, pero vamos y cada vez más rápido.
La velocidad de los medios de transporte y el desarrollo de las tecnologías de comunicación nos dan la sensación que el planeta se encoge. La aparición del cyberespacio marca la prioridad del tiempo sobre el espacio. Estamos en la edad de la inmediatez y de lo instantáneo. La comunicación se produce a la velocidad de la luz. Así, pues, nuestro dominio del tiempo reduce nuestro espacio. Nuestro "pequeño mundo" basta apenas para la expansión de las grandes empresas económicas, y el planeta se convierte de forma relativamente natural en un desafío de todos los intentos "imperiales".
El urbanista y filósofo Paul Virilio, en muchos de sus libros, se preocupó por las amenazas que podían pesar sobre la democracia, en razón de la ubicuidad y la instantaneidad con las que se caracteriza el cyberespacio. Él sugiere que algunas grandes ciudades internacionales, algunas grandes empresas interconectadas, dentro de poco, podrán decidir el porvenir del mundo. Sin necesariamente llevar tan lejos el pesimismo, podemos ser sensibles al hecho de que en el ámbito político también los episodios locales son presentados cada vez más como asuntos "internos", que eventualmente competen al "derecho de injerencia". Queda claro que el estrecha-miento del planeta (consecuencia del desarrollo de los medios de transporte, de las comunicaciones y de la industria espacial) hace cada día más creíble (y a los ojos de los más poderosos más seductora) la idea de un gobierno mundial. El Mundo Diplomático del mes pasado comentaba, bajo la pluma, por cierto muy crítica de un profesor americano de la universidad de San Diego, las perspectivas para el siglo que viene trazadas por David Rothkopf, director del gabinete de consultorías de Henri Kissinger. Las palabras de David Rothkopf en el diario Foreign Policy hablan por sí mismas:
"Compete al interés económico y político de los Estado Unidos el vigilar que si el mundo opta por un idioma único, éste sea el inglés; que si se orienta hacía normas comunes tratándose de comunicación, de seguridad o de calidad, sean bajo las normas americanas; que si las distintas partes se unen a través de la televisión, la radio y la música, sean con programas americanos; y que, si se elaboran valores comunes, estos sean valores en los cuales los americanos se reconozcan".
En realidad, no hay aquí nada de extraordinario ya que las tentaciones imperiales no fechan de hoy ni incluso de ayer, pero el hecho notable es que el dominio imaginado ahora es planetario y que los medios de comunicación constituyen su arma principal.
Ahora bien, el tercer término por el cual podríamos definir la sobremoderni-dad consiste en la individualización pasiva, muy distinta del individualismo con-quistador del ideal moderno: una individualización de consumidores cuya aparición tiene que ver sin ninguna duda con el desarrollo de los medios de comunicación. Durkheim, a principios de este siglo, lamentaba ya la debilitación de lo que llamaba los "cuerpos intermediarios": englobaba bajo este término las instituciones mediadoras y creadoras de lo que llamaríamos hoy en día el "nexo social", tales como la escuela, los sindicatos, la familia, etcétera. Una observación del mismo tipo podría ser formulada con más insistencia hoy, pero sin duda podríamos precisar que son los medios de comunicación los que sustituyen a las mediaciones institucionales.
La relación con los medios de comunicación puede generar una forma de pasividad en la medida en que expone cotidianamente a los individuos al espectáculo de una actualidad que se les escapa; una forma de soledad en la medida en que los invita a la navegación solitaria y en la cual toda telecomunicación abstrae la relación con el otro, sustituyendo con el sonido o la imagen, el cuerpo a cuerpo y el cara a cara; en fin, una forma de ilusión en la medida que deja al criterio de cada uno el elaborar puntos de vista, opiniones en general bastante inducidas, pero percibidas como personales.
Por supuesto, no estoy describiendo aquí una fatalidad, una regla ineluctable, pero sí un conjunto de riesgos, de tentaciones e incluso de tendencias. Tiempo atrás, la prensa escribió sobre una parte de la juventud japonesa, la cual, a través de los medios de comunicación, llegaba hasta el aislamiento absoluto. Despolitizados, poco informados sobre la historia del Japón, naturalmente opuestos a la bomba atómica y tentados a huir en el mundo virtual, los otaku (es así como los llaman) se quedan en su casa entre su televisor, sus vídeos y sus ordenadores, dedicándose a una pasión monomaníaca con un fondo de música incesante. Un informe americano muy fundamentado dio a conocer recientemente el sentimiento de soledad que invade a la mayoría de los internautas.
En cuanto a la individualización de los destinos o de los itinerarios, y a la ilusión de libre elección individual que a veces la acompaña, éstas se desarrollan a partir del momento en el que se debilitan las cosmologías, las ideologías y las obli-gaciones intelectuales con las que están vinculadas: el mercado ideológico se equi-para entonces a un selfservice, en el cual cada individuo puede aprovisionarse con piezas sueltas para ensamblar su propia cosmología y tener la sensación de pensar por sí mismo.
Pasividad, soledad e individualización se vuelven a encontrar también en la expansión que conocen ciertos movimientos religiosos que supuestamente desarrollan la meditación individual; o incluso en ciertos movimientos sectarios. Significativamente, me parece, las sectas pueden definirse por su doble fracaso de socialización: en ruptura con la sociedad dentro de la cual se encuentran (lo que basta para distinguirlas de otros movimientos religiosos), fracasan también a la hora de crear una socialización interna, ya que la adhesión fascinada por un gurú la reemplaza y se revela a menudo incapaz de asegurar de forma duradera en la reunión de algunos individuos ¾o más bien la agregación que toma la apariencia de reunión, un mínimum de cohesión. El suicidio colectivo, desde esta perspectiva, es una salida pre-visible: el individuo que rechaza el nexo social, la relación con el otro, ya está simbólicamente muerto.

Los no-lugares

Paso ahora al segundo movimiento anunciado, paralelo al primero, el paso de los lugares a los no-lugares.
Para la antropología, el lugar es un espacio fuertemente simbolizado, es decir, que es un espacio en el cual podemos leer en parte o en su totalidad la identidad de los que lo ocupan, las relaciones que mantienen y la historia que comparten. Tenemos todos una idea, una intuición o un recuerdo del lugar entendido de esta manera. Es, por ejemplo, el recuerdo del pueblo familiar donde pasábamos las vaca-ciones o también un recuerdo literario. Pienso en Combray (Combray-Iliers) de Proust y en el conocimiento que Francoise, la sirvienta de la familia del narrador, tiene de todos sus habitantes: después de una minuciosa observación de los espa-cios prácticamente asignados a cada uno en el espacio aldeano, y hasta en la iglesia, ella le da un sentido al más ínfimo desplazamiento de cualquiera. El lugar, en este sentido, para usar una expresión del filósofo Vincente Descombes en su libro sobre Proust, es también un "territorio retórico", es decir, un espacio en donde cada uno se reconoce en el idioma del otro, y hasta en los silencios: en donde nos entendemos con medias palabras. Es, en resumen, un universo de reconocimiento, donde cada uno conoce su sitio y el de los otros, un conjunto de puntos de referencias espaciales, sociales e históricos: todos los que se reconocen en ellos tienen algo en común, comparten algo, independientemente de la desigualdad de sus respectivas situaciones. La vida, la vida individual, no es necesariamente fácil en un lugar tal; tiene sentido pero carece de libertad, y por eso se concibe que en distintos países y en distintas épocas el paso de la aldea a la ciudad haya podido ser vivido como una liberación.
Los antropólogos estudiaron tales lugares. "Desde la aparición del lenguaje, escribió L.S., hizo falta que el universo significara". Hizo falta, en otros términos, reconocerse en el universo antes de conocer algo, ordenar y simbolizar el espacio y el tiempo para dominar las relaciones humanas. Entre paréntesis, y a pesar de los progresos fantásticos de la ciencia, este diálogo entre sentido y conocimiento, entre simbolismo y saber no está a punto de desaparecer, ya que las relaciones entre hu-manos no pueden depender enteramente de la ciencia o del saber. Así, pues, los antropólogos estudiaron, en las sociedades que llamamos tradicionales, cómo la iden-tidad, las relaciones sociales y la historia se inscribían en el espacio.
En África, como en Asia, en Oceanía o en América, ni la distribución de las aldeas ni las pautas de residencia, ni tampoco las fronteras entre lo profano y lo sagrado están dejadas al azar. No nacemos dondequiera, no vivimos en cualquier lugar (y hemos inventado palabras sabias para referirnos a la residencia en casa del padre, de la madre, del tío, del marido o de la mujer: patrilocalidad, matrilocalidad, avuncolocalidad, virilocalidad o uxorilocalidad). Incluso las poblaciones nómadas tienen una relación muy codificada con el espacio. Así, los Tuaregs no sólo tienen, naturalmente, itinerarios fijos y señalizados sino que también, en cada una de sus paradas, las tiendas de campaña son distribuidas en un orden determinado. Esta preocupación por dar sentido al espacio en términos sociales puede también aplicarse a la casa. Jean-Pierre Vernant nos ha recordado que los griegos de la época clásica distinguían el hogar, centro de la morada y asiento femenino de Hestía, del umbral espacio de Hermes, zona masculina y abierta al exterior. El cuerpo mismo en algunas culturas está considerado como un receptáculo de ciertas presencias an-cestrales y se divide (es el caso en ciertas culturas del Sur de Togo y de Benin) en zonas, objeto de curas especiales o de ofrendas específicas.
Así, al definir el lugar como un espacio en donde se pueden leer la identidad, la relación y la historia, propuse llamar no-lugares a los espacios donde esta lectura no era posible. Estos espacios, cada día más numerosos, son:
· Los espacios de circulación: autopistas, áreas de servicios en las gasolineras, aeropuertos, vías aéreas...
· Los espacios de consumo: super e hypermercados, cadenas hoteleras
· Los espacios de la comunicación: pantallas, cables, ondas con apariencia a veces inmateriales.
Podemos pensar, por lo menos en un primer nivel de análisis, que estos nuevos espacios no son lugares donde se inscriben relaciones sociales duraderas. Sería, por ejemplo, muy difícil hacer un análisis en términos durkheimianos de una sala de espera de Roissy: salvo excepción, por suerte siempre posible, los individuos se mueven sin relacionarse, ni negociar nada, pero obedecen a un cierto número de pautas y de códigos que les permiten guiarse, cada uno por su lado. En la autopista, sólo veo del que me adelanta un perfil impasible, una mirada paralela, y luego cuando lo tengo delante el pequeño intermitente rojo que encendió casi sin pensarlo.
Estos no-lugares se yuxtaponen, se encajan y por eso tienden a parecerse: los aeropuertos se parecen a los supermercados, miramos la televisión en los aviones, escuchamos las noticias llenando el depósito de nuestro coche en las gasolineras que se parecen, cada vez más, también a los supermercados. Mi tarjeta de crédito me proporciona puntos que puedo convertir en billetes de avión, etcétera. En la so-ledad de los no-lugares puedo sentirme un instante liberado del peso de las relaciones, en el caso de haber olvidado el teléfono móvil. Este paréntesis tiene un per-fume de inocencia (en francés se puede jugar con la palabra "no-lugares"), pero no nos imaginamos que pueda prolongarse más allá de unas horas. La versión negra de los no-lugares serían los espacios de tránsito donde nos eternizamos, los campos de refugiados, todos estos campos de fortuna que reciben una asistencia humanitaria, y donde los lugares intentan recomponerse.
Los no-lugares, entonces, tienen una existencia empírica y algunos geógra-fos, demógrafos, urbanistas o arquitectos describen la extensión urbana actual co-mo suscitando espacios que, si se retiene la definición que propuse, son verdaderos no-lugares. Hervé Le Bras, en su libro La planète au village [El planeta en la aldea], destaca que vivimos una era de extensión urbana tan desarrollada que hace estallar los límites de la antigua ciudad: un tejido más o menos desorganizado se despliega a lo largo de las vías de comunicación, de los ríos y de las costas. Habla en este contexto de "filamentos urbanos" y toma como ejemplo a la red urbana que se extiende sin interrupción de Manchester a la llanura del Pô, y a la cual los geó-grafos dieron el nombre de "banana azul" para describir la dispersión tan peculiar que se ve en las fotografías tomadas de noche por los satélites. Augustin Berque, en su libro Du geste à la cité [Del gesto a la ciudad], demostró como la ciudad de To-kio perdió su inscripción en el paisaje mientras desaparecían también sus lugares de sociabilidad interna. Hasta hace poco, uno de los elementos del gran paisaje (el Monte Fuji o el mar) se percibía siempre desde cualquier calle. Pero la construc-ción de grandes edificios suprimió estos puntos de vista. Por otro lado, las últimas callejuelas o callejones sin salida que creaban lugares de encuentro, de intercambio y de charlas, alrededor de los talleres y de los colmados, desaparecían bajo el efecto de la misma transformación.
El arquitecto Rem Koolhass propuso la expresión de "ciudad genérica" para designar el modelo uniforme de las ciudades que se encuentran hoy en día por do-quier en el planeta. La ciudad genérica, escribe él, "es lo que queda una vez que unos vastos lienzos de vida urbana hayan pasado por el cyberespacio. Un lugar donde las sensaciones fuertes están embotadas y difusas, las emociones enrareci-das, un lugar discreto y misterioso como un vasto espacio iluminado por una lám-para de cabecera". Y añade: "...el aeropuerto es hoy día uno de los elementos que caracteriza más distintivamente a la Ciudad Genérica [...] Es, por otra parte, un im-perativo, ya que el aeropuerto es más o menos todo lo que un individuo medio tienen la oportunidad de conocer de la mayoría de las ciudades [...] el aeropuerto es un condensado a la vez de lo hiperlocal y de lo hipermundial: hipermundial porque propone mercancías que ni se encuentran en la ciudad, hiperlocal porque en él se proporcionan productos que no existen en ninguna otra parte".
Es necesario aclarar que la oposición entre lugares y no-lugares es relativa. Varía según los momentos, las funciones y los usos. Según los momentos: un esta-dio, un monumento histórico, un parque, ciertos barrios de París no tienen ni el mismo cariz, ni el mismo significado de día o de noche, en las horas de apertura y cuando están casi desiertos. Es obvio. Pero observamos también que los espacios construidos con una finalidad concreta pueden ver sus funciones cambiadas o adaptadas. Algunos grandes centros comerciales de las periferias urbanas, por ejemplo, se han convertido en puntos de encuentro para los jóvenes que han sido atraídos, sin duda, por los tipos de productos que se pueden ver (televisión, ordena-dores, etcétera, que son el medio de acceso actual al vasto mundo); pero, más aún, empujados por la fuerza de la costumbre y la necesidad de volver a encontrase en un lugar en donde se reconocen. Finalmente, está claro que es también el uso lo que hace el lugar o el no-lugar: el viajero de paso no tiene la misma relación con el es-pacio del aeropuerto que el empleado que trabaja allí cada día, que encuentra a sus colegas y pasa en él una parte importante de su vida.
La definición del espacio está, en consecuencia, en función de los que viven en él. En una tesis que dio lugar a un libro, Coeur de Banlieue [Corazón de subur-bio], uno de mis antiguos estudiantes describió cómo en Courneuve, en la ciudad de los 4000, los más jóvenes (entre 10 y 16 años) constituían bandas que se apropia-ban del territorio de su ciudad, lo defendían eventualmente contra otras bandas y hacían cumplir a los nuevos miembros unos ritos iniciáticos que siempre estaban relacionados con el dominio lúdico y simbólico del lugar. En este caso deberíamos hablar, más bien, de superlocalización. En la televisión, en directo, hasta vimos a adultos llorar delante del espectáculo del derrumbamiento de las "barras" (grandes edificios de los suburbios), en las cuales habían vivido. Si bien estos grandes gru-pos de vivienda podían parecer deplorables a los observadores foráneos, para otros habían sido, mal que bien, un lugar de vida.
La superlocalización puede ser vinculada a fenómenos de exclusión o de marginación. Sabemos que los jóvenes de los suburbios "se precipitan" sobre París el sábado por la noche, y más precisamente a ciertos barrios ¾la Bastille, le Fo-rum des Halles, Les Champs Elysées, que, sin duda, les parecen condensar la quintaesencia del "espectáculo" urbano y donde tienen la oportunidad de ver, y eventualmente, de experimentar los aparatos que dan acceso al mundo de la infor-mación y de la imagen. Tal vez vamos hoy en día a ver de los escaparates de las tiendas de televisores y de ordenadores como íbamos antes, en mi pueblo bretón, a la orilla del mar para soñar con partidas y viajes. El "fuera del lugar" de una ciudad, la capital, de la cual sólo son captados por definición sus reflejos, sería la contra-partida del "super-lugar" de la metrópoli.
Al hablar del espacio estamos naturalmente inducidos a hablar de la mirada, no sin identificar, a este respecto, un peligro, un riesgo. Toda superlocalización conlleva el peligro de ignorar a los otros, los del exterior inmediato, de desimbolizar, en este sentido, la relación social, y, más aún, de obviarla por tener sólo acceso, a través de las imágenes, aun mundo soñado o fantaseado. Lejos de reservar este riesgo sólo a nuestros suburbios, pienso que es el riesgo de todos en distintos gra-dos. Pero la aparición en algunos continentes de barrios privados, hasta ciudades privadas, y en todas las grandes ciudades del mundo de edificios superprotegidos con sus puentes levadizos electrónicos, demuestra que para muchos, lo que llama-mos la planetarización, corresponde a un intento contradictorio, y en ciertos aspec-tos un poco irrisorio, de conciliar el repliegue del cuerpo al abrigo de fronteras estrechas y el vagabundeo de la mirada a través de las imágenes del mundo o el mun-do de las imágenes: ¿no es, después de todo, la actitud del que se duerme en el hue-co de su cama para soñar con lo vivido el día anterior?

De lo real a lo virtual

Alcanzamos aquí, me parece, el punto central de nuestro tema. Más allá de nuestros interrogantes en cuanto a las mutaciones del tiempo y del espacio, se trata de la re-lación que mantenemos con lo real, concebido él mismo como problemático, ya que nos atrevemos a hablar del paso de lo real a lo virtual.
En primer lugar dos precisiones:
El término "virtual" se utiliza hoy en día de manera poco clara. Las imágenes llamadas virtuales no lo son en calidad de imágenes. Por esta razón, son eminentemente actuales, y algunas realidades que representan son, además, también actuales. Al contrario, todas las ficciones a las cuales dan forma, todos los "mundos" que representan (como en los video-juegos) no son forzosamente "virtuales" si no tienen ninguna oportunidad, ninguna posibilidad de hacerse "actuales" o de realizarse, mientras no sean realidades "en potencia" (pensamos aquí en la definición del Li-ttré. Virtual: "Que resulta sólo en potencia y sin efecto actual"). En cambio, lo que es virtual, y podría ser una amenaza, es el efecto de la fascinación absoluta, de devolución reciproca de la imagen a la mirada y de la mirada a la imagen que el desa-rrollo de las tecnologías de la imagen puede generar.
En este punto, una segunda precisión tal vez sea necesaria. No tengo ninguna intención de disertar contra la imagen y las tecnologías de la comunicación (esto no tendría sentido). Subrayar los peligros que comportan la alienación progresiva a una tecnología, las confusiones inducidas por el peso de la pereza y de la costumbre, intentar reconocer la fuerza y los efectos de la ilusión, es más bien recordar que la imagen, por más sofisticada que pueda ser, sólo es una imagen, es decir, un me-dio de ilustración, a veces de exploración, a menudo de comunicación o también de distracción. Marx decía que las relaciones con la naturaleza correspondían en última instancia a relaciones entre los hombres; podríamos más evidentemente, y con más razón, decir lo mismo de las relaciones con las imágenes.
Quisiera entonces enumerar rápidamente todas las ambigüedades de nuestra relación con la imagen antes de sugerir en qué condiciones puede no ser un obstá-culo a la libre construcción de nuestras identidades individuales y colectivas. Por-que es aquí, creo yo, donde radica el desafío esencial de nuestro futuro.
La imagen recibida o percibida, sobretodo la que difunden nuestros televiso-res, tiene varias características.
·Iguala acontecimientos: millones de muertos en Afganistán; nuevo fracaso del París Saint-Germain.
·Iguala personas: las figuras de la política, las estrellas del espectáculo, del deporte y de la televisión misma, pero también las muñecas y otros títeres que se pegan a la piel de los que caricaturizan, o incluso los personajes ficticios de algunos culebrones que nos parecen más reales que los actores. Esta igualación no es ino-cente en la medida que dibuja los contornos de un nuevo Olimpo, cercano pero inaccesible como un espejismo del que reconocemos los héroes y los dioses sin realmente conocerlos.
·Hace incierta la distinción entre lo real y la ficción. Los acontecimientos están concebidos y escenificados para ser vistos en la televisión. Lo que veíamos de la guerra del Golfo tenía la apariencia de un video juego. El desembarco a Somalia se hizo a la hora anunciada, como cualquier otro espectáculo, delante de centenares de periodistas. Si la vida política internacional, hoy día, a menudo tiene aspectos de "culebrón" es sin duda, ante todo, porque debe ser llevada a la pantalla, por múlti-ples razones, en las cuales intervienen tanto los cálculos tácticos de los actores co-mo las expectativas o costumbres de los espectadores.
Las mediaciones políticas están sometidas así al ejercicio mediático. Algunos ven en la televisión de hoy el equivalente del ágora griega, pero quizá infravaloran la pasividad que conlleva la definición del ciudadano como espectador.
Otro efecto deletéreo de la poderosa presencia [prégnance] de la imagen, bien podría ser equiparado con lo que, a propósito de otras drogas livianas, llama-mos adicción. La adicción a la imagen aísla al individuo y le propone simulacros del prójimo. Más estoy en la imagen, menos invierto en la actividad de negociación con el prójimo que es en la reciprocidad, constitutiva de mi identidad. La relación simbólica de la que hablaba al principio, y que en todas las sociedades es a la vez objeto y desafío de la actividad ritual, implica esta doble actividad de reconoci-miento del prójimo y de la reconstrucción de sí mismo.
Las imágenes, en esta actividad eminentemente social, pueden tener un papel decisivo, un papel mediador, por eso se utilizaron en las empresas de conquista y de colonización cuya historia nos proporciona muchos ejemplos. Así las órdenes mendicantes, y luego los jesuitas, para convertir a los indios de México empezaron a sustituir sus imágenes, las de una tradición azteca muy rica en este ámbito, por las del barroco cristiano y castellano. Esta "guerra de imágenes", para tomar el ti-tulo del libro del especialista en historia de México Serge Gruzinski, duró siglos, y aún hoy en día no está del todo acabada cuando desde hace algunos años el evan-gelismo protestante de origen norteamericano empieza, no sin éxito, a erradicar to-da referencia a las imágenes católicas o paganas, y conduce, con menos ruido, a una nueva guerra de religión que se extiende a todos los continentes, sobretodo con pantallas superpuestas, porque, si bien denuncian la imaginería católica o los fetiches paganos, los evangelistas no odian ni el espectáculo, ni la pantalla.
El hecho nuevo hoy en día, y aquí radica el problema, es que a menudo la imagen ya no representa un papel de mediación con el otro, pero sí se identifica con él. La pantalla no es un mediador entre yo y los que me presenta. No crea reci-procidad entre ellos y yo. Los veo pero ellos no me ven. Esta mediación naturalmente puede existir en otra parte; puedo tener un nexo familiar, político, amistoso o intelectual con los que veo en la pantalla. La molestia empieza cuando el simulacro se instala, cuando la ficción hace las veces de real, cuando todo pasa como si no hubiera otra realidad que la de la imagen.
Ahora bien, este fenómeno de sustitución de la realidad por la imagen, que inicialmente suponía representar o ilustrarla, es muy generalizado hoy en día, y to-maré, para acabar, un ejemplo de ello que no es directamente o estrictamente ni político ni mediático. El mundo es recorrido hoy en día por flujos de población que esencialmente van en sentidos contrarios: los inmigrantes a los que sus dificultades económicas precipitan hacía un mundo occidental, que tienden a mitificar; los turistas, con el ojo pegado a sus cámaras y encandilados, recorren los países que a menudo son aquellos de donde parten los inmigrantes. No es cierto que, recorrien-do el mundo, fotografiándolo y filmándolo, no encontremos esencialmente en nuestros viajes, como en el famoso albergue español, lo que nosotros mismos ha-bíamos llevado allí: imágenes y sueños.
Poco tiempo atrás, Disney Corporation ganó un concurso organizado por el ayuntamiento y el Estado de Nueva York para la edificación de un hostal, un centro comercial y de ocio en Times Square, así como la remodelación del barrio. Lo que más destaca en el proyecto de los arquitectos de Disney es que instala el mundo de Superman, con su arquitectura caótica y atravesada por rayos galácticos, en el cora-zón de la ciudad, como componente normal de ella. Algunos periodistas notaron que el nuevo Times Square era fiel a la estética de los centros de ocio ya instalados en Estados Unidos. Fuera de los debates sofisticados sobre el sentido de la obra, el efecto Disney se toma en serio y se constituye en autoreferencia para el futuro. Se riza así el rizo: de un estado en el cual la ficción se nutría de la transformación imaginaria de lo real, hemos pasado a un estado en el cual lo real se esfuerza en reproducir la ficción. Bajo este diluvio de imágenes, ¿queda aún sitio para la imaginación?
Hay que concluir, y tal vez matizar o corregir, el sentimiento de pesimismo un poco distante que pueda advertirse en mis palabras. No me siento, propiamente dicho, ni distante ni pesimista; quisiera convencerlos formulando dos observacio-nes y contándoles una anécdota.
La primera observación es que la sociología real, o si lo preferimos, la socie-dad real, es más compleja que los modelos que intentan dar cuenta de ella.
Digamos que en la realidad concreta, los elementos que justifican o dirigen la elaboración de modelos interpretativos no se excluyen sino que se sobreañaden. En la realidad, tal como la podemos observar concretamente, nunca hubo desencanto del mundo, nunca hubo muerte del Hombre, fin de grandes relatos o fin de la histo-ria, pero hubo evoluciones, inflexiones, cambios y nuevas ideas, a la vez que reflejos y motores de cambios. No se debe confundir la historia de las ideas ni la de las técnicas con la historia a secas. Estemos tranquilos: la historia continúa. Quizá in-cluso, en un sentido (si prestamos atención al hecho de que desde ahora su hori-zonte es el planeta en su totalidad), podamos adelantar que es sólo ahora que co-mienza, que sólo ahora sale de la prehistoria.
Si la realidad de hoy tiene a menudo la apariencia de un espectáculo, de una película o de un show, si podemos tener la sensación de que por la extensión de los espacios de anonimato, de los espacios de la imagen y de la comunicación, la histo-ria condena a muchos humanos a la soledad, y por la globalización de la economía a muchos también (a menudo son los mismos) a la exclusión. Sin embargo, pode-mos sin duda sacar fruto de una lección que autoriza, me parece, la experiencia an-tropológica: el individuo solo es inimaginable y su existencia imposible. Salvo al-gunas excepciones, los humanos no se perderán en el centelleo de los medios de comunicación. Y tanto si se confirma el sentimiento de déficit simbólico, de debili-dad social que nos invade a veces (pero ya Durkheim...), podemos estar seguros de que unas recomposiciones simbólicas y sociales se operarán por vías múltiples e invisibles. Sí, para lo mejor y para lo menos bueno, la historia continúa.
Sin duda la historia de mañana, como ya la de hoy, será recorrida por una doble tensión, entre sentido y ciencia, por un lado, soledad y solidaridad, por el otro. La ciencia, al contrario del mito y de la ideología, no tiene nada para tranqui-lizarnos: avanza desplazando las fronteras de lo desconocido, y está claro que hoy en día resucita vértigos pascalianos al descubrir en la intimidad del individuo la suma de sus determinantes (estamos cartografiando el genoma humano), justo en el momento en el cual la astrofísica vuelve a actualizar la idea de lo infinitamente grande.
No estamos más en la época del totemismo y de los símbolos elementales, en la época donde la naturaleza proporcionaba fácilmente un lenguaje a la organiza-ción de los hombres. Pero hay que vivir, seguir "cultivando nuestro huerto", como decía Voltaire, y para eso afrontar la necesidad de lo social, pensar lo cotidiano a una escala humana, es decir, en algún sitio entre el individuo y lo infinito: no reela-borar lo social.
La historia de ahora en adelante (y es un hecho sin precedentes) será cons-cientemente la del planeta percibido como planeta, como minúsculo elemento de un sistema entre una infinidad de otros sistemas. Pero por esta misma razón, la aventu-ra, mañana, seguirá siendo una aventura identitaria: la relación entre unos y otros será más que nunca un desafío.
Hace algún tiempo tuve la suerte de tratar mucho con un grupo de indios ya-ruro-pumé en la frontera de Venezuela y Colombia. Aislados, casi sin recursos, es-tos indios celebraban casi cada noche una ceremonia, el Tôhé, durante la cual un chamán viaja soñando a la casa de los dioses. Por la mañana cuenta su viaje, que a menudo tiene una meta concreta (pedir la opinión de un dios, recuperar el alma robada de un hombre o de una mujer enfermos, tener noticias de un muerto), y describe el país de los dioses.
Este país es una ciudad donde circulan coches silenciosos entre las altas construcciones iluminadas. En los cruces, la comida y las bebidas son entregadas a discreción. Total, este mundo de dioses es una imagen magnificada de Caracas ¾donde estos pumé nunca han ido, pero de la cual han recolectado algunos ecos o algunas imágenes interrogando a visitantes u hojeando revistas encontradas.
Así, nuestras ciudades han invadido el imaginario de estos indios. Pero son ciudades de ensueños, en su doble sentido. En la realidad, cuando algunos de estos pumé dejan su campamento, paran a las puertas de la ciudad, en las chabolas donde los televisores les proponen, a todas horas, sustitutos a las imágenes de sus sueños, ficciones abandonadas por sus dioses. El sueño y la realidad se degradan conjunta-mente. Las ciudades de los sueños indios no son más reales que los indios de los sueños occidentales y juntos se desvanecen. Pero este doble malentendido demues-tra, a su manera, que nos hemos vuelto todos (trágicamente, desigualmente, pero ineluctablemente) contemporáneos. Es la historia de esta contemporaneidad, rica en esperanzas y cargada de contradicciones, la que hoy empieza.




Escrito por Parafrenia a las 06:01 PM | Comentarios (0)