Cerros y cerros de papeles
Novela escrita por: Newton
El dardo se desplazo con una velocidad de 70 Km /h produciendo un sonido de 3 decibeles casi imperceptible al oído humano. Al sentir la aguda punzada en el esternomatocloideo izquierdo, la reacción del vigilante fue la de llevarse las manos al cuello, imaginándome al instante lo que debía estar sufriendo el desalmado guardia: parálisis instantánea de todos los músculos y un intenso resplandor que se tradujo en un nistagmo (movimiento ocular descontrolado) Por supuesto, sin ningún tipo de respuesta neuro-motora el cuerpo se desplomo como un saco de papas sobre el duro concreto de aquel siniestro sótano.
Al comprobar que el vigilante no se levantaría en un buen rato, me dirigí a la mujer que ya parecía sacada de un campo de concentración y le hable dándole un pellizco en el pezón a ver si reaccionaba. Logre que me susurrara algo:
- Ten – go – ha… - dijo musitando cada silaba.
- ¿Qué dice? – abofeteando su rostro demacrado - ¿dígame que le hicieron?
Su rostro reflejaba los embates de haber sido sometida a múltiples torturas sexuales y depravaciones sin ningún tipo de piedad, dejando ver como si el peso de toda la humanidad hubiese caído sobre su pecho. Observe el extraño aparato con forma de garra y comprobé como a través de una maquina inyectora, el tejido adiposo era inoculado y canalizado por unos tubos de plástico transparentes desde unos pipotes con un extraño símbolo hasta el vientre de la infortunada mujer.
Mis ojos se abrieron desmesuradamente al comprobar que el estado de la mujer era cada vez peor:
- Vamos parese, que nos vamos de aquí – dije con cierta esperanza.
- Ten – go – ha… - dijo la muchacha con voz trémula.
Arremetí con 2 cachetones mas para ver si la jeva reaccionaba, como en efecto sucedió:
- ¡TENGO HAMBRE, NOJODA! – dijo, y luego de expresar su ultimo deseo carnal, el cuerpo se estremeció dejando fluir toda la masa etérea del espíritu hacia una región desconocida del cosmos dimensional llamada popularmente Muerte.
Una rabia indescriptible me invadió, provocando que le pateara el estomago al vigilante adormecido. Lo cual provoco que un torrente marrón impregnara la entrepierna del afeminado, que sonrió quizás ante la descarga estreñida de las heces fecales. Decidí revisar las ropas de la mujer que se encontraban al lado de la camilla, donde halle un monedero con 50 mil bolos, una C.I. a nombre de Silvia Saint, 3 ganchos de pelo y un llavero de Hello Kitty con unas llaves. Conserve el dinero por si acaso tenia que agarrar un taxi y el llavero para mandarlo al laboratorio de experticias. Luego, con la sangre fría propia de un caimán, le cerré los ojos a la muerta que evidentemente ya no los necesitaba.
Saque mi arma y dispare varias veces sobre una de las tantas cajas que adornaban el sótano y vi con asombro que estaban llenas de fémures humanos envueltos en papel contac. Cerré otra vez la caja como pude al darme cuente del escándalo que produje con los tiros. Encendí un paquete de triqui-traquis, los tire encima de un montón de restos de anime y arranque por las escaleras hacia los pisos superiores, en una carrera que por momentos me pareció endemoniada.
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En el ascenso de las fétidas escaleras, la imagen de la muerta y los fémures envueltos como para regalo, no se apartaban de mis atribulados pensamientos. Deduje que el grupo de extractores afeminados trabaja con demasiada regularidad dada su pericia, pero aun no lograba descifrar las motivaciones y su modus operandi. Pensé por un segundo en regresar e interrogar al vigilante, pero luego razone que además de peligroso, sino lograba que el pseudo-hombre hablara, podía ponerme al descubierto y entorpecer las investigaciones.
Por unos breves instantes, la concentración en mis profundos pensamientos hizo que descuidara ciertas precauciones y casi me dejo ver por los 4 guardias que montaban vigilancia en la entrada principal. Me deslicé como un gato en celo buscando victimas y subí al piso donde se encontraba el supuesto archivo. Al acercarme a una enorme puerta ubicada en el extremo sur del pasillo, pude distinguir un pequeño letrero:
“Archivo Nacional de la Tierra Prometida”
La habitación aparecía alumbrada por una tenue luz de neon donde tan solo una solitaria lámpara proyectaba su cascada luminosa sobre la oscuridad abismal del aposento.
Estando en el interior, vi al anciano custodio que me esperaba junto a Rita. Todos cruzamos una mirada de alegría bajo el fuerte impacto que me produjo el contenido de aquel lugar. Adentro había inmensos estantes llenos de millares y millares de carpetas, que se perdían entre los corredores formados con más estantes en las mismas condiciones. Las estructuras metálicas se apoyaban una sobre otras formando perspectivas sacadas de mundos hipnóticos como si todo estuviera a punto de caerse con un gran estruendo. El polvo le daba un color mas lúgubre a todo aquel sitio, bajo la presencia dominante del ambiente laberíntico donde el aire se hacia totalmente irrespirable.
- ¿Todo bien? – pregunto Rita
- Si, ¿y esta vaina?
- Lo que le dije – intervino el anciano – casi todos los ofrecimientos que se han hecho en el país sobre el uso de la tierra, archivadas una por una. Pero esto es solo el principio, venga por acá, lo estábamos esperando.
Diciendo esto, el hombrecillo nos arrastro hacia uno de los pasillos de aquel laberinto superpoblado de archivos, que estaban marcados con discretos letreros indicativos:
- Atención, aquí empieza la clasificación; antes debo explicarles que a principios del siglo XX, muchas personas dudaban de la existencia en el país de este peculiar archivo, el cual según cuenta la leyenda, fue iniciado por un estrafalario erudito tunecino que se radico entre nosotros a fines de la el periodo colonial; pero no seria hasta 1935, después de la muerte del dictador J.V.Gomez y luego de la convocatoria de las primeras elecciones “y que” democráticas, que Don José Domingo del Pozo, heredero del finado inmigrante, temeroso de lo que estaba por venir desistió de continuar el trabajo de sus antepasados, revelando públicamente su existencia y entregando todo el material recopilado al Estado, desapareciendo en extrañas circunstancias para siempre.
Ya había pasado el fugaz momento de sorpresa que me produjo todo aquello, pero en mi cara y en la de Rita se notaba una sensación de incredulidad que a ella le destacaba aun más el bello color azul de sus ojos.
El Sr. Malcovich nos introdujo en otra suerte de salón, y dijo:
- De este lado están las solicitudes de los damnificados que esperan para ser reubicados, mas allá están los que esperan casa por la ley de política habitacional, y en aquel sector – continuo señalando con los labios como si estuviera haciendo pucheros – están los ofrecimientos municipales para reparar calles y aceras.
Mientras hablaba el extraño ser tocaba lujuriosamente los tomos polvorientos de aquellas carpetas contentivas de extraordinarios e incumplidos secretos.
- ¿Vienen muchas personas a este sitio? – pregunte
- ¡Claro que si mijo!, los arquitectos para fusilarse los proyectos urbanísticos, sociólogos para reactivar teorías económicas obsoletas en el uso del suelo y políticos para no repetir los ofrecimientos de tierras de campañas electorales anteriores.
A un lado de nosotros, una mesa llena de papeles que parecían estar en proceso de clasificación, llamo mi atención:
- ¿Y que es ese paquete? – insistí cual pepito preguntón.
- Son ofrecimientos para soluciones habitacionales, llevan ya casi 50 años ahí sin poder ser ordenadas.
- Esto es insólito – dijo Rita poseída por el entusiasmo. El cabello semi-revuelto por la excitación tapaba parte de su rostro, y aun cuando el traje medio destrozado le cubría bastante el cuerpo, las fabulosas piernas le quedaban casi al aire cada vez que se movía, haciendo que el anciano continuamente las mirara de reojo.
Se podía captar con claridad la pesadumbre que habia en su abatido espíritu. Tal vez tenia razón, después de vivir tanto tiempo entre papeles sin sentido por un miserable sueldo, solo para cuidar tan grande deposito de mentiras, engaños, paquetes chilenos, añagazas y espejismos, era lógico pensar que su pesimismo parecía venir del mas allá. Ante aquel museo de lo inexistente, me dio por pensar si alguna vez yo habia prometido algo que no habia podido cumplir, pero preferí callar. Mire hacia la ventana y me di cuenta que empezaba a oscurecer, confirmando que ya era la hora de partir.
En plena autopista Francisco Fajardo en sentido este-oeste, como quien va hacia la UCV a través de un inmenso puente peatonal verde construido provisionalmente y convertido posteriormente en mobiliario urbano permanente, gracias al uso obligado de la gente que viene de Los Teques, las luces de los autos y las lámparas de argon color ámbar, semejaban una inmensa guillotina donde carros y camiones parecían tener licencia para matar. A pesar del fatigoso día, la noche nos pareció reconfortante al sabernos fuera de aquel lugar sombrío. En la cadena de pensamientos que se sucedieron uno tras otro como si fueran una procesión de Satanás, sentí cierta pena por la mujer del sótano a quien no le pude descifrar las últimas palabras y cierto regocijo por el vigilante victima de las llamas a causa de los explosivos navideños.
Una vez en las adyacencias de los perrocalenteros de Plaza Venezuela, entre piropos y silbidos a consecuencia del estado de las ropas semi-rotas de Rita, subimos rápidamente a un taxi. Habiendo acordado previamente que ella pasara unos días en mi apartamento para no correr el riesgo de ser encontrada por sus perseguidores. Al instante deje caer mi cabeza hacia atrás, cerrando mis ojos justo en el momento en que el auto de alquiler empezó a rodar. Al rato, completamente absorto en todo lo acontecido, permanecí unos instantes con la mente en blanco y casi me adormite, hasta que una idea se me vino a la cabeza: la fabrica de grasas vegetales (Coposa). Sonreí entusiasmado y abrí los ojos para mirar a Rita que descansaba a mi lado. La chica tenía la mirada fija en el taxista y en el retrovisor, ante la mirada insistente del chofer con cara de sádico de La Hoyada, que la veía a través del espejo. Tomándola por un brazo le pregunte:
- ¿Estas cansada?
- Si, y mucho – respondió lacónicamente.
Le apreté la mano pero ella la retiro con discreción. Aunque las luces de los carros me aguijoneaban el ojo irritado por el exceso de polvo, le mire al rostro buscando un gesto de complicidad. Pero fue inútil, Rita solo observaba los ojos babosos y el avance milimétrico de la mano del chofer, que lentamente se aproximaba hacia el espejo para ponerlo a jugar a su favor, en una posición exacta para el buceo…
En el proximo capitulo: Estrechez de corazon (Cap. #10)