Manuel Delgado Ruiz
Universitat de Barcelona.
Institut Catalá d´Antropología
1. El inmigrante imaginario
Entre los méritos que conviene atribuir a la escuela de Chicago destaca el de habernos hecho notar que, finalmente, una metrópoli no puede estar hecha de otra cosa que de gente de toda clase, llegada de cualquier parte. Aquello que los Thomas, Burgess, Wirth, Park, etc, nos mostraron fue que la heterogeneidad generalizada y la amalgama de formas sociales que conocen las ciudades del mundo industrializado no sólo eran posibles, sino que resultaban estructuralmente estratégicas, en la medida que obligaban a cooperar y mantener relaciones de interdependencia en comunidades humanas que habían desarrollado cualidades y habilidades diferenciadas. Esta condición, que los de Chicago llamaron heterogenética, de las ciudades se debía preferentemente a los movimientos migratorios que las habían elegido como su desembocadura, y que eran la materia prima de aquel cosmopolitismo en el que las urbes encuentran su marca de singularidad. Diciendolo con las palabras de Louis Wirth: “Dado que la población de la ciudad no se reproduce a sí misma, ha de reclutar sus inmigrantes en otras ciudades, en el campo y en otros países. La ciudad ha sido así una mezcla de razas, pueblos y culturas y un vivero propicio de híbridos culturales y biológicos nuevos. No solamente ha tolerado las diferencias individuales, sino que las ha fomentado. Ha unido a individuos procedentes de puntos extremos del planeta porque eran diferentes y, por ello, útiles mutuamente, más que porque fueran homogéneos y similares en su mentalidad.” (Wirth, 1988 [1938]: 45).
Esta visión, que hacía depender las sociedades urbanas de su capacidad de atraer a trabajadores jóvenes, era parte de una concepción de la ciudad en tanto que ecosistema, organización viva escenario de una red immensa de vínculos de simbiosis territorialmente determinados, que se producen entre elementos funcionalmente diversificados. Los pioneros de las ciencias sociales de la ciudad hicieron suya la noción darwiniana de naturaleza animada como aquello que constituye la trama misma de la vida. Desde esta óptica, las unidades que convivían en los nichos urbanos establecían formas de cooperación automática, no muy diferentes de las que las especies animales y vegetales mantienen entre sí en función de su posición ecológica y que, en el campo de la sociedad humana, implicaban vínculos de colaboración impersonal y no planificada.
Parece claro que los primeros socio-antropólogos urbanos supieron ver en las palabras finales del origen de las especies una imagen nada distinta de la que ellos podían captar contemplando la exuberancia humana que se desplegaba en cualquier gran ciudad norteamericana de principios de siglo: “Es interesante contemplar un montículo, cubierto de muchas plantas de diferentes clases, con pájaros cantando entre los matorrales, con insectos variados revoloteando por encima, con gusanos arrastrándose por la tierra húmeda y reflexionar que estas formas construidas con cuidado, tan diferentes entre sí, dependientes las unas de las otras de una manera tan compleja, han sido todas producidas por leyes que actúan en nuestro entorno...” (Darwin, 1988 [1859]: 412). Y es que la história natural de las ciudades, por así decirlo, era contemplada proyectando sobre ellas lo mismo que Darwin había entendido que era la evolución, es decir, un proceso de diferenciación y especialización hacia una complejidad cada vez mayor, en la que cada etapa venía marcada por la invasión de una nueva especie, en este caso por una nueva oleada migratória, que habría de convertirse en un nuevo ingrediente asociativo para un sistema esencialmente biótico y subsocial: la metrópoli.
Los posteriores desarrollos de las ciencias de la vida no han desmentido, más bien lo contrario, este principio de la dependencia de la ciudad respecto a su capacidad de agenciarse inmigrantes. Cuando los actuales teóricos de los sistemas complejos y activos han renunciado a los supuestos que otorgaban al equilibrio un lugar central en los cambios morfológicos, dandole la razón más a Carnot que a Darwin, el papel fundamental de las multitudes incesantes e incontroladas de poblaciones llegadas a la ciudad desde fuera ha quedado plenamente confirmado. ¿Qué mejor ejemplo del orden de fluctuaciones del que hablan los investigadores de la termodinámica no-lineal que los que afectan a un ser vivo tan lejos de la estabilidad, tan caótico y tan autoorganizado como es la ciudad, resultado directo de movimientos migratorios que el lenguaje corriente no duda en designar acertadamente como olas, corrientes o flujos? Prigogine y Stengers, tal vez los portavoces más emblemáticos de estas tendencias de la física actual, han explicitado esta idea: “...Si examinamos una célula o una ciudad, la misma constatación se impone: no es únicamente que estos sistemas estén abiertos, sino que viven de este hecho, se alimentan del flujo de materia y energía que les llega del mundo exterior. Queda excluido que una ciudad o una célula viva evolucione hacia un equilibrio entre los flujos entrantes y salientes. Si quisieramos, podríamos aislar un cristal, pero la ciudad y la célula, apartadas de su medio ambiente, mueren rápidamente; son parte integrante del medio que les alimenta, constituyen una suerte de encarnación, local y singular, de los flujos que no dejan de transformar” (Prigogine y Stengers, 1985: 165)
En cualquier caso, la publicación por William Isaac Thomas y Florian Znanieckil, en 1918, del primer volumen de The Polish Peasant in Europe and America, una de las obras claves de la Escuela de Chicago, fue el inicio de una mirada sobre el inmigrante que, a la luz de la asimilación de la ciudad a un sistema vivo basado en el intercambio y la cooperación entre las unidades copresentes, lo establecía como demográfica y funcionalmente indispensable para la viabilidad, la renovación y la continuidad de toda sociedad urbano-industrial. Esto es simplemente un hecho. Y es por este hecho por el que una ciudad puede ser entonces pensada como un colosal mecanismo caníbal, cuyo mantenimiento básico son estos inmigrantes que atrae en masa, pero que nunca acaban de satisfacer su apetito. Es por ello, por lo que en la ciudad nadie debería ser considerado intruso, básicamente porque no existe nadie que no lo sea. Todo el mundo es inmigrante, o hijo, o nieto de inmigrantes, todos vinieron de fuera alguna vez. Este papel de las migraciones como requisito ineludible para que nuestras ciudades puedan persisitir y prosperar fue el tema central en torno al cual el Centro de Cultura Contemporanea de Barcelona invitó a pensar y hacer pensar a sociólogos, antropólogos, urbanistas, demógrafos, filosófos y economistas, con ocasión de la edición de 1997 de su anual Debate de Barcelona, celebrado los días 8 y 9 de noviembre. Las intervenciones que se produjeron son las que aparecen recogidas en este volumen, que ha respetado la organización por epígrafes y el orden en que tuvieron lugar. Como se verá, todas coinciden a la hora de evocar la deuda que las metrópolis tienen contraída con todos los inmigrantes que llegaron, y llegan por suerte aún, a sus puertas, reclamando lo que a todas luces les corresponde: aquello que Henri Lefebvre llamó ya hace años el derecho a la ciudad.
Ahora bien, hay un aspecto que no aparece reflejado más que de una forma implícita en las contribuciones de los especialistas convocados y que recoge este volumen. En los debates que cada intervención propiciaba, y de los que el protagonista era un público en gran medida constituido por personas vitalmente implicadas en el asunto que nos reunía, se suscitó una cuestión que de alguna forma debería quedar esbozada en esta presentación de los materiales del Debate. Se trata de lo siguiente.
Estamos hablando de inmigrantes, y son ellos los actores principales de nuestros análisis y, más allá, de una presunta problemática pública que parece preocupar a todo el mundo. Ahora bién, ¿de dónde nos proviene la absoluta certeza que demostramos a la hora de dibujar el perfil de aquél al que titulamos después inmigrante?
Definida por la condicción heteróclita e inestable de los materiales humanos que la conforman, consciente como es, a su manera, de la naturaleza permanentemente alterada de las estructuras que la hacen posible, una sociedad urbano-industrial sólamente debería percibir como inmigrantes a aquellos que acaban de llegar después de haber cambiado de territorio. Immigrante sería, si acaso, aquél que justo acaba de descender al andén, una figura por fuerza efímera, destinada a ser reconocida, examinada y, más pronto o más tarde, digerida por un orden urbano del que constituye el alimento básico, al mismo tiempo que una garantía de renovación y continuidad. Pero si realmente es así, si las ciudades dependen en tantos sentidos de estas aportaciones humanas que la nutren, ¿qué justifica entonces un discurso que, contradiciendo toda evidencia, se empeña en plantear la presencia de inmigrantes en las ciudades de Europa como una fuente de inquietud, como una amenaza o como una difícil cuestión que hay que resolver? Es más, ¿a qué viene esta insistencia en mostrar como un problema lo que en realidad ha sido una solución, la única, para asegurar la supervivencia misma de las sociedades urbanas? En paralelo a todo esto, si, como proclamabamos, todo urbanita debería reconocerse a sí mismo como el resultado más o menos directo de una migración, ¿qué es lo que nos permite designar a alguien como “inmigrante”, mientras que se dispensa a otros, que lo merecerían plenamente, de tal calificativo? ¿Quién, en la ciudad, merece ser designado como inmigrante? ¿Y por cuanto tiempo?
He aquí el tipo de preguntas que, de hecho, nunca nos hemos planteado, pues formularlas implica arriesgarse a que el personaje que hemos decidido colocar en el centro de nuestra reflexión, y que las instancias políticas y mediáticas llevan tiempo sometiendo a la luz de sus focos, acabe desdibujándose, desvaneciéndose hasta difuminarse completamente, desvelando así su naturaleza en última instancia ectoplasmatica, producto de una superstición cuya génesis es inequivocamente ideológica.
Delatar que aquél al que llamamos inmigrante no es una figura objetiva, sino más bien un personaje imaginario, no desmiente sino, al contrario, intensifica su realidad. Diciéndolo de otra forma, es cierto que hay inmigrantes, pero aquello que hace de alguien un inmigrante no es una cualidad, sino un atributo, y un atributo que se le aplica desde fuera, como un estigma y un principio negativo. El inmigrante sería, sin duda, un exponente perfecto de aquello que Gilles Deleuze llama un “personaje conceptual”. El inmigrante es aquél que, como todo el mundo, ha recalado en la ciudad despues de un viaje, pero que, al hacerlo, no ha perdido su condición de viajero en tránsito, sino que ha sido obligado a conservarla a perpetuidad. Y no únicamente él, sino incluso sus descendientes, que deberán arrastrar como un condenado la marca de desterrados heredada de sus padres y que hará de ellos aquello que, contra toda lógica semántica, se acuerda llamar “inmigrantes de segunda o tercera generación”.
Lejos de la objetividad que las cifras estadísticas le presumen, el inmigrante es una producción social, una denominación de origen que se aplica, no a los inmigrantes reales, sino únicamente a algunos de ellos. A la hora de establecer con claridad qué es aquello que hay que entender como inmigrante, lo primero que se aprecia es que, como decíamos, tal atributo no se aplica a todo aquél que en un momento dado llegó procedente de fuera. En el imaginario social en vigor, inmigrante es un calificativo que se aplica a individuos percibidos como investidos con determinadas características negativas. El inmigrante ha de ser considerado, de entrada, extranjero, “de otro lugar”. Además, de alguna forma es un intruso, ya que se entiende que no ha sido invitado. Con esto se invita a olvidar que si el llamado inmigrante ha venido no ha sido, como se pretende, por causa de alguna catastrofe demográfica o por la miseria reinante en su país, sino sobre todo por las necesidades de nuestro propio sistema económico y de mercado de disponer de un ejercito de trabajadores no cualificados y dispuestos a trabajar en cualquier cosa y a cualquier precio. El inmigrante ha de ser, además, pobre. El término inmigrante no se aplica nunca a empleados cualificados procedentes de países ricos, incluso de fuera de la CEE, como Estados Unidos o Japón, y mucho menos a los miles de jubilados europeos que han venido a instalarse ya de por vida en las zonas costeras de España. Inmigrante lo es únicamente aquél cuyo destino es ocupar los peores puestos del sistema social que le acoje.
Además de ser “inferior” por el lugar que ocupa en el sistema de estratificación social, el inmigrante lo es asimismo en el plano cultural, puesto que procede de una sociedad menos modernizada -el campo, las regiones pobres del mismo Estado, el llamado Tercer Mundo...- Es, por tanto, un atrasado, civilizatoriamente hablando. Tenemos aquí, porque los inmigrantes dan pié a aquello que se presenta como minorias étnicas, lo que nunca ocurre con los que siendo también inmigrantes no pasan nunca por tales, en la medida en que proceden de países ricos. Éstos no son inmigrantes sino residentes extranjeros, y no conforman ninguna minoria étnica sino colonias. No hace falta decir que el calificativo étnico sirve para ser asignado únicamente a producciones culturales consideradas pre- o extra-modernas: un danza sufí o un restaurante peruano son “étnicos”, un vals o una pizzeria, no. Los gitanos o los senegambianos son “étnias”, los catalanes o los franceses de ninguna de las formas. Tenemos, así pues, que lo que la noción de minoria étnica permite es “etnificar” (es decir indicar la existencia de cierto tipo de minusvalía cultural) y minorizar a aquél al que se le aplica. El inmigrante suele ser también numéricamente excesivo, por lo que se le percibe como alguien que está de más, que sobra, que constituye un excedente del que hay que librarse. Finalmente, el inmigrante es también peligroso, pues se le asocia con toda clase de amenazas para la integridad y la seguridad de la sociedad que le acoge, e incluso para la propia supervivencia de la cultura anfitriona. En resumen, el llamado inmigrante va a reeditar la imagen legendaria del bárbaro: el extraño que se ve llegar a las playas de la ciudad y en el que se han reconocido los perfiles intercambiables del naufrago y del invasor.
No todos los inmigrantes, sin embargo, aparecen afectados por un mismo grado de inmigridad. El caso más extremo de extrañeidad a los países europeos sería el que afecta a los inmigrantes pobres procedentes de lo que suele designarse como “tercer mundo”, sobre todo aquellos que no han conseguido permiso para entrar y permanecer en los países de destino, es decir los “sin papeles”. Como inmigrantes se agrupan en este caso un grupo relativamente pequeño de trabajadores sin cualificar, a merced de los requerimientos más despiadados del mercado de trabajo y sin apenas derechos. A menudo este sector está situado cerca o ya dentro del territorio de la marginación. Además de ocupar los límites inferiores y más vulnerables del sistema social, a este colectivo de inmigrantes totales se le adjudicaría también la función de constituirse en chivo expiatorio, siempre dispuesto a recibir toda clase de culpabilizaciones. Un famoso libro del periodista Günter Wallraff, en el que relataba sus vicisitudes bajo la falsa personalidad de trabajador turco en Alemania, permite constatar cómo se explicita esta doble función: si en la edición alemana la obra recibía el título, aludiendo a su lugar dentro de la estructura social, de Ganz Unten, es decir “debajo de todo”, la francesa -Tétes de turc- y la española -Cabeza de turco-, remitía al papel del inmigrante como víctima propiciatoria de los males sociales. La division de los asalariados en “legales” e “ilegales” es precisamente lo que institucionalizan las leyes de extranjería, en paralelo a aquella otra, no menos brutal, entre ciudadanos nacionales, que disfrutan de todas las prerrogativas legales, extranjeros relativos, ciudadanos de otros países de la CEE o del “primer mundo” que gozan de una situación legal menos integrada pero que no sufren explotación ni rechazo porque son “extranjeros invitados”, y, en último lugar, extranjeros absolutos, a los que les son negados todos los derechos y son víctimas de todo tipo de injusticias y arbitrariedades. Si las leyes de extranjería vigentes en Europa pueden ser calificadas como abiertamente xenófobas es precisamente porque institucionalizan un orden civil basado en la separación -inscrita ya en la base misma de los modernos Estados-nación- entre incluidos y no incluidos, o bien, por decirlo como nos propone Michel Wieviorka (1992, pp. 221-50) entre gente in y gente out, pudiendo negarles a estos últimos el derecho a la equidad ante la ley.
La operatividad simbólica del calificativo inmigrante no se restringe, sin embargo, únicamente a estos inmigrantes extremos. Por una parte los tenemos a ellos, inmigrantes cuyo status viene dado por una definición jurídica, pues son individuos que han llegado y permanecen en la ciudad en condicciones inciertas. Se trata de unos individuos que presentan niveles muy altos, incluso inaceptables, de inmigridad, y cuya función es la de estar ubicados en la banda más baja, en los límites o más allá del sistema social. Pero existe también otro tipo de inmigrantes, que pueden estar plenamente integrados social y politicamente, pero que, a pesar de ello, presentan un problema de “adaptación cultural”, es decir que tienen dificultades a la hora de vivir como los supuestos nativos. Su destino es encontrar acomodo en la banda más baja, en el límite o más allá del supuesto universo simbólico-cultural que se considera preexistente a su llegada. Se trata de grupos que han llegado desde el campo, a los que despectivamente se puede llamar “paletos”, campesinos, pueblerinos, etc. Pero, sobre todo, se trata de personas procedentes de zonas deprimidas y consideradas social o culturalmente inferiores del propio Estado. En Europa éste es el caso de los terroni, italianos meridionales emigrados al norte; de los xarnegos o los maketos de Catalunya y el País Vasco respectivamente; de los norirlandeses católicos en Inglaterra, o de los ossis, alemanes del Este desplazados a la antigua República Federal. En todos los casos se trata de individuos cuya situación es plenamente legal y que gozan de una ciudadanía plena o casi, pero que, a pesar de ello, y a causa de sus costumbres, de su lengua o del temperamento que se les supone, pueden ser vistos como perturbadores de la integridad cultural de la comunidad receptora, incluso como una amenaza para su propia supervivencia. En este caso no puede hablarse ya de un mínimo porcentaje de la población total -entre el 1 y el 10 %-, sino que pueden suponer el 40 ó el 50 % del conjunto de la población “legal” del territorio que un grupo considera como propio de su cultura. El inmigrante no es identificado entonces como responsable de los índices de paro, de peligros para la salud publica o del incremento de la delincuencia, sino, por encima de todo, como una fuente de peligro para la existencia misma de la nación que le acoge.
2. La ciudad anterior. El inmigrante como un producto cognitivo.
Ahora bien, cuando el inmigrante llega a su destino, ¿es de verdad una cultura aquello que lo recibe? ¿puede hablarse de las sociedades urbano-industriales como un espacio cultural cohesionado, escenario de alguna cosa similar a una cultura vernácula? ¿No sucederá, más facilmente, que es una mezcla de estilos de hacer y de decir aquello a lo que el inmigrante ha de amoldarse? En efecto, sería muy difícil rebatir la evidencia de que, culturalmente, una ciudad sólo puede ser reconocida en tanto que amontonamiento de legados, testimonios, tránsitos..., una especie de delta al que el inmigrante se adapta mediante una nueva aportación sedimentaria. Los inmigrantes, al contrario de lo que a menudo oímos decir, no se han de integrar ni a la sociedad ni a la cultura urbanas, sencillamente porque las integran. La noción de inmigrante se revela entonces como útil para operar una discriminación semántica, que, aplicada exclusivamente a los sectores subalternos de la sociedad, serviría para dividir a éstos en dos grandes grupos, que mantendrían entre sí unas relaciones de oposición y de complementariedad: por un lado el llamado inmigrante, por el otro el autodenominado autóctono, que no sería otra cosa, en realidad, que un inmigrante más veterano.
Esta raya imaginaria que separa a los ciudadanos en autóctonos e inmigrantes es puramente arbitraria y puede moverse en el plano social en función de los intereses de aquél que ejecuta la dualización. La linea divisoria puede estar situada debajo del sistema de estratificación social, de manera que los espacios que dividen a la sociedad en los de aquí y los de fuera pueden hacer de este último grupo una exigua minoría de marginados a los que sobreexplotar y convertir en culpables de males sociales como la delincuencia o el paro. Pero esta especie de corte que divide brutalmente el cuerpo social en dos puede, en lugar de conformarse con amputar una pequeña parte considerada extraña y malsana, seccionarlo en dos grandes fracciones a menudo casi equivalentes y simétricas. Éste es un fenomeno que encuentra en Cataluña un ejemplo excepcionalmente claro. Aquí el término inmigrante puede ser aplicado, en función de los contextos, para señalar una bolsa muy pequeña de personas en situación precaria, constituida por los procedentes de países pobres llegados no hace mucho. Pero esta segregación semántica puede afectar asimismo a una masa de casi la mitad de los ciudadanos legales, que integran personas procedentes del resto del Estado, establecidas en el país desde hace tal vez décadas y de las que el hecho que delata su inmigridad no es tanto su origen como el idioma que hablan.
Esta incisión simbólica es, pues, una forma de cortar la sociedad en dos grupos de dimensiones cambiantes, de los cuales uno, el de aquellos que no son de aquí, los inmigrantes, será siempre el situado por debajo y al que se considerará una fuente de peligros sociales y/o culturales. Por turno, los inmigrantes, una vez instalados en su mitad inferior y peligrosa, podrán ser ordenados verticalmente a partir de su orden de llegada. La antropología puede proveernos de estudios pormenorizados sobre cómo funcionan este tipo de dispositivos en sociedades no urbanizadas. Los hadjerai del Chad, tal y como fueron conocidos por Jean Pouillon (1992), someten los clanes de cada aldea a una especie de principio constitucional basado en la oposición autóctono-inmigrante, además de en el turno de llegada de los incluidos en el segundo apartado. Este modelo teórico podría ser fácilmente aplicado a las sociedades urbano-industriales. En Francia, italianos, españoles, portugueses y magrebíes son objeto de una estratificación basada en la fecha de su incorporación a los suburbios de las grandes ciudades. Lo único que permite a los blancos, anglosajones y protestantes, considerarse como los “legítimos” estadounidenses y poder designar a los otros como “inmigrantes” es el hecho de haber sido los primeros europeos en llegar. En Israel, un Estado creado para albergar un pueblo que se autodefine como peregrino, ha sido el turno de llegada lo que ha permitido a los sefardíes procedentes del oriente europeo y el Norte de África atribuirse un estatuto como autóctonos más importante que el que ha sido asignado a los askenasis llegados de Europa Central, o los originarios de Estados Unidos o Australia. Como era previsible, a quienes les corresponde llevar la peor parte es a los falacies que han ido llegando a partir de los años 80 y a los inmigrantes procedentes últimamente de Rusia, Georgia, Uzbekistán o Kirguizistán. Armando Silva (1992) ha certificado cómo en Saô Paulo sus habitantes tienden a percibir como inmigrantes únicamente a los que han llegado en la última epoca, en este caso los procedentes del Norte, del Sur o del interior del país, mientras que no considera extranjeros a los hijos de italianos, japoneses o chinos llegados durante las primeras décadas del siglo. Tal dispositivo estratificador encontraría un buen número de ejemplos en las sociedades urbano-industriales, lo que demuestra que la ciudad no solamente integra la diversidad étnica sino que lo que hace es más bien inventársela, con la finalidad de llamar la atención sobre la naturaleza compuesta de su población y naturalizar su estructuración en torno a un eje vertical.
Además de esta jerarquización artificial de la sociedad, en base al grado de “inmigridad” que afecta a cada una de las cápsulas “étnicas” propuestas, el definido como inmigrante cumple otra función también de orden lógico-simbólico. El paso del inmigrante como producto social al inmigrante como producto cognitivo se lleva a cabo haciendo de él un operador simbólico, cuya función es encarnar un puente entre instancias irreconciliables e incomunicadas, pero que él permite percibir como haciendo contacto y, en consecuencia, provocando una especie de cortocircuito en el sistema social. En efecto, el llamado inmigrante es un extraño, pero convive con nosotros. Está al lado, pero de alguna forma se le percibe como de otro mundo. Georges Simmel lo expresó inmejorablemente en su célebre disgresión sobre el extranjero: “(el extranjero) se ha colocado dentro de un determinado círculo espacial; pero si su posición en su interior depende esencialmente de que no pertenece a él desde siempre, aporta al círculo cualidades que no proceden ni pueden proceder del círculo. La unión entre la proximidad y la lejanía, contenida en todas las relaciones humanas, ha tomado aquí una forma que podría sintetizar de esta manera: la distancia, dentro de la relación, significa que el próximo está lejos, pero el ser extranjero significa que aquello lejano esta cerca” (Simmel, 1977 [1927]: 716).
La ambigüedad y la indefinición del inmigrante son idóneas para reflexionar sobre todo aquello que la sociedad puede percibir como extraño, pero instalado en su propio interior. Está dentro, pero alguna cosa o mucho de él –depende- permanece aún fuera. Está aquí, pero de alguna forma es imaginado permaneciendo aún alli, en otro lugar. O, mejor, no está de hecho en ninguno de los dos lugares, sino como atrapado en el trayecto entre ambos, como si una especie de maldición le hubiera dejando vagando sin solución de continuidad entre su origen y su destino. El inmigrante está condenado a habitar a perpetuidad la fase preliminar de un rito de paso, este espacio que, como escribía Victor Turner (1980: 103-30), hace de aquel que la atraviesa alguien que “no es ni una cosa ni otra”, pero que puede ser simultaneamente las dos condicciones entre las que transita –de aquí, de fuera-, aunque nunca de una forma integral. Ha perdido sus señas de identidad, pero aún no ha recibido plenamente las del iniciado. La figura del inmigrante, puesta de esta forma “entre comillas”, encarna una contradicción estructural, en la que dos posiciones sociológicas antagónicas (cerca-lejos, vecino-forastero) se confunden. Conceptualmente, aparece emparentado con las imágenes analogas del traidor, del espía o, en la metáfora organicista, del cuerpo extraño que hay que extraer, del virus, del germen nocivo, o, por su crecimiento desmesurado y sin control, de la lesión cancerígena. Por esta razón, el inmigrante no sólo es considerado, él mismo, sucio, sino vehículo de representación de todo aquello contaminante o peligroso. Por todo esto, no sorprende el uso paradójico de un participio activo o de presente -inmigrante- para designar a alguien que no está desplazandose sino que se ha convertido o se convertirá en sedentario, y al que, por tanto, debería aplicarse un participio pasado o pasivo, inmigrado. También esto explica que el inmigrante pueda serlo “de segunda o tercera generación”, ya que la “tara” de los padres se ha heredado y, como una especie de pecado original, ha impregnado a las generaciones posteriores.
Esta condición, clasificatoriamente anómala, del llamado inmigrante haría de él un ejemplo de aquello que Mary Douglas (1992) analizaba en sus estudios sobre la relación entre las irregularidades taxonómicas y la percepción social de los riesgos morales, así como las dilucidaciones consecuentes a propósito de la contaminación y la impureza. En esta misma linea, al inmigrante podría aplicársele aquello que Dan Sperber (1975) había conceptualizado sobre los animales monstruosos e híbridos, de manera que lo que éstos resultan ser para el esquema clasificatorio zoológico no sería muy diferente de lo que el inmigrante supondría para el orden que genera y después organiza la heterogeneidad de las ciudades. El inmigrante sólo podría ver resuelta la paradoja lógica que incorpora -una cosa de fuera que está dentro- a la luz de una representación normativa de la que, en el fondo, él resultaria ser el garante último. Es un monstruo, pues es una cosa que no puede ser, una excepción de lo que se representa como el orden natural de la sociedad, un ser afectado por todo un cúmulo de desmesuras o bien de carencias respecto a aquello que se entiende que son los atributos de la normalidad ciudadana. En la ciudad, universo de la hibridación generalizada, al único que se le reconoce como híbrido es precisamente a él, como las sirenas o los centauros, un ser medio-medio. Su existencia es, entonces, la de un error, un accidente que no mejora el sistema social en vigor, constituido por los autodenominados autóctonos, sino que, negándolo, le brinda la oportunidad de confirmarse. Lo hace operando a la manera de un mecanismo mnemotécnico, que evoca la verdad velada y anterior de la sociedad, lo que era y es en realidad, ejemplarmente, en una normalidad que la intrusión del extraño revalida, aunque imposibilite provisionalmente su emergencia.
En resumen, el señalado como inmigrante le permite a la ciudad pensar sus desajustes -fragmentaciones, desórdenes, desalientos, descomposiciones- como el resultado contingente de una presencia aberrante que hay que erradicar: la suya propia.
Como resistencia a la hibridación generalizada y a la incongruencia crónica del modus urbano de vivir se conforma la memoria de una ciudad pristina y esplendorosa, la ciudad familiar, comprensible y tranquila que existía antes de la llegada de los “extranjeros”, y que estos han alterado hasta hacerla irreconocible: la ciudad anterior, sueño de una ciudad ordenada, lisa, dividida en zonas fáciles pero no obligatoriamente accesibles. Esta metrópoli utópica no se inscribe en el futuro, pues es, sobre todo, una ciudad que el imaginario político ha inscrito en el pasado, en el pretérito magnífico en el que aquéllos que se imaginan a sí mismos como los auténticos y legítimos ciudadanos habían podido disfrutar a solas de su ciudad. Son los recien llegados los que han impuesto la confusión, el malentendido, la incertidumbre, el enmarañamiento, los que han creado una ciudad en la que no hay nada orgánico, un espacio sin territorio ni código, disperso pero opaco: aquello que Foucault (1984: 3) denominó una heterotopia. Urbe saturada de signos flotantes, ilegibles, llena de una multitud anónima y plural, similar a aquel magma que veíamos agitarse, turbulento y espontáneo, por las calles de la abominable ciudad de Blade Runner, pesadilla de la polis, dimisión del control sobre lo incontrolable: una masa caótica de extranjeros que hablan una lengua imposible. Desorden inaceptable, que sólamente el retorno de los exiliados habría podido conjurar.
Bibliografía:
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