Escrito por: Manuel Delgado Ruiz
(Mugak, nº 20, tercer trimestre de 2002)
1. CUALQUIERA EN GENERAL, TODOS EN PARTICULAR
Si es verdad que toda sociedad humana es una manifestación de complejidad -¿habrá habido alguna vez, en algún lugar, de veras una sociedad «simple»?-, no lo es menos que la nuestra resulta serlo de una forma especial. Su actividad genera una red inmensa, indeterminada y contradictoria de flujos que se mueven y se mezclan en todas direcciones, que dependen los unos de los otros, que configuran constelaciones sociales siempre inéditas e impredecibles, en el seno de las cuales la perturbación es el estado más normal. No es que nuestra sociedad sea compleja: es que vive de la complejidad y no cesa de producirla. La heterogeneidad generalizada de la cual depende toda sociedad urbana hace de la vida en las ciudades un colosal calidoscopio, en el que es imposible encontrar parcelas cerradas y completamente impermeables, ni configuraciones sociales fijas.
Este mundo que vemos desplegarse cada día en la vía pública es ya un modelo de coexistencia basada en la igualdad y el respeto mutuo, que por desgracia no se extiende aún al conjunto de la vida social. Es cierto que aún no es plenamente así, y que hay demasiadas excepciones y obstáculos que hacen que la calle no pueda realizar de forma plena su vocación de espacio para la libertad. Pero, a pesar de ello, a pesar de las vigilancias y las violencias, en la calle se puede respirar mucho mejor no sólo ya que en las cárceles, en los cuarteles o en los hospitales, sino también mejor que en las escuelas, en las fábricas, en las oficinas e incluso que en un buen número de presuntos hogares. Y si ello es posible es precisamente porque en la calle la gente no se toma mutuamente en cuenta, porque «pasamos» los unos de los otros, salvo que alguna eventualidad convoque la cláusula de ayuda mutua entre desconocidos que todos firmamos como usuarios de los espacios públicos. En los vagones de metro, en los cines, en los cafés..., los peores enemigos, los más irreconciliables rivales se cruzan o permanecen a unos centímetros de distancia unos de otros sin prestarse la mínima atención, disimulando su inquina, posponiendo los ajustes de cuentas, olvidando deliberadamente los daños, quién sabe si perdonándose mutuamente la vida. Con todas las salvedades que se quiera, la inmensa mayoría de nosotros estamos demasiado ocupados, tenemos demasiadas cosas por hacer como para perder el tiempo ofendiéndonos o agrediéndonos por la sola razón de ser absolutamente incompatibles u odiarnos a muerte.
En el espacio público la circulación de los transeúntes puede ser considerada como una sucesión de arreglos de visibilidad y observabilidad ritualizados, un constante trasiego de iniciativas -no todas autorizadas ni pertinentes, por supuesto- en territorios ambiguos, cambiantes y sometidos a todo tipo de imbricaciones y yuxtaposiciones. El orden de la vida pública es el orden del acomodamiento y de los apaños sucesivos, un principio de orden espacial de los tránsitos en el que la liquidez y la buena circulación están aseguradas por una disuasión cooperativa, una multitud de micronegociaciones en las que cada cual está obligado a dar cuenta de sus intenciones inmediatas, al margen de que proteja su imagen y respete el derecho del otro a proteger la suya propia. Ese espacio cognitivo que es la calle obedece a pautas que van más allá -o se sitúan antes, como se prefiera- de las lógicas institucionales y de las causalidades orgánico-estructurales, trascienden o se niegan a penetrar el sistema de las clasificaciones identitarias, puesto que aparece autorregulándose en gran medida a partir de un repertorio de negociaciones y señales autónomos. Allí, en los espacios públicos y semi-públicos en los que en principio nadie debería ejercer el derecho de admisión, dominan principios de reciprocidad simétrica, en los que lo que se intercambia puede ser perfectamente el distanciamiento, la indiferencia y la reserva, pero también la ayuda mutua o la cooperación automática en caso de emergencia. Para que ello ocurra es indispensable que los actores sociales pongan en paréntesis sus universos simbólicos particulares y pospongan para mejor ocasión la proclamación de su verdad.
El criterio que orienta las prácticas urbanas está dominado por el principio de no interferencia, no intervención, ni siquiera prospectiva en los dominios que se entiende que pertenecen a la privacidad de los desconocidos o conocidos relativos con los que se interactúa constantemente. La indiferencia mutua o el principio de reserva se traduce en la pauta que Erving Goffman llamaba de desatención cortés. Esta regla -la forma mínima de ritual interpersonal- consiste en «mostrarle al otro que se le ha visto y que se está atento a su presencia y, un instante más tarde, distraer la atención para hacerle comprender que no es objeto de una curiosidad o de una intención particular. Esa atenuación de la observación, cuyo elemento clave es la «bajada de faros» es decir la desviación de la mirada, implica decirle a aquél con quien se interactúa que no se tienen motivos de sospecha, de preocupación o de alarma ante su presencia. Esa desatención cortés o indiferencia de urbanidad puede superar la desconfianza, la inseguridad o el malestar provocados por la identidad real o imaginada del copresente en el espacio público. En estos casos, la evitación cortés convierte en la víctima del prejuicio o incluso del estigma en -volviendo al lenguaje interaccionista- una no-persona, individuo relegado al fondo del escenario (upstaged) o que queda eclipsado por lo que se produce delante de ellos pero no les incumbe. La premisa es que en cualquier interacción -por efímera que pueda resultar- los agentes deben modelar mutuamente sus acciones, hacerlas recíprocas, garantizar su mutua inteligibilidad escenográfica, distribuir la atención sobre unos componentes más que sobre otros, ajustarlas constantemente a las circunstancias que vayan apareciendo en la interacción. En todos los casos, el extrañamiento mutuo, esto es el permanecer extraños los unos a los otros en un marco tempo-espacial restringido y común, es un ejemplo de orden social realizado en un espacio topológico de actividad. En cualquier caso, el posible estigmatizado o aquel otro que es excluido o marginado en ciertos ámbitos de la vida social se ven beneficiados en los espacios públicos de esa desatención y pueden, aunque sólo sea mientras dure su permanencia en ellos, recibir la misma consideración que las demás personas con quienes comparten esa experiencia de la espacialidad pública, puesto que la indiferencia de que son objeto les libera de la reputación negativa que les afecta en otras circunstancias.
En fin, las personas que comparten los espacios públicos son sólo masas corpóreas, perfiles que han renunciado voluntariamente a toda o a gran parte de su identidad. Han logrado con ello colocarse por encima de toda cosificación, lo que implica que encarnan una especie de cualquiera en general, o, si se prefiere, un todos en particular, que hace bueno el principio interaccionista de que en una sociedad como la nuestra la figura que domina es la del otro generalizado. En la experiencia del espacio público ese otro generalizado ni siquiera es otro concreto, sino otro difuso, sin rostro -puesto que reúne todos los rostros-, acaso tan sólo un amasijo de reflejos y estallidos glaúquicos.
2. EL «MULTICULTURALISMO» Y LA MAGIA CLASIFICATORIA
Es obvio que ni «inmigrante», ni «minoría cultural», ni «minoría étnica» son categorías objetivas, sino etiquetas al servicio de la estigmatización, atributos denegatorios aplicados con la finalidad de señalar la presencia de alguien que es «el diferente», que es «el otro», en un contexto en el cual todo el mundo es, de hecho, diferente y otro. Estas personas a las que se aplica la marca de «étnico», «inmigrante» u «otro» son sistemáticamente obligadas a dar explicaciones, a justificar qué hacen, qué piensan, cuáles son los ritos que siguen, qué comen, cómo es su sexualidad, qué sentimientos religiosos tienen o cuál es la visión que tienen del universo, datos e informaciones que nosotros, los «normales», nos negaríamos en redondo a brindarle a alguien que no formase parte de un núcleo muy reducido de afines. En cambio, el «otro» étnico o cultural y el llamado «inmigrante» no son destinatarios de este derecho. Ellos han de hacerse «comprender», «tolerar», «integrar». Ellos requieren la misericordia moral de la gente con la que viven, que los antirracistas y los antropólogos demuestren hasta qué punto son «inofensivos», incluso la «bondad natural» que guardan detrás de sus estrambóticas y primitivas tradiciones. Todo ello para hacerse perdonar no ser como los demás, y, sobre todo, como si los demás no fuésemos distintos también, heterogéneos, exóticos, exponibles como expresión de los más extravagantes hábitos. El antirracista de buena voluntad y el antropólogo especializado en «minorías culturales» o en «inmigración» hace, en definitiva, lo mismo que el policía que aborda por la calle al sospechoso de ser un «ilegal», un extranjero «sin papeles»: se interesa intensamente por su identidad, quiere saber a toda costa quién es, para confirmar finalmente lo que ya sabía: que no es ni nunca será como nosotros.
Este es el acto primordial del racismo de nuestros días: negarle a ciertas personas calificadas de «diferentes» la posibilidad de pasar desapercibidas, escamotearles el derecho a no dar explicaciones, obligarles a exhibir lo que los demás podemos mantener oculto. El derecho, en definitiva, a guardar silencio, a no declarar, a protegernos ante la tendencia ajena a deconstruir nuestras apariencias, la opción a engatusar, a desplegar argucias y, ¿porqué no?, a mentir. Los teóricos preocupados por las dimensiones minimalistas de la construcción social de la realidad hace mucho que han puesto de relieve cómo la franqueza es, por fuerza, una virtud prescindible. Ese derecho a escabullirse, a ironizar, a ser agente doble o triple, es lo que se le niega a ese «otro» al que se obliga a ser perpetuo prisionero de su «verdad cultural».
El llamado «inmigrante» o el etiquetado dentro de alguna «minoría étnica» se ve convertido en un auténtico discapacitado o minusválido cultural, en el sentido de que, dejando de lado sus dificultades idiomáticas o costumbrarias precisas, se ve cuestionado en su totalidad como ser humano, impugnado puesto que su, por lo demás superable, déficit específico se extiende al conjunto de su personalidad, definida, limitada, marcada por una condición «cultural» de la que no puede ni debe escapar. La torpeza que se le imputa no se debe a una dificultad concreta sino que afecta a la globalidad de sus relaciones sociales. No recibe ni la posibilidad real ni el derecho moral potencial a manejar los marcos locales y perceptivos en que se desarrollan sus actividades, no tiene capacidad de acción sobre el contexto, puesto que arrastra, por decirlo así, el penosísimo peso de su «identidad». No le es dado focalizar los acontecimientos en que se ve inmiscuido en su vida cotidiana, puesto que se le encierra en un constante estado de excepción cultural. Para él la vida cotidiana es una auténtica institución total, un presidio, un reformatorio, un espacio sometido a todo tipo de vigilancias panópticas constantes.
La cuestión no tiene nada de anecdótica. Cuando se dice que la lucha antirracista habría de hacerse no en nombre del «derecho a la diferencia», sino todo lo contrario, en nombre del derecho a la indiferencia, lo que se está haciendo es reclamar para cualquier persona que aparezca a nuestro lado, y sin que importe su identidad como individuo o como molécula de una comunidad, justamente aquello que, como hacía notar Isaac Joseph, se le niega al llamado inmigrante, que es una distinción clara entre público y privado. Escamotearle a alguien -como se está haciendo- ese derecho a una diferenciación nítida entre público y privado es en realidad negarle a este alguien el derecho tanto a la vida privada como a la vida pública. El supuesto «inmigrante» o «étnico» se ve atrapado en una vida privada de la que no puede escapar, puesto que se le imagina esclavo de sus costumbres, prisionero de su cultura, víctima de una serie de trazos conductuales, morales, religiosos, familiares, culinarios que no son naturales, pero que es como si lo fuesen, en la medida que se supone que lo determinan de una manera absoluta e invencible, a la manera de una maldición. Esta omnipresencia de su vida privada es lo que inhabilita para ser aceptado en la esfera pública y le condena a vivir recluido en su privacidad. Una privacidad, sin embargo, que tampoco puede ser plenamente privada, puesto que es expuesta constantemente a la mirada pública y por tanto desprovista de la posibilidad que nuestra privacidad merece de permanecer a salvo de los juicios ajenos y de las indiscreciones. Pocas cosas más públicas que la vida íntima de los «inmigrantes» y de los «étnicos». Pocas cosas despiertan más la curiosidad pública que la «sorprendente identidad» de los trabajadores inmigrantes o de las minorías étnicas de la propia nación. Pocas cosas movilizan tanto la atención de tantos: periodistas, antirracistas, policías, personal sanitario, asistentes sociales, sindicatos, maestros, organizaciones no gubernamentales, juristas, feministas, antropólogos.... Todos ellos profundamente interesados en saber cosas sobre ellos, en saber cómo y dónde viven, cuántos son, cómo se organizan o con quién se relacionan. Una legión de «especialistas cualificados» consagrados a hacer incontestable, desde sus respectivas jurisdicciones, que el subrayado que afecta a algunos seres humanos tiene alguna cosa que ver con las estridencias culturales de que hacen gala las propias víctimas.
Cualquier etólogo certificaría que el peor y más cruel daño que se infringe a los animales cautivos no es negarles la libertad, sino la posibilidad de esconderse. Con los clasificados como «inmigrantes» o «étnicos» pasa una cosa similar, básicamente porque también ellos se ven abocados a verse exhibidos en público como expresión de lo civilizatoriamente remoto y atrasado, seres que son -se considera- en cierta medida más cerca de la naturaleza que de la civilización. En definitiva, ¿qué son las «fiestas de la diversidad» o las «semanas de la tolerancia», sino una suerte de zoos étnicos en los cuales el gran público puede acercase e incluso tocar los especímenes que conforman la etnodiversidad humana? Al exponente de cada una de estas especies culturales -también llamadas «minorías étnicas»- también se le niega, como a los leones de los parques zoológicos, la posibilidad de ocultarse del ojo público, también se le obliga a permanecer en todo momento visible.
Obligándole a subirse sobre una especie de pedestal, desde el que es obligado a pasarse el tiempo informando sobre su identidad, los llamados «inmigrantes», «extranjeros» o «étnicos» hacen inviable el ejercicio del anonimato, ese recurso básico del que se deriva el ejercicio de los fundamentos mismos de la democracia y la modernidad, que no son otros que la civilidad, el civismo y la ciudadanía. Estos ejes de la convivencia democrática que se aplican a individuos que no han de justificar idiosincrasias ni orígenes especiales para recibir el beneficio de la reducción -o la elevación, si se prefiere- a la nada identitaria básica: aquella que hace de cada cual un ser humano, lo que debería ser idéntico a un ciudadano, con todos los derechos y obligaciones consecuentes. Con esta factibilidad de convertirse sencillamente en transeúnte, persona de la calle que no ha de dar explicaciones de nada, es el requisito para cualquier forma de integración social verdadera.
3. EL DERECHO A LA CALLE
No se ha pensado lo suficiente lo que implica este pleno derecho a la calle que se vindica para todos, derecho a la libre accesibilidad al espacio público como máxima expresión del derecho universal a la ciudadanía. La accesibilidad de los lugares, de ahí su condición de «públicos», se muestra entonces como no sólo la capacidad de un lugar para interactuar con otros lugares -que es lo que se diría al respecto desde la arquitectura y el diseño urbano-, sino el núcleo que permite evaluar el nivel de democracia de una sociedad urbana, que es casi lo mismo que su nivel de urbanidad. Esta calle de la que estamos hablando es algo más que una vía por la que transitan de un lado al otro vehículos e individuos, un mero instrumento para los desplazamientos en el seno de la ciudad. Es sobre todo el lugar de epifanía de una sociedad que quisiera ser de verdad democrática, un escenario vacío a disposición de una inteligencia social mínima, de una ética social elemental basada en el consenso y en un contrato de ayuda mutua entre desconocidos. Ámbito al mismo tiempo de la evitación y del encuentro, sociedad igualitaria donde, debilitado el control social, inviable una fiscalización política completa, gobierna una «mano invisible», es decir nadie.
El espacio público es el espacio que posibilita todas las interacciones concebibles, e incluso las inconcebibles. Sirve de rampa para todas las socialidades habidas o por haber. En cambio, en su seno lo que uno encuentra no es propiamente una sociedad, o cuanto menos una sociedad cristalizada, con sus órganos, sus funciones, sus instituciones, etc. En él se ensayan y las más de las veces se abortan todas las combinaciones societarias, de las más armoniosas a las más conflictivas y hasta las que se ha vuelto o están a punto de volverse violentas. Ahora bien, el espacio público no es propiamente ese espacio social en el que Bourdieu podía desmentir la condición singular -puede antojarse maravillosa- de los encuentros azarosos y de las situaciones abstractas a que esos encuentros dan pie. Como en otro lugar se ha tratado de poner de relieve, el espacio público no está estructurado ni desestructurado, sino estructurándose. No es el escenario de una sociedad hecha y derecha, sino una superficie en que se desliza y desborda una sociedad permanentemente inconclusa, una sociedad interminable. En él sólo se puede ser testigo de un trabajo, una tarea de lo social sobre sí mismo. En cuanto las condiciones democráticas que deberían presidirlo se lo permiten, el espacio público se comporta no como un espacio social, determinado por estructuras y enclasamientos, sino como un espacio en muchos sentidos biótico, subsocial o protosocial, un espacio previo a lo social al tiempo que su requisito, premisa escénica de cualquier sociedad. El espacio público es aquél en el que el sujeto que se objetiva, que se hace cuerpo, que reclama y obtiene el derecho de presencia, se nihiliza, se convierte en una nada ambulante e inestable. Esa masa corpórea lleva consigo todas sus propiedades, tanto las que proclama como las que oculta, tanto las reales como las simuladas, las de su infamia y las que le ensalzan, y con respecto a todas esas propiedades lo que pide es que no se tengan en cuenta, que se olviden tanto unas como otras, puesto que el espacio en que ha irrumpido es anterior y ajeno a todo esquema fijado, a todo lugar, a todo orden establecido. Quien se ha hecho presente en el espacio público ha desertado de su sitio y transcurre por lo que por definición es una tierra de nadie, ámbito de la pura disponibilidad, de la pura potencia, territorio lábil -la calle, el vestíbulo de estación, la playa atestada de gente, el pasillo que conecta líneas de metro, el bar, la pista de la discoteca- ordenado por leyes de las que uno podría sospechar que no son exactamente humanas. El único rol que le corresponde es el de tan solo circular. Ese personaje nunca está: estuvo o estará, en cualquier caso se traslada, se mueve, y es sólo ese tránsito que efectúa y en el momento justo en que lo efectúa.
Eso no quiere decir que en el espacio público de las ciudades no rija un principio clasificatorio. Los usuarios del espacio público clasifican lo que los etólogos llaman displays o «muestras». Por medio de éstas, los viandantes anónimos asignan intenciones, evalúan circunstancias, evitan roces y choques, intuyen motivos de alarma, gestionan su imagen e interpretan la de los otros, pactan indiferencias mutuas, se predisponen para coaliciones efímeras. En el espacio público cuentan más las pertinencias que las pertenencias.
Por desgracia, las leyes se encargan de desacreditar este sistema de ordenamiento basado en la autogestión generalizada de las relaciones sociales y organizan su imperio en clasificaciones bien distintas a las de la etología humana en marcos públicos. El agente de policía o el vigilante jurado pueden pedir explicaciones, exigir peajes, interrumpir o impedir los accesos a aquellos que aparecen resaltados no por lo que hacen en el espacio público, sino tan sólo por lo que son o parecen ser, es decir por su «identidad» real o atribuida.
En estos casos, los encargados de la seguridad pública pueden acosar a personas que no ponen en peligro esa seguridad pública, que ni siquiera han dado signos de incompetencia grave, que no han alterado para nada la vida social. Su tarea es exactamente la contraria de la que desarrolla en condiciones normales el usuario ordinario de los espacios públicos. Si éste procura pasar desapercibido y evitar mirar fijamente a los demás con quienes se cruza, el agente del orden se pasa el tiempo mirando a todo el mundo, enfocando directamente a aquellos que podrían parecer sospechosos, no tanto de haber cometido un delito o estar a punto de cometerlo, sino tan sólo de no tener sus papeles en regla, es decir no merecer el derecho de presencia en el espacio público que como ser humano le deberían corresponder. Estos «agentes del orden» pueden interpelar de forma nada amable y a veces violenta a personas a las que ya les «habían echado el ojo encima» por su aspecto fenotípico o su vestimenta, rasgos que dan cuenta de una identidad inquietante no para el resto de peatones, sino para el Estado y sus leyes de extranjería.
Por desgracia también, la antropología aparece aquí como directamente implicada, acaso involuntariamente, en el marcaje de quienes son susceptibles de ser abordados por los «agentes del orden» en función de su presupuesta adscripción grupal. Esa intervención se lleva a cabo precisamente para legitimar y mostrar como inexorable su exclusión del espacio público o las dificultades que encuentran para acceder a él en igualdad de condiciones. En el caso de los llamados «inmigrantes» o los miembros de presuntas minorías étnicas, el antropólogo ha podido contribuir a su estigmatización, subrayando la condición culturalmente extraña que se supone que les afecta y proveyendo de una parrilla clasificatoria que los etnifica casi siempre artificialmente.
Lejos de considerar a los seres humanos que estudia en la pluralidad de situaciones en que aparece constantemente inmiscuido, la «antropología de los inmigrantes» ha dado acríticamente por buenas o ha producido por su cuenta categorías analíticas que han legitimado -cuanto menos potencialmente- la marginalización de una parte de la clase obrera, ha ayudado a encerrarla en una prisión identitaria de la que no era ni posible ni legítimo escapar. En efecto, el aparato terminológico de los antropólogos se ha dedicado a distribuir categorizaciones delimitativas, ha certificado rasgos, inercias y recurrencias basados en clasificaciones «étnicas», cuya función ha sido la de prestar un utillaje cognoscitivo preciso y disponerlo como una modalidad operativa más al servicio de la exclusión. Se ha pasado así, una vez más, de la aséptica definición técnico-especialista a la discriminación social, dándole la razón a las construcciones ideológicas marginalizadoras y a las relaciones sociales asimétricas.
Algo parecido podría decirse en relación con la aplicación a las llamadas «minorías étnicas» las presunciones metodológicas de la etnografía clásica, presentadas bajo el ampuloso nombre de «observación participante», y que implican el cultivo de dos graves malentendidos. El primero es el de la posibilidad de llevar a cabo en contextos urbanizados lo que se da en llamar «estudios de comunidad», que atribuyen a los supuestos colectivos de inmigrantes esos rasgos que harían pertinente un trabajo de campo estandar por parte del antropólogo, es decir una dosis notable de homogeneidad cultural, una vertebración social y una estabilidad territorial. Esa imagen de la ciudad como constituida en un mosaico de zonas en las que podía darse con comunidades con una identidad étnica o religiosa compartida, ha ocultado una realidad mucho más dinámica e inestable, dominada por urdimbres interactivas en que se ven inmiscuidos los llamados inmigrantes y cuyas escenarios e interlocutores trascienden los supuestos límites comunitarios en que se les imagina medio encerrados
Otra cuestión importante, relativa a la posibilidad y, en este caso, a la legitimidad del trabajo de campo con inmigrantes, tiene que ver con una disposición de la división público-privado que no siempre se tiene en cuenta a la hora de hacer preguntas y observaciones. Si es cierto que la investigación de campo siempre implica un cierto grado de violencia y de autoritarismo por parte de ese funcionario enviado por la Administración -aunque sea con una excusa «académica» o «científica»- que es el etnólogo especializado en inmigrantes, ese principio de intromisión se ha de agudizar por fuerza en situaciones en las que el «investigado» ha entendido, como parte de su nuevas competencias culturales, que la protección de la privacidad y de los límites de lo que cada cual considera que es su «verdad secreta» es en lo que en gran medida reside su principio de dignidad humana, aquel mismo que les lleva a reclamar el status de ciudadano de pleno derecho. El etnólogo ha de hacer preguntas inevitablemente indiscretas, seguir de cerca conductas íntimas, «profundizar» en la realidad socio-psicológica de seres a los que ha hecho beneficiarios del título de «otros».
La actualidad del ensayo de Durkheim y Mauss sobre las clasificaciones primitivas nos conduce a apreciar cómo una comprensión heurística de nuestra propia sociedad sólo es posible haciendo inteligible la racionalidad secreta que ésta emplea para clasificar, distribuir, distinguir, separar, poner en relación y jerarquizar por grupos categoriales los objetos tanto humanos como materiales que la conforman. Visiones, al fin, que atienden la vigencia entre nosotros del poder de los sistemas lógicos de denotación. Esa observación nos permite constatar que no son las diferencias culturales las que generan la diversidad, tal y como podría antojarse superficialmente, sino que son los mecanismos de diversificación los que motivan la búsqueda de marcajes que llenen de contenido la voluntad de distinguirse y distinguir a los demás, no pocas veces con fines estigmatizadores o excluyentes. En otras palabras, no se clasifica porque hay cosas que clasificar, sino que es porque clasificamos que las podemos descubrir. No es la diferencia la que suscita la diferenciación, sino la diferenciación la que crea y reifica la diferencia. No nos clasificamos a partir de lo que somos, sino que somos los que somos en tanto que hemos sido clasificados en un determinado compartimiento de la nomenclatura lógico-social en vigor.
Tales sistemas de clasificación son instrumentos cognitivos, es cierto, pero sobre todo son instrumentos de poder. La presuntamente científica etnificación de sectores sociales ya previamente asociados al conflicto y a la marginación tiene como tarea lanzar sobre ellos una suerte de red nominadora de la que surgen, como por encanto, una serie de unidades discretas claras que organizan -verticalmente, por supuesto- una población que no es que estuviese escasamente diferenciada sino que, al contrario, presentaba unos dinteles de complejidad difíciles o imposibles de fiscalizar. Los sistemas institucionales y/o populares de clasificación étnica son un exudado mediante el que el poder político y/o las mayorías sociales justifican, explicitan y aplican su hegemonía. La palabra con que la antropología crea al grupo que nombra lo naturaliza, lo dota al mismo tiempo de atributos y de atribuciones.
Puede ser que no sea factible escapar de esos códigos fundamentales que nos instauran los esquemas de lo que es preceptivo, de lo que debe y puede cambiar, de las jerarquías, de la producción de explicaciones, de las interpretaciones o teorías a la que se entregan sin descanso expertos y especialistas, y entre ellos los antropólogos, para mostrar la inevitabilidad de no importa qué orden, para satisfacer con argumentos «científicos» la necesidad social y política de unificar el pensamiento y desenmarañar lo real, fragmentaciones del saber mediante las que el conocimiento moderno lleva a cabo aquella misma tarea que el totemismo australiano tenía encomendada, al tiempo que, como aquél, persuade del valor incontestable de sus resultados.
4. EL DERECHO A LA MÁSCARA
El transeúnte desconocido, este personaje al mismo tiempo vulgar y misterioso que es el hombre o la mujer de la multitud, es -no lo olvidemos- la materia primera de una sociedad como la nuestra, hecha no tanto de instituciones estables, a la manera de las sociedades pre-modernas o tradicionales, como de relaciones sociales, impersonales, superficiales y segmentarias, fundamentadas en la construcción de situaciones efímeras. En cada una de estas situaciones eventuales los individuos que concurren en pos de una cierta gama de objetivos, en el sentido de que nos hayamos o no incorporado a tal situación de manera voluntaria, nuestro comportamiento aparece orientado por una idea u otra de lo que queremos que ocurra en ellas. Esta participación se produce en términos de papel o de rol, que es la manera de indicar cómo cada elemento copresente negocia su relación con los demás a partir de un uso diferenciado de los recursos con los que cuenta. Esta idea de rol es fundamental, pues se opone a la de status que caracterizaba las relaciones sociales en las sociedades tradicionales no urbanizadas, que servía para indicar una serie de derechos y deberes claramente definidos e inmutables que cada cual recibía en su nacimiento en un lugar u otro de la estructura social. Al encadenar el llamado «otro cultural» con una estatuación fija e inmutable, al negarle la posibilidad de jugar libremente al juego de la vida social, utilizando todo tipo de estratagemas y tácticas, incluso el farol y la impostura, ponemos de manifiesto hasta que punto nuestra sociedad aún está lejos de realizarse en tanto que aquello que presume ser, es decir moderna.
Las relaciones de tránsito consisten en vínculos ocasionales entre «conocidos de vista» o extraños totales, con frecuencia en marcos de interacción mínima, en la frontera misma de no ser relación en absoluto. Hablamos de aquella unidad fundamental del análisis interaccionista que son los avatares de la vida pública, entendida como la serie de agregaciones casuales, espontáneas, consistentes en mezclarse durante y por causa de las actividades ordinarias. Las unidades que se forman surgen y se diluyen continuamente, siguiendo el ritmo y el flujo de la vida diaria, lo que causa una trama inmensa de interacciones efímeras que se entrelazan siguiendo reglas explícitas, pero sobre todo latentes o inconscientes.
Conocer o intuir las pautas que ordenan en secreto estas relaciones ocasionales es indispensable para poder interactuar de forma apropiada a cada circunstancia y a cada contexto. Cada vez que están en presencia ejecutan comportamientos y acciones reglamentadas, muchas veces sin darnos cuenta, en las cuales resulta indispensable esconder cosas, utilizar dobles lenguajes, escaquearse, «salirse por la tangente», «guardarse cartas en la manga», etc. Para tal finalidad, el papel del anonimato y la reserva es estratégico, puesto que los protagonistas de la interacción transitoria no se conocen apenas, no saben nada el uno del otro, y reciben la posibilidad de albergarse bajo capa de anonimato, una especie de película protectora que hace de su auténtica identidad, sus puntos débiles y sus verdaderas intenciones un arcano para el otro.
De las personas con las que nos relacionamos cada día, la mayoría de ellas son un incógnito, en esencia porque son eso, personas, es decir -si hemos de tener presente la etimología del término- máscaras. Desconocemos de ellas o apenas llegamos a intuir cosas como su ideología, su origen étnico o social, su edad precisa, dónde viven, sus gustos. En la mayoría de aspectos de la vida ordinaria, todo sujeto no puede conjugarse a sí mismo sino en relativo. Con frecuencia no sabemos ni tan solo su nombre. En el espacio público ese sujeto que se oculta ha recibido permiso para dotarse de una opacidad y para definirse aparte, en otros sitios, en otros momentos.
Por la posibilidad que tienen de encubrir quién son en realidad y qué pretenden, los desconocidos que conforman sociedades provisionales pueden aplicar todo tipo de técnicas relacionales basadas en la simulación, con abundancia de medias verdades y, si el guión lo exige, de engaños. En los contextos de tránsito, todo el mundo no sólo tiene derecho a enredar, sino que con frecuencia no tiene más remedio que hacerlo. Todos nosotros, que también simulamos y nos refugiamos en la ambigüedad y la farsa, no tenemos más remedio que basarnos en impresiones fragmentarias, extraídas de signos externos -manera de vestirse, estilo de peinado, rasgos fenotípicos, el diario que traen bajo el brazo, gestos indeterminados, comentarios dispersos...- como las únicas pistas que nos permiten, siempre de manera defectuosa, inferir las predisposiciones de nuestros interlocutores eventuales, hacer la prospectiva de sus acciones inminentes o tratar de adivinar sus objetivos a medio o largo plazo. Con frecuencia esas prácticas de encubrimiento tras una apariencia simple no responden tanto a una voluntad explícita de engañar como a una buena voluntad a la hora de ayudar a aquél con quien se interactúa brevemente a que controle la inestabilidad y la incertidumbre de las situaciones.
Estas sociedades imprevistas entre extraños pueden convertirse en una fuente notable de inquietud y en ciertas oportunidades revestirse de amenaza, pero también ser el punto de partida de cambios vitales o incluso una fugaz obertura hacia lo maravilloso. Es verdad que se ha repetido que la gente está muy sola, que la vida urbana es inhumana y neurotizante y que lo que se agita por las calles es en realidad una unión de individuos solitarios, pero también lo es que la vida en las ciudades es un estímulo para la emancipación humana y una expectativa permanente activada hacia lo insólito. En cada momento, un desconocido está a punto de irrumpir en el escenario de nuestra existencia sin pedirnos permiso. Podría ser alguien que hasta ese momento no había jugado ningún papel de relieve o podría ser alguien cuya existencia ni siquiera sospechábamos, pero que se convierte súbitamente en portador de acontecimientos excepcionales. Individuos que no formaban parte de ninguna de nuestras relaciones significativas pasan de repente a tener una relevancia inesperada y ofrecernos una sorpresa inimaginable. Puede ocurrir en cualquier lugar público o semipúblico, en la parada del autobús, en el supermercado, en la piscina en verano, en un café, al doblar una esquina... Allá donde no había relación social en absoluto, pueden aparecer de pronto nuevos contactos, vínculos inéditos inicialmente furtivos, pero que pueden devenir en un momento en algo íntimo y profundo.
En estas situaciones de tránsito se concreta la condición que con frecuencia la vida social puede tener de un proceso mediante el cual los actores resuelven significativamente sus problemas, adaptándose la naturaleza y la persistencia de sus soluciones prácticas. En cada encuentro entre desconocidos totales o relativos cada uno de los interactuantes trata de elaborar una especie de teoría práctica, un razonamiento empírico en orden a procurar establecer y describir su normalidad y la racionalidad de las situaciones en que se va viendo involucrado. El punto crucial es que no existe un orden social que tenga existencia por sí mismo e independientemente de ser conocido y articulado por sus miembros, en la medida que toda sociedad no es una norma o código a obedecer, sino un orden realizado, cumplido sobre la marcha.
La violencia está ahí, continúa estando ahí como pura posibilidad de una relación social extrema, último recurso que podría salvar en el último momento el socius. Se sabe que ese espacio -pura potencialidad- podría explicitar en cualquier momento su predisposición para albergar y hasta suscitar el conflicto, devenir de un momento a otro, como consecuencia de la propia fragilidad que lo caracteriza, escenario de todo tipo de torsiones y espasmos, hasta del horror. Pero en tanto ese momento no llega, los transeúntes aceptan un pacto de no agresión, un contrato de no-violencia. En la calle reina el principio de reciprocidad en la indiferencia, una economía espacial, puesto que es un espacio compartido, la posesión y el consumo del cual está terminantemente prohibido.
A nivel general, hemos visto que el derecho al anonimato es un requisito del principio de ciudadanía. De él depende que se cumpla esa función moderna del espacio público como fundamento mismo -especificidad y abstracción máximas a la vez- del proyecto democrático, tal y como autores como Hannah Arendt o Jürgen Habermas han sostenido. Espacio público: espacio de un intercambio ilimitado, esfera para la acción comunicativa generalizada y el despliegue infinito de prácticas y argumentos cruzados entre personas que se acreditan mutuamente la racionalidad y competencia de sus actos. Es en eso en lo que debería consistir la multiculturalidad, no en lo que hoy es, la reificación de un inexistente mosaico de «minorías» preformadas y se supone que articuladas, integradas o asimiladas estructuralmente, sino la disolución de toda presunta minoría en un espacio dramático compartido y accesible a todos.
En un plano más concreto acabamos de reconocer como el ingrediente básico por la práctica competente de la vida ordinaria, esta posibilidad de vivir como todo el mundo, es decir diferentemente, que le es negada paradójicamente a quienes reciben el atributo de «diferentes». En cualquiera de estos dos aspectos, no se está hablando de otra cosa del derecho a devenir tan solo alguien que pasa, un payo o una paya, un «tío» o una «tía», un tipo que va o que viene -¿cómo saberlo?- sin ver detenida su marcha ni por alguien que de uniforme le pida los «papeles», ni por alguien que se empeñe en «comprenderle» y acabe exhibiéndolo en una especie de feria de los monstruos culturales. Un masa corpórea que, como cualquiera, va «a la suya», pero que puede ser protagonista, en el momento menos pensado, de los más grandes heroísmos o generosidades: a un mismo tiempo el elemento más trivial y más enigmático de la vida urbana.
El peatón hace alguna cosa más que caminar, atravesar cuando el semáforo se pone en verde, mirar aparadores, esperando alguien mojándose bajo la lluvia o detener taxis. Su modesto chino-chano es un acto profundamente lírico, una forma de escritura en que cada trayecto que traza es un relato, una historia íntima, una siembra de memoria que hace de su autor el fundamento de toda experiencia moderna del urbano. Nuestro andariego es también un personaje que desasosiega al poder, en la medida que no hay forma de saber todo lo que esconde o si prepara alguna. Es un ser impredecible que cuando se une a otros teje con ellos una espesa nube opaca a ras de suelo a través de la cual quienes vigilan no pueden discernir nada. De este ser anónimo apenas saben algo. Tenemos como indicio su aspecto, su rostro -percibido en el brevísimo intervalo en que le miramos de reojo- o el ritmo con que se desplaza. Sabemos que ha salido de algún sitio, pero no sabemos de cuál. Es, pues, alguien sin origen. No sabemos dónde va ni lo que pretende. Es, por tanto, alguien sin destino ni función. Sabemos que, de hecho, es en otro sitio, en el sentido de que sus pensamientos no están ahí, sino seguramente lejos, «en sus cosas». Es por ello un enigma.
Estos caminantes, que van de aquí para allá trazando diagramas aparentemente caprichosos, constituyen la forma moderna por excelencia de cooperación: espontánea, autorregulada, reducida a pautas mínimas, basada en el consenso y no en la coacción, disponible siempre por lo que Comte llamó el altruismo, que conoce su expresión más auténtica y radical cuando se ejerce entre gente que nunca se había visto hasta entonces y a la que no se volverá a ver nunca más. Hablar de aquí de extranjeros no tiene demasiado sentido, en tanto nos encontramos ante un universo dislocado, en el cual todo el mundo aparece desplazado y desplazándose y en el que la figura del forastero es un imposible lógico, puesto que todos los presentes lo son.
Esta comunidad peripatética no aparece nunca concluida, siempre está a medio hacer. Es una sociedad que se trabaja a sí misma y que es sólo ese trabajo el que interminablemente la hace. No tiene órganos ni estructuras acabadas, sino que se construye, se disuelve y se vuelve a construir ininterrumpidamente.
Ese orden es un «desorden» autoorganizado, el resultado de la autogestión de millones de moléculas independientes que se las apañan para convivir a base de acuerdos puntuales y efímeros. Sus componentes no se hablan, no tienen nada que decirse, básicamente porque están de acuerdo en lo más importante: convivir. Tampoco se miran, ya que la mirada fija de un desconocido sólo puede anunciar una inminente agresión o el inicio de un gran amor. No se tocan. Miles de personas circulando en todas direcciones y por espacios reducidos... ¡y sin apenas rozarse entre ellas! Los miembros de esta colectividad perpetuamente intranquila acuerdan protegerse los unos de los otros mediante el anonimato, la reserva y la indiferencia mutua. A la mínima oportunidad, sin embargo, los socios de esta inmensa sociedad anónima que es -o debería ser- una ciudad podrían demostrarse su potencia solidaria y altruista. Saben que en cualquier momento podrían necesitarse mutuamente, sin que les importe nunca quién es el otro, sino tan sólo lo que le pasa.