Tenemos una educación de chichirimú, porque somos un país de chichirimú. Empezando por el gobierno, siguiendo por la oposición, continuando por la mayoría de los medios de comunicación, adictos o contrarios a una Iglesia reaccionaria y trabucaria; la clase empresarial, tanto la que duerme en la cárcel como la que solo va de visita; etc, etc, uno llega a la conclusión de que aquí lo único que funciona es Hacienda y la Guardia Civil (y eso que el benemérito cuerpo ya no es ni sombra de lo que fue).
El concepto de chichirimú es un concepto complejo y versatil pues lo mismo vale para un roto que para un descosido. Se aplica a todo aquello sin sustancia ni chicha, desmadejado y delicuescente, de textura gelatinosa y sin sabor. Los anglosajones lo traducen con el término "light", pero aquí preferimos utilizar éste, mucho más castizo y de resonancias mucho más recias. Ni se tomen la molestia de buscarlo en el diccionario pues no la encontrarán ya que me la acabo de inventar. El vocablo se compone de chichi, que en Perú es sinónimo de fácil (aquí también significa otra cosa que no voy a repetir); y rimú, que en América responde a la identidad de una planta de la familia de las oxalidáceas que florece en amarillo y en el mes de Abril (y es que yo nací en ese mes). Juntándolo todo, tenemos la calificación de este país que ni es país ni es ná.
Pues ahí tenemos nuestro sistema educativo, según las últimas noticias, el menos rentable de toda Europa, el que saca menos rendimiento de los recursos que invierte, donde cada cambio de gobierno supone un cambio de orientación didáctica, metodológica, de asignaturas y contenidos, de procedimientos y pedagogías, y donde hasta el padre más tonto sabe más que el propio maestro sobre cómo educar a un hijo que luego te confiesan que no saben qué hacer con él, si darle botellón o adormidera televisiva. En este país de chichirimú, donde lo mismo te queman por no respetar una bandera que queman la bandera contigo dentro, los sátrapas de la cosa autonómica se aplican a reformar la Historia que se enseña, al tiempo que los obispos le dicen al Estado que ellos son los que tienen el monopolio para lavar conciencias y centrifugar cerebros, mientras cuatro listillos en un despacho diseñan un nuevo modelo educativo cada tres meses que es el ritmo al que las imprentas de las editoriales terminan las tiradas de libros de texto. En este país de chichirimú, lo mejor es apuntar a tu hijo o hija al concurso de supermodelo y rezar en familia para que el niño o la niña tenga suerte con el cretino/a del jurado/a que le toque. O eso, o ensenarle a tu perro a que te eche la primitiva y que tenga la suerte de Curro.
Me encanta ver la de gente preocupada por la Educación que hay en este país. No importa que las encuestas y evaluaciones digan que nuestro país es de los de la cola en materia de Educación, porque lo que importa es que tenemos a millones de personas dispuestas a salir a la calle por defender el mejor de los sistemas educativos posibles.
Me encanta porque estoy seguro que eso se traducirá a partir del lunes en salas de visita en los colegios vacías de padres que vienen a protestar la más mínima decisión del maestro por temor a que su joven cachorro se traumatice.
Me encanta porque eso quiere decir que estos curas que se manifiestan hoy en la calle por los derechos de los padres a elegir el centro educativo que ellos prefieran, a partir de mañana no tendrán problema en admitir en sus colegios a todos los hijos de inmigrantes que ahora ven sus puertas cerradas.
Me alegro por esos políticos del PP que ahora desfilan alegres pancarta en mano para pedir soluciones a los destrozos que ellos mismos provocaron en su anterior etapa de gobierno. Eso querrá decir que a partir de ahora no serán cicateros a la hora de conceder fondos económicos para mejorar el sistema público de educación que tanto les preocupa.
Me alegro, en fin, por los miles de profesores, de padres, de alumnos, que verán a partir de mañana cómo todos los problemas del sistema educativo se van a ir arreglando hasta convertirnos en un país más modélico que la propia Finlandia, y encima con menos de la mitad de gasto presupuestario. Pues menudos somos nosotros.
Se acabaron por fin los vaivenes legislativos en materia de educación; las reformas promovidas por un grupo de mandarines encerrados en sus despachos que ni saben a qué huele la tiza; las diatribas contra los profesores que aguantan a diario las consecuancias de su continua pérdida de prestigio en una sociedad que prefiere como ídolos a los participantes de Gran Hermano o a un futbolista, que a un escritor o un científico; se acabaron los abandonos escolares, el absentismo y la violencia en las aulas; queda desterrada la desmotivación y pasividad del alumnado en el reino de la innovación didáctica y pedagógica; se acabó por fin la contra-educación programada por los medios de comunicación.
Lo importante, lo esencial, está conseguido. Seremos los últimos en comprensión lectora y en resolución de problemas matemáticos; nuestra ignorancia en materia de Historia o Literatura será casi infinita; prescindiremos de materias inútiles como la Filosofía, el Arte o el Latín; pero nuestros hijos sabrán Religión (A.M.G.D.) y en eso seguro que los finlandeses no nos superan.
Una de las quejas más repetidas en cualquier sala de profesores es que los alumnos, hoy en día, no comprenden nada de lo que se les dice. Da igual la materia, el tema, la asignatura, el área. El resultado es que un alto porcentaje de alumnos (tanto de Primaria, como de Secundaria, como de la Universidad) no comprende el mensaje (oral o escrito) que se le pone por delante. Pasa que no leen, y no leen porque no comprenden.
Les pasa, como recordaba hace tiempo Javier Marías en un artículo, que desconocen la sintaxis mínima de la narración, al igual que les ocurría a los espectadores del cinematógrafo hace un siglo cuando perdían el hilo de la secuencia de imágenes en la pantalla: desconocían el lenguaje cinematográfico que permite hacer saltos, hacer sobreentendidos y vueltas atrás, en un ejercicio práctico habitual para nosotros pero absolutamente novedoso para ellos.
El problema viene cuando te das cuenta que, incluso en ese lenguaje cinematográfico al que estamos ya tan acostumbrados, cometen los mismos errores que nuestros tatarabuelos, al no distinguir entre ficción y realidad y creer que lo que le ocurre a los personajes de la pantalla es lo que les ha ocurrido en la realidad. Así, aceptan como real cualquier acontecimiento histórico visto en el cine o leído en una novela de género histórico, pensando que eso es lo que realmente sucedió.
Así, cualquiera que vea Alejandro o Troya se creerá más culto y conocedor de la historia, y cualquiera que haya leído el Código Da Vinci creerá que ha aprendido algo. Todo lo cual no deja de ser ese absurdo primitivismo que denuncia Javier Marías y que los profesores detectan cada día en las aulas. Y lo grave es que conceden más credibilidad al cine que a lo que les dicen los libros de texto o sus profesores.
La solución para esta enfermedad es volver a enseñar lo más básico, el abecedario narrativo, en pequeñas dosis, con lecturas recomendadas y algo de reposo (y repaso) para avanzar hacia una adecuada curación comprensiva.
En los últimos veinticinco años y debido a la mayor atención prestada por las instituciones públicas, la cultura española ha vivido un aparente esplendor. El país se ha poblado de edificios insignes y prácticamente no hay pueblo o ciudad que no haya visto como se le adornaba con algún museo de diseño vanguardista, algún puente de ingeniería estilizada o algún auditorio de gran aforo. Bibliotecas, centros culturales, salas de conferencias, palacios de congresos han surgido por doquier, aderezados con esculturas de artistas modernos en plazas, jardines y lugares de esparcimiento. Las administraciones tanto municipales como autonómicas y nacionales han dotado al país de un equipaje cultural de primer orden, deslumbrador y muy efectivo de cara a la foto el día de la inauguración. Nuestras universidades están desbordadas de licenciados y diplomados, las ferias y muestras de libros se llenan de gente y las colas ante un escritor firmando su última publicación suelen ser largas y abundantes.
Ante tal visión uno corre el peligro de perder de vista que tanto hermoso contenedor, no está dotado de apenas contenido de interés alguno. Es una cultura vacía, como casi todas las culturas subvencionadas y oficiales. Nuestras universidades están llenas de estudiantes pero los programas y enseñanzas están obsoletos y son de una calidad ínfima. La democratización de la enseñanza es un logro social de primer orden, pero corre el peligro, si no se vigila atentamente, de incorporar a tanto titulado a una cultura de masas absolutamente simplona y devastadora. La democratización de la enseñanza en España no ha servido para crear buen gusto sino para maquillar el vacío intelectual, con grandes fastos de cultura basura. El problema no radica en la falta de una oferta de calidad, sino en la baja calidad de la demanda. La gente no quiere conciertos de música clásica ni ópera, ni teatro, ni buen cine, sino que quiere espectáculo de consumo.
En la enseñanza pasa como en el mercado, los mejores clientes se llevan el mejor producto, aunque les salga un poco más caro. Mientras maestros y profesores, mal pagados y mal considerados, se esfuerzan por dar una calidad a su trabajo, los pupilos salen ciegos de las aulas, incapacitados para entender el mundo y vacíos de unos valores que van a necesitar tarde o temprano.
La cultura culta no desaparece pese al avance de la basura, al contrario, se vuelve más exquisita y se refugia donde siempre ha estado: en los reconcentrados círculos del poder (poder en el amplio sentido del término, incluyendo sus parcelas económicas, religiosas, sociales, políticas, empresariales e intelectuales). Sólo las élites siguen disfrutando de esta cultura mientras las masas, con una enseñanza de segundo orden, se siguen embruteciendo con el consumo de exposiciones o la asistencia a foros que están vanos. El privilegio de poder contemplar una pintura o degustar una música de valor se queda recluido en los círculos de la clase hereditariamente cultivada y rica, reproduciendo de este modo sus privilegios históricos.
Una enseñanza competente, en colegios competentes, impartida por un profesorado competente, es lo que un verdadero Estado democrático debería ofrecer gratuitamente a todos sus ciudadanos, para mejorar su juicio y su felicidad. Pero el Estado sólo está interesado en entretenernos, como con el Foro de Barcelona.
El hombre no es, se hace. Y la educación es la forja de la excelencia, el lugar donde cada uno llega a ser el que es (Píndaro) o se malogra. Así lo pensó Sócrates, para quien incluso la política era sobre todo pedagogía social, formación de ciudadanos; lo demás o era afán de poder o arte del sofisma.
Educar se convierte pues en una tarea moral en la que pueden hallar solución todos los males sociales, o donde, si es mala, pueden nacer la mayoría de ellos.
Educar para formar buenos ingenieros, médicos, abogados o matemáticos es necesario para un país, pero no se puede conformar sólo con eso. Educar para formar ciudadanos identificados con su patria y su bandera, que se sientan más vascos o catalanes o españoles, y distintos de los otros, de los demás, mejores, es sin duda un objetivo espúreo y malintencionado. Educar para formar una tras otra generaciones de castrados mentales es el ideal de cualquier gobernante que quiera descansar en el poder...
Pero... educar es mucho más que todo eso. Implica ayudar a aprenderlo todo a lo largo de toda la vida, incluso cuando ya no estemos al lado del discípulo para guiarle. Educar implica desarrollar capacidades, las que cada uno tenga, no castrar unas para intentar desenvolver otras; educar es ayudar a formarse una escala de valores, no copiar la nuestra; educar es abrir ventanas al futuro, no cerrar ventanas para mirar solo el pasado; educar para ser, no solo para saber; educar para la creación no para la destrucción y el odio; educar para ser críticos y autónomos, no sumisos y dependientes; educar para la felicidad, no para la competencia desbocada; educar en la igualdad, no en las diferencias; educar para el corazón, no solo para la mente; educar en los sentimientos, en la afectividad, no solo en la racionalidad; educar para la autodisciplina y autocontrol, no para el miedo y el castigo; educar para comprender, en lo profundo y auténtico, no en lo superficial, simple o falso; educar en la tolerancia, cultural e intelectual, democrática y universal; educar en el esfuerzo y el verdadero valor de las cosas, en la sana ambición, en el saber perder.. y saber ganar; educar con la imaginación para la creatividad, con los sueños para las utopías y con la ilusión para la realidad....
La mayor parte de los problemas de los que llevo hablado a lo largo de todos mis post están directamente relacionados con problemas de educación o son atribuibles a la falta de ella o a la mala calidad de la misma. Este país lleva discutiendo de educación desde hace años: que si más clases de Lengua Castellana, que si más clases de Historia de España, que si más clases de esto y de lo otro...
Sin embargo, los resultados campean por las calles y no parecen dar signos de mejora. Nuestros conciudadanos no son cada vez gente más educada, con mejores valores, más respetuosos, mejores ciudadanos, llenos de civismo, identificados con su nación o con su religión (en el fondo no sé si es lo mismo)... Los profesores en la Universidad se quejan de que cada vez los alumnos llegan a sus aulas con peores niveles en destrezas básicas de matemáticas, lengua, ortografía, lectura o técnicas de estudio; los profesores de secundaria hacen suya la misma queja para referirse a los terribles adolescentes que llegan a la ESO; los maestros de primaria se quejan de los niveles de los alumnos que llegan de la Educación Infantil... y los de infantil le echarán la culpa a la madre que los parió....
Yo me pregunto si es que no estamos exigiendo saber más que nunca a la mayoría de estudiantes; si es que no estamos equivocando el camino y no podemos conseguir que la mayoría de la población salga convertida en virtuosos de algún saber u oficio; si es que, por el contrario, cada vez se enseña menos o se enseña peor; si es que no se valora a la educación y a sus profesionales, si no se valora el esfuerzo que supone obtener una buena formación, si es que toda da igual....
El caso es que va siendo hora de que el Gobierno meta mano a este asunto y de una vez por mucho tiempo se sienten las bases de una profunda, urgente y consensuada reforma educativa.