Estoy yo en plena lucha con un ejército de hormigas que quieren devorar mis sustanciosas carnes, cuando escucho de repente la voz de un señor que me canta que él sabe que soy lo suficientemente fuerte para matar a alguien (¿?). Después de unos segundos de preguntarme cuándo han instalado un hilo musical en la selva amazónica, abro un ojo, me incorporo en la cama y apago la radio. Tras esto me palpo el cuerpo para asegurarme de que ninguna hormiga asesina ha traspasado el umbral onírico y está ahora en mi cama. No debí ver CSI anoche.
Me levanto, no sin antes tropezarme con un bulto de pelo negro que todas las mañanas amanece a mis pies a pesar de que yo lo coloco todas las noches en su cestita acolchada. Ya ni me molesto.
Media hora después, a las 7:30, mientras me zampo con evidente desgana las dos insípidas rebanadas de pan integral tostado que constituyen mi desayuno, la cosa negra se materializa ante el sillón. Intento razonar con ella ("Taifa, si yo tuviera la suerte de ser un chucho casero como tú, ahora estaría en la cama, créeme...") y finalmente consigo que se vaya a dormir dándole un trozo de pan. No sé si eso era lo que quería, pero seguramente comprobó que no merecía la pena perder minutos de sueño por un soso pedazo de biscote.
Después de escuchar, atónita, que otra mujer ha muerto por ver La Pasión de Cristo, me levanto y me voy a la facultad.
A eso de las diez, después de una clase medianamente decente, me toca ir a entregarle unos trabajos a un profesor. Gracias a un amable becario (ya no está de moda poner en la puerta tu horario de tutorías) le localizo. El docente en sí es de esa clase de personas que sienten la irremediable necesidad de ser bordes con los alumnos jóvenes (sobre todo los de primero) así que después de escuchar algunas críticas (ninguna constructiva) concluyo en que (según su criterio) no sé hacer bien las llaves de los esquemas (caray, debo de ser la vergüenza de los historiadores). Arrastrando tamaño estigma, que constará en un lugar destacado de mi expediente académico y me lastrará durante toda la carrera, me dirijo a la parada del autobús. Por el camino, leo eMe (una de esas publicaciones universitarias que nos amenizan la espera diaria en la parada).
Ya en casa, compruebo que mi padre está tan enfrascado en jugar al dominó por Internet (magna tarea) que ni siquiera ha tenido tiempo de sacar a la perra. Y es que, cuanto menos cosas tienes que hacer, menos cosas quieres hacer. A las once y algo, después de que Taifa haya saludado a todos los perros del vecindario, me encierro en mi habitación a estudiar. A las 12:30 decido hacer un parón y me dedico a vaciar mis carpetas y tirar a la bolsa de reciclaje, con gran pena y sufrimiento, mis apuntes de Química, Ciencias de la Tierra, Educación Física y Geología de 2º de Bachillerato. Hala, volved al sitio de donde nunca debísteis de salir...
A las tres y media de la tarde, después de los Deportes de Antena3, llega uno de los momentos más duros del día... conseguir levantarse del sofá, con esa modorra que entra después de las comidas, para sentarse delante del escritorio a empollar es una labor titánica. Al menos consigo estudiar un par de temas antes de que me entre el cansancio a eso de las ocho, y es que me temo que me falta mucho para ser una empollona de pro, pero... algo es algo.
En fin. Ahora, supongo, media horita de leer cosas varias en Internet, sacar al chucho de nuevo y cenar viendo Memoria de España, al menos hasta que el cuerpo aguante. Sólo espero no soñar esta noche con Boabdil ni nada parecido...