Las palabras que ellas decían eran mucho más que sabias. A una el enamorado le había dicho que ya no la quería, que el amor acaba y que entienda. Odiar genera dependencia y lo mejor para una mujer es ignorar; y la otra, a los 20, estaba desesperada por conseguirse un futuro, un camino para seguir en pie de lucha, algo que le proporcione constantes gratificaciones (al menos) cognitivas.
A un lado de la cama, detrás de los problemas, yo no sabía qué decir. Hay ocasiones en que no calibro respuestas y prefiero apartarme para no ser tachada de mala gente, porque un camino certero es la indiferencia, y ellas saben que en el fondo me interesan, que las quiero a muerte y que si en ocasiones simplemente me desenchufo del mundo, no lo hago necesariamente de ellas.
A pesar de eso, todo funcionaba bien, dijeron que no hay mal que dure 100 años, y yo pensé que existía la posibilidad de que el cuerpo aguante un castigo de ese tipo. Pero callada todo valía, todo giraba, todo funcionaba.
Porque Paula diciendo malas palabras en medio de un almuerzo hecho con sus propias manos, es una mala idea.
Y ellas comprendieron, no del todo bien, pero hicieron el esfuerzo. Después de 18, de 19 y 20 años, ya saben que vivir es morirse tanto. Pero de todas formas, ¿Quién demonios quiere ser eterno?
Ni Karla, ni Mariana, mucho menos Paula.