El timbre suena, no deja de sonar hasta que él se levanta. Yo me quedo allí. Espero un rato. Él no viene. Pasan diez minutos. Hago la cama. Se asoma una cabeza por la puerta. Es Alberto, ha pasado algo. María está en el hospital. No me lo puedo creer, si esta misma mañana hablé con ella. Nos vestimos y vamos hasta urgencias. Cojo las llaves del coche. Arranco. Llegamos hasta la habitación donde se encuentra ingresada. No le dejan recibir visitas. Allí se encuentra Ana, su madre. No saben todavía que le pasa. Los médicos están analizando los últimos resultados. Ana me dice que me llamará si pasa algo, si empeora la situación o si los médicos descubren lo que ocurre. Llevamos tres horas en la sala de espera.
-Aquí no puedes hacer nada.- me dice Ana.
-Vete a casa y descansa. No te preocupes.
Alberto y yo todavía no hemos comido. Son las cinco de la tarde, pero a mí ya no me entra anda en el estómago. Volvemos a casa.
Ana es la madre de María. Siempre que he tenido un problema, he podido contar con ella. Es también como la madre que nunca tuve.
Alberto se acuesta un rato. A mi lado. Estamos en la cama ya reconstruida y el silencio de la casa es ensordecedor. Él me mira. Yo no le devuelvo la mirada. Estoy demasiado asustada. María es como una hermana con la que siempre he podido contar.
Estoy fuera de casa. Dando una vuelta aireando mis pensamientos. Ha vuelto a ocurrir. Una desgracia que me tomo muy a pecho: alguien muy cercano está en el hospital, la última vez fue mi padre. Pero porqué. Por qué esos cambios. Por qué esas contestaciones. No lo sé he discutido con Alberto en el peor momento. No debería haberlo hecho. Me siento mal. Pero no lo puedo evitar. Todo parece que se me vuelve encima. Volveré a casa. Estoy sólo a quince minutos. Tengo que hablar con él, aunque me cueste. Tiene que decirme algo. Tengo que poder hablar con él. Cruzo la calle, miro a ambos lados. No hay nadie. Es un sábado muerto. Estoy rodeada de destrucción. Tengo que volver.