Con el tiempo he adquirido costumbres de perro viejo, ya curtido y avezado en casi todo, que me han valido de cierto status entre los del síndrome de mayas verdes y pluma en pelo. Tengo la pretensión anglosajona de madurez austera, sobria y tan casual como sedimentada, tras haber moldeado el informe despropósito que empezó siendo todo este asunto en su exordio. Cuando aún vestía pantaloneta y era enjuta y era hierática y era una niña rara entre cientos de niños normales y monísimos de la puta muerte. Hace no tanto, pero suficiente para verse envuelto en neblinas.
Tras todo aquello decidí hacer uso de mi seriedad congénita y dedicar visaje y fruncir de ceño a una empresa noble aunque ciertamente egocéntrica: la de hacerme respetar como bestia de relente incierto y gravitación irregular, considerando que temor y reverencia son a menudo confundidos e intercambiados, en razón de genética hermanada.
Entonces contaba ya con varias tentativas de parodia, interpretaciones casi perfectas de persona hecha y derecha que estudia el mundo desde unas bifocales (así fue durante un tiempo, pero luego vino el incidente de la playa) y unos modales impecables. Bueno, siempre hubo en mí cierto malestar latente y verbalizado, un tal inconformismo que acabó por rajar mis tejanos y desbaratar mi cabello, aunque de eso hace ya tantísimo que bien podría ser una más de mis falsas ambientaciones.
El caso es que he llegado al punto de saberme gurú del raciocinio en muchos casos, y sobre todo para mucha gente. No son pocos los que me requieren la opinión sobre (eso sí) tonterías descomunales, esperando entrever en mi oratoria la importancia que les falta. Suelo decir, por aquello de ayudar al prójimo, que cada cual dispone sus prioridades, y que mis importantes pueden ser morralla para el resto del mundo (y viceversa), pero no por ello desmerecen. Después me piden consejo como si de gato tuviese no solo un ojo sino las vidas, y ya me hubiese visto a mi misma en toda situación y enrevesado posibles. Como si hubiese dado muerte a toda alimaña y cruzado todo océano, me suplican un ratito, y con un lugar común suele bastar para que se sientan satisfechos y dejen de dar la murga. Siempre igual.
Si supieran, todos ellos, que no tengo ni la menor idea de bolsa, de socráticos, post-socráticos y anteriores, de ética religiosa y/o profana, y de demás erudiciones que se me presuponen, ya ven, por ser diestra en mantener el gesto obscuro, todo se iría al garete. No es que tema que así sea (en el fondo me viene a dar igual, qué quieren que les diga), simplemente me gusta conservar el funcionamiento de las cosas, cuando realmente me reporta beneficios. Y en este caso, así es, aunque solo sea el de evitarme ciertos trámites infantiloides en el devenir del mundo. La suerte es que pocos lo saben, y, siendo estos como son amigos de pelaje no mucho más terso, guárdanme el secreto a cambio de complicidad y comprensión a granel. Por ello les quiero para luego desquererles, sin llegar a odiarles nunca.
Barrunto que este blog estará bien nutrido de verborráicos ejemplos que, testigos de mi supina ignorancia, habrán de escandalizar a no pocos y espantar a quien ande buscando seguridades. A todo el que lea estas, mis primeras palabras, diré que nunca ambicioné sentar cátedra. Simplemente necesito, como todos, vomitar mis irracionalidades en el vasto sumidero que son las uves dobles. Purgarme las sienes de cuanto las ronda y corroborar que el caos, caprichoso y consentido, es también una forma de vida.