Sucesos nocturnos:
- Roban todos los felpudos de un portal.
- Chicos de 16 años hacen rimas de hip-hop en la madrugada del parque de al lado.
- Un grupo de cincuentonas y un sesentón camina dando tumbos. Cada uno se ha bebido una botella entera de vino navarro.
Estamos vivos.
Al fin.
Lo último que aquel hombre vio, lo último a lo que pudo agarrarse, la última esperanza que tuvo.
Antes de caer.
El ejército de las cosas pequeñas, en misión de paz espiritual. Inicio la transmisión desde una trinchera desordenada, sola, en tierra de nadie:
Si les dicen que caí, frótense las manos porque seguramente será verdad. Fin de la transmisión.
Corto y cierro.
Ilustración de un Gato. Gracias.
Pour avoir si souvent dormi
Avec ma solitude
Je m'en suis fait presqu'une amie
Une douce habitude
Ell' ne me quitte pas d'un pas
Fidèle comme une ombre
Elle m'a suivi ça et là
Aux quatre coins du monde
Non, je ne suis jamais seul
Avec ma solitude
Georges Moustaki, Ma solitude.
Que aún añora las yemas de tus dedos.
La fábrica de las cosas pequeñas existe en la realidad. La fundó mi abuelo en 1924, junto con otros socios, en un pequeño pueblo en el corazón de una pequeña provincia. Ahora, van a derrumbarla para construir pisos y la empresa se muda a un pabellón industrial.
Este será mi último recuerdo.
No soy capaz de despedirme. De dar un portazo. Me llevo mi pasado, presente y futuro en una maleta a todas partes.
Ojalá me la deje en alguna estación.
Me queda un largo camino por recorrer.
La ilusión de movimiento. La ilusión es movimiento. No sabemos realmente qué ocurrió. No sabemos si realmente ocurrió. Dormimos. Soñamos. Nos despertamos.
Ya está.
Ya no volverán. Y sientes la extraña ausencia provocada por la ley natural. Y te preguntas dónde estarán, si es que están en alguna parte. Y quisieras hacerles preguntas. Y quizá estés recibiendo las respuestas.
Lo entenderás cuando seas sólo fotografía.
En procesión, en nombre de Nuestra Señora de la Vox Populi.
Y me pregunto yo, ¿por qué llevo todo el fin de semana con esta canción en la cabeza?
Allá donde fueres haz lo que vieres.
Como si me estuvieras apuntando con una pistola.
Yo no sé volar.
Yo no soy quien tú decidas.
Yo no tengo nada que ver con ellos.
Yo no entiendo muchas cosas.
Yo no sé otras tantas.
Yo no tengo ganas de hablar.
Yo no encuentro nunca las palabras correctas.
Yo no soy de aquí.
Yo me he roto la crisma.
Una vez más.
¡Basta!
Hasta el 30 de septiembre, vivimos en una postal de arte contemporáneo. Eso sí, la mayoría, ni idea de qué va la historia. Quizá acabe siendo lo menos relevante. No lo sé.
Anoche, un artista alemán mandó señales morse desde la iluminación del Sagrado Corazón de Urgull (ese mamotreto cristiano que nos da un aire Río de Janeiro o Gran Hermano de Orwell, no lo sé), y quizá eso tenga su aquel, por absurdo más que nada. Se puede desviar uno de los chorros de una fuente. O incidir mediante un dispositivo para que se apaguen todos los semáforos de la ciudad. Se puede ir a una fiesta con DJs finlandeses que lucen antifaces del Zorro mientras hacen sonar el que podría ser el próximo himno oficial de Nokia. Se puede desfilar por la ciudad con un maniquí sentado en una silla de ruedas. Y todo de la forma más natural. A veces me siento ajena. Otras, tengo la sensación de perder el tiempo.
Que alguien me dé una pala. Me voy a poner a cavar.
*Va a haber algunas cosas rescatables e interesantes. Aunque no lo parezca.
Al otro lado, vive la esperanza.
Rindiendo culto a la desmedida.
Detrás de cada persona existe una historia. Generalmente, agridulce. La apariencia es una cosa. La realidad, otra. El destino, una bien distinta. Es posible que yo no crea en ninguna de las tres. Que no crea en nada.
Por eso, te pido que creas en mí.
Nosotros necesitamos interruptores de on/off. Dicen de los delfines que duermen con la mitad del cerebro, y luego con la otra mitad. Siempre están despiertos. Siempre, disponibles.
Estoy perdida. Quizá debería marcharme de este lugar. Salir corriendo tan lejos como fuera posible. Donde no pudiera comprender. Ni recordar.
Un sonido vale más que mil imágenes.
Una mano, una vez, escribió en aquella piel la historia de amor más bella del mundo. Abierta. Suave. Contradictoria.
Esa piel, ahora, añora, llora. Se seca. Se quiebra. Espera que la mano regrese a posarse sobre ella. Abierta. Suave. Contradictoria.
Para siempre.
Serie de juguetes entre rejas. La vida es un poco así.
Somos pedazos de cielo, monte y mar. Nada más.
Ahora ni siquiera estoy yo. ¿Salí corriendo o me tragó la tierra?
Ya no recuerdo.
En el primer cruce, a la izquierda.
Extraño patriotismo ese que espera a la entrada de los recintos. Extraño, el que señala, el que marca, el que decreta, como un Dios castigador, quiénes entrarán en los cielos y quiénes se pudrirán en los infiernos. El mundo está desorbitado preso de una pasión también desorbitada.
Y lo malo es que no es amor. Sino odio irreconciliable.
Esta mañana, cuando desperté, ya no quedaba nadie.
Me pregunto quiénes sois. Qué haceis con vuestras vidas. Me pregunto cuál es el destino de vuestros pasos y qué os espera cuando llegueis a casa. ¿Os hace feliz? ¿U os conformais con que no os haga llorar?
A veces nuestro vuelo es así. Irregular, sujeto al viento y a la patada que nos dieron en el trasero al nacer. A veces conseguimos cruzar entre los dos palos, otras, ni siquiera nos acercamos. Quizá sea cuestión de fe. Generalmente, no es más que inseguridad.
Dejamos huellas efímeras que el viento se lleva con facilidad. Que no resisten el tiempo, ni el olvido. Que no soportan que ya no las mires más. Dejamos huellas que hoy están aquí pero mañana no existirán.
Si una vez sucedió que vivimos, nadie se lo tomará demasiado en serio.
Emociones sujetas con pinzas. Colgadas del balcón del día sí y otro también. Realidades que reconstruimos a nuestra imagen y semejanza, con un extraño olor a aguarrás.
Si alguno de los dos apretara el botón amarillo y nos detuviéramos en algún lugar intermedio, ¿qué ocurriría?
Los vi al entrar, sentados frente a frente. No se veían tan frecuentemente como para estar cómodos. Se ponían al día contándose cosas vanas. Habían llegado al acuerdo de no hablar de ella. Nombrarla dolía demasiado. Lo suyo acabó por su culpa. Por no ser capaz de ofrecerle nada más que rutina y sexo. Ahora estaba sólo. En silencio. Viendo cómo su hijo terminaba de ahogarse en ketchup.
La hipoteca dura más que el amor. El crédito más que la sinceridad. Alguno de los dos acabará mintiendo. O lo que es peor, no dirigiéndose la palabra.
Lo inventaron para hacer girar un pasado que no volverá. Para que todos riéramos, y fuéramos felices,... Creo que en realidad, lo inventaron para que, cuando llegáramos a nuestras casas y viéramos la tortilla francesa con jamón de york de cena, las caras rancias y los trapos sucios, nos echáramos a llorar.
Eso sí, con dignidad.
El resto de la ideología representada es una simple cuestión de principios que se fundamenta en la idea de mandar a la mierda a quien me esté molestando. (Que a su vez, estará mandando a la mierda a otra persona, y así sucesivamente, hasta llegar a ese acuerdo entre animales llamado civismo).
Llegó un momento en el que la torre de la televisión dejó de emitir. La comunicación unilateral había llegado a su fin. Los ciudadanos se desconcertaron. Pero sintieron una enorme paz al ver esa pantalla, por fín, azul.
Si pudieras hablar, ¿qué contarías de mí?
Si me paseo por el cielo, me perderé.
Nos hemos perdido. No sabemos nuestra ubicación, pero estamos seguros de que no es la correcta. Tendríamos que estar en algún otro lugar. Otras coordenadas. Haciendo alguna otra cosa. Y sin embargo, volvemos una y otra vez a esta orilla. ¿Por qué? Nos sentimos dolidos y seguros a la vez.
Lanzarnos a alta mar resulta una decisión drástica.
Quedarnos varados en esta playa es la solución trágica.
Quizá navegar a la deriva sea lo único que podamos hacer.
Sin irnos demasiado lejos.
Impresiona ver cómo lugares que has conocido toda la vida pasan a ser escombros sin más, por la divina voluntad del hombre. Siendo la arquitectura un mundo lleno de divos y mediocres (como casi todos los mundos), todo invita a pensar que lo que sustiuirá al viejo mercado donde la charlatanería matutina de las amas de casa se sentía a gusto, será o un ombligo gigante del autor de la obra, o un laberinto donde buscar el baño y jugar al escondite se convierten en sinónimos. O ambas cosas a la vez.
Hay lugares que queman. Sentimientos que arden. A veces los echamos al fuego del olvido y creemos que desaparecen. Sin embargo se quedan ahí, como nubes de humo que atrapan y ahogan. Y entonces somos nosotros los que quisiéramos arder. Y ser olvido.
Sobredosis de soluciones de toda la vida.
Como aquel, a veces me gustaría convertirme en nostalgia, porque en ella sólo caben los buenos sentimientos. Los agradables. Quisiera ser nostalgia pura, sin remordimientos. Hasta caer en el olvido.
A veces simplemente me gustaría desaparecer. Sin existencia alguna.
Se lo llevaron. No lo querían y lo echaron de aquí. Que se fuera con su música a otra parte. Y nosotros ya no somos nosotros. Pero eso les da igual.
A veces pienso que somos excesivamente opuestos. Tú, grande y reluciente. Yo, pequeña y feucha. Vamos en direcciones opuestas y vivimos vidas que nada tienen que ver. A veces pienso que no, que ni siquiera merece la pena aparcar el uno junto al otro. Pero quizá no hubiera más sitio. O habría que pagar. ¿Te molesta que me quede aquí? Un rato.
Horas más tarde: recibí mi enésima abolladura. Lloré sin airbag.
Mirarte es ver lo extraordinario, vestido con el uniforme de lo común y cotidiano.
Noto que me falta algo. Es el cordón umbilical. No sé dónde lo dejé.
Ahí sube la moral del trabajador. O lo que queda de ella.
Se trata de una instalación de Maurizio Cattelan.
Quiero ser sexy. Quiero llevar bikini. Quiero ser una patata.