La cocina de la improvisación es, como tantas cosas, al tiempo arte y riesgo. Arte porque cuando te sale bien triunfas. Riesgo porque más de una vez te toca comerte un filete más duro que una losa, unas verduras picantes de nivel radiactivo o, en casos extremos, un bocata de paté.
Hoy mi congelador me ha dicho que ya iba siendo hora de gastar unos filetillos de merluza que compré vaya usted a saber cuando, que si no, me los iba a descongelar e iba a dejar que procreasen. Al principio me he asustado: ¡Tengo la nevera vacía, voy a tener que empanarlos!. Mi alma libre se niega en rotundo a empanar nada que no sea absolutamente necesario empanar (pese a que a mí hay cosas que me gustan empanadas).
Así que se ha producido la subsiguiente disputa entre las fuerzas del bien (o "Con la comida no se juega") y las del mal (o "¿Eh, por qué no pruebas a echarle yogur a esa merlucita?") que acabó, como es costumbre, en un justo término medio.
Puse una sartén (que tengo desmangada por las tropicales cualidades culinarias de alguien) con un poquito de aceite para ir dorando los ajos, cortados en laminitas. No es conveniente dejar que se quemen demasiado, más que porque vayan a saber mal (si comes merluza al ajillo cómo te huela el aliento después es algo que debe preocuparte) porque se te quedan pegados entre las muelas. Un asco, de verdad. En ese aceite he espolvoreado un poquito de laurel en polvo. Luego he dejado caer, como el que no quiere la cosa, los filetes de merluza, rompiéndolos. Me daba lo mismo porque esta es una receta para merluza desmenuzada, como aquél que dijo. No tenía guindilla, pero cuando queráis podéis añadirla, si os gusta el toquecillo picante, yo le he echado un pelín de pimienta, pero tampoco nada del otro mundo.
Conforme se freía la merluza, yo iba removiendo y deshaciendo los filetes. Es bueno ir aireando los pedacitos con la espumadera y, si os atrevéis, echadle huevos y haced un revuelto. Yo hoy no lo he hecho porque ya era demasiado tarde, pero seguro que algún día lo pruebo. En fin. Al acabarse el aceite, una gotita de agua (no mucha, el pescado hervido me da asco). Esto era más o menos para darle vapor, y la cosa es que ha resultado bien.
El toque final, una vez me lo he puesto en el plato, ha sido echarle mantequilla por encima, que se ha ido derritiendo.
Jugoso, sabroso, suave si se quiere, sano (menos en excesiva cantidad), fácil y barato. ¿Qué más queréis?
Ni siquiera los sátrapas de la patafísica se habían llegado a plantear la triste verdad que se ocultaba tras la incógnita respuesta a esa pregunta que todos nos hemos planteado desde siempre, jamás formulada por temor al ridículo filial (ya que solía manifestarse con especial vehemencia a la hora de la cena, en el fragor del arduo ejercicio que profesaban nuestras nunca bien ponderadas madres). ¿Con qué se hacen las salchichas industriales? ¿Es carne? ¿Vísceras? ¿Pellejo?
Con las llamadas salchichas caseras (que se compran, como todo el mundo sabe, en las carnicerías) no había lugar a dudas: de vez en cuando te encontrabas un tendoncillo, quizá un huesito; sabías que era carne (y si no, leches, no lo venderían en las carnicerías). Pero cuando las salchichas salían de la insolente bolsa de plástico, tan uniformes, escurriendose como si fuesen paracaidistas en misión ultrasecreta para acoplarse a tu riñón... ¿Cómo podías saber qué era lo que comías en realidad? Confiabas en la preocupación de tu madre por tu salud, te encomendabas a los leves efluvios de jamón que destilaban, quizá a los puntitos de queso fundido que contenía. Pero jamás lo supimos.
Y claro, luego hemos crecido, frustrados subconcientemente por esa horrible duda y como siempre hay, entre tanto crío con madurez disfuncional, alguno dispuesto a hacer la puta gracia, corremos el peligro de enterarnos de las verdades de la vida de una forma tan traumática como encontrárselas en Internet.
Un trauma de los gordos, oigan, ni siquiera cuando descubrí que Elvis seguía vivo y trabajaba de cocinero en un restaurante de carretera (cuyo nombre le prometí que mantendría en secreto) me impactó tanto. Y eso que no vean qué receta de callos se prepara el tío...
Hoy voy a comentar algunas tácticas de "VIPS´ IMPROVEMENT" que estuvimos llevando a cabo el Dr. Gablin y yo.
Su sujeto de estudio era una copa de Caramelo Toffe, yo me atreví con algo más duro, el Tropical Piña. El primer paso fue una hábil combinación de toppings (ralladuras de coco y chocolate, almendritas, virutitas de chocolate y virutitas de colorines). Como por los agujeritos no salían las dosis suficientes para llevar a cabo nuestras experiencias tuvimos que arriesgarnos a abrir los botecitos y verter el contenido a pelo, con gran peligro para nuestra integridad física.
Una vez visto que el resultado de batir los respectivos sujetos con sus nuevos aderezos era provechoso (empezaban a nublarse nuestras córneas), procedimos a traspasar los límites de la realidad añadiendo sirope de chocolate a las copas, con unos resultados que podríamos denominar "Óptimos".
Apéndice: Aunque ya habíamos llevado a cabo las investigaciones programadas, pudimos aprovechar que la Dra. Tanita, en un acto de filantropía y amor por el avance científico simpar, cedió una de sus tortitas a fondo perdido. La inmersión de esta sustancia en el producto que a esas alturas de la noche manejábamos solo sirvió para que empezásemos a creer que Diso existe, o al menos, la luz al final del túnel.
Advertencia: Niños, no hagáis esto en casa sin la vigilancia de un adulto dispuesto a inyectaros una alta dosis de insulina.