Un año lo pasé fuera.
No fue hace mucho. Había orgullo
y caminos
interminables hasta mi casa.
Quería ilusión.
Sobre todo sentimiento
y los amigos no estaban mirando
ni siquiera en la puerta de al lado.
Bajé al fondo de los charcos
y acogí miserias bestiales.
De lejos, parecía un ángel con corazón;
de lejos era un almacándida
tendido en el gran suelo de un bosque.
Antes le ponía nombre a cada uno de mis viajes.
Ahora a las afueras de la antigua eternidad
intentaba repetir todos los trucos del amor.
El pajarraco me advertía
como si supiera que ayer no tenía el mismo cielo.
Se dispersaron mis esfuerzos
y me olvidé de cómo respirar;
si acaso ya no tenía defectos.
Algunas personas se colgaban de mis miembros
y hacían sus equilibrios cerca del fuego.
La fuerza y la belleza estaban cerca del Sáhara.
Quería llamar a las piedras y pedirles su gusto.
Y al hierro. Y al barro.
Los brazos de la tormenta no tenían valor.
(bueno, una vez,etc.)
Quería las noches humanas.
Las mareas.
Las estrellas.
La Osa Mayor recostada en mi alma.
El humo refundido y el carbón
eran a veces mi única compañía.
Echaba de menos a los juglares.
Y a los mandarines.
Incluso me acordaba de aquella vieja fea
que solía encerrarme en el armario.
En fin, quería acercarme y saludar
como saludaba el noble viento,
pero aún no había recobrado una voz entera
y como todavía no había lavado mis pulmones,
nunca me cansaba de mirarte.
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