El ser humano consigue lanzar misiles a miles de kilómetros con solo unos metros de error, es capaz de modificar el genoma de una mosca, tiene la posibilidad de transformar el entorno a su voluntad... ¿pero por que cojones hay que pasarlo tan mal a la hora de comprar unas lentillas? Saco esto a colación por lo que me ha pasado esta mañana. Yo llevo usando gafas algún tiempo, y hoy he llevado a cabo mi amenaza de cambiarme a las lentillas. Suena bien, pero es un trauma.
En primer lugar vas a la óptica, donde un señor/a muy amable con bata blanca, consciente de que llevas dinero en la cartera, te mete en un cuarto oscuro –mal empezamos-. Te dice que te va a comprobar la vista, y aquí hay dos opciones: o bien te pone unas gafas ortopédicas que pesan un quintal y te hacen dar cabezazos hacia adelante, o bien te pone en las narices un aparato hiper-moderno con dos agujeros para mirar. El individuo, con aviesas intenciones, te pide que leas lo que él va proyectando. Como por lo general, suele ser relativamente fácil, él se esmera cambiando la graduación de las lentes del aparato, por lo que empiezas a marearte prontito. Después te pide que pongas la cabeza en otro aparato. Este es mas fashion y se ilumina con lucecitas de colores, que parpadean y cambian de intensidad. Hay que tener cuidado, puesto que si el inquisidor prolonga demasiado la prueba, el resultado es bastante similar a salir de una rave.
Después te lleva a otro cuarto, donde tiene lugar la brutal agresión. El tío (hay que tener en cuenta, que después de todas las pu*adas que nos ha hecho, no se merece ni el aire que respira) se pone la lentilla en SU dedo, coge carrerilla, y la pone en TU ojo. Aplausos desde el tendido. Una vez ha finalizado la –doble- suerte del banderilleo, cambio de tercios: como el que no quiere la cosa, te echa a la calle.
Das un (largo) paseo, y a la media hora vuelves a la óptica, contentísimo de lo cómodas que son. La primera jugarreta: el tío dice que has de quitarte las lentillas tu solo. Para una persona habituada no reviste dificultad alguna, pero para el novicio, eso de meterse el dedo en el ojo y pegar un pellizco es algo de mal gusto. Y da una grima terrible. Pero la fase realmente traumática es la siguiente: ponerte tu solito y sin la ayuda de mama oso las dichosas lentes de contacto. Este es el momento donde cada cual te da su particular “consejo”, de gran utilidad todos ellos: que si con una mano por encima de la cabeza te sujetes el párpado, que si dobles la cabeza, que mires al suelo, al techo... total, que acabas haciendo malabarismos, como con la fotito de las narices. Tras un cuarto de hora tienes las dos lentillas puestas y los ojos como si hubieran abierto un bote de gas lacrimógeno en tu cara. Aún así estás contento, por que solo han echo falta dos personas para conseguir que no cerraras el ojo. Sales de la óptica confiado en que mañana será otro día, y no por mucho madrugar va el cántaro a la fuente.
Personalmente, tengo miedo. No quiero ir a la cama, por que mañana al levantarme tendré que pasar otra vez por el trauma de ponérmelas. Tengo miedo... ¿me acostumbraré algún día? ¿descubriré en algún momento de mi vida una forma de ponérmelas sin perder el ojo?
Quiero desde estas humildes líneas, ensalzar a todos los alcohólicos ocasionales, que son objeto de continuas chanzas e injustos escarnios por parte de la humanidad, desconocedora de los apuros por los que pasan. Porque son ellos los que, cada fin de semana, nos hacen carcajearnos; porque, en cada farra, sus propios actos ensombrecen los defectos del resto; porque, en definitiva, hacen de los demás, mejores personas.
Desde muy antiguo se ha discutido sobre la formación del borrachote, si bien aun no se conoce el proceso de desarrollo: hay estudiosos que asegura que el bebedor se va haciendo con el paso del tiempo, a base de esfuerzos, dedicación y frecuentes visitas al ambulatorio; en el otro lado, circulan teorías que afirman que tan solo aquellos que durante su infancia cayeron en una marmita de Cacique con cola, pueden llegar a formar parte de tan selecto grupo.
Analizando globalmente el asunto, quizá se cierto que el alcohol pueda –indirectamente y de forma accidental- matar alguna que otra neuronilla, o conseguir que algún que otro impresentable se violente. Pero nuestras salidas nocturnas se verían seriamente afectadas si el achispado del grupo no sacrificara, por el bien de sus amigos, un ápice de su salud:
- Jamás podríamos verlo abrazado a un amigo, baboseándole la cara y diciéndole cuantísimo lo aprecia y lo bien que le cae, mientras, el secuestrado, que está viendo venir desde lejos una práctica sodomita, no sabe como escaparse.
- Justamente lo contrario: las situaciones de humor tenso, en las que nuestro héroe le dice a alguien lo mal que le cae, lo feo que es... se harían inviables.
- Los españoles que viviésemos fuera de Asturias o Pamplona no tendríamos excusa para cantar el “Asturias patria querida” o el “Uno de enero, dos de febrero...” sin venir a cuento.
- Nos perderíamos interesantísimos ensayos sobre las relaciones interpersonales. Nunca volveríamos a ver a nuestro amigo auto-presentándose a una chica que no ha visto en su vida con un inocente “Hola ¿podría zambullirme en tu canalillo?”. Y lo que es peor, no podríamos ser testigos del espectáculo que es ver como la misma chica, de 90 kilos, le arrea una torta olímpica a la “victima”, que pesa 70.
Esto es tan solo un pequeño resumen, puesto que el bebedor profesional es capaz de deshacerse de su honor de muchas maneras distintas, a cada cual más bizarra: sustituyendo a la gogo de una discoteca en la barra, salir a la calle disfrazado de Maria Jiménez... Recuerda, por el bien de todos: protege a tus amigos “bebedizos”.