Es curioso que a veces baste un detalle mínimo para hacernos felices. Han venido a comer a casa con Na y conmigo (pero sobre todo con Na) nuestra amiga R y su hija C, y después ha venido el marido de R, A; ambos muy simpáticos. C tiene un año y medio o algo así, y es encantadora. Yo no la había visto hacía siglos, así que no me recordaba, y yo a ella apenas tampoco. El caso es que nos hemos conocido hoy como quien dice, y creo que nos hemos caído bien mutuamente. Hemos jugado a hacer el tonto, le he puesto música y luego ya sólo pedía eso, me ha dicho que sus amigos de la guardería se llaman Alberto y Yanire (nombre nuevo en mi vida) y nos hemos reído juntos, el uno del otro. Se enrabieta fácilmente, lo tira todo a propósito y se muerde la mano cuando algo no le gusta. Es anarquista total sin saberlo. En fin, una niña muy niña que llama a su padre «papuchi» porque así le han enseñado. Yo llevo días gris, gris, días grises que me recuerdan constantemente esa frase de los Violadores del Verso, «pido días largos suficientemente buenos», y hoy C ha hecho este día tan largo suficientemente bueno, así que oficialmente le tengo cariño. A lo mejor es porque los niños me convierten en niño y los días grises me hacen gris; la cuestión es que de momento tienen más fuerza los niños que los días grises, y eso es importante y esperanzador.
Finalmente no he salido en todo el fin de semana. El viernes pretexté estar cansado después de todo el tatachín de la imposición de bandas o becas de la tarde en el colegio. No era mentira, estaba cansado, sobre todo porque tuvo que venir la tuna a amargarnos a los razonables. Cuando ya había acabado la ceremonia (algo larga, pero menos cursi de lo que me esperaba, y menos dramática: sólo lloró, y someramente, una alumna de entre cincuenta y tantas) pasamos a tomar una cena a base de pinchos y en mitad de la cosa apareció una banda de tunos como se rumoreaba, y fue triste. Algunos padres cantaban y hasta entonaban, otros reían, todos ellos muy naturales y sin dignidad; un espanto de espantos. Me hice una foto con mis alumnas y después de la cena, cuando los tunos, todos mucho mayores que yo, calvos, gordos, viejos, viejos (si siguen estudiando deberían planteárselo) seguían aún tocando canciones de charanga con bandurrias (ni más ni menos, eran una charanga disfrazada de tuna) me escapé como pude, y tenía algo que hacer en casa, en verdad.
Y ayer me llamó L y me dijo que su novia M se ha ido al sur unos días, y que «habíamos» quedado a las diez donde siempre, pero yo tenía temas que preparar y no fui. No sé cómo se lo habrán pasado.
Hace ya un rato que se han marchado R y A y C con Na a casa de una amiga común a tomar café, y yo me he quedado solo; pero me he asomado a la ventana, al balcón, a fumar, y he visto a C y le he dicho «Adiós, C» agitando a mano fuertemente, y ella, qué simpática, se ha acercado al pie del balcón (vivo en un primer piso) a llamarme por mi nombre y decirme «arriba, arriba», «abajo, abajo», y me ha demostrado que somos amigos y me ha reconciliado con la vida.