Mayo 09, 2004

Lunes, 03 de mayo de 2004

Lunes, 03 de mayo de 2004
Es increíble con qué poco se hace la vida más fácil o más difícil o incluso un enojo, algo molesto. Yo trabajo en un colegio, soy profesor. Todos los lunes tenemos una reunión los miembros del Claustro a la que debemos acudir haya temas a tratar o no; pero, también los lunes, los alumnos que hayan cometido alguna pequeña falta durante la semana precedente deben cumplir un castigo que consiste en pasar dos horas (de cinco y media a siete y media) encerrados en un aula con un profesor que les vigile. Con esto se consiguen dos cosas:

1) Que cada semana un profesor se pierda una reunión del Claustro, por lo que no se entiende que tengamos que acudir siempre todos los demás (si uno se la va a perder, ¿por qué no los otros?). Normalmente no se tratan temas de importancia; pero a veces sí. Y
2) Que los alumnos castigados pasen dos horas encerrados en un aula perdiendo el tiempo que muy bien podrían perder en la calle o en casa (los castigados rara vez son quienes van al colegio a aprovechar el tiempo).
Pues resulta que hoy me tocaba a mí ser ese profesor. He vigilado un examen de recuperación y a un alumno de 4º que el otro día llegó tarde a clase. Bien. Acabadas las dos horas interminables que he matado releyendo a Suetonio (Vida de Julio César) y leyendo letras inconclusas de J. R. R. Tolkien, a quien admiro, despido al castigado y me dirijo a la sala de profesores en la que había dejado mis cosas. Pero está cerrada. Voy entonces a la entrada del Colegio, busco a alguna monja poderosa que pueda abrirme pero no encuentro a ninguna. Ya en la entrada del patio, por donde entran los alumnos, hallo a alguien: una mujer, laica, que vigila la entrada y resuelve si puede los problemas que surjan o da las informaciones que se requieran, si las tiene. Ella no tiene la llave; llama a las monjas; alguien le dice que están reunidas y que bajo ningún concepto pueden abandonar el conciliábulo; ella insiste en que será cuestión de tres minutos; más negativas; cuelga. Me informa de que, según le han dicho, tardarán una media hora o tres cuartos; no entiendo nada. Explico que he de irme a casa, de que tengo que entrar en la sala de marras para recuperar mis cosas; es imposible: ella no tiene la llave y, aunque la tuviera, no podría ir a abrirme (alguien debe quedarse en la puerta del patio por si entra Jack el Destripador) ni prestármela (está prohibidísimo). Esperar o no; tirar mi tiempo porque la Directora es así de obtusa o no. Me decido por lo segundo; me voy a casa sin mi abrigo, sin mi DNI, sin el bonobús que ya he pagado. Llego a casa muerto de frío, me pongo a escribir, qué mal humor me sale. Qué fácil es hacer la vida más sencilla, o más, mucho más complicada.

Escrito por Desubicado a las Mayo 9, 2004 06:22 PM
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