Viví las manifestaciones en Barcelona, donde el torrente de solidaridad y afecto hacia los madrileños (de 12 países) me emocionó hasta las lágrimas. Los comercios, las ventanas llenas de crespones negros dan idea de la cantidad de gente decente que hay en el mundo: una abrumadora mayoría frente a un reducido grupo de indeseables a los que - por extraño que parezca - hay que aceptar su pertenencia a la raza humana. Porque precisamente eso, su condición de humanos, es lo que les han negado a los viajeros de Atocha, El Pozo y Santa Eugenia.