Suite Alfonso XII
La puerta estaba entreabierta. Aún sin la certeza de si habría alguien al otro lado, o en algún lugar del apartamento que se abría tras ella, la recepcionista se acercó despacio, intentando ahogar cada leve pisada en la moqueta de color rojo que yacía bajo sus pies y recubría todo el piso. Sus pies se detuvieron, temerosos, frente al marco, ante la leve abertura que separaba lo conocido de lo prohibido, lo aborrecido de lo profanable. El orden y pulcritud de la estancia se adivinaban con sólo lanzar una ojeada desde fuera. Beatriz decidió echarle valor. En el fondo el haber cruzado tantas veces esa puerta la transmitía confianza, llegando a hacerla pensar o tal vez desear que entre aquellas paredes frías también esta vez se encontrase sola, como en cualquier otro día de trabajo. Entonces todo habría sido una fugaz fantasía, un ridículo malentendido. Sin embargo había algo de sepulcral en el silencio que reinaba en el aire; un silencio que invitaba a la reflexión, al temor...
Las bisagras no se quejaron, como a menudo hacen las de algunas puertas del hotel, cuando Beatriz empujó la puerta con una inseguridad meditada. Tras ella, nada resultaba sospechoso. La exhalación de alivio que emitió acarició el silencio que parecía que lo había contaminado todo. El mobiliario de la suite era el que ella tan bien conocía. Eran esos mismos muebles que tantas veces había mandado cambiar de sitio debido a los incomprensibles caprichos de algunas celebridades, pero aquella tarde parecían otros. Parecían tener vida y estar observándola, inertes, fríos. La silueta de la recepcionista cruzó la alfombra persa que descansaba sobre el suelo hasta llegar a la mesita de cristal, esa que muchas veces se coloca en el cuarto de baño para que los clientes puedan tener más espacio en el salón rindiendo más funcional a la vez el lugar de aseo. Flotando sobre ella había una pequeña caja de cerillas de solapa. Estaba abierta. Beatriz la cogió y la terminó de abrir, por si hubiera algo escrito dentro. Un número de teléfono se hallaba apuntado en el interior de la solapa. La disposición de los números le sonaba familiar. Sintió un escalofrío. Era su número de casa. Sin pretenderlo, pensó en sus hijos. Seguramente a esa hora estarían en el calor del hogar viendo la televisión junto a su padre, que también la estaría viendo pero como ausente, como siempre que está sin su pelirroja, como la llama él. Ese número cuidadosamente apuntado en el cartón hacía que toda aquella asfixiante situación dejara de ser parte de un trabajo impersonal y mal remunerado para adentrarse sin saber cómo en la esfera de lo que ella más valoraba: su hogar, su familia, su vida. La precipitación hacia ninguna parte de sus razonamientos y el intenso olor a flores secas que inunda toda la planta catorce empezaron a llenar aquella tarde de Noviembre de sombras y náuseas. En la penumbra de sus párpados, Beatriz se vio a sí misma haciendo el amor con su marido, como cada noche. También recordó la voz susurrante y grave que la había llamado a recepción a las 18:23 pidiéndola que por favor acudiera a la suite Alfonso XII. Aquellas palabras se le han quedado grabadas a fuego desde entonces. "Es cuestión de vida o muerte", había recalcado varias veces el susurro con una calma glacial, inhumana. Aquella voz afrancesada que ya nunca olvidaría tenía algo de angelical y de demoníaco a la vez. Empezando a sentirse indispuesta, Beatriz se dirigió al cuarto de baño. Avanzaba por la casa torpemente desoyendo su propio temor a lo que se podía encontrar. Sólo quería refrescarse un poco, apoyarse en algo firme, intentar dar algo de cordura a una situación que ya la había importunado bastante. (No sé cuando, pero... continuará!).