El cerezo y el almendro
Cada día estaba más alto, era el primer árbol que plantaron en el jardín y lo cuidaban con mucho cariño. Hace unos pocos años había dado sus primeros frutos y para sorpresa de los dueños, no dio cerezas rojas. A pesar de ser éste el típico color, las pequeñas bolitas carnosas fueron siempre blanquecinas, que aunque son más dulces que las coloradas, tienen menos fama.
Al finalizar un otoño el arbolito, que ya no era tan arbolito, había superado la altura de la valla que separaba su terreno con el de los vecinos. Podía ver ya un almendro que asomaba al otro lado, el cual pronto se convirtió en un compañero con el que estar bajo el sol, recibir las lluvias, temblar con las tormentas, bailar con el viento y aguantar las nevadas.
Disfrutaron y aguantaron juntos las bondades y los ataques de los elementos durante cuatro estaciones. Pero nada más empezar la última el destino hizo que la valla se convirtiese en un muro tan alto que los dos árboles ya no pudieron verse. De vez en cuando el viento llevaba alguna hoja de un lado al otro. Al menos sabían que estaban ahí... Pero sólo podían mirar su propio jardín y se acostumbraron a vivir sólo con el resto de vegetación que cada uno tenía plantado a su alrededor.
Pasó el tiempo, los árboles seguían creciendo y sus ramas se hacían más largas y robustas. La más grande del cerezo chocaba fuertemente contra el muro doblándose como un arco a punto de disparar una flecha. Un día sopló el viento necesario para levantarla y de esta forma consiguió asomarse al otro lado. Allí seguía el almendro con sus hojas verde pálido rodeado de otros árboles. Los dos pusieron su empeño en crecer tanto como para estar cada vez más juntos. Y lo consiguieron. El muro desapareció atravesado por sus raíces quedando oculto bajo sus sombras. Pero el ruido de sus ramas al chocar cada vez que hacía ventisca se hizo ensordecedor.
Fue necesaria la poda. Seguían viéndose pero ya no podían tocarse y al cerezo le costaba estar ahí plantado como cualquier otro árbol; las almendras ya no caían junto a su tronco. Envuelto en tristeza, sus raíces dejaron de absorber agua y se olvidó del sol. Igual que un sauce llorón fue inclinándose cada vez más hasta que ya no podía ver a su vecino. El almendro, que no podía entender por qué el cerezo se ocultaba, echaba sus hojas hacia el otro lado del muro, pero la falta de respuesta hizo sus intentos cada vez menos intensos y más esporádicos.
Un verano cogió toda la energía que había almacenado gracias al buen tiempo y ayudado por el viento, pasando sobre el muro dio un buen ramazo al cerezo. Consiguió que respondiera más por el susto que por querer contestar; los esfuerzos del almendro no fueron en vano. Las blancas cerezas decoraban lo alto de su copa, no había perdido su fuerza ya que hacía tiempo que había vuelto a disfrutar del sol junto a los demás árboles de su jardín, y levantó las ramas hacia su compañero. Pero otra vez el destino había jugado con ellos; sus sombras no conseguían tapar el muro, que había sido reforzado para que sus raíces no volvieran a resquebrajarlo. Al menos de vez en cuando podían verse...
Por ahora siguen así. Los dos árboles son felices, sus jardines han crecido y se han ido poblando de más vegetación. Hasta que el destino vuelva a cambiar las cosas, o no...
A veces no es necesario con saber que se esta ahí...
Una verdadera historia de amor.
Me emociono.
Vaya, que original has sido..Me ha encando a mi tambien, felicidades
Sí, la verdad es que es bonito, más que bonito diría que es un consuelo, es increíble todo lo que uno puede escribir y lo bien que lo puede llegar a expresar. Pero no hay que olvidar que como en cualquier otro ser vivo todas las células que lo formaban en su momento ya se han renovado y aunque sigue siendo un almendro, ya nunca será el mismo :)