Apoyados en la barandilla, descansamos la mirada en los barrios iluminados que caen dentro del campo de visión. Más allá, entre las montañas, otros pueblos salpican el paisaje, brillando como luces de Navidad. Concentrándonos lo suficiente podemos intuir, al final, la gran ciudad. Detrás, junto a la estatua del gallo, un gato maulla como el llanto de un niño.
-¿Vas a comprarte una casa aquí?- le pregunto.
Once horas antes, tratamos de hacer arroz con carne en una vieja barbacoa desnivelada rellena de carbón. Diez horas después, nos comemos el resto de las costillas mientras escuchamos "Coldplay".
-No sé- responde, y se encoge de hombros.
Cuatro horas antes, bebo Beefeater con tónica en los bares ubicados en la circunferencia exterior de la plaza de toros. Delante mía, un hombre de treinta y tantos bebe y fuma sin parar. Tiene la mirada triste, perdida entre la multitud.
-Se te ve muy cómoda- digo.
Catorce horas después, paseamos entre las ruinas de un castillo. Una pintada reza: "Una persona no es rey por mandato divino, sino porque sus antepasados se lo montaron divinamente".
-Siempre me he sentido mejor en los pueblos- suspira y hace una pausa- No estaría mal, pero la verdad es que no tengo muy claro mi futuro.
Dos horas antes, trato de bailar una melodía machacona en un pub desbordado de gente. Ocho horas después, leo en el suplemento de "El País" un reportaje sobre la juventud española.
-Como todos - pienso para mí.