Al final el tema del desfasaje temporal de Osvaldo se solucionó de manera bastante simple. Igual, como viene ocurriendo, cada remedio trae aparejada una nueva enfermedad. Ya nos estamos acostumbrando a nuestra suerte.
De compras en el almacén hace un par de días, escuché que una vecina chusma de ésas que nunca faltan le comentaba en voz baja a otra clienta algo así como que Osvaldo "se fue rebobinando de a poquito", y ahí se me prendió la lamparita. Al día siguiente buscamos en las páginas amarillas a un técnico en audio y video que trabajara a domicilio. El muchacho, un peruano muy jovencito y algo parco, llegó a la casa, se sentó y escuchó sin que se le moviera un pelo toda la historia acerca de los problemas de Osvaldo, como si se tratara de un problema más de interferencia estática electromagnética. Terminada la explicación, pidió ver al afligido paciente, sacó de su valijita un instrumento electrónico similar a una Betamax de aspecto más bien primitivo y le conectó una serie de cables al pobre Osvaldo (que de todas maneras de nada se enteraba, porque para él todo esto ocurriría recién al día siguiente). Ahí nomás, sin aviso previo ni ceremonia, presionó el botón de fast forward y Osvaldo entró en cámara rápida: pies y manos iban de un lado a otro dejando una estela difusa como las alas de un colibrí, la cara era un manchón borroso de muecas, la voz se aceleraba en ese tono agudo de las ardillas en los dibujos animados.
Tras un par de minutos de este espectáculo desconcertante, el técnico presionó play y teníamos a Osvaldo de vuelta en el presente. Haciendo caso omiso a la algarabía generalizada, nuestro impasible salvador incaico guardó sus herramientas, cobró la visita como si hubiera limpiado los contactos de una radio a transistores y se marchó sin aceptar propina. Aquella noche, la fiesta duró hasta comenzado el nuevo día, que por primera vez en mucho tiempo era el mismo para todos.
Por la mañana Osvaldo amaneció algo amarillento. Nos preocupamos un poco, temiendo que la combinación de manipulaciones temporales y la sidra del festejo pudieran haberle afectado el hígado. Él, sin embargo, se sentía de maravillas, y no le dimos mayor importancia al fenómeno. Cuando a la noche empezó a tornar a un tono violáceo, casi como de cadáver dragado de un río, caímos en la cuenta del origen de estos cambios de coloración: el instrumental del técnico, además de antiguo, era originario de su país natal. Y en Perú el sistema imperante no es el PAL-N al que estamos acostumbrados sino el NTSC, con los consabidos problemas de aberración cromática que conlleva.
De todas maneras, estamos todos muy felices porque este ínfimo efecto secundario no evita que Osvaldo lleve una vida prácticamente normal. Los chicos del barrio a veces se burlan de él, gritándole "¡Gordo cara de ají!" cuando luce un tono rojizo o amenazando con llamar a Fabio Zerpa cuando de tan verde parece un marciano, pero él se lo toma con humor y no se hace mala sangre. Al fin y al cabo, según dice a quien quiera escucharlo, "mejor mal pintado y actual que rozagante y atrasado".
Vamos todavía, Osvaldo. Vamos todavía.
Episodios anteriores en la saga:
1. Poder inútil
2. Marcha atrás
3. Adaptándose al retraso
Luego de un tratamiento intensivo a base de reiki y licuados de gengibre y uva, logramos que el retroceso temporal de Osvaldo detenga su constante marcha, estabilizándose en una marca constante de veinticuatro horas. En pocas palabras, el hombre vive un día atrasado.
Como suele ocurrir con este tipo de trastornos, no sólo sufre aquel quien es directamente afectado, si no también su entorno familiar y afectivo. De todas maneras, nosotros no nos dejamos vencer por la depresión que las circunstancias nos quieren imponer, y logramos diseñar un ingenioso método para, aunque sea, inyectar un poco de normalidad al asunto.
Básicamente, se puede resumir de la siguiente manera. Arrancamos un día al que denominaremos Día Uno, durante el cual realizamos nuestras actividades usuales pero nos cuidamos de llevar un meticuloso registro de horarios de inicio y finalización de cada una de ellas, además de posiciones, recorridos, gestos y diálogos. Se podría decir, en lenguaje dramatúrgico, que confeccionamos un detallado guión de nuestras respectivas vidas durante toda esa jornada. Mientras esto ocurre, claro, Osvaldo se encuentra reaccionando a los eventos del Día Cero, por lo que no cuadra para nada en el asunto y no le prestamos mayor atención.
Ahora bien, durante el Día Dos nos dedicamos (munidos de nuestras anotaciones) a recrear de la manera más fiel posible todo lo realizado durante el Día Uno. Osvaldo, cuya realidad es en ese momento justamente aquella del Día Uno, se integra perfectamente a los eventos de este Día Dos, y cualquiera que hipotéticamente nos observara desde afuera no notaría nada extraño: los Días Dos son deliciosamente normales, un recordatorio de nuestra vida antes de tanto problema. Los llamamos, cariñosamente, "días de re-estreno".
El Día Tres es libre. Todos nos relajamos, descansando de la concentración constante que requirió el Día Dos, mientras Osvaldo merodea por la casa algo confundido, preguntándose por qué diablos estamos todos haciendo exactamente lo mismo que el día anterior; es que el pobre está viviendo en el Día Dos, copia fiel del Día Uno. A veces se desespera y nos grita, pero nosotros tratamos de ni siquiera estar en casa para evitar disgustos. Al día siguiente, Día Cuatro, volvemos al ruedo y comenzamos de nuevo el proceso.
O sea que, con este método, cada tres días tenemos un día ensayadamente normal. No está nada mal, digo yo, aunque Osvaldo se está poniendo un poco más desorientado y hostil que de costumbre. Con el problema que tiene, eso es lo de menos.
A Osvaldo le recomendaron un pai umbanda para revertir el deseo fallido que aquel genio decadente le había otorgado. Quinientos milisegundos de premonición no servían absolutamente de nada, así que se sometió con expresión resignada a la pintoresca ceremonia, que consistió en una seguidilla aparentemente interminable de gallinas sacrificadas y mantras en portugués al ritmo de los bongó.
Para su sorpresa, funcionó. Un par de días después, su habilidad de ver el futuro casi inmediato se había desvanecido y, por primera vez en meses, Osvaldo se deleitó transcurriendo en la más absoluta normalidad temporaria.
Poco le duró la alegría. A la semana siguiente, jugando un picadito con los compañeros de oficina, llegó tarde a todos y cada uno de los cruces, repartiendo moretones a diestra y siniestra. La pelota le pasaba por debajo del pie cuando intentaba dominarla. Pifiaba los remates. Cuando le tocó ir al arco, no sacó una. Al principio, Osvaldo lo catalogó como una horrible tarde futbolística y no le prestó demasiada atención.
Pero en el trayecto de regreso a su casa estuvo varias veces a punto de llevarse puestos a los automóviles que circulaban por delante suyo, y al intentar subir al ascensor se aplastó la nariz con la puerta automática que se cerró frente a él. Algunos experimentos caseros esa noche, intentando infructuosamente agarrar una pelota de tenis que hacía rebotar contra la pared o perdiendo una y otra vez con su esposa en las pulseadas chinas, confirmaron la sospecha: Osvaldo había comenzado a atrasar. Claramente, el pai le había retorcido el cogote a un par de aves de granja de más.
Por unos días el retardo fue sólo perceptible para él, pero gradualmente la situación siguió empeorando. Una nueva visita al templo umbanda tuvo el magro resultado de que le devolvieran la mitad de lo que había abonado por el tratamiento, pero ninguna mejora en su condición. Osvaldo, impotente y furioso, puteó de arriba a abajo al pai, pero éste no se dio por aludido: se había retirado del lugar casi un minuto antes.
Hoy en día, calculamos que Osvaldo está diez minutos atrasado, y no da signos de detener su marcha atrás. Mientras escribo esto, se está riendo del escobazo que el Chavo del Ocho le pegó en la cabeza al Señor Barriga al entrar a la vecindad. Fue quizás gracioso, pero el programa terminó hace rato ya, y Osvaldo se ríe frente a un televisor apagado, llenando la habitación de ecos que todavía no escuchó.
Si Osvaldo se hubiera encontrado una lámpara mágica como Dios manda, arabesca y bruñida, oculta en una pequeña cueva en medio de un desierto en medio oriente, ahí la cosa cambiaba. Pero lo que encontró fue una linterna Eveready oxidada, tirada a un costado del mingitorio en el baño de una estación de servicio de la ruta a Venado Tuerto, y eso explica mucho.
La sacudió un poco para sacarle la mugre, y al frotarla con la manga de su gastado saco se materializó, con un plaf bastante lastimoso, un genio rantifuso y algo atolondrado, de boina celeste y alpargatas llenas de agujeros que dejaban entrever unas uñas asquerosas.
Osvaldo, que había leído "Aladino" en tercer grado, ya venía con un deseo bien preparado, y no lo dudó: pidió tener la habilidad de ver el futuro. Se imaginaba haciendo saltar la banca en el casino de Mar del Plata, pegando la quiniela semana tras semana, publicando best-sellers de clarividencia. Pero este genio de cuarta que le tocó en suerte, como era de esperar, cumplió el deseo a la medida de sus escasas posibilidades. Osvaldo puede ahora ver el futuro, sí, pero sólo medio segundo más allá del presente que todos vivimos. Convengamos que no es mucho.
Hace meses que vengo tratando de ayudar a este pobre hombre a sacar provecho de su nuevo don, pero mis ideas no resultan demasiado rentables y Osvaldo cada día se marchita otro poco, mirando en el espejo la imagen de alguien siempre un instante más cerca de la muerte.