Ayer a la tardecita iba solo en el auto cuando en la radio comenzó a sonar Nightswimming y en un instante se me llenó el cuerpo de la melancolía más dulce que uno pueda imaginarse.
Quise tener doce años de vuelta y pasar los tres meses del verano del 88 en la vieja cabaña junto al lago en Cramdon Corner. Añoré estar sentado en el desvencijado muelle de madera, los pies chapoteando despacio en el agua y mis amigos tirados boca arriba a mi lado mirando el cielo en silencio, mientras la brisa suave de las ocho de la noche nos secaba el pelo. Me embargó el deseo de que pasara mi primo Ted a buscarnos en su pick-up destartalada y nos llevara en la caja al autocine a ver la misma película por décimocuarta vez, atragantándonos con caramelos pegoteados por el calor y una botella de cerveza sin gas traída a modo de infantil contrabando. Hubiera pagado por sentir una vez más la misma excitación idealizada que me corría por la nuca cuando la veía pasar a Molly por la puerta de la fuente de soda del viejo Wilbur, cruelmente ataviada con pantalones demasiado cortos y la camisa anudada sobre el ombligo, riéndose sin darse cuenta de que llevaba todas mis ilusiones en los hombros.
Me pregunto si en ese preciso momento, en Georgia o Carolina del Sur, un muchacho de veintipico largos estaba escuchando una canción y sintiendo nostalgia de un picado con una pelota desgajada en una cortadita empedrada a dos cuadras de la estación, de medialunas con dulce de leche a la tarde en la pileta de Adrogué, de un jumper azul y unos ojos almendrados abajo de un árbol en el patio de séptimo grado.
Algún distraído allá arriba nos traspapeló las saudades.