Estoy a un costado del escenario, entre telones y equipos de sonido, con la guitarra al hombro. Alguien está terminando de cantar, pero no se lo ve bien desde este ángulo por la iluminación. Leo García está parado al lado mío, vestido con una camperita azul y su sempiterna gorrita roja, cargando con un teclado como si llevara un atlas a la biblioteca. —Ahora salimos y tocamos "Esperanza de amor"—, me dice. Asiento en silencio, confiado.
Cuando llega nuestro turno, camino con paso firme hacia el centro del escenario momentáneamente oscuro y me planto frente al micrófono. A mi izquierda, Leo monta su teclado sobre un soporte, conecta los cables y me guiña el ojo en señal de aliento. En ese preciso momento, a escasos segundos de que se enciendan los reflectores, caigo en la certeza inexorable de que no conozco ninguna canción llamada "Esperanza de amor". No sé ni la letra que supuestamente tengo que cantar ni la melodía que llevaría. No conozco un mísero acorde. Se me ocurre que podría tratar de seguirlo de reojo a Leo en su teclado, pero mi escaso nivel musical hace imposible que traslade acordes de piano a guitarra en un tiempo razonable. Busco relajarme intentando unos arpegios, pero tengo los dedos resbalosos de sudor y mi guitarra está irrecuperablemente desafinada.
Cada vez que me despierto durante este tipo de pesadilla (y por suerte siempre ocurre justo antes de caer en el más absoluto ridículo), me sorprende el hecho de que en realidad no estoy sumido en la desesperación por no saber la canción o por no encontrar cordones para mis botines antes de salir a la cancha o por no conocer el mecanismo exacto para abrir el paracaídas. Lo que sí me suele embargar es una especie de enojo conmigo mismo: ¿Cómo puede ser que no haya afinado la guitarra si ésta es la oportunidad musical de mi vida? ¿Cómo es que no me traje una partitura para seguir? ¿Cómo olvidé enhebrar los cordones antes de salir hacia el estadio? ¿Cómo puedo ser capaz de subirme a un avión sin tomar siquiera una lección de paracaidismo?
Será que adscribo a la teoría del libre albedrío y creo que nuestro futuro es siempre consecuencia de nuestros actos precedentes. O será que, generalmente, yo tengo la culpa de todas las huevadas que me mando.