La emperifollada jovencita abrió con su larga uña el sobre lacrado y anunció con dificultad el nombre del galardonado técnico iluminador, de inconfundible origen esloveno. Los asistentes a la ceremonia, sin mayor interés por una categoría tan poco glamorosa, siguieron conversando en un murmullo monocorde sin prestar atención al viejito que, premio en mano, se ubicó tras el micrófono en el centro del enorme escenario y carraspeó tímidamente. Todos esperaban una lista interminable de nombres desconocidos leídos de un papelito ayudamemoria, interrumpida prontamente por la orquesta para dar paso a la siguiente presentadora y el siguiente premio.
Sin embargo, apenas cinco segundos luego de que el anciano comenzara a hablar, su voz era la única que se escuchaba en el recinto y los cientos de ojos de los allí presentes se posaban en su frágil figura. Desgranaba cada oración con todo cuidado, en un barítono tan terso que parecía destilado de miel. Comenzó hablando de su sufrida infancia hacinado junto a nueve hermanos en una choza en las afueras de Bovec, su pueblo natal, y hasta los más recios caballeros en la audiencia no pudieron evitar que se les llenaran los ojos de lágrimas. El medio minuto originalmente planeado para el discurso llegó y pasó, y nadie movió un dedo para interrumpir al orador. Directores, camarógrafos, músicos, sonidistas, ayudantes de escena: todos estaban absortos, completamente sumergidos en el sermón de su imprevisto pastor.
Habló de los diez kilómetros que caminaba día tras día arrastrando un carrito de madera cargado de las pocas naranjas que intentaría vender sin éxito en el mercado del pueblo. Habló de los escasos momentos de solaz en su niñez cuando en las noches organizaba espectáculos de sombras chinescas para su familia utilizando una escuálida y remendada vela. Habló de su primer amor, una muchacha a la que descubrió una noche de verano bajo la suave luz de un farol a gas y luego perdió bajo las sucias botas de un soldado invasor. Habló de su odisea al escapar de un campo de concentración y recorrer a pie más de doscientos kilómetros durante el crudo invierno europeo. Habló de la amistad que trabó con otro pasajero en su accidentada travesía hacia el nuevo mundo, y de cómo las fascinantes historias acerca de tablas, bambalinas y sets de filmación que aquél le contaba durante noches de borrachera terminaron por decidir su futura carrera. Habló de sus inicios como ayudante técnico en películas picarescas de poca monta. Habló de su fogoso romance con una entonces desconocida pero eventualmente celebérrima diva, a la que cuidó de no nombrar por caballeroso pudor. Habló del amor eterno por una esposa ya perdida, habló de hijos y nietos. Habló con pasión, habló con gracia, habló con un nudo en la garganta y el corazón abierto.
Habló y sigue hablando. Van ya diecisiete horas desde que comenzó, y nadie en el auditorio se ha movido un centímetro de su lugar. Se lo nota al pobre ya algo pálido y desmejorado, encorvada la espalda y temblorosas las manos, pero su voz se resiste a ceder. Miles de canales de televisión alrededor del mundo emiten el evento sin interrupciones comerciales. No importan ya la ceremonia ni los premios ni las estrellas ni quién ganó ni quién queda por ganar.
Nadie puede darse el lujo de perderse una sola palabra, porque lo que todos sospechan es ya una certeza: cuando el pormenorizado recuento de su pasado finalmente dé alcance al inevitable presente, entonces no le quedará más que relatar su propia exhalación de despedida, ahogada bajo una salva de aplausos, el perfecto epílogo del perfecto discurso.