Al dormir, suelo colocarme sobre el costado izquierdo, mirando hacia la ventana. Desde esa posición, y dada la altura del departamento, puedo ver claramente casi cinco cuadras de una calle medianamente transitada. De las cinco esquinas visibles, tres cuentan con semáforos. Llamémoslos, en orden de cercanía a mi ventana, semáforo A, semáforo B y semáforo C.
Luego de las once de la noche y vaya uno a saber hasta qué temprana hora de la mañana, los tres semáforos se desactivan para agilizar la escasa circulación de vehículos, pasando a mostrar el amarillo intermitente acostumbrado en estos casos. Lamentablemente, nunca, pero nunca ocurre que el orden de intermitencia entre los tres sea el correcto.
Me explico: si partimos de un instante inicial en que los tres semáforos están apagados (este momento, que bien podría no existir, sin embargo existe), entonces el primero en encender su farol amarillo es el semáforo A. Hasta ahí todo fantástico. Ahora bien, uno lógicamente espera que el siguiente semáforo en activarse sea el semáforo B, y luego el semáforo C, en una muestra de armónico orden, y luego continúe el hermoso ciclo A, B, C, ad infinitum.
Pues no. Luego de A, va el turro de C y le gana de mano a B, y todo se desmorona. ¿A, C, B? ¿A quién se le ocurre? Obviamente, ante esta descarada muestra de caos, no me puedo dormir. Noche tras noche, mis esperanzas de que algún funcionario público solucione esta flagrante muestra de mal gusto se desvanecen, con los ojos enrojecidos de disgusto.
Queda claro que a los responsables de este municipio poco les importa el bienestar de los sufridos vecinos. En las próximas elecciones ya van a ver.