A Osvaldo le recomendaron un pai umbanda para revertir el deseo fallido que aquel genio decadente le había otorgado. Quinientos milisegundos de premonición no servían absolutamente de nada, así que se sometió con expresión resignada a la pintoresca ceremonia, que consistió en una seguidilla aparentemente interminable de gallinas sacrificadas y mantras en portugués al ritmo de los bongó.
Para su sorpresa, funcionó. Un par de días después, su habilidad de ver el futuro casi inmediato se había desvanecido y, por primera vez en meses, Osvaldo se deleitó transcurriendo en la más absoluta normalidad temporaria.
Poco le duró la alegría. A la semana siguiente, jugando un picadito con los compañeros de oficina, llegó tarde a todos y cada uno de los cruces, repartiendo moretones a diestra y siniestra. La pelota le pasaba por debajo del pie cuando intentaba dominarla. Pifiaba los remates. Cuando le tocó ir al arco, no sacó una. Al principio, Osvaldo lo catalogó como una horrible tarde futbolística y no le prestó demasiada atención.
Pero en el trayecto de regreso a su casa estuvo varias veces a punto de llevarse puestos a los automóviles que circulaban por delante suyo, y al intentar subir al ascensor se aplastó la nariz con la puerta automática que se cerró frente a él. Algunos experimentos caseros esa noche, intentando infructuosamente agarrar una pelota de tenis que hacía rebotar contra la pared o perdiendo una y otra vez con su esposa en las pulseadas chinas, confirmaron la sospecha: Osvaldo había comenzado a atrasar. Claramente, el pai le había retorcido el cogote a un par de aves de granja de más.
Por unos días el retardo fue sólo perceptible para él, pero gradualmente la situación siguió empeorando. Una nueva visita al templo umbanda tuvo el magro resultado de que le devolvieran la mitad de lo que había abonado por el tratamiento, pero ninguna mejora en su condición. Osvaldo, impotente y furioso, puteó de arriba a abajo al pai, pero éste no se dio por aludido: se había retirado del lugar casi un minuto antes.
Hoy en día, calculamos que Osvaldo está diez minutos atrasado, y no da signos de detener su marcha atrás. Mientras escribo esto, se está riendo del escobazo que el Chavo del Ocho le pegó en la cabeza al Señor Barriga al entrar a la vecindad. Fue quizás gracioso, pero el programa terminó hace rato ya, y Osvaldo se ríe frente a un televisor apagado, llenando la habitación de ecos que todavía no escuchó.