Cogiste los sobres de la mesa y cerraste la puerta tras de ti. Bajaste los escalones de dos en dos, apresurado, intentando que los remordimientos que te perseguían no llegasen a alcanzarte, sabías que al llegar a la calle dejarían de seguirte y se perderían entre la multitud.
Tras la puerta dejabas una mesa vacía y una silla con restos de sangre. Un cuerpo inerte y goteando de rojo estaba sobre la alfombra; el agujero de su cabeza medía más o menos lo que el puño cerrado con que le golpeaste cuando abrió la puerta.
La pistola te pesaba en el bolsillo, cada vez más, mientras te abrías paso por la calle cada vez más llena de gente. Tu sonreías, habías sido capaz de librarte de él y habías cogido los sobres. Ya nunca más te atormentaría el verlo en tu reflejo. Estabas deseando llegar a tu casa para quemar el contenido de los sobres.
Llegaste a tu casa, abriste el portal y subiste los dos pisos. Te sorprendió encontrar la marca de un golpe en la madera de tu puerta; introdujiste la llave y entraste. Frente a ti, una mesa y una silla, ambas sobre una alfombra. Sacaste los sobres de tu bolsillo y dudaste si abrirlos; no hacía falta, sabías perfectamente lo que contenían, no había fallo.
Encendiste el mechero y les prendiste fuego. Mientras iban ardiendo el cadáver del suelo desaparecía, la sangre que empapaba tu alfombra se desintegraba, El golpe de la puerta se reparó. En cuanto el último sobre ardió acabaste de olvidar todo; ya no importaba lo que sufriste para conseguirlo, habías quemado todos tus recuerdos, habías matado al reflejo de tu espejo, habías empezado una nueva vida.